En el fondo del mar
hay una casa
de cristal.
A una avenida
de madréporas,
da.
Un gran pez de oro,
a las cinco,
me viene a saludar.
Me trae
un rojo ramo
de flores de coral.
Duermo en una cama
un poco más azul
que el mar.
Un pulpo
me hace guiños
a través del cristal.
En el bosque verde
que me circunda
–din don... din dan–
se balancean y cantan
las sirenas
de nácar verdemar.
Y sobre mi cabeza
arden, en el crepúsculo,
las erizadas puntas del mar.
domingo, 1 de abril de 2012
Narciso
Manuel Mujica Láinez
Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.
Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.
Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.
Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.
FIN
Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.
Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.
Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.
Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.
FIN
Chat Natacha chat de Luis Pescetti
23/05/2010
Aquí está el relato que le da nombre al del libro Chat Natacha chat (Alfaguara, 2005). La ilustración, que es la que lo acompaña dentro del libro, es de O`Kif.
(Click en la imagen para agrandarla.)
Una editorial invita a niños de una escuela del norte del país y al grado de Natacha a una sesión de chat con uno de sus autores: el famoso José Ramírez. Este autor acaba de publicar un libro nuevo y los niños debían leerlo para esta sesión.
<500 patadas ingresó a la sesión> Hoooooooooooooooooooola
>carlos y aníbal los capos: Hola chicos, ¡bienvenidos a todos!
>los más genios del mundo: ¿qué tal chicas?
>luli luli luli luli: NO SOMOS CHICAS
>José Ramírez, su amigo: Queridos amigos, cuando quieran comenzamos.
>las chichas perla: Chicos, ¿nadie nos saluda?????????????????????
>los más genios del mundo: ¡¡¡Llegaron las capas!!!
>los más genios del mundo: ¡¡¡Llegaron las capas!!!
>los más genios del mundo: ¡¡¡Llegaron las capas!!!
>500 patadas: Luli es nombre de chica
>carlos y aníbal los capos: Che, si nadie nos da bola nos vamos. Son unos tarados.
>luli luli luli luli chicas, no sean taradas no manden mensajes repetidos
>500 patadas: chicos, miren, está el tipo!
>José Ramírez, su amigo: Gracias, “500 patadas”, ¿tienen alguna pregunta?
>perro rabioso: Chicos, ¿quiénes son de la escuela del norte?
>luli luli luli luli: nosotros; y Luli es un apellido
>las chichas perla: ¡Hola! ¡Qué lindo que sean de allá!
>los más genios del mundo: chicos ¿es lindo por allá?
>luli luli luli luli: es una ciudad pequeña y tenemos el campo cerca
>José Ramírez, su amigo: Casualmente yo escribí una novela que transcurre en el campo.
>los más genios del mundo: acá también hay mucho campo
>luli luli luli luli: pero acá hay montañas, es bien al norte
>los más genios del mundo: ah, nosotros también somos del norte…
>luli luli luli luli: “genios”, entonces somos de la misma escuela!
>500 patadas: chicos hay que hacerle preguntas al tipo
>las chichas perla: ¿gana mucho dinero con los libros?
>José Ramírez, su amigo: Lo más importante de ser autor es el encuentro con los niños.
>500 patadas: Acá no hay montañas
>los más genios del mundo: chicos ¿con qué juegan allá?
>las chichas perla: ¿escribiría una historia sobre un perro que se llame Rafles?
>500 patadas: ¡¡¡chicos!!! ¡las chicas perla son Natacha y Pati!
>luli luli luli luli: ¡Hola Natacha y Pati! Somos cuatro chicos amigos.
>José Ramírez, su amigo: “Rafles” no me suena a nombre de perro, pero en uno de mis libros hay un gato que se llama Ramírez, ¡como yo!
>las chichas perla: ¡No somos Natacha y Pati!
>los más genios del mundo: Hola Natacha y Pati, somos dos amigas nosotros también
>500 patadas: ¡Sí son Natacha y Pati!
>José Ramírez, su amigo: Niños, mi nombre es Carolina y soy la editora. Quería volver a invitarlos a que hagan sus preguntas, ¡porque sabemos que tienen muchas para hacer! Recuerden que el autor es un hombre muy ocupado.
>las chichas perla: ¿Y por qué dicen que somos nosotras?
>500 patadas: ¡PORQUE ESTAMOS SENTADOS AL LADO SUYO, NENAS! ¡Y VEMOS LO QUE ESCRIBEN!
>las chichas perla: ¡SON UNOS TARADOS, NENE!
>luli luli luli luli: Hola Natacha y Pati, nosotros somos Martín, Aníbal, Lautaro y Oscar.
>José Ramírez, su amigo: A ver, “perro rabioso”, ¡adelante!
>los más genios del mundo: ¡Hola, Natacha y Pati! ¡Cuenten cómo es allá!
>las chichas perla: ¿Por qué dijo que Rafles no es lindo nombre para un perro? Es lindísimo, y además es rebueno, es muy amiguero y lo queremos mucho.
>los más genios del mundo: Nosotras teníamos un montón de preguntas pero nos olvidamos el papel, ¿se pueden inventar otras?
>luli luli luli luli: Natacha y Pati: ¡mándenos una foto! ¡No sean malas!
>José Ramírez, su amigo: ¿Ustedes tienen un perro con ese nomrbe?
>las chichas perla: “con ese nombre”
>José Ramírez, su amigo: sí, perdón, con ese nombre?
>las chichas perla: No sé, ¿por qué?
>500 patadas: ¡Sí! ¡Natacha tiene un perro que se llama “Rafles”!
>las chichas perla: ¡í‰SE ES EL TARADO DE JORGE QUE SE METE EN LO QUE NO LE IMPORTA!
>500 patadas: Yo me meto en lo qu eq…
>500 patadas: ¡CHICOS! ¡NATACHA Y PATI SE CRUZARON Y NOS PEGARON!
>luli luli luli luli: Che, manden una foto, no sean amargas.
>los más genios del mundo: Chicos nos tenemos que ir porque la señorita dice que estamos paveando. ¡Chau! ESTUVO RECOPADO
>José Ramírez, su amigo: Chicos, soy yo, la editora nuevamente, ¿no van a hacer sus preguntas?
>luli luli luli luli: Chicos, díganles a Natacha y Pati que manden una foto, no sean mala onda y nos vamos también. ¡Chau a todos! ¡Fue genial conocerlos! ¡Vengan a visitarnos! ¡Chau e escritor también! ¡Muy lindo todo lo que contó, nunca habíamos conversado con un autor de verdad!
>500 patadas: Chicos vengan ustedes también a visitarnos, después nos damos las direcciones, ¡vengan en las vacaciones! Nos vamos porque viene la bigotuda.
<500 patadas salió de la sesión> …
El barón de Grogzwig, la fina ironía de Charles Dickens
Retrato de Charles Dickens
Una atracción que recrea el Londres dickensiano
Un peculiar aristócrata
Luís Martínez González
11:03h Sábado, 11 de diciembre de 2010 0 21
Siempre es un placer leer las obras menores de los grandes novelistas, muy especialmente sus relatos breves. En ellos se aprecia toda su genialidad condensada en unas pocas líneas y, además, acostumbran a permitirse libertades que no se dan en sus obras más importantes.
Esto, que ocurre con casi todos ellos –desde Clarín a Pío Baroja, pasando por Stendhal o James Joyce-, se aprecia especialmente en el británico Charles Dickens (Portsmouth, 1812-1870) en lo que se refiere a su sentido del humor.
En efecto, mientras sus grandes novelas reflejan las enormes desigualdades sociales a que había conducido la Revolución Industrial, sus cuentos resultan mucho más amables. En ellos se aprecia todo el talento de Dickens, tamizado por un fino e irónico sentido del humor.
Porque el autor de Oliver Twist, Grandes esperanzas o Cuento de Navidad, entre otras muchas novelas inolvidables, es el narrador por excelencia de la época victoriana y, como tal, el retratista de las brutales condiciones de vida a que la industrialización en curso sometía a las clases populares, algo que él mismo había sufrido en sus propias carnes cuando su padre, un pequeño funcionario, fue condenado a prisión y tuvo que comenzar a trabajar en una fábrica de betún.
Fue, por tanto Dickens un autodidacta que se dio a conocer con los Esbozos por ‘Boz’, pequeños cuadros de costumbres publicados en la prensa, el mismo medio que le haría famoso cuando comenzó a escribir Los papeles del club Pickwick, una especie de novela por entregas en la que ociosos caballeros se reunían para comentar curiosidades y hechos de actualidad.
Pero, mientras los excepcionales relatos de Dickens han merecido toda la atención, ésta, a nuestro juicio, no se ha aplicado a sus cuentos –excepción hecha del citado Cuento de Navidad- que, sin embargo, son extraordinarios.
Buena muestra de ello es el titulado El barón de Grogzwig, una narración repleta de humor irónico. El joven aristócrata vive ociosamente dedicado a la caza, la comida y la bebida. Cuando contrae matrimonio con la hija de su vecino, el señor de Swillenhausen, todas estas distracciones se terminan. Mientras tanto, su prole va en aumento y el dinero mengua.
El joven barón decide entonces suicidarse. Pero, cuando se dispone a hacerlo, se le aparece el genio de los suicidas, desencadenando una memorable conversación entre ambos tras la que el aristócrata parece cambiar de opinión.
Se trata de un relato genial en el que todo el sentido del humor de Dickens -refrenado en sus narraciones extensas aunque también presente- campa a sus anchas a través de una fina ironía que, por otra parte, no oculta una evidente sátira social.
Podéis leer la obra aquí: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/dickens/baron.htm
Fuente: Charles Dickens Page.
Fotos: Charles Dickens: Pingnews.com en Flickr | Atracción sobre Dickens: Oast House Archive en Geograph.
El Barón de Grogzwig
[Cuento. Texto completo]
Charles Dickens
El barón Von Koëldwethout, de Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera le gustaría ver uno. No es necesario que diga que vivía en un castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en uno nuevo? Había muchas circunstancias extrañas relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre determinadas pequeñas aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios salones y galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que uno de los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le había clavado una daga a un caballero que llegó una noche pidiendo servidumbre de paso, y se supone que estos hechos milagrosos tuvieron lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un hombre amable, se sintió después tan apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil, que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo a cuenta.
El hecho de haber hablado del antepasado del barón me trae a la mente los vehementes deseos de éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir con seguridad cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había tenido muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y sólo deseo que haya vivido hasta fechas recientes para haber podido dejar más en la tierra. Para los grandes hombres de los siglos pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos años no puede esperarse que tuviera antes que él tantos parientes como un hombre que haya nacido ahora. Este último, quienquiera que sea -y por lo que nosotros sabemos lo mismo podría ser un zapatero remendón que un tipo bajo y vulgar-, tendrá un linaje más largo que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es justo.
¡Bueno, pero el barón Von Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y atezado, de cabello oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de caza colgado del hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando soplaba su cuerno, otros veinticuatro caballeros de rango inferior, vestidos con paño verde de Lincoln un poco más basto, y botas de cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como barandillas de un área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose quizá con un oso en cuyo último caso el barón era el primero en matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.
Fue una vida alegre la del barón de Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan festivos, fanfarrones, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de Grogzwig.
Pero los placeres de la mesa, o los placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo si las mismas veinticinco personas se sientan diariamente ante la misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se sintió aburrido y deseó excitación. Empezó a disputar con sus caballeros, y todos los días, después de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. Al principio aquello resultó un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se sintió totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión nueva.
Una noche, tras los entretenimientos del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwater, y matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el barón Von Koëldwethout se sentó desanimado a la cabeza de su mesa contemplando con aspecto descontento el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda lo imitaron de manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.
-¡Lo haré! -gritó de pronto el barón golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho con la izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!
Los veinticuatro verdes de Lincoln se pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo color permaneció inalterable.
-Me refiero a la dama de Grogzwig -repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.
-¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.
-La hermosa hija del barón Von Swillenhausen -añadió Koëldwethout, condescendiendo a explicarse-. La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana. Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.
Un murmullo ronco se elevó entre el grupo; todos los hombres tocaron primero la empuñadura de su espada, y después la punta de su nariz, con espantoso significado.
¡Qué agradable resulta contemplar la piedad filial! Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas jaculatorias, las posibilidades son cien contra una a que el castillo de Swillenhausen habría sido echado por la ventana, o habrían echado por la ventana al barón y el castillo habría sido demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero madrugador llevó la mañana siguiente la petición de Von Koëldwethout, y se retiró modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del pretendiente y su séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo un guiño de alegría.
Aquel día hubo grandes fiestas en el castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koëldwethout intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta que todo se volviera azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que todos sus semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el barón Von Koëldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a casa.
Durante seis semanas mortales jabalíes y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Koëldwethout y Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbraron, y el cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.
Aquellos fueron momentos importantes para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales estaban ya calzándose para disponerse a irse.
-Querido mío -dijo la baronesa.
-Mi amor -le respondió el barón.
-Esos hombres toscos y ruidosos...
-¿Cuáles, señora? -preguntó el barón sorprendido.
Desde la ventana junto a la que estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde, inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.
-Son mi grupo de caza, señora -le informó el barón.
-Licéncialos, amor -murmuró la baronesa.
-¡Licenciarlos! -gritó el barón con asombro.
-Para complacerme, amor -contestó la baronesa.
-Para complacer al diablo, señora -respondió el barón.
Entonces la baronesa lanzó un gran grito y se desmayó a los pies del barón.
¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego, saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás les pidió que se marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello, pues si la conociera lo habría podido describir delicadamente.
No me corresponde a mí decir mediante qué medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que necesito decir ahora es que la baronesa von Koëldwethout adquirió de una u otra manera un gran control sobre el barón von Koëldwethout, y que poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de cualquier cuestión disputada, o era astutamente descabalgado de cualquier antigua afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que le gustara o que hubiera solido tener; y así, aunque fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue claramente despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.
Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vino; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koëldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón de Grogzwig.
El pobre barón lo soportó todo mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó su melancolía y su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von Koëldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.
-No veo qué se puede hacer -dijo el barón-. Creo que me suicidaré.
Fue una idea brillante. El barón cogió un viejo cuchillo de caza de un armario que tenía al lado, y tras afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos llaman «una oferta».
-¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo que detenía la mano-. Quizá no esté lo bastante afilado.
El barón lo afiló de nuevo e hizo otro intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un salón infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el exterior de las ventanas para impedir que se lanzaran al foso.
-Si hubiera sido soltero -dijo el barón suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.
Una de las criadas ejecutó de la manera más amable posible la orden del barón en el curso de una media hora, y Von Koëldwethout, tras apreciar que así había sido hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que eran de una madera oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados en el hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy cómodo.
-Deja la lámpara -ordenó el barón.
-¿Alguna otra cosa, mi señor? -preguntó la criada.
-Soledad -contestó el barón. La criada obedeció y el barón cerró la puerta.
Fumaré una última pipa y luego pondré fin a todo -dijo el barón.
El señor de Grogzwig dejó el cuchillo sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas delante del fuego y se desinfló.
Pensó en muchísimas cosas, en sus problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido dispersados por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción de dos, que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba solo.
No, no lo estaba; pues al otro lado del fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados en sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas grejas enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía una especie de túnica de color azulado desvaído que, como observó el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al barón, pues miraba fijamente el fuego.
-¡Hola! -exclamó el barón al tiempo que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención.
-¡Hola! -replicó el otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-. ¿Qué pasa?
-¿Que qué pasa? -contestó el barón sin acobardarse en lo más mínimo por la voz hueca y la mirada carente de brillo del otro-. Soy yo el que debería hacer esa pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?
-Por la puerta -contestó la figura.
-¿Quién es? -preguntó el barón.
-Un hombre -contestó la figura.
-No le creo -dijo el barón.
-Pues no lo crea -contestó la figura.
-Eso es lo que haré -replicó el barón.
La figura se quedó mirando un tiempo al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo:
-Ya veo que nadie lo puede persuadir. ¡No soy un hombre!
-Entonces ¿qué es? -preguntó el barón.
-Un genio -contestó la figura.
-Pues no se parece mucho a ninguno -contestó burlonamente el barón.
-Soy el genio de la desesperación y el suicidio. Ahora ya me conoce.
Tras decir esas palabras, la aparición se puso de cara al barón, como si se preparara para una conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de paseo.
-¿Está dispuesto ya para mí? -preguntó la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.
-No del todo. Primero he de terminar esta pipa.
-Entonces aligere -exclamó la figura.
-Parece tener prisa -contestó el barón.
-Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está ocupadísimo.
-¿Bebe? -preguntó el barón tocando la botella con la cazoleta de la pipa.
-Nueve veces de cada diez, y siempre con exageración -replicó secamente la figura.
-¿Nunca con moderación?
-Jamás -contestó la figura con un estremecimiento-. Eso produce alegría.
El barón echó otra ojeada a su nuevo amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño, y finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos como los que había estado contemplando.
-No -contestó la figura en tono evasivo-. Pero estoy siempre presente.
-Para contemplar imparcialmente, supongo -dijo el barón.
-Exactamente -contestó la figura jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.
-¿Va a suicidarse porque tiene demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente divertido-. ¡Ja, ja! Ésa sí que es buena.
(Aquella fue la primera vez que el barón se rió desde hacía mucho tiempo.)
-Le ruego que no vuelva a hacer eso -le reconvino la figura, que parecía muy asustada.
-¿Y por qué no? -preguntó el barón.
-Porque me produce un gran dolor. Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.
Al escuchar la mención de la palabra, el barón suspiró mecánicamente; la figura, animándose de nuevo, le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
-Y, sin embargo, no es mala idea, un hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el barón al tiempo que sentía el borde del arma.
-¡Bah! No mejor que la de un hombre que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó la aparición con petulancia.
No tengo manera de saber si el genio se comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los ojos y miró como si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.
-Bueno, la verdad es que no hay nada que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello -dijo Von Koëldwethout.
-Salvo las arcas vacías -gritó el genio.
-Bien, pero un día pueden llenarse de nuevo -añadió el barón.
-Las esposas regañonas -le reconvino el genio.
-¡Ah! Se las puede hacer callar -contestó el barón.
-Trece hijos -gritó el genio.
-Seguramente no todos saldrán malos -replicó el barón.
Evidentemente el genio se estaba enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a risa.
-Pero si no estoy bromeando, nunca estuve tan lejos de eso -protestó el barón.
-Bueno, me alegra oír eso -respondió el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone enseguida este mundo terrible!
-No sé -dijo el barón jugueteando con el cuchillo-. Ciertamente que es terrible, pero no creo que el suyo sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse especialmente cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de obtener algo mejor si abandonaba este mundo... -de pronto lanzó un grito y se incorporó-: nunca había pensado en esto.
-¡Concluya! -gritó la figura castañeteando los dientes.
-¡Fuera! -le contestó el barón-. Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.
Tras decir aquello, el barón volvió a sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y alboroto que la habitación resonó.
La figura retrocedió uno o dos pasos mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido atemorizador y desapareció.
Von Koëldwethout no volvió a verla nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del oso y el verraco bajo su propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso, que primero se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo del barón de Grogzwig.
FIN
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