miércoles, 21 de febrero de 2024
Con medallas, con goulash, con un atenuado clamor de alas Por Liliana Heker
Con medallas, con goulash, con un atenuado clamor de alas
Por Liliana Heker
El cuento por su autor
Hay incidentes que me colocan en estado de ficción. Cuando ocurre, me sé viviendo la situación en la que me encuentro y, al mismo tiempo, siento que esa situación se despega de mí y explota en un cuento o promete emerger en una escena de algo que por el momento ignoro. Como si la circunstancia real en la que estoy metida –y que percibo como insensata o absurda—solo cobrara sentido a través de una construcción de palabras que todavía no fueron escritas. Algo como eso me pasó una noche de 1986, en mi primera visita a Toronto. A lo largo de veinte años el extrañamiento y la revelación que experimenté esa noche me acecharon como me acechan todas-las-cosas-que-algún-día-voy-a-escribir. Por fin en 2006, ante la propuesta de la Revista de Casa de las Américas de publicar un cuento mío inédito, mi amor por esa revista hizo lo suyo: me puse a hurgar en mi archivo mental, primereó la noche del goulash y ahí nomás me puse manos a la obra.
Con medallas, con goulash, con un atenuado clamor de alas
a Alberto Manguel
Irene vestía unas agraciadas babuchas de seda y caminaba por Glencairn Street dentro de un aura de irrealidad. No era una sensación infrecuente: podía mirar cualquier día desde su balcón y descubrir una cúpula como recién brotada de la tierra o entrar en el subte e ir advirtiendo en sus circunstanciales compañeros de vagón una comicidad de pesadilla. El mundo en general le resultaba un lugar bastante raro y estar en una ciudad desconocida agravaba las cosas. Sin contar con que, además, esta vez no tenía una idea muy clara de a dónde iba. Eliseo Kasap le había anotado la dirección en un papelito pero no le había dicho, o ella no le había prestado la suficiente atención, para qué debía ir a esa casa, si es que se trataba de una casa.
Desde la llegada de Irene a Toronto, tres días atrás, Eliseo había puesto verdadero empeño en hacer de ella un ser sociable y de alto interés público, la había acarreado de acá para allá, le había presentado a personas al parecer primordiales para su porvenir y la había instruido sobre cómo-comportarse-en-Acaecimientos-Internacionales, de modo que, si él le había recalcado que de ninguna manera debía faltar a este suceso en Gleincarn Street… Ahí estaba ella, aterrada pero obediente, ataviada con sedas y oropéndolas y mirando una por una las fachadas con la esperanza de que el número anotado no existiera y entonces no le quedase más remedio que errar hasta la muerte bajo esos árboles rojos sin necesidad de andar diciéndole a todo el mundo que se sentía very glad of meeting you, cosa que de ninguna manera era cierta ya que meeting gente en general implicaba para Irene un esfuerzo pocas veces justificado, y ni hablar de cuando el incidente sucedía en inglés, ahí a duras penas conseguía hacerse entender, y la expresión “hacerse entender” era excesiva ya que eso que a veces (en su casa y a solas) sospechaba que la constituía —eso al parecer so wonderful que alguien o algo había tomado la decisión de arrearla desde el lejano sur y alojarla en una habitación ungida de oro y perlas solo para que, encaramada a un escenario desmesurado, leyera una paginita en lengua salvaje (oh, how beatiful it sounds) dejándole la tarea de leer el cuento completo a su empecinado traductor Eliseo, sociable, encantador, convencido de que esto que a ella le pasaba era lo más natural, qué menos, Irene, pero que ahora no estaba, ay mamá, la había dejado solita su alma rastreando en esta hermosa calle arbolada una casa que deseaba fervorosamente no encontrar—, eso que a veces (pero no ahora) ella creía que la constituía, de ningún modo habría podido hacerlo entender en un idioma que siempre le había resultado brutalmente no familiar.
Ahí estaba la casa. Como todo lo que uno teme y por fin ocurre. Irene tocó el timbre. Unos segundos después la puerta se abrió y una túnica profusamente bordada irrumpió a la altura de sus ojos. Irene sonrió, very glad of meeting la túnica, ella was coming de parte de Eliseo Kasap. Oh, oh, of course, la túnica también estaba very glad. Todo en ese ambiente parecía very glad. Objetos floridos gravitaban o pendían en la totalidad del espacio visible. Personas bebían en inglés. La túnica la había tomado del brazo y la guiaba hacia el centro de la habitación ¿Qué estoy haciendo acá? Por un segundo Irene tuvo la impresión de que podía desasirse de esa mano, correr hacia la puerta y perderse bajo los árboles, ¿qué cosa en el mundo puede impedirte la locura? ¡Hedi! La túnica agitó la mano hacia una mujer bordada que bajaba las escaleras. Húngaros, recordó Irene, Eliseo había dicho algo sobre húngaros, ¿un gran poeta húngaro? Hedi, she is, Irene alcanzó a distinguir el nombre de Eliseo, ¿y su propio nombre? Hedi terminó de bajar y la abrazó con emoción, le dijo que no doubt esta noche era una gran noche y que en cualquier momento llegaría ¿el gran poeta? Después habló sobre ¿una revisión?, ¿una revista?, very interesting y desapareció por la escalera, Irene le sonrió very glad a un muchacho de barbita que se le había sentado al lado (ella también estaba sentada, acababa de darse cuenta, las cosas ocurrían como en un sueño) y que a su vez le estaba presentando a una señora que Irene no entendió si era la madre o la hija de alguien. El de barbita mencionó a un personaje ¿o sería el carácter? of Argentine people. Oh, more or less, dijo con modestia Irene y no pudo verificar si la respuesta era adecuada porque en ese momento llegó la túnica con un hombre corpulento, importantísimo físico o médico australiano que vaya a saberse por qué confusión también parecía muy contento de conocerla. Él australiano le preguntó a la túnica si era cierto que comerían ese delicioso goulash que. Irene paró la oreja pero no pudo saber la respuesta porque en ese momento volvió Hedi con una revista. La abrió y le señaló al grupo algo que debía estar escrito allí. Oh, oh, el grupo miraba la revista y luego la miraba a Irene, cuya posición le impedía enterarse de lo que había en esa página. Iba a levantarse para mirar pero la invadió el terror de que lo que fuese a comprobar resultara al fin un cabal malentendido. ¿En ese caso se animaría a aclararlo? ¿Renunciaría así al módico podio en el que esta gente la había erigido? Pensó en el goulash y se quedó en su sitio, sonriendo con cierta ambigüedad y esforzándose por verse como tal vez la veía esta gente. Pero no: su mente, o la de ellos, aparecía totalmente opaca. Por suerte el australiano también debía estar inquieto por el goulash porque volvió a preguntar, ¿Is it truth that…? Era cierto, solo estaban esperando al gran poeta para servirlo. ¿Sabía Irene que el gran poeta era candidato al Premio Nobel? No, no lo sabía pero tampoco le extrañaba ya que en ese ambiente tan bordado todos —ella incluida— debían ser grandes poetas o grandes algo, candidatos si no al Nobel al menos a algo glorioso y, por qué no, a la inmortalidad. Very interesting, dijo, y cayó en la cuenta de que estaba embarcada ¿desde cuándo? en una conversación con la madre o la hija de alguien quien, en rigor, era la única que hablaba ya que Irene solo contribuía con caras expresivas y algunos sonidos guturales o casi, pero al parecer tan entusiastas que hasta ella tenía la ilusión de que estaban conversando las dos. Do you understand? Yes, of course, trató de prestar atención, un trabajo apasionante, creyó entender, para la madre o la hija eso constituía un trabajo apasionante y todo esfuerzo en ese sentido valía la pena, al punto que a veces le dedicaba montes enteros. No podía ser: meses enteros; le dedicaba meses enteros, ¿a qué cosa? Se había perdido el principio y ahora todo empeño por entender era inútil.
Oh, it sounds really fine, dijo con estupidez genuina. Eso sin duda alentó a la madre o la hija quien ahí nomás le contó que la habían llamado de la Embajada ¿de la India? para que les enviara ¿trece docenas?, ¿treinta docenas?, ¿de qué?, ya era tarde para preguntarle. Miró con desesperación a su alrededor pero ahí solo había gente que conversaba, totalmente olvidada de que en ese sillón, conversando con la madre o la hija, estaba la gloriosa argentina a quien solo por ignorancia los canadienses habían desconocido hasta ese momento, y seguirán desconociendo, hijita, consiguió no pensar y lanzó una mirada plena de interés a la madre o la hija, quien ahora le explicaba que había llegado a hacerlas así de grandes pero que en el Rotary Club de vaya a saber dónde, por el capricho de una dama, los habían querido del tamaño ¿de una chaucha? It’s very curious, dijo Irene. Pero era más que curioso, era un desafío feroz ya que la dama en cuestión los necesitaba para. A esta altura, Irene había empezado a colegir que, fuera lo que fuese la chaucha, tenía algo que ver con los homenajes y había que hacerla en cantidades, al parecer en una fecha fija porque la madre o la hija, ya totalmente arrebatada por el suspenso de su relato, le estaba contando la vez que la fecha se aproximaba, se aproximaba, y ellos no llegaban. Irene volvió a mirar a su alrededor como buscando algo, aunque difusamente sabía que eso que buscaba no lo iba a encontrar ahí, cierta cumbre lejana que cada vez más raramente vislumbraba, alguna tarde de lluvia o de un cielo tan diáfano que la luz le atravesaba el alma y entonces le parecía que aun podía suceder un cruce con la que ayer quería comerse la luna; hay ciertas regiones, se decía entonces, o tal vez se preguntaba: ¿hay ciertas regiones, como recovecos del alma, en las que todavía es posible tocar eso que con demasiada ligereza se pronuncia poesía? Si era verdad que existían, no era probable que las descubriera en esta casa, entre esta gente que, si la homenajeaba, era porque la había ornado desde el vamos con eso que, en esta tarde canadiense, y desde mucho tiempo atrás, ella sentía que se le escurría entre los dedos sin que terminara de entender por qué ni qué era exactamente lo que se escurría. En suma, estaba empezando a sentir asco de sí misma y pensó en la muerte, en el radiante suicidio que había planeado para cuando no fuera joven, para cuando ya hubiese dado todo lo grande que su corazón adolescente albergaba entonces y bien plantada en la cumbre dorada, mirando la pendiente, decidiera, valerosa, que no estaba dispuesta a ninguna declinación, sin saber, la adolescente que ella era, que la declinación no es una bajada abrupta que se divisa desde una cumbre, ¿qué cumbre, amiguita?, sino una cosa que ocurre sin que siquiera hayas llegado a algún lado, algo pringoso de lo que ni siquiera te das cuenta hasta que estás en esta reunión, rodeada de bordados y potiches, escuchando a una desconocida que es la madre o la hija de alguien —¿quién no?— y te cuenta una complicada historia acerca de ¡Medallas! Ahí estaba la palabra que Irene no había captado al principio. Fue arrasada por una dicha imperiosa que barrió de ella todo vestigio de fracaso. ¿Pequeñas evasiones? Como resolver un problema de ingenio o sacarse generala servida. Satisfacciones que fugazmente nos protegen de la muerte. Ella había descubierto la verdad sobre lo que hacía la madre o la hija y ahora podía prodigarle cordialidades: a la hija, a la madre, y a todo el resto de esa gente bordada que solo aguardaba la llegada del gran poeta para empezar con el goulash. Claro que sí, eso era exactamente lo que Irene quería: comer goulash. Ahí estaba la razón de esta noche de pasamanerías y aspirantes al Nobel. Y hablando de Nobel, daba la impresión de que el gran poeta había llegado porque Hedi estaba diciendo que podían pasar al comedor.
La mesa era lo que se podía esperar de esa mesa. Mantel con calados, porcelanas humeantes, campanitas, el lugar de cada comensal indicado con una delicada tarjeta. Irene se buscó con zozobra. ¿Estaba, o todos esos halagos constituían una simple confusión? Estaba. Se sentó y, con beneplácito, volvió a leer su nombre: ahora sí podía disponerse a saborear el goulash en paz, ¿cuál era el problema al fin y al cabo? Tal vez esto era todo: un resplandor lejano en la adolescencia y una carrera más o menos afortunada hacia esto, este sentarse en su lugar, adulada por gente a la que no conocía pero que al parecer la conocía a ella y de la que apenas entendía algunas palabras, cosa que ahora le preocupaba muy poco, ¿no era en cierto sentido un descanso este murmullo ininteligible? Ella era la invitada de babuchas de seda, no tenía necesidad de entender, solo debía aguardar con placidez este goulash que bien se había ganado y sonreír very glad a todo el mundo.
Se sentía tan a gusto en su papel que de verdad le fue regalando una sonrisa a cada uno de sus contertulios. Fue entonces que reparó en él. Estaba sentado muy cerca, en la cabecera, el pelo blanco y un poco largo en los costados. Decía algo. Aprende este poema mío de memoria, así yo de algún modo voy a estar contigo. ¿Lo había escuchado? Esa voz tiernamente húngara, ¿la había escuchado? Una dicción afable que le permitía a Irene comprender todas las palabras, ella que no entendía el inglés y mucho menos el húngaro y ya ni siquiera estaba segura de entender sus propias palabras, las que una vez soñó que serían sus palabras, tan inconfundibles, tan bellas, que un día harían vibrar a alguien muy joven en un lugar y un tiempo remotos. Lo miró con atención ahora. Tenía los ojos llenos de luz y la coronilla totalmente calva. No supo por qué, le dio ternura esa parte desnuda de la cabeza. Como si hubiese algo desprotegido allí, o algo que él no se preocupaba en lo más mínimo por proteger. Debía de ser muy viejo porque ahora contaba una anécdota donde estaba Neruda y estaba él, sentados los dos en un umbral, de muchachos, o Irene imaginó que de muchachos, riéndose. O era solo el viejo de la coronilla desnuda quien reía, y contaba historias, y decía con su tono amorosamente húngaro Learn this poem of mine by heart. A Irene se lo decía: que guardara estas palabras en el corazón -y esta escena, que guardara muy bien esta escena y cada una de las escenas que configuran el extraño entramado de la vida-, que las guareciera de los malos tiempos, que velara por ellas en las noches en que todo parece derrumbarse, que les diera alimento propicio y las forjara con amor y paciencia infinitos para que algún día pudieran florecer en una tierra nueva. Y ella sintió vergüenza de sí misma, de su gran talento para el sarcasmo. Ahora sabía que el hombre viejo que se reía no era candidato a nada; simplemente podía hacer que, sin alharaca alguna, su voz se abriera paso entre sedalinas y potiches, transfigurara aquello que tocaba, soplara historias secretas en las cabecitas bien peinadas, susurrara en cada oreja que toda pasión es posible y vale la pena de ser vivida hasta los huesos, despertara al corazón anhelante que estaba agonizando entre bordados, le diera un sentido, o dejara que Irene le encontrase un sentido, a esta noche absurda. ¿Sería esto lo que, debajo de sus lecciones de buenas maneras, había querido indicarle Eliseo? Que ninguna tarjeta puede asignarte un lugar, Irenita, que no hay butacas reservadas ni apeaderos en los que puedas gritar piedra libre ni cumbres desde donde mirar hacia abajo, así que vos decidirás ahora mismo si vas a acostarte sobre estos laureles o seguirás vacilante en el camino. Porque lo que es la poesía, querida, no parece tomarse treguas. Ni siquiera en las mesas suculentas.
Chupate esta mandarina, se dijo Irene y, con disimulo, tiró su tarjetita al suelo. Recién entonces, huérfana y extranjera, riéndose para sí misma, se dispuso a devorar el goulash. Colmada de terror y de esperanza.