Una colección de relatos breves, escritos en verso, como se hacía en una época en que el soporte material (en primer lugar, la tablilla de cera) dictaba sobriedad a la expresión escrita, firmada por una mujer de enigmática identidad, concentra todo el misterio, la belleza y el carácter ancestral de los cuentos maravillosos y las historias de hadas de la Edad Media. Son los doce Lais de María de Francia, una obra profundamente representativa de la literatura de su tiempo, que respira frescura de sentimientos, espontaneidad y sinceridad por todos sus versos octosílabos.
De la vida de la escritora apenas conocemos nombre y lugar de origen. Ella misma nos lo dice en un verso de iluminada sencillez: Marie ai nun, si sui de France (“Me llamo María y soy de Francia”). Lo cual nos hace pensar que venía, sí, del reino de Francia, pero vivía en tierra extranjera: sin duda en Inglaterra, y más en concreto en la corte de Enrique II Plantagenet (1154-1189), seguramente el “noble rey” a quien dedica sus Lais. Así, en esa corte se afanaría en escribir cuentos como Lanval, durante la segunda mitad del siglo XII y en la variedad anglonormanda del antiguo francés.
Las tres obras que de ella se conservan revelan que era una mujer de amplia cultura latina, estaba atenta a varias direcciones de la incipiente literatura románica, pero en nuestros relatos se muestra particularmente sensible a la tradición de las leyendas y los mitos del folclor celta.
Los Lais, según nos dice, nacen de la intención de narrar algunas de las aventuras memorables que María había escuchado a los juglares, y la fuente en que la escritora se inspira para sus relatos pertenece a una materia oral y legendaria: el lai o composición musical interpretada con el arpa o la rota, del género que divulgaban los cantores de Bretaña. En todo caso, la atmósfera bretona, los elementos fantásticos de ese mundo que a menudo se identifica con el del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, conviven en armonía con unaestilizada versión de la sociedad aristocrática, que es el ambiente natural de todos los protagonistas.
Si algo marca el destino de la aventura que vive cada uno de ellos es el amor, un amor que ha de sostener batallas muy diversas: exilios forzados, soledades a causa de oscuras venganzas, nacimientos ilegítimos que hay que esconder... Es un amor que María entiende como sentimiento sincero y espontáneo entre dos seres hechos para amarse, que, por ejemplo, un marido celoso y viejo contraría (Guigemar, Yonec), pero que se muestra indisoluble, igual que las ramas de la madreselva y el avellano que no pueden separarse sin morir (Chèvrefeuille). Es ese sentimiento todopoderoso, que en Lanval se convierte en símbolo de fidelidad eterna, el verdadero leit-motiv de los versos de María de Francia.
Gema Vallín, Profesora de Filología Románica
Lais de María de Francia
Guigemar y la cierva blanca
En la espesura de un gran matorral vio una cierva y su cervatillo. Era un animal enteramente blanco y tenía en la cabeza astas de venado. Con los ladridos del braco dio un salto, y Guigemar tendió el arco y le lanzó una flecha. La hirió por delante, en la testuz, y la cierva se desplomó al instante, pero la flecha salió con fuerza hacia atrás y se le clavó a Guigemar en el muslo, alcanzando incluso al caballo, de tal forma que tuvo que apearse y cayó al suelo sobre la hierba tupida, junto a la cierva que había derribado. La cierva, que estaba malherida, sufría y se lamentaba. Después habló así:
—¡Desgraciada de mí, muerta soy! Y tú, vasallo, que me has herido, que tu suerte sea tal que jamás tengas cura, ni con hierbas ni con raíces (Guigemar, 96-97).
Guigemar y la nave maravillosa
En el puerto había una sola nave. [¼] Subió a bordo. Pensó que dentro iba a encontrar a los hombres que guardaban la embarcación, pero no había nadie y a nadie vio. En medio de la nave encontró un lecho cuyas patas y largueros eran de oro grabado según el arte de Salomón y que tenía incrustaciones de ciprés y de blanco marfil. La colcha que la cubría era de una seda entretejida de oro. [¼] Guigemar estaba muy maravillado por todo esto, se recostó sobre el lecho y descansó, pues le dolía la herida; después se levantó y quería marcharse, pero no pudo volver atrás: la nave estaba en alta mar y se iba con él rauda (Guigemar, 99-100).
Los dos enamorados y el bebedizo
Le quería dar el bebedizo, pero él no pudo hablar. Así murió, tal como os digo. Ella lo lloró con grandes gritos y después derramó y esparció el contenido del frasco en que estaba el bebedizo. El monte quedó rociado de él, y el país y la comarca se beneficiaron con esto, pues después se encontraron allí muchas hierbas medicinales que habían echado raíz a causa del bebedizo (Los dos enamorados, 226-7).
Yonec
Cuando se hubo lamentado así, distinguió a través de una estrecha ventana la sombra de un gran pájaro. Ella ignoraba qué podía ser aquello. Entró volando en la habitación, llevaba unas ligaduras en las patas y parecía un azor de cinco o seis mudas. Se posó junto a la dueña y, cuando hubo permanecido allí un momento y ella lo hubo mirado bien, se convirtió en un caballero apuesto y gentil. La dueña pensó que era un milagro, le dio un vuelco el corazón y se estremeció; tenía mucho miedo y se cubrió el rostro (Yonec, 234).
Amor e igualdad social
Además, el amor entre nosotros sería desigual, y como vos sois un rey poderoso y mi señor depende de vos, me temo que creeríais que tenéis derechos sobre mí. El amor no es bueno si no es igual. Es preferible un hombre pobre y leal, si hay en él juicio y valor; más felicidad procura su amor que el del príncipe o rey que no abriga lealtad. El que tiene un amor más elevado de lo que le permite su rango, sospecha de todo, en tanto que el hombre poderoso está seguro que nadie le quitará a su amiga, que él quiere amar como por derecho (Equitán, 138).
Amor y fidelidad
El amor es una herida dentro del corazón y no se manifiesta en absoluto fuera. Es enfermedad que dura largo tiempo, porque procede de Naturaleza. Muchos lo toman a broma, como los malvados cortesanos, que van por el mundo cortejando a las mujeres y después se jactan de lo que han hecho, pero esto no es amor, sino locura, maldad y libertinaje. El que puede encontrar un amor leal debe servirlo y amarlo mucho y someterse a su voluntad (Guigemar, 113).
—Amigo, prometédmelo. Entregadme vuestra camisa, os haré un nudo en el faldón, y os doy permiso para amar a la que sepa desatarlo, dondequiera que esto sea (Guigemar, 117).
Mostraba gran dolor por la marcha de su marido, pero él le aseguró que le sería fiel, y con esto se separó de ella (Eliduc, 306).
Quería mantener ahora su fidelidad, pero no podía por menos de amar a la doncella, a Guilliadun, que tan bella era, y deseaba verla, hablarle, besarla y abrazarla. Mas no solicitaría amor, que le redundase en deshonra, tanto porque debía serle fiel a su mujer, como porque estaba al servicio del Rey (Eliduc, 324).
Prendas de amor
—Señora –dijo [el chambelán]-, puesto que lo amáis, enviadle un mensajero, y mandadle un cinturón, un lazo o un anillo, pues le será grato. Si lo recibe de buen grado y se muestra gozoso por el envío, estad segura de su amor. ¡No hay bajo el cielo emperador que no debiese estar muy alegre si vos os dignaseis amarlo! (Eliduc, 319).
Le colgaréis del cuello vuestro anillo, y yo le mandaré un mensaje donde estará escrito el nombre de su padre y la historia de su madre (Milón, 265).
Milón admiró el gesto y montó, y cuando aquél le entregó el caballo reconoció en su dedo el anillo (Milón, 281).
Amor oculto
—Amigo –dijo ella-, ahora debo advertiros una cosa: os ruego y os recomiendo que no descubráis esto a nadie. Os diré cuáles serían las consecuencias: si este amor viniese a conocerse me perderíais para siempre. Nunca más me podríais ver ni poseerme (Lanval, 193).
Amor curativo
Ni físico ni poción te podrán sanar de la herida que tienes en el muslo, hasta que te cure aquella que sufrirá por tu amor tan gran pena y dolor como nunca sufrió mujer alguna; y tú, por tu parte, pasarás otro tanto por ella (Guigemar, 97).
El caballero se quedó solo. Estaba pensativo y angustiado, no sabía aún a qué era debido, pero se daba cuenta claramente de que, si no era curado por la dueña, su muerte era cierta y segura (Guigemar, 109).
ed. A.-Mª Holzbacher, Sirmio
MARIA DE FRANCIA
http://jose.navarro.eresmas.net/lais.html