lunes, 8 de junio de 2009
Leonor De Aquitania
Fue la precursora del feminismo en una época en la que las mujeres vivían auténticamente sometidas a los dictados de los hombres. Ella, además, lideró su revolución en el seno de la realeza francesa, lo que todavía da más mérito a su enorme labor. Sufrió el descrédito personal de sus enemigos, pero el tiempo y los siglos le han devuelto a su lugar de honor como una de las mujeres más importantes y decisivas de la historia…
Juan Antonio Cebrián
Nos encontramos ante una de las grandes agitadoras culturales del medievo europeo. Su aparición provocó que los cimientos de la historia tiritaran trémulos ante su inusitada rebeldía. Gracias a ella hoy conocemos mejor a Camelot y su maravilloso universo de personajes y aventuras, algo impagable para las diversas generaciones de soñadores que han visto el discurrir de la humanidad.
Nacida en el año 1122, era descendiente del duque Guillermo X de Aquitania y de la cortesana Dangeraus, nobles gobernantes de un inmenso territorio en el sur de Francia. La pequeña creció bajo el amparo de tutores que le inculcaron un amor pasional por las bellas artes. Así, desde muy temprana edad, mostró dotes excepcionales para la música y las lenguas. Por desgracia, su juventud quedó truncada al cumplir los quince años de edad, cuando falleció su padre, lo que la convirtió en la heredera única de aquel ducado tan ambicionado por Francia. La situación política generada tras el óbito ducal no invitaba a pensar en nada halagüeño para aquellos lares sureños. Así, la solución más razonable pasaba por entroncar los dos principales linajes galos. De ese modo y, sin consulta previa, se vio obligada, por bien de su patria, a unir su destino al del futuro rey de Francia, Luis VII, si bien el matrimonio entre el inminente monarca y la poderosa noble generaba dudas, entre otras cosas porque las personalidades de los contrayentes eran antagónicas: por un lado, Luis era recatado, piadoso y fervoroso creyente; por otro, la culta y hermosa Leonor llegó a París dispuesta a revolucionarlo todo. Sus bríos, inquietudes y alboroto sexual desataron toda suerte de críticas incendiarias sin que ella pudiera o quisiera evitarlo.
Rumbo a las cruzadas
En 1145, tras casi ocho años de matrimonio, nació la primogénita Marie. Por desgracia, no llegaba varón a la familia. En cambio, lo que sí llegó fue la Segunda Cruzada en Tierra Santa; una vez más, para sorpresa de todos, Leonor se destapó con otra de sus brillantes genialidades: organizó un regimiento de mujeres para que acompañasen a las huestes de Luis VII en aquella aventura por el control y dominio de Jerusalén. Ella misma se puso al frente de unas mil damas y plebeyas que, desde luego, asombraron allá donde fueron.
En el año 1147, el ejército cruzado hizo acto de presencia en los territorios orientales y Leonor se reunió con su tío Raimundo de Poitiers, príncipe de Antioquía. El efusivo encuentro entre tío y sobrina no pasó desapercibido para el receloso rey galo. Finalmente, la tensión emocional se adueñó del momento hasta desatar la furia incontrolada del monarca, que originó una feroz riña que terminó cuando el piadoso agarró por la melena a la occitana, a la que sacó a la fuerza del recinto palaciego donde se hallaba. La violencia con la que fue tratada motivó otra reacción de nuestra heroína, inusual para esos tiempos machistas: Leonor se fue de Tierra Santa, pero no a Francia, sino a Roma, donde se entrevistó con el mismísimo Papa Eugenio III para solicitarle el divorcio. El Pontífice consiguió calmar la tempestad, pero la leyenda generada por Leonor en cuanto a sus continuas infidelidades, sumada a su incuestionable personalidad fueron un obstáculo insalvable para Luis VII, y en 1152, él mismo solicitó la disolución del vínculo matrimonial. Entonces, el Papa no tuvo más remedio que acceder y Leonor, a sus treinta años, fue liberada del compromiso.
Al poco reparó en un jovencito que había conocido tiempo atrás en la corte parisina. Se llamaba Enrique Plantegenet; era el futuro rey Enrique II de Inglaterra. La elección era tan acertada como provocadora, dado que el mozalbete gozaba de buena posición y espléndido aspecto gracias a sus cabellos rojos, cara pecosilla y, sobre todo, a sus dieciocho vigorosos años, que prometían magníficas sensaciones a la seductora noble francesa, quien si dilación, se puso manos a la obra en el empeño de conseguir cautivar el corazón del apuesto heredero.
Desde Poitiers envió una carta de amor donde se declaraba sin tapujos al inglesito, que se mostró bien receptivo. Las cosas se arreglaron para propiciar un flamígero encuentro entre los dos que desembocó en boda ese mismo año, lo que dejó a media Europa con la boca abierta, en especial al piadoso Luis VII, que lo interpretó como una bofetada contra la propia Francia. Desde entonces, las dos potencias se convirtieron en naciones enemigas y se enzarzaron en una disputa territorial que se prolongó durante tres siglos y que concluyó con la llamada Guerra de los Cien Años.
Leonor, primero reina de Francia y ahora de Inglaterra, se convirtió en un personaje odiado por los franceses y denostado por escritores y juglares afines a la monarquía gala. De ella se decía que pasaba de cama en cama con una vorágine lasciva y casi infernal que confundía la mente y el alma de sus amantes. Se le atribuyeron miles de ellos, de toda clase, condición y raza, desde altivos nobles hasta esclavos negros.
Lejos de ofenderse con las injurias siguió entregada a su nuevo amor, con el que tuvo ocho hijos. Por cierto, dos de ellos, Ricardo Corazón de León y Juan “sin Tierra”, llegarían a reinar siempre bajo la atenta mirada de su madre, la cual no se contuvo a la hora de opinar sobre cómo debía conducirse ese inmenso reino separado por las aguas del Canal de la Mancha.
La leyenda del rey Arturo
En 1169, Enrique II, harto de intromisiones femeninas, envió a Leonor a sus posesiones de Aquitania. Una vez establecida en Poitiers, recuperó el tiempo perdido y creó una espléndida corte que pasaría a la crónica de la luminosidad creativa. Con la complicidad de su hija mayor, Marie de Champagne, considerada la primera poetisa de Francia, instauró protocolos originales que potenciaron la caballerosidad galante y un amor puro y sincero. Así nació el amor cortés, un auténtico símbolo romántico del medievo a cuyos cánones se aferraron los amantes más gozosos de tan brumosa y sangrienta época.
Pero, sin duda, el suceso literario más destacado de este periodo vino de la mano de una reina siempre soñadora y amante de las viejas tradiciones. Gracias a su generoso mecenazgo, múltiples creadores pudieron dedicar sus principales esfuerzos a la recuperación de pretéritas leyendas ancestrales, la composición de bellas poesías, así como exquisitas músicas y baladas. Lo más destacado se alcanzó cuando Leonor empeñó su corazón en la recopilación de las antiguas narraciones orales celtas. Esa gozosa misión le fue encomendada a los mejores trovadores y escritores del momento, como son los casos, entre otros intelectuales de elevada condición cultural, de Chrétien de Troyes o André Le Chapelain.
Los trabajos se prolongaron durante largos meses en los que los reputados investigadores sondearon aquí y allá buscando el alma de una de las más formidables y asombrosas historias épicas que vieron los tiempos. Y, poco a poco, resurgieron con fuerza lugares y personajes tales como el rey Arturo, Camelot o los doce caballeros de la Tabla Redonda, al igual que nobles ideales encarnados en la búsqueda de la pureza a través del Santo Grial.
El 31 de marzo de 1204, Leonor fallecía tras mil vicisitudes humanas y estratégicas sin proferir un solo lamento, sin haber perdido un diente y con el pelo blanco y sedoso como el lino. Su imagen reflejaba la serenidad de aquel que ha cumplido una magnífica misión. Había muerto una gran reina, pero sobre todo, una inmensa mujer. Su cuerpo encontró una última morada en la abadía de Fontevrault. Desde entonces reposa al lado de su querido hijo Ricardo Corazón de León. En ese momento, caballeros heroicos, románticas damas, fieros dragones y gentes de toda clase, raza o condición derramaron sus lágrimas por la mujer que supo entenderlos a todos. Fue la precursora del feminismo y una luchadora como jamás se había visto, defensora de la igualdad entre sexos e instigadora de una original revolución cultural que fue semilla y origen de los mejores sentimientos humanos.
6. La consideración de la mujer
El siglo XII, que en tantos aspectos se nos presenta como un escenario privilegiado en el que hacen su aparición novedosos personajes y doctrinas, o bien cobran nueva vigencia teorías antiguas y formas de vida ya existentes, también nos aporta una revalorización de la figura de la mujer, que tan necesaria se hace frente a la muy negativa prédica de los cátaros.
6.1. La veneración de la Virgen María: en el siglo de los caballeros, la Virgen María es la invocada Dama de los caballeros y de los monjes (muchos de los cuales, no lo olvidemos, provenían de la nobleza), la Reina y Madre de misericordias, según la proclama San Bernardo de Claraval, el Doctor de Nuestra Señora.
Su glorificación, todas sus prerrogativas están fundadas en su maternidad divina: es la Madre del Rey, del Emperador, del Todopoderoso, del Justo Juez, pero también del Cordero de Dios. Por esa maternidad es proclamada Reina de cielos y tierra, Abogada, Auxilio, Refugio, Consuelo, Señora y dulcísima Mediadora....; poco se habla por entonces de la "esclava del Señor". San Anselmo de Aosta (1033-1109) le dedica un poema que resume todos estos conceptos(30), los que desarrollará luego San Bernardo con el vuelo de un místico y la sabiduría de un teólogo. Finalmente, como dice Enrique Bagué: "Y si la Virgen era venerada y amada en aquella sociedad, ¿cómo no habían de serlo las mujeres?"(31)
6.2. El amor cortés: es el otro amor de los caballeros, a su otra dama; es el amor cantado por la poesía trovadoresca, el amor que transcurre en el ambiente de la nobleza, un amor que de alguna manera nos recuerda el amor profano que en el siglo XVI el Tiziano opondrá al amor sagrado.
Este amor expresa una idealización –y la consiguiente veneración– de la mujer(32), de la dama, que es objeto de inspiración para los trovadores, y para su amado es el objeto de todos sus desvelos. Pero lamentos, súplicas y la hazaña de una voluntad rendida ante todo y cualquier querer de su señora no la hacen menos inaccesible; sólo de ella depende la concreción de un amor que presenta múltiples facetas, entre las que se cuenta el hecho de ser casi siempre prohibido(33) y de infeliz desenlace. El amor cortés reinó en cortes como la de Champagne, en la que André le Chapelain compuso su De arte amatoria o Tractatus amoris, o la de Aquitania, con Guillermo IX –primer trovador conocido– y con su nieta Leonor, la Reina de los trovadores.
6.3. El sentir de la Iglesia: no ya referido a la Virgen María, ni a la idealizada dama de los caballeros, sino a la mujer cotidiana y desde diversas consideraciones, la Iglesia aporta testimonios que señalan la vigencia –si bien no absoluta ni universal– de un concepto de la mujer muy diferente del que comúnmente se le atribuye(34).
6.3.1. El pensamiento monástico: Jean Leclercq trae ciertas precisiones que nos interesan sobremanera, en función del pensamiento de Hildegarda sobre el tema. En primer término y refiriéndose concretamente al concepto que de la mujer se tenía en el siglo XII, distingue entre el que sustentaban los maestros escolásticos, y el que manifestaban los monjes en sus escritos y en sus predicaciones. Los primeros, influidos por la tradición helenístico-romana (Aristóteles, el estoicismo filosófico y la literatura satírica), se inclinan a considerar negativamente a la mujer. Juan de Salisbury, por ejemplo, y también Hildeberto de Lavardin (1133) abogan por el celibato como la mejor condición para el filósofo, opinión que es compartida por Abelardo(35) y por Marbodo, obispo de Tours (1123). Por el contrario, la gran mayoría de los monjes, desde la tradición bíblica y patrística y su elaboración teológica, valoran a la mujer y proclaman su igualdad con el hombre a los ojos de Dios. En este sentido recuerda Leclercq a San Bernardo de Claraval, quien se refiere a la mujer desde la figura de María, Madre de Dios, suma y modelo de virtudes, símbolo de la Iglesia; la mujer entra así en el designio eterno de Dios hacia la humanidad. Pero también menciona el santo la presencia femenina en Dios mismo: en la imagen de la madre cuyo amor no le permite olvidarse de su hijo (Is. 49,15), en la Sabiduría de Dios que preside el acto creador... Cuando habla de Eva, no le atribuye la totalidad de la culpa primera y dice que ella pecó por ignorancia, en tanto Adán lo hizo por debilidad, y porque prefirió cumplir los deseos de su esposa antes que los de su Creador y Señor(36). Y reiteradamente trae el ejemplo de las virtudes y las conductas de diversas mujeres de la Sagrada Escritura. También Aelredo de Rievaulx habla de un Cristo-Madre, que alimenta en su seno a todos sus hijos(37). Y los ejemplos se multiplican.
En segundo lugar encontramos la referencia positiva al amor conyugal, de gran importancia frente a las afirmaciones de los cátaros, y en abierto contraste con las generalizaciones provenientes del amor cortés, que darían la expresión "amor conyugal" como una contradictio in terminis. También aquí los escolásticos aparecen considerando el matrimonio como un remedio contra el desorden de la concupiscencia, en tanto los monjes continuamente recurren a la imagen del matrimonio para expresar la relación mística que une al alma con su Dios. Leclercq trae un maravilloso texto atribuido a Aelredo de Rievaulx, en el que la metáfora sirve para explicar la acción del Espíritu Santo en María, cuyo fruto es la Encarnación del Verbo: "En la unión carnal entre el hombre y la mujer acontece una generación por obra de ambos, pero sólo a condición de que entrambos reine el amor, la unión de voluntad y placer". Entre los teólogos, el término "amor" se aplicaba únicamente al sentimiento propio de los cónyuges, que resulta aquí enaltecido por la presencia conjunta de la voluntad y del deleite. El amor así concebido es plena realización de lo humano.
6.3.2. El monacato femenino: si bien su existencia data de antiguo, en el siglo XII presenta determinadas características que se relacionan con la consideración de la mujer en dicha época. Un monasterio, el de Santa María de Fontevraud, puede servirnos de punto de referencia al respecto. Fue fundado por Roberto de Arbrissel en el año 1096, como una orden mixta, es decir, de religiosos y religiosas que habitan casas separadas y se reúnen tan sólo en la abadía –situada entre ambas– para la oración y los oficios litúrgicos. Régine Pernoud nos dice que pocos años después contaba ya con trescientas monjas y unos setenta frailes(38), regidos, por disposición del fundador, por una abadesa a quienes tanto varones cuanto mujeres debían obediencia. Además esta abadesa tenía que ser una viuda, es decir, una mujer con experiencia de matrimonio. Tan peculiar monasterio ganó pronto gran fama y atrajo a numerosos miembros de la nobleza y a mujeres que signaron la historia de Francia y de Inglaterra, como Leonor de Aquitania, quien halló en Fontevraud la morada de su último descanso, junto a su esposo Enrique y su hijo Ricardo. La estatua yacente de Leonor nos la presenta con un libro abierto entre las manos, y la alusión no es sólo a la cultura de la reina.
6.4. La educación de la mujer: en efecto, en el siglo XII no era extraño ni mucho menos encontrar mujeres que supieran leer y escribir, y que cultivaran la literatura clásica.
La fuente de tales conocimientos eran los monasterios femeninos, en los que se admitía a niñas y niños (éstos, sólo hasta los doce años) y se les enseñaba a leer y a cantar, dándoles así la posibilidad de participar en la liturgia(39). Las niñas que luego continuaban sus estudios –las futuras religiosas– aprendían por lo general a escribir, a pintar, avanzaban en el conocimiento de la Sagrada Escritura, y recibían una buena formación en artes liberales (según los lineamientos proporcionados por San Agustín para la formación del cristiano) y en la cultura patrística. Precisamente en el monasterio de Argenteuil recibió Eloísa la esmerada educación que asombró luego a sus contemporáneos, y que continuó con su por entonces maestro Abelardo; abundan en sus cartas las citas y las referencias a Séneca, Ovidio, Lucano, Horacio, Cicerón, San Agustín, San Jerónimo, Aristóteles, Boecio y, por supuesto, las Sagradas Escrituras(40). "Famosa por sus poesías fue María de Francia; la reina Matilde, esposa del rey de Inglaterra Enrique I, mujer de notable instrucción, protegió a estudiosos y poetas como Marbodo de Rennes e Hildeberto de Le Mans, que le dedicaron varias de sus obras. En la vida religiosa destacan la monja Hrotswitha, abadesa de Gandersheim, poseedora de una cultura clásica exquisita, que escribió comedias imitando a Terencio(41), además de una gesta histórica sobre el emperador Otón I; Gertrudis la Grande, autora de El Heraldo del Amor Divino; Herrada de Landsberg escribió una enciclopedia, El jardín de las delicias, para la instrucción de sus monjas. Así, la mujer hermosa, culta, piadosa y de múltiple actuación en el mundo(42) se convierte en una figura ideal que inspirará al hombre –caballero, monje o sacerdote– ese sentir cortesano tan propio del siglo XII, y para el que la literatura clásica proporciona modelos y formas de expresión adecuados (aun con la peligrosa secuela de paganismo y de erotismo que sus imágenes traen consigo)"(43).
CORTES DE AMOR
El delirio llevó incluso a establecer una suerte de parodia jurídica: en las llamadas cortes de amor, las grandes señoras (Leonor, María, la vizcondesa de Narbonne) daban sus dictámenes: si la dama tal se había arrepentido, ¿tenía derecho a devolver el anillo que había aceptado? ¿Era culpable la otra, que no informó a su amado que estaba encinta de su esposo?
Estas arduas cuestiones llegaron a ser codificadas por escrito, cuando María de Champagne llevó a su corte al clérigo André le Chapelain, quien redactó De arte honeste amandi, inspirado en el Arte de amar del romano Ovidio. Una de sus sentencias más famosas era que el amor no podía ocurrir entre esposos, pero que el matrimonio no era obstáculo para el amor.
¿Se trataba de una invitación al adulterio? Por el contrario, era una recomendación de castidad. Porque, si bien el amor cortés permitía escapar, en la fantasía, al menos, a la miseria de un lecho conyugal impuesto, en la nobleza había demasiados intereses en juego como para correr el riesgo de que las mujeres tuvieran hijos extramatrimoniales.
El amor cortés era un amor particular, paradojal, contradictorio: era alegría y sufrimiento a la vez, angustia y exaltación. Era un amor destinado a no concretarse, pues encontraba su fuerza en la frustración antes que en la satisfacción: si llegaba a consumarse, moría de inmediato, pues el motor era la esperanza, no la obtención del deseo.
Un amor neurótico diríamos ahora, y con razón. Pero, delirios aparte, de esos sentimientos surgieron hermosas obras y, nos guste o no, todavía nuestra cultura conserva mucho de él. Aparece -modificado, adaptado a la época- a lo largo de los siglos en la más alta literatura y en los folletines más baratos. Al fin y al cabo, si las telenovelas transcurrieran en el medievo, la protagonista sería una dama en apuros; los malos, brujas u ogros, y el enamorado un caballero andante
Tanto me posee el amor (Bernard de Ventadour)
para mi sus rayos
que no veo brillar el sol.
Sin embargo no me aflijo
porque la claridad del amor
ilumina mi corazón.
Y aun cuando otros se atristen
prefiero no dejarme abatir
para salvar mi canto.
Tanto me posee el amor
que los prados parécenme
verdes y bermejos
como en la dulce primavera.
La nieve se me ocurre
flor blanca y roja
y el invierno fiesta de mayo,
pues la más noble y más alegre
ha prometido
concederme su amor.
¡A menos que se haya arrepentido!
La llave del corazón (Guillaume de Lorris)
Él extrajo de su bolso
una llavecita muy labrada
hecha de oro fino, purísimo:
"Con ella por todo resguardo
-dijo- cerraré tu corazón.
Es la llave que guarda mis joyas,
más chiquita que tu meñique
y sin embargo poderosa
porque es dueña de mi cofre."
Entonces me tocó el costado
y encerró mi corazón,
tan suavemente,
que apenas sentí girar la llave.
Reproches de amor (Conon de Béthune)
Si la cólera y el delirio
y la desgracia de amar
me hicieron hacer locuras
y hablar mal del amor,
nadie debe culparme.
Si el amor que he servido
me engaña injustamente,
no sé en quién confiar.
…..
La tierra es durísima,
sin agua ni humedad
allí donde prodigué mis cuidados.
Jamás recogeré en ese lugar
fruto, ni hoja, ni flor.
Es el momento oportuno,
razonable y justo
de devolver
lo que ella sintió por mí.