viernes, 17 de junio de 2011

Les petits mouchoirs

Les petits mouchoirs (Pequeñas mentiras sin importancia)

isag / Barcelona, Catalunya
Mmmm....es agradable, una noche de sábado ir al cine y tener la suerte de contemplar una buena película francesa; hay algunos que se esperaban más de lo nuevo de Guillaume Canet, a mí me llamó la atención y decidí ir a "una golfa" para verla. Me encontré un film largo, bastante largo, pero con mucha belleza. Y no lo digo solamente por Marion Cotillard, que es bella hasta la saciedad, sino también por esa historia -eso sí, encapsulada en un mundo generoso- y esos personajes llenos de ternura, la relación que se establece entre ellos...Rebosa belleza; los paisajes de Bourdeaux y algunas calles parisinas también lo hacen (reconozcámolos: Francia es bella) y sobretodo la cotidianidad, los flashbacks en forma de video y los momentos íntimos, conversaciones sobre pasados inacabados y ataques de pánico contra comadrejas nocturas. Una historia que habla de los límites de la amistad, de la complejidad de las relaciones, de las decisiones que uno puede tomar...Todo esto se entiende si vas a ver Les petits mouchoirs, un largometraje, además, con una muy buena -y escogida- banda sonora. Así, se puede oír desde Jet hasta Janis Joplin con un tema que no avanzaré, para sorpresa de los que vayan a verla; pasando por Anthony & the Johnsons, que te atan el estómago en un determinado momento. Y el tema Talk to me. Maravilloso.
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Autumn Leaves - Bill Evans

LA CHANSON DE PREVERT - Serge Gainsbourg (cover)

Yves Montand - Les Feuilles Mortes

Hojas muertas

Las hojas muertas es una canción francesa muy conocida que fue interpretada por innumerables artistas, desde su creación (1945) hasta la actualidad (principios del siglo XXI), su título original esLes feuilles mortes (letra de Jacques Prévert, música de Joseph Kosma) y fue grabada por muchos cantantes franceses como Dalida, Juliette Gréco, Patricia Kaas, Yves Montand o Édith Piaf. También hay muchísimas versiones en otros idiomas, interpretadas por cantantes de distintos géneros musicales como Andrea Bocelli, Eva Cassidy, Plácido Domingo, Stanley Jordan,Nat King Cole, Ute Lemper, Frank Sinatra, Barbra Streisand, Roger Williams y Julio Jaramillo entre otros. También son muy numerosas las versiones instrumentales, principalmente porque la música del estribillo se convirtió en un tema clásico dentro del repertorio de los músicos de jazz, con el título de Autumn leaves (hojas de otoño). Entre estos últimos figuran Chet Baker, Miles Davis,Duke Ellington y Stéphane Grappelli, entre otros muchos.

Jaime Gil de Biedma cita la canción en su poema Recuerdo y elegía de una canción francesa.

Oh! je voudrais tant que tu te souviennes,
Des jours heureux où nous étions amis,
En ce temps-là, la vie était plus belle,
Et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui.
Les feuilles mortes se ramassent à la pelle,
Tu vois, je n'ai pas oublié.
Les feuilles mortes se ramassent à la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussi.
Et le vent du Nord les emporte,
Dans la nuit froide de l'oubli.
Tu vois, je n'ai pas oublié
La chanson que tu me chantais...

(Oh! De verdad, espero que recuerdes
aquellos días en los que éramos amigos.
En aquellos momentos la vida era más bella
y el sol brillaba mas que ahora.
Las hojas secas se amontonan en el rastrillo.
Como ves, no he olvidado...
Las hojas secas en el rastrillo se amontonan,
como lo hacen los recuerdos y lamentos,
y el viento del norte los acarrea
al olvido de la noche fria.
Como ves, no he olvidado
la canción que solias cantarme.)

C'est une chanson qui nous ressemble,
Toi qui m'aimais, moi qui t'aimais.
Nous vivions tous les deux ensemble,
Toi qui m'aimais, moi qui t'aimais.
Mais la vie sépare ceux qui s'aiment,
Tout doucement sans faire de bruit.
Et la mer efface sur le sable,
Les pas des amants désunis.

(Es una canción que nos asemeja.
Tu me amabas y yo te amaba
y ambos vivimos juntos.
Tu me amabas y yo te amaba.
Pero la vida separa a aquellos que se aman,
suavemente, sin hacer ruido,
y el mar borra de la arena
las pisadas de los amantes separados.)

Les feuilles mortes se ramassent à la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussi
Mais mon amour silencieux et fidèle
Sourit toujours et remercie la vie.
Je t'aimais tant, tu étais si jolie.
Comment veux-tu que je t'oublie ?
En ce temps-là, la vie était plus belle
Et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui.
Tu étais ma plus douce amie
Mais je n'ai que faire des regrets
Et la chanson que tu chantais,
Toujours, toujours je l'entendrai !

(Las hojas secas se amontonan en el rastrillo
como lo hacen los recuerdos y lamentos,
pero mi amor, silencioso y fiel,
siempre sonrie y esta agradecido de por vida.
Te ame tanto, eras tan bella
¿cómo quieres que te olvide?
En aquellos momentos la vida era más bella
y el sol brillaba más que ahora.
Tu eras mi dulce amiga.
Pero yo solo me he lamentado.
Y la canción que solías cantar,
Siempre, siempre la escucho!)


"La carta robada" de Edgar Allan Poe (Traducción de Jockl) )

Federico Andahazi

Un cuento de EDGAR ALLAN POE elegido por FEDERICO ANDAHAZI
Traducido por ALEJANDRO JOCKL


LA CARTA ROBADA


Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
Séneca


UNA tormentosa tarde del otoño de 18.... me hallaba yo en París, disfrutando del doble placer de la meditación y una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca "au troisieme, Nº 33, Rue Dunot, Faubourg St Germain". Habíamos mantenido profundo silencio al menos durante una hora, y cualquier observador hubiera dicho que nos hallábamos intensa y exclusivamente ocupados en la contemplación de las extrañas volutas de humo que oprimían la atmósfera de la cámara. En lo que a mí respecta, sin embargo, me encontraba discutiendo mentalmente ciertos temas que habían alimentado nuestra conversación en un período anterior de aquella tarde, aludo al asunto de la Rue Morgue, y al misterio que rodeaba el asesinato de Marie Roget. Me sonó pues a coincidencia que la puerta de nuestro departamento fuera abierta de súbito para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G., el prefecto de la policía de París.
Le ofrecimos una cordial bienvenida, pues aquel hombre era casi tan divertido como despreciable, y no lo habíamos visto durante muchos años. Estábamos sumidos en la oscuridad, y Dupin se levantó con el propósito dé encender la lámpara; pero volvió a sentarse sin hacerlo, pues G. afirmó que había acudido a consultarnos, o, más bien, en procura del consejo de mi amigo respecto a un asunto oficial que le daba mucho que hacer.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, renunciando a encender la mecha—, lo examinaremos mejor a oscuras.
—He ahí otra de sus raras ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar "raro" a todo lo que caía fuera de sus entendederas, y que por ello vivía en medio de un ejército de "rarezas".
—Muy cierto —replicó Dupin proporcionando una pipa a su visitante y empujando una cómoda butaca hacia él.
¿Y cuál es la dificultad. ahora? —pregunté—. ¿Supongo que no se tratará de otro asesinato?
—Oh no, no es ningún asunto de esa especie. La cuestión es en realidad muy simple, y no dudo de que nosotros solos podríamos resolverla con total facilidad. Pero imaginé que a Dupin le gustaría conocer algunos de sus detalles, porque es algo extremadamente raro.
—Algo simple y raro— dijo Dupin.
—Pues sí; y ni siquiera exactamente así tampoco. La verdad es que estamos un poco intrigados, porque el asunto, siendo tan simple, nos confunde por completo.
—Tal vez lo que los desorienta sea su simplicidad, —dijo mi amigo.
—¡Pero qué tonterías dice!-, replicó el prefecto riéndose de corazón.
—Quizá el misterio sea demasiado fácil—, dijo Dupin.
—¡Santo cielo!— ¿De dónde saca usted semejante idea?
—Excesivamente evidente de por sí.
—¡Ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo! —rugió nuestro visitante, profundamente divertido— ¡Ah, Dupin, usted me hará morir de risa!
—Y bien, ¿de qué se trata, al fin de cuentas? pregunté.
—Se lo diré —replicó el prefecto exhalando una larga, profunda y contemplativa bocanada de humo, y acomodándose en su silla—. Se lo diré en pocas palabras; pero antes déjeme advertirles que se trata de un asunto que impone el mayor, secreto, y que con seguridad perdería la posición que ocupó si se llegara a saber que lo he confiado a alguien.
—Hable— dije vq.
—O no —dijo Dupin.
—Y bien: un alto personaje me ha informado confidencialmente que cierto documento de la máxima importancia ha sido sustraído de los departamentos reales. Se sabe quién lo robó; eso está fuera de duda; lo vieron tomándolo. También se sabe que permanece en su poder.
—¿Cómo se sabe eso?— pregunto Dupin.
—Se lo deduce fácilmente —contestó el prefecto— según la naturaleza del documento y la no emergencia de determinados resultados, que se harían visibles de inmediato si aquél abandonara las manos del ladrón: es decir, si éste lo empleara como se propone hacerlo finalmente.
—Sea un poco más explícito —dije.
—Bien, puedo arriesgarme a decir que el papel da a su posesor cierto poder en determinada esfera, en la cual ese poder tiene un valor inmenso—. Al prefecto le gustaban las gazmoñerías diplomáticas.
—Todavía no le entiendo bien— dijo Dupin.
—¿No? Pues bien: la revelación del documento a una tercera persona, que debe permanecer en el anonimato, pondría en tela de juicio el honor de un personaje de la más elevada alcurnia; y este hecho otorga al detentor del documento un ascendiente sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se encuentran en peligro.
—Pero ese ascendiente —interrumpí yo— depende de que el ladrón sepa que el dueño del documento lo conoce. ¿Quién se atrevería ... ?
—El ladrón, —dijo G— es el ministro a, que se atreve a todo, tanto a lo impropio, como a lo propio de un caballero. El método usado para el robo no fue menos ingenioso que atrevido. El documento en cuestión —que para ser francos, es una carta— había sido recibida por el personaje despojado mientras se hallaba sólo en el real "boudoir". Mientras esta dama la leía, fue súbitamente interrumpida por la entrada de otro elevado personaje, al cual ella deseaba en especial ocultar la carta. Después de un apresurado y vano intento de arrojarla en un cajón, la dama se vio obligada a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Sin embargo, como la dirección estaba escrita en lo alto, y por ello el contenido no quedó expuesto, la misiva no fue advertida. En esta situación entra el ministro D. Sus ojos de lince perciben al punto el papel, reconocen la caligrafía de la dirección, observan el embarazo del personaje al que va destinada, y desentrañan su secreto. Después de resolver algunos asuntos oficiales, mostrando el apuro que lo caracteriza, extrae una carta algo parecida a la otra, la abre, simula leerla, y luego la coloca en estrecha yuxtaposición con la primera. Sigue hablando sobre cuestiones públicas durante unos quince minutos. Al final, cuando se dispone a retirarse, se lleva también de la mesa la carta sobre la que no tenía ningún derecho. Su verdadera dueña lo vio hacerlo, pero, por supuesto, no se atrevió a llamar la atención del hecho en presencia del tercer personaje, que se encontraba a su lado. El ministro se marchó, dejando su propia carta, desprovista de toda importancia, sobre la mesa.
—He aquí, pues —me dijo Dupin— lo que usted pedía para que el ascendiente de uno sobre la otra sea completo: esto es, que el ladrón sepa que el propietario sabe quién es el ladrón.
—SI, replicó el prefecto—; y durante los últimos meses el poder así logrado ha sido esgrimido hasta un punto muy peligroso con propósitos políticos. Con cada día que pasa, más se convence la persona robada de la necesidad de reclamar la carta. Pero es obvio que no puede hacer esto públicamente. Al final, sumida en la desesperación, me ha encomendado el asunto.
—Y no se podía desear —dijo Dupin, en medio de un perfecto anillo de humo— ni imaginar siquiera agente más sagaz, supongo.
—Me adula usted —contestó el prefecto—; aunque es posible que así piensen de mí.
—Resulta claro —dije yo—, si bien se mira, que la carta está todavía en posesión del ministro, puesto que es su posesión, y no su empleo, cualquiera que fuere, lo que le da poder. Al emplearla, el poder se desvanece.
—Es cierto —dijo G—, y he actuado en base a esa convicción. Mi primer cuidado consistió en realizar una revisión completa de la mansión del ministro; y en esto, el principal obstáculo consistía en completar la búsqueda sin que él lo advierta. Ante todo, he tratado de evitar el peligro que resultaría haberle dado oportunidad de sospechar de nuestros designios.
—Pero —dije yo—, usted está muy au fait respecto a esta clase de investigaciones. La policía de París ya ha hecho antes esta clase de trabajos.
—Oh, sí; y es por ello que no desesperé. Además, las costumbres del ministro me proporcionaban grandes ventajas. Con frecuencia pasa toda la noche fuera de su casa. Sus servidores, que no son muchos, duermen lejos del departamento de su amo, y como en su mayoría son napolitanos, se los puede emborrachar con facilidad. Como ustedes saben, poseo llaves con las que puedo abrir cualquier cuarto o gabinete de París. Durante tres meses no ha habido noche que yo no empleara, en su mayor parte y personalmente, en hurgar la mansión de D. Mi honor está en juego, y para confiarles un gran secreto, la recompensa es enorme. De modo que no abandoné mi búsqueda hasta convencerme de que el ladrón es más astuto aún que yo. Estoy seguro de haber investigado todos los rincones y escondrijos de las habitaciones donde se podría esconder ese papel.
—Pero —sugerí—, aunque la carta se encuentre aún en posesión del ministro, lo que está fuera de duda, ¿no podría haberla ocultado en algún otro lugar, fuera de su propia casa?
—Eso apenas es posible —dijo Dupin—. El peculiar estado actual de los asuntos de la Corte, y en especial de las intrigas en las que se sabe que D. está comprometido, hacen que la inmediata disponibilidad del documento —la posibilidad de esgrimirlo en cualquier momento— sea un factor de importancia casi equivalente a su posesión.
—¿Su posibilidad de ser esgrimido? —dije yo.
—Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.
—Es verdad —observé—; resulta claro que el papel está aún en la casa. En cuanto a que el ministro lo lleve consigo podemos considerar que ello es imposible.
—Absolutamente —dijo el prefecto—. Ha sido asaltado dos veces por falsos ladrones, y su persona registrada cuidadosamente bajo mi propia inspección.
—Se podría haber ahorrado usted ese trabajo —dijo Dupin—. Supongo que D. no es del todo tonto, y por ello opino que debe haber previsto esas asechanzas.
—No es del todo tonto —dijo G.—, pero lo cierto es que es poeta, cosa que para mi se acerca mucho.
—Eso es verdad—, dijo Dupin, después de arrancar una pensativa bocanada a su pipa de espuma—, aunque yo mismo haya compuesto algunas coplas.
—Supongamos —dije— que nos dé usted los detalles de su investigación.
—Bien, la verdad es que nos tomamos nuestro tiempo y que rebuscamos por todas partes. Tengo experiencia en esta clase de asuntos. Examiné todo el edificio, sala por sala, dedicando a cada una las noches de una semana íntegra. Primero revisamos el mobiliario de cada habitación. Abrimos todos los cajones existentes: y supongo que saben ustedes que para un agente policial debidamente entrenado, no existen cajones secretos. Quien en esta clase de búsqueda permite que se le escape un cajón "secreto", es un tonto. Es todo tan sencillo. En cada sala, existe determinada capacidad —o espacio— a investigar. Además, tenemos reglas precisas. No podría escapársenos ni la quincuagésima parte de una línea. Después de las salas, pasamos a los muebles. Los almohadones los examinamos con esas agujas largas y delgadas que ustedes me han visto emplear. También quitamos la tabla superior de las mesas.
—¿Y por qué?
—Algunas veces, esas tablas u otra parte similar del moblaje, son levantadas por la persona que desea ocultar algún objeto; luego se vacía la pata del mueble, el objeto es depositado en la cavidad, Y se vuelve a colocar la tabla en su sitio. De modo similar se emplea la parte superior y la inferior de los pilares de los lechos.
—¿Pero no se puede descubrir la cavidad por medio del sonido?
—De ninguna manera si, al depositar el artículo, se lo rodea de un adecuado envoltorio de algodón. Además, en nuestro caso nos veíamos obligados a proceder sin ruido.
—Pero no habrían podido quitar ustedes... no pueden haber hecho pedazos todas las piezas del mobiliario en las que resultaba posible ocultar algo en la forma que usted describe. Una carta puede ser enrollada hasta formar una delgada espiral, no muy distinta a la forma de una aguja de tejer, y así ser introducida en el travesaño de una silla, por ejemplo. ¿No habrán ustedes reducido todas las sillas de aserrín?
—Por cierto que no: pero hicimos algo mejor: examinarnos los travesaños de todas ellas, y por cierto, además, las junturas de los muebles de todo tipo, con ayuda del más poderoso microscopio. De existir el más mínimo rastro de violencia reciente, no hubiéramos dejado de descubrirlo al instante. Un solo grano de aserrín, por ejemplo, hubiera resultado tan visible como una manzana. Cualquier modificación del encolamiento, cualquier ranura extraña en las junturas, hubiera bastado para un seguro hallazgo.
—Supongo que examinaron los espejos entre los bordes y las láminas, y que investigaron los lechos y la ropa blanca, como así también las cortinas y tapices.
—Eso, ni que hablar; y cuando hubimos despachado así cada pieza del mobiliario, procedimos a revisar la misma casa. Dividimos toda su superficie en sectores, que fueron numerados para no olvidar ninguno; luego registramos cada pulgada cuadrada del edificio íntegro, e incluso las dos casas vecinas, usando el microscopio, igual que antes.
—¡Las dos casas vecinas! —exclamé—. ¡Deben haber causado una gran agitación!
—En efecto; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
—¿Incluyeron los jardines de las casas?
—El terreno que las rodea está empavesado con ladrillos. En comparación, nos dieron poco trabajo. Examinamos el musgo que había entre los ladrillos, y lo hallamos intacto.
—Por supuesto, buscaron entre los papeles de D., y en los libros de su biblioteca.
—Naturalmente; abrimos cada paquete y legajo; no sólo abrimos todos los libros, sino que volvimos todas las hojas de los volúmenes, sin contentamos con una mera sacudida, según proceden algunos de nuestros funcionarios. También medimos el espesor de la tapa —de cada libro con la mayor exactitud, y a cada una le aplicamos la mirada más cuidadosa de nuestro microscopio. Si alguna encuadernación hubiera sido descompuesta últimamente, el hecho no hubiera podido escapar a nuestra observación. Examinamos cuidadosamente, y en forma longitudinal, cinco o seis volúmenes recientemente enviados por el encuadernador, usando nuestras agujas.
—¿Exploraron el suelo debajo de las alfombras?
—Por supuesto. Quitamos cada alfombra y examinamos el parquet con el microscopio.
—¿Y el empapelado de las paredes?
—También.
—¿Buscaron en los sótanos?
—Sí.
—Entonces —dije yo— erraron en sus cálculos, y la carta no está en la casa, como ustedes piensan.
—Temo que tenga usted razón —dijo el perfecto—. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja?
—Un completo reexamen de la casa.
—Eso es absolutamente innecesario —replicó G.—. Estoy tan convencido de que la carta no está en la mansión como de que respiro.
—Es el mejor consejo que puedo darle —dijo Dupin—. Por cierto, ¿posee usted una descripción exacta de la carta?
—Oh, sí —y aquí el prefecto, extrayendo una agenda, procedió a leer en voz alta una detallada semblanza del aspecto interno (y en especial externo) del documento perdido. Poco después de leernos esta descripción, se marchó, exhibiendo un humor mucho más triste de lo que yo había visto nunca en este buen caballero.
Alrededor de un mes después nos hizo otra visita, encontrándonos ocupados más o menos como la vez anterior. Tomó una pipa y una silla y se unida nuestra conversación. Al cabo, yo dije:
—Y bien. G., ¿qué novedades hay sobre la carta robada? Supongo que por fin se habrá convencido usted de que es imposible sorprender al ministro.
—¡Mal rayo lo parta, es cierto! Sin embargo, procedí a realizar un nuevo examen, como lo aconsejó Dupin, pero sin resultados, como habla vaticinado yo.
—¿A cuánto asciende la recompensa, según nos dijo usted? —preguntó Dupin.
—Bueno, es muy elevada; es una recompensa muy liberal, aunque no quisiera precisar su monto exactamente; pero lo que sí diré es que no me importaría firmar un cheque por cincuenta mil francos de los míos a cualquiera que pudiera obtener la carta y entregármela. La verdad es que el asunto está cobrando más importancia cada día; y hace poco, el premio se duplicó. Pero aunque lo triplicaran, yo no podría hacer más.
—Claro, sí —dijo Dupin prolijamente, entre bocanadas de su pipa---. Pero no obstante creo, D., que en este asunto no se ha esmerado usted bastante. Creo que... podría hacer algo más, ¿no le parece?
—¿Qué? ¿Y cómo?
—Bueno... puf, puf.. usted podría... puf, puf... buscar consejo sobre este asunto, ¿eh? Puf, puf, puf.
Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
—¡No, y al diablo con su Abernethy!
—¡Ciertamente, al diablo y bienvenido! Y sin embargo, hace muchos años, un ricacho avaro se propuso sacar gratis consejo médico a este Abernethy. Estando a solas con él, provocó una conversación cualquiera con el médico, insinuándole su caso como si se tratara de un individuo imaginario.
—"Supongamos —dijo el tacaño— que los síntomas son éstos y aquéllos; ahora bien, doctor, ¿qué le hubiera aconsejado usted tomar?"
—Tomar? -dijo Abernethy—. ¡Pues un buen consejo, por supuesto!
—Pero —dijo el prefecto algo descompuesto— yo estoy perfectamente dispuesto a hacerme aconsejar, a pagar por ello. Daría de veras cincuenta mil francos a quien me ayudara en esta cuestión.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y extrayendo una chequera— más vale que llene una orden por la cantidad que ha mencionado. Cuando lo firme, le entregaré la carta.
Enmudecí. El prefecto parecía tocado por un rayo. Durante algunos instantes permaneció sin habla, mirando a mi amigo con incredulidad, con la boca abierta, y con ojos que parecían a punto de salirse de órbitas; después, pareciendo recobrarse un poco, tomó la pluma y, luego de varias pausas y miradas al vacío, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, entregándolo a Dupin por encima de la mesa. Este último lo examinó con cuidado y lo depositó en su billetera; y quitando la llave a un escritorio, sacó de él la carta y la extendió al prefecto. El funcionario la asió con la perfecta avidez del gozo, la abrió con manos temblorosas, echó una ojeada rápida a su contenido y, dirigiéndose con paso vacilante hasta la puerta, abandonó sin ceremonia alguna la habitación y la propia casa, sin haber pronunciado ni una sola sílaba desde el momento en que Dupin le pidiera confeccionar el cheque.
Cuando hubo partido, mi amigo me ofreció algunas explicaciones.
—La policía parisiense —dijo—, es enormemente competente a su manera. Es perseverante, ingeniosa, hábil, y muy versada en la clase de conocimientos que deber impone. Así, cuando G. nos detalló los métodos de investigación que empleó en el "hotel" de D., no dudé que había realizado un registro satisfactorio... hasta donde llega su competencia.
—¿Hasta dónde llega su competencia?
—Sí —dijo Dupin—. Las medidas que adoptó no Sólo eran las mejores de su especie, sino que fueron llevadas a la absoluta perfección. Si la carta hubiera sido depositada dentro de los límites de esa búsqueda, no cabe duda de que estos individuos la hubieran encontrado.
Me limité a reír, pero él parecía estar hablando en serio.
-Las medidas, pues —continuó—, eran buenas dentro de su género, y estaban bien ejecutadas; su defecto consistía en resultar inaplicables este caso y a este hombre. Para el prefecto, un conjunto de recursos demasiado ingeniosos equivalen a un lecho de Procusto, al que adapta sus métodos con violencia. Pero se equivoca constantemente por calar demasiado hondo, o ser demasiado superficial, en cuanto a los asuntos que maneja; y hay muchos párvulos que razonan mejor que él. Conocí a uno, de ocho años más o menos, cuyo éxito en el juego llamado de "pares e impares" le valía la admiración universal. Este juego es simple, y se juega con bolita. Un jugador tiene en la mano cierta cantidad de ellas y pregunta a otro si son en número par o impar. Si acierta, el segundo jugador gana una bolita; si se equivoca, pierde otra. El muchacho de que hablo ganó todas las bolitas de su escuela. Por supuesto, disponía de cierto principio para adivinar; y consistía en la mera observación y estima de la astucia de sus oponentes. Por ejemplo, jugando con un bobo consumado, éste, mostrando sus manos cerradas, preguntaba: "¿Par o impar?" Nuestro escolar responde: "Impar", y pierde; pero en el segundo intento gana, porque se dice entonces: "Este tonto las puso pares en la primera vuelta, y su inteligencia le basta apenas para ponerlas impares en la segunda; "por lo tanto, diré que son impares"; y así gana. Ahora bien, con otro bobo de grado superior, hubiera razonado como sigue: "Este individuo descubrió que la primera vuelta dije impar, y en la segunda, se sobrepondrá a su primer impulso, que consistirá en realizar una simple variación de par a impar, como hizo el bobalicón anterior; pero una reflexión más cuidadosa le sugerirá que se trata de una variante demasiado simple, y por fin decidirá poner bolitas pares, como la primera vez. Por ello, diré que son pares"; y lo dice, y gana. Ahora bien, este sistema de razonamientos de nuestro escolar, al que sus compañeros llaman "afortunado", en último análisis ¿en qué consiste?
—Se trata simplemente —dije yo—, de una identificación con el intelecto de quien razona con el de su adversario.
—Así es —dijo Dupin— y, al preguntar al muchacho por qué medios conseguía esa identificación completa en que radicaba su éxito, recibí la siguiente respuesta: "Cuando deseo descubrir cuán prudente o tonto, o bueno o malo es alguien, o en qué piensa en ese momento acomodo la. expresión de mi cara tan exactamente como puedo, a la expresión del otro, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos aparecen en mi menté o en mi corazón, en consonancia con mis expresiones". Esta respuesta del escolar constituye el fondo de toda la espuria profundidad que se ha atribuido a Rochefoucauld, a La Bruyere, a Maquiavelo y a Campanella.
—Y la identificación —dije yo— del intelecto del razonador con el de su adversario depende, si bien le entiendo, de la exactitud con que se estima el intelecto opositor.
—En cuanto a su valor práctico, depende de eso —replicó Dupin—; y el prefecto y sus huestes fracasan con tanta frecuencia, primero, por no ser capaces de lograr esta identificación, y, segundo, por error de cálculo, o más bien por no medir en absoluto el intelecto que enfrentan. Sólo toman en cuenta sus propias ideas sobre lo que es ingenio; y al buscar algo sólo piensan en las formas en que ellos lo hubieran escondido. Sólo aciertan en la medida en que su ingenio es fiel reflejo del de las masas; pero cuando la habilidad de un delincuente especial se diferencia en carácter del suyo, por supuesto el sinvergüenza los engaña. Esto sucede cuando su habilidad es superior a la de ellos, y a menudo hasta cuando es inferior. No diversifican los principios que guían sus investigaciones; cuanto más, urgidos por algo excepcional —por una recompensa extraordinaria— amplifican o exageran sus antiguas prácticas, sin tocar siquiera sus principios. En este caso, por ejemplo, relativo a D., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de la acción? ¿Qué son todos estos agujeros, exámenes, sondeos y registros microscópicos, estas divisiones de la superficie del
inmueble en pulgadas cuadradas; qué es todo esto, sino exageraciones de la aplicación de un principio o ramo de principios de investigación, que se basan en el conjunto de conceptos relativos a la picardía humana a los que el prefecto, por medio de la larga rutina de su empleo, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que él ha dado por supuesto que todos los hombres, para esconder una carta, se dirigen, no exactamente a un agujero de barrena en la pata de una silla, sino a algún otro agujero o rincón perdido, que les es sugerido por el mismo tenor de pensamientos que aconsejaría a un hombre confiar su carta a un agujero de barrena en la pata de una silla? ¿Y no, advierte usted también que estos escondrijos tan recherchés sólo se adaptan a casos vulgares, y que sólo serían adoptados por intelectos ordinarios? Pues en todos los casos de ocultamiento, ese ocultamiento de la cosa escondida —efectuado de aquella manera recherché— es, en primerísimo lugar, presumido y presumible; y así su encuentro depende no en absoluto del ingenio, sino del mero conjunto de empeño, paciencia y determinación de los buscadores. Y cuando el caso reviste importancia —o lo que equivale a ellos a los ojos policiales— cuando la recompensa es de magnitud—, nunca se ha visto que escaseen esas cualidades. Ahora comprenderá usted lo que quiero decir cuando sugiero que si la carta robada hubiera sido escondida en cualquier lugar al que llegara el examen del prefecto —o, en otras palabras, si el principio que guió su ocultación hubiera estado incluido dentro de los principios en uso del perfecto—, su hallazgo no hubiera dejado lugar a dudas. Este funcionario, sin embargo, fue engañado por completo; y la causa última de su fracaso consiste en su suposición de que el ministro es un tonto porque ha adquirido fama de poeta. Todos los tontos son poetas; así lo siente el prefecto; y sólo se hace culpable de non distributio medii al inferir de allí que todos los poetas son unos tontos.
—¿Pero es él realmente poeta? —pregunté—. Sé que son dos hermanos, y que ambos han alcanzado reputación literaria. Creo que el ministro ha escrito eruditamente sobre Cálculo Diferencial. Es un matemático, no un poeta.
—Se equivoca usted; yo lo conozco bien; es ambas cosas. Como poeta y como matemático, hubiera razonado bien; pero como simple matemático, no hubiera podido razonar en absoluto; y de ese modo hubiera quedado a merced del prefecto.
—Me sorprende usted con esas opiniones —dije—, que contradicen la voz del mundo. No querrá derribar una idea bien meditada por los siglos. Durante mucho tiempo el razonamiento matemático ha sido considerado como el razonamiento par excellente.
—"Il y a a parier" —contestó Dupin citando a Chamfort— "que toute idée publique, toute convention recue, est une sotisse, car elle a convenu au plus grand nombre". Los matemáticos, estoy de acuerdo, se han esforzado en divulgar el error popular a que usted alude, y qué no deja de ser un error, no obstante su publicación como verdad. Con arte digno de mejor causa, por ejemplo, han insinuado el término. "análisis" para aplicarlo al álgebra. Los franceses son los incubadores de esta engañifa particular; pero si los vocablos poseen alguna importancia —si las palabras derivan algún valor de sus posibilidades de aplicación—, en ese caso "análisis" significa "álgebra" tanto más o menos cuanto en latín ambitus significa "ambición" religio, "religión", u homines honesti una asamblea de hombres "honorables".
—Por lo que veo —dije— mantiene usted querella con alguno de los algebristas de París, pero prosiga.
—Discuto el provecho, y por ello el valor, de aquella razón que se cultiva de cualquier manera que no sea la abstractamente lógica. En particular disputo la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas son la ciencia de la forma y de la cantidad; el razonamiento matemático es meramente la lógica aplicada a la observación de la forma y de la cantidad. El gran error consiste en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura son verdades abstractas o generales. Y este error es tan insigne que me asombra la universalidad que ha alcanzado. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que vale para la relación —de forma y cantidad— con frecuencia es groseramente erróneo en lo que concierne a lo moral, por ejemplo. En esta última ciencia, sucede con mucha frecuencia que no sea verdad que la suma de las partes equivale al todo. El axioma también falla en la química. Falla respecto a la consideración de los motivos; pues dos motivos, cada uno de determinado valor, no siguen poseyendo necesariamente, cuando se los reúne, un valor igual a la suma de sus valores individuales. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son válidas dentro de los limites dé una relación. Pero el matemático argumenta, basándose en sus verdades finitas y, por hábito, como si fueran aplicables absoluta y generalmente, cosa que el mundo realmente las imagina ser. Bryant, en su erudita Mitología, menciona una fuente de error semejante, cuando dice que "aunque las fábulas paganas no son creídas, lo olvidamos de continuo, y realizamos inferencias partiendo de ellas como si fueran realidades palpables". Sin embargo, en lo que respecta a los algebristas, que también son paganos, esas "fábulas paganas" reciben crédito, y se sacan conclusiones de ellas, no tanto a causa de una falta de memoria cuanto por un inexplicable extravío de los cerebros. En resumen, todavía no he visto el simple matemático a quien se pueda confiar nada aparte de las raíces iguales, o que no acaricie clandestinamente el articulo de fe según el cual X2 + px: es absoluta e incondicionalmente igual a q. Si le gusta, y a modo de experimento, afirme ante alguno de estos caballeros que en ciertas ocasiones usted cree que en la posibilidad de un caso en que X2 + px no sea en absoluto igual a q, y, después de haberle hecho comprender su afirmación, huya con tanta celeridad como le den sus piernas, pues sin duda el sabio tratará de molerlo a palos.
—Lo que quiero decir —continuó Dupin, mientras yo me limitaba a reír de sus últimas observaciones—, es que si el ministro hubiera sido tan sólo un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad alguna de darme este cheque. Sin embargo, yo lo conocía como matemático y poeta, y adapté mis medidas a su habilidad, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodean. Lo conozco también como cortesano y como intrépido intrigant. Consideré que semejante hombre no podía menos que estar al tanto de los métodos usuales de la policía. No podía haber dejado de prever —y los hechos probaron que lo hizo— los asaltos de que fue víctima. Debe haber pronosticado, reflexioné, la secreta investigación de sus habitaciones. Consideré que sus frecuentes ausencias de casa por la noche, que el prefecto tomó como una colaboración para su éxito, eran sólo ruses destinadas a proporcionar a la policía la oportunidad de realizar una investigación prolija, y de este modo imprimirle la convicción a la que G., en efecto, llegó por fin: el convencimiento de que la carta no se hallaba en las habitaciones. Consideré que todo el arreo de nociones —nociones que sería excesivo enumerar aquí, y ahora, y relativas al invariable principio policial en lo que hace a objetos escondidos—, consideré, pues, que todo este arreo de nociones debió haber pasado necesariamente por la mente del ministro. Ello lo hubiera conducido imperiosamente a despreciar todos los escondrijos posibles. El no podía, según reflexioné, ser tan tonto como para no advertir que el sitio más difícil y remoto de su "hotel" quedaría tan expuesto como sus rincones más comunes a los ojos, a los hurgueteos, a las sierras y a los microscopios del prefecto. Por fin, advertí que, de suyo, se vería obligado a recurrir a la simplicidad, en caso de que no lo llevara a ella su propia elección. Tal vez recuerde usted con cuánta desesperación rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, yo sugerí que tal vez fuera posible que el misterio lo perturbara hasta tal punto por ser tan evidente.
—Sí —dije—, recuerdo muy bien su regocijo. Creí realmente que iba a caer en convulsiones.
—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el inmaterial; y así ha recibido ciertos visos de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o símil puede alimentar un argumento, tanto como embellecer una descripción. El principio de la Inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. En esta última, no es menos cierto que, da mayor trabajo poner en movimiento un cuerpo grande que otro más pequeño, y que su momento subsiguiente guarda relación con esta dificultad, cuanto lo es en la última que los intelectos de más capacidad, aunque más poderosos, más constantes y más fecundos en sus movimientos que los de categoría inferior, son más fácilmente conmovidos, perturbados y asaltados por la duda en los primeros pasos de su crecimiento. Por otra parte, ¿ha observado usted, entre los carteles callejeros que cuelgan sobre los negocios, cuáles son los que atraen mejor la atención?
—Nunca he pensado en ello.
—Hay cierto juego de adivinanzas —prosiguió— que se juega sobre un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, río, Estado o imperio; en suma, cualquier palabra de la atiborrada y confusa superficie de la carta. Los novicios en el juego buscan generalmente poner dificultades a sus adversarios ofreciéndoles los nombres escritos con letras más pequeñas; pero el, conocedor elige las palabras que se extienden en largos: caracteres de un extremo del mapa al otro. Estos, al igual que los grandes carteles de las calles, escapan a la observación a fuerza de resultar tan obvios; y aquí, el descuido físico es precisamente igual a la ceguera moral, por medio de la cual le ocurre al intelecto no detenerse en consideraciones demasiado evidentes y palpables por sí mismas. Pero parece que esta cuestión está un poco por encima —o por debajo— de la comprensión del prefecto. Nunca pensó como probable o posibles que el ministro hubiera depositado la carta inmediatamente debajo de las narices de todo el mundo, como mejor manera de impedir que nadie en el mundo la perciba.
"Pero mientras más yo reflexionaba sobre la osada, ardiente y sutil inteligencia de D; considerando el hecho de que el documento siempre debía encontrarse, a mano, si es que él se proponía emplearla; y recordando la definitiva demostración, obtenida por el prefecto, de que no estaba escondida dentro de los límites de las investigaciones ordinarias de ese dignatario, más me convencía de que, para ocultar la carta, el ministro había recurrido al simple y sagaz expediente de no ocultarla en absoluto.
"Imbuido de estas ideas, me preparé un par de gafas oscuras, y un día, como por casualidad, me presenté en la mansión del ministro. Encontré a D. en casa, bostezando en la ociosidad y charlando insulseces, como de costumbre, y fingiendo encontrarse en el último límite del ennui. En realidad, tal vez se trate del ser humano más enérgico que hay con vida, pero sólo cuando nadie lo está mirando.
"Para pagarle en la misma moneda, me quejé de la debilidad de mis ojos, lamentando la necesidad de llevar gafas, bajo cuya protección observé cuidadosa y completamente el departamento, aunque sólo parecía escuchar la conversación de mi anfitrión.
"Dediqué especial atención al escritorio junto al cual éste se hallaba sentado, y sobre el que yacía una miscelánea de cartas y papeles, uno o dos instrumentos musicales y algunos libros. Pero después de un largo y prolijo escrutinio, nada vi allí que despertara mis sospechas.
"Por fin, al circundar la cámara, mis ojos cayeron sobre un mísero tarjetero de cartón afiligranado que colgaba, , por medio de una cinta azul, de una perilla de cobre colocada debajo del centro del repecho de la chimenea. En ese tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimentos, había cinco o seis tarjetas de visita y una solitaria carta. Esta última se encontraba muy ajada y desleída. Estaba casi rasgada en dos por la mitad como si un primer intento de romperla hubiera sido suspendido luego. Ostentaba un gran sello negro con el monograma de D. estampado en forma muy visible, y una diminuta caligrafía femenina la había dirigido al propio ministro. Estaba colocada al descuido y hasta parecía que con desprecio, en una de las últimas divisiones del tarjetero.
"Tan pronto vi la carta, supe que era la que estaba buscando. Por cierto, parecía totalmente distinta a la otra cuya minuciosa descripción nos leyera el prefecto. En esta, el sello era grande y negro, con el monograma de D., mientras que en la otra era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia de S. En ésta, la dirección, que era la del ministro, estaba escrita con letra pequeña y femenina; en la otra la dirección, encaminada hacia cierto personaje real, era marcada osada y decidida: sólo el tamaño constituía un elemento de semejanza entre las dos. Pero lo radical de estas diferencias, que eran excesivas; la suciedad del papel que se hallaba manoseado y roto, en gran contradicción con las verdaderas y metódicas costumbres de D, y el sugestivo intento de inducir en el espectador la idea de que el documento carecía de todo valor; todas estas cosas, junto con la evidentísima situación del documento, colocado bien a la vista del visitante, y de este modo ajustándose exactamente a las conclusiones a que yo había llegado; todo esto, digo, corroboraba con fuerza las sospechas de quien acudiera allí con intención de sospechar.
"Prolongué mi visita tanto como pude, y mientras tenía una discusión de lo más animada con el ministro, sobre un tema que, según sabía yo, nunca dejaba de despertar su interés, no dejé de vigilar la carta. Durante este examen, grabé en mi memoria su aspecto exterior y su disposición en el tarjetero; y realicé al cabo un descubrimiento que disipó las más pequeñas dudas que pudieran quedarme. Al observar bordes del papel, los encontré más ajados de lo necesario. Parecían quebrados, apariencia que se manifiesta cuando un papel nuevo, habiendo sido doblado una vez y oprimido con una prensa, es vuelto a doblar
sentido inverso, según los mismos dobleces producidos por el doblez original. Este hallazgo fue suficiente. Para mi resultaba claro que la carta había sido vuelta de adentro hacia afuera, como un guante, poniéndosele nueva dirección y un nuevo sello. Di los buenos días al ministro y me marché, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.
"A la mañana siguiente volví a buscar la caja de rapé y volvimos a entablar con mucho interés la conversación del día anterior. Así ocupados, sin embargo escuchamos un gran estruendo, como si una pistola hubiera sido descargada justo debajo de las ventanas del hotel", estruendo que fue seguido por una serie de gritos de susto y exclamaciones de la multitud. D. se abalanzó hacia una ventana, la abrió y se inclinó hacia afuera. En el interin yo me acerqué al tarjetero, tomé la carta, la deposité en mis bolsillos y la reemplacé por una falsificación (en lo que hace a su parte externa), que había preparado cuidadosamente en mis departamentos; habiendo imitado con facilidad el monograma de D. por medio de un sello hecho con miga de pan.
"El escándalo callejero había sido ocasionado por la desordenada conducta de un hombre armado de un mosquete: Había disparado contra un grupo de mujeres y niños. Sin embargo, resultó que el arma no tenía balas, y se permitió al hombre seguir su camino, como si se tratara de un borracho o un loco. Cuando se marchó, D. abandonó la ventana, adonde yo lo había seguido inmediatamente después de apropiarme de la carta. Poco después, me despedí de él. El pretendido lunático era un hombre pagado por mí".
—¿Pero con qué propósito —pregunté— reemplazó usted la carta por una imitación? ¿No hubiera sido mejor haberla tomado abiertamente durante su primera visita, para marcharse después?
—D. —replicó Dupin— es un hombre desesperado, y de buenos nervios. Además, su mansión no carece de fieles servidores, adictos a sus intereses. De hacer yo el intento que usted sugiere, tal vez jamás habría salido vivo de la presencia del ministro. El buen pueblo de París podría no haber oído nunca más hablar de mí. Pero me guiaba un propósito, además de estas consideraciones. Ya conoce usted mis simpatías políticas. En este asunto actúo por encargo de la dama comprometida. El ministro la ha tenido en su poder durante dieciocho meses. Ahora, ella lo tiene en el suyo, puesto que, desconociendo que la carta ya no se encuentra en sus manos, seguirá con sus exacciones como si la tuviera. De este modo, él mismo se encargará de su propia ruina política. Además su caída no será más súbita que torpe. Está muy bien hablar del facillis descensus Averni; pero en toda clase de escalamientos, como dice Catalani sobre el canto, resulta mucho más fácil levantarse que bajar. En este caso, no siento ninguna simpatía, —y ni siquiera piedad— por el que desciende. Es un monstrum horrendum, un hombre de genio y sin principios. Sin embargo, confieso que me gustaría saber cuál será exactamente la naturaleza de sus pensamientos cuando, desafiado por aquélla que el prefecto denomina "cierto personaje", quede reducido a abrir la carta que dejé para él en el tarjetero.
—¿Por qué? ¿Escribió usted algo especial allí?
—¡Vamos! No me parecía muy correcto dejar el interior en blanco; hubiera sido insultante. Una vez, en Viena, D. me jugó una mala pasada, aunque con mucho buen humor, y yo no lo he olvidado. De modo que, como sé que sentirá cierta curiosidad respecto a la persona que lo ha engañado, pensé que era una lástima no proporcionarle alguna pista. Conoce perfectamente mi letra, y por ello copié, en medio de la hoja en blanco, estas estrofas:
—Un dessein si funeste,
s'il n'est digne de Atrée, est digne de Thyeste.(1)
Se las puede encontrar en el Atrée, de Crébillon.
_____________________________
NOTA
1.- "Un designio tan funesto,
si no es digno de Atreo, es digno de Tiestes".


"La carta robada" de Edgar Allan Poe (Traducción de Cortázar)

Federico Andahazi

Un cuento de EDGAR ALLAN POE elegido por FEDERICO ANDAHAZI
Traducido por JULIO CORTÁZAR


LA CARTA ROBADA


Nil sapientiae odiosius acumine nimio
(Séneca)


Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del nº 33, rue Dunôt, du troisieme, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar pasar a nuestro viejo conocido G.... el prefecto de la policía de París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara , pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha— será mejor examinarlo en la oscuridad.
—He aquí una de sus ideas raras —dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era "raro", por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de rarezas".
—Muy cierto —repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
—¿Y cuál es la dificultad? —preguntó. Espero que no sea otro asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
—Sencillo y raro —dijo Dupin.
—Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
—Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto —observó mi amigo.
—¡Qué absurdos dice usted! —repuso el Prefecto, riendo a carcajadas.
—Quizá el misterio es un poco demasiado fácil —dijo Dupin.
—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
—Un poco demasiado evidente.
—Ja, ja! ¡oh, oh! —reía el prefecto, divertido hasta más no poder—. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
—Veamos, ¿de qué se trata? —Pregunté.
—Pues bien, voy a decírselo —repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón—. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
—Hable usted ——dije.
—O no hable —dijo Dupin.
—Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
—¿Cómo se sabe eso? —preguntó Dupin.
—Se deduce claramente —repuso el prefecto— de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
—Sea un poco más explícito ——dije.
—Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
—Pues sigo sin entender nada —dijo Dupin.
—¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas, y, ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
—Pero ese dominio —interrumpí— dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría... ?
—El ladrón ——dijo G.— es el ministro D.... que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión —una carta, para ser francos— fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se Marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
—Pues bien —dijo Dupin, dirigiéndose a mí—, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.
—En efecto —dijo el prefecto—, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.
—Para la cual ——dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo— no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
—Me halaga usted —repuso el Prefecto—, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mí tal opinión.
—Como hace usted notar —dije—, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
—Muy cierto —convino G...—. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
—Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones —dije—. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.
—¡Oh naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente.
Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses, no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.
—¿No sería posible —pregunté— que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?.
—Es muy poco probable —dijo Dupin—. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D... , exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.
—¿Que el documento pueda ser exhibido? —pregunté.
—Si lo prefiere, que pueda ser destruido —dijo Dupin.
—Pues bien —convine—, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
—Por supuesto —dijo el prefecto—. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
—Pudo usted ahorrarse esa molestia —dijo Dupin—. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.
—No es completamente loco —dijo G...,— pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
—Cierto —dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar—. aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
—Por qué no nos da detalles de su requisición? —pregunté.
—Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado.
Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.
Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.
—¿Por qué?
—Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
—Pero, ¿no puede locaIizarse la cavidad por el sonido? —pregunté.
—De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón.
Además, en este caso, estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
—Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una Silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
—Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
—Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
—Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
—¿Las dos casas adyacentes? —exclamé—. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
—Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
—¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
—Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
—¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
—Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no solo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Sí se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.
—¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
—Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.
—¿Y el papel de las paredes?
—Lo mismo.
—¿Miraron en los sótanos?
—Miramos.
—Pues entonces —declaré— se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.
—Me temo que tenga razón —dijo el prefecto—. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?
—Revisar de nuevo completamente la casa.
—¡Pero es inútil! —replicó G...—. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.
—No tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin—. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.
—¡Oh, sí!
Luego de extraer una libreta, el perfecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.
Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:
—Veamos, G... ¿qué pasó con la carta robada?. Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
—¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
—¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? —preguntó Dupin.
—Pues... la verdad a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres veces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.
—Pues... la verdad... —dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo—, me parece a mí, G.... que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse... ¿No cree que... aún podría hacer algo más, ¿eh?
—¿Cómo? ¿En qué sentido?
—Pues... puf... podría usted. .. puf, puf... pedir consejo en ese asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
—No. ¡Al diablo con Abernethy!
—De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Erase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como sí se tratara del de otra persona. "Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales —dijo—. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?" "Lo que yo le aconsejaría —repuso Abernethy— es que consultara a un médico."
—¡Vamos! —exclamó el prefecto, bastante desconcertado—. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Este lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.
—La policía parisiense es sumamente hábil a su manera —dijo—. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D.., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
—¿Hasta donde podía alcanzar? —repetí.
—Sí —dijo Dupin—, Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta, hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.
Me eche a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
—Las medidas —continuó— eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión.. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de "par e impar" atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro. "¿Par o impar?" Si éste adivina correctamente, gana una bolita, si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios.. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: "¿Par o impar?" Nuestro colegial responde: "Impar", y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo "El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar." Lo dice, y gana. Ahora bien, —si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: "Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares." Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman "afortunado", en ¿qué consiste si se la analiza con cuidado?
—Consiste —repuse—, en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.
—Exactamente —dijo Dupin—. Cuando pregunté al muchacho de qué, manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: "Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta que pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara." Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo y Campanella.
—Si comprendo bien —dije— la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
—Depende de ello para sus resultados prácticos —replicó Dupin—, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal —o, mejor dicho, por no medir— el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquel los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones, a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿Qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero —o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnífica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.
—Pero se trata realmente del poeta? —pregunté—. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
—Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
—Me sorprenden esas opiniones, —dije—,que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.
—Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort— que toute idée publique, toute convention reque est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término "análisis" en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que "análisis" abarca "álgebra", tanto como en latín ambitus implica "ambición"; religio, ."religión", u homines honesti, la clase de las gentes honorables.
—Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.
—Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de una forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, "aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes". Pero para los algebristas, que son realmente paganos, las "fábulas paganas" constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: Jamás he encontrado un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2 +px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2 + px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.
—Lo que busco indicar —agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones— es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. ¡Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrirsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos los microscopios del prefecto.
Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.
—Me acuerdo muy bien —respondí—. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.
—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto, para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallara en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿ Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
—Jamás se me ocurrió pensarlo —dije.
"Hay un juego de adivinación —continuó Dupin— que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide a otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, en río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a la otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.
"Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D.... en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.
"Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.
"Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huesped.
"Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.
"Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.
"Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D.... y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento; todo ello, digo, sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.
"Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.
"A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... —corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.
"La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí."
—¿Pero que intención tenía usted —pregunté— al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?
—D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje —repuso Dupin—. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía —o, por lo menos, compasión— hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquella a quien el prefecto llama "cierta persona", se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
—¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
—¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:
... Un dessein si funeste,
S'iI n'est digne d'Atrée, est digne de Thyesle.
Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.