viernes, 5 de julio de 2019

LA VENTANA INDISCRETA de Cornell Woolrich / LA MIRADA INDISCRETA de Georges Simenon


pollaLa literatura de Cornell Woolrich, más conocido por el seudónimo de William Irish, ha sido un filón para el cine. Entre la interminable lista de películas basadas en sus novelas o relatos encontramos algunas magníficas: El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943) de Jacques Tourneur, La dama desconocida (Phantom Lady, 1944) de Robert Siodmak, Mentira latente (No Man of her Own, 1950) de Mitchell Leisen, La novia vestía de negro (La mariée était en noir, 1967) y La sirena del Mississippi (La sirène du Mississippi, 1969), ambas de François Truffaut. Famoso por ser el máximo exponente del suspense literario, su camino estaba condenado a encontrarse con el de Hitchcock, quien llevó a imágenes -y a su terreno- el relato La ventana indiscreta (It Had to Be Murder), publicado en 1942. Aquí os dejo un fragmento:
“Avanzó un paso o dos, se inclinó ligeramente, luego abrió los brazos y, sujetando a la vez colchón y sábanas, los alzó para amontonarlos a los pies de la cama. Un segundo después hizo lo mismo con el lecho gemelo que se hallaba al otro lado.
    Por tanto, nadie ocupaba las camas: su mujer no estaba allí.
Hay gente que emplea la expresión “efecto retardado”. Comprendí entonces lo que esto significa. Desde hacía dos días, una especie de inquietud mal definida, de sospecha imprecisa, algo que no podría esplicar, estaba dando vueltas en torno mío como un insecto que busca un lugar donde posarse.
Varias veces, cuando las vagas ideas que bullían en mi cerebro parecían a punto de tomar forma, algo sin importancia, alguna nimiedad ligeramente tranquilizadora -como, por ejemplo, las persianas anormalmente bajadas durante demasiado tiempo que acababan por alzarse-, intervenía de improviso para dispersarlas y ponerlas en fuga.
Pero mi inquietud continuaba latente, y cualquier cosa podía aclarar las ideas imprecisas que se me ocurrían; y esta cualquier cosa se produjo de pronto en el mismo instante en que aquel hombre recogía la ropa de cama. Con la celeridad de un rayo, las sospechas inconsistentes se convirtieron en una certeza: se trataba de un asesinato.”
  El mismo año en que se publica La ventana indiscreta, al otro lado del charco Georges Simenon escribe La mirada indiscreta (La fenêtre des Rouet), que no ve la luz hasta que termina la II Guerra Mundial en 1945. La traducción del título se apoya, lógicamente, en la popularidad del film de Hitchcock, pero no lo hace de manera gratuita. La protagonista de la novela es una solterona que dedica sus días a imaginar las vidas de sus vecinos mientras los observa a través de su ventana. Y, como no podía ser de otro modo, es testigo de un asesinato. Simenon vuelve a regalarnos, a partir de un crimen, otro de sus habituales y magníficos retratos psicológicos. Un fragmento:
  “Ahí está Antoinette. Dominique se ha sobresaltado porque acaba de descubrirla casualmente, no estaba mirando las ventanas del enfermo, sino la ventana contigua, la de una especie de saloncito donde, desde que su marido está enfermo, Antoinette Rouet se ha hecho instalar una cama.
Permanece de pie cerca de la puerta que comunica las dos estancias. Se ha quitado el sombrero, los guantes. Dominique no se ha equivocado, pero ¿por qué se queda parada como si esperase?
Diríase que a la madre, allá arriba, la está avisando su instinto. Se nota que está inquieta. Tal vez haga un esfuerzo heroico para levantarse, pero hace ya muchos meses que no anda sin que la ayuden. Es enorme. Es una torre. Sus piernas son gruesas y rígidas como columnas. Las pocas veces que sale hacen falta dos personas para subirla a un coche, y siempre parece amenazarlas con su bastón de contera de goma. Ahora que ya no hay nada que contemplar, la vieja Augustine ha dejado su ventana. Seguro que está en el largo y casi a oscuras corredor de su planta, al que dan las puertas de todas las buhardillas, acechando el paso de alguien con quien hablar. Es capaz de espiar así durante toda una hora, con las manos cruzadas sobre el vientre, como una araña monstruosa, y nunca su rostro pálido bajo los cabellos blancos como la nieve abandona su expresión de dulzura infinita.
¿Por qué no hace algo Antoinette Rouet? Con toda la fuerza de su mirada clavada en el vacío incandescente, su marido pide auxilio. Dos, tres veces ha cerrado la boca, ha apretado las mandíbulas, pero no ha logrado apresar la bocanada de aire que necesita.
Entonces Dominique se queda yerta. Le parece que nada en el mundo sería capaz de arrancarle un ademán, un sonido. Acaba de adquirir la certeza del drama, de un drama tan inesperado, tan palpable que es como si ella misma, en este instante, participara en él.
¡Rouet está condenado a morir! ¡Va a morir! Esos minutos, esos segundos durante los cuales los Caille se visten al lado para salir, durante los cuales un autobús cambia de marcha para llegar al Boulevard Haussmann, durante los cuales suena el timbre de la lechería -nombre al que, como una incongruencia, nunca ha podido acostrumbarse-, esos minutos, esos segundos son lo últimos de un hombre a quien ha visto vivir bajo sus ojos durante años.”
Es prácticamente imposible, y más con la guerra de por medio, que Simenon conociera el relato de Wollrich. Estamos, pues, ante dos grandes autores que casualmente, al mismo tiempo y con propósitos y estilos muy distintos, crearon dos personajes y dos situaciones similares.
La ventana indiscreta está publicada por Austral.
Traducción de Jacinto León.
La mirada indiscreta está publicada por Tusquets.
Traducción de José Escué.