miércoles, 4 de marzo de 2009

Póngase usted en mi lugar

Indice


Raymond Carver


Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono. Había ido haciendo todo el apartamento y ahora estaba en la sale, utilizando el accesorio de la boquilla para llegar a los pelos de gato que había entre los cojines. Se detuvo y escuchó: luego apagó la aspiradora. Fue a coger el teléfono.

—¿Sí? —dijo—. Myers al aparato.

—Myers —dijo ella—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces?

—Nada —dijo él—. Hola, Paula.

—Va a haber una fiesta en la oficina luego —dijo ella—. Estás invitado. Te invitó Carl.

—No creo que pueda ir —dijo Myers.

—Carl me acaba de decir: llama a tu hombre por teléfono. Haz que se venga a tomar una copa. Hazle salir de su torre de marfil, que regrese al mundo real durante un rato. Carl es un tipo curioso cuando bebe. ¿Myers?

—Te he oído —dijo Myers.

Myers había trabajado para Carl. Carl siempre hablaba de irse a París a escribir una novela, y cuando Myers dejó el trabajo para escribir una novela, Carl le dijo que estaría atento pare cuando apareciera el nombre de Myers en las listas de best sellers.

—No puedo ir —dijo Myers.

—Nos hemos enterado de algo horrible esta mañana —continuó Paula como si no le hubiera oído—. ¿Te acuerdas de Larry Gudinas? Aún trabajaba aquí cuando tú venías por la oficina.

Estuvo echando una mano en los libros de ciencia durante un tiempo. Luego lo pusieron en trabajo de campo, y luego lo despidieron. Nos hemos enterado esta mañana de que se ha suicidado. Se ha pegado un tiro en la boca. ¿Te imaginas? ¿Myers?

—Te he oído —dijo Myers. Trató de recordar a Larry Gudinas y visualizó a un hombre alto y encorvado, con gafas de montura metálica, llamativas corbatas y unas entradas imparables.

Imaginó la sacudida, el brinco de la cabeza hacia atrás.

—Caramba —dijo Myers—. Lo siento.

—Vente a la oficina, ¿me oyes, cariño? —dijo Paula—. Estamos todos charlando y tomando una copa; escuchamos canciones navideñas. Venga, ven —dijo.

Myers, al otro lado de la línea, oía todo lo que le decía Paula.

—No me apetece —dijo—. ¿Paula? —Vio unos cuantos copos de nieve que se desplazaban de lado a lado de la ventana. Pasó los dedos por el cristal, y luego, mientras esperaba, se puso a escribir su nombre en él.

—¿Qué? Sí, te he oído —dijo ella—. Está bien —dijo Paula—. ¿Por qué no nos vemos en Voyles y tomamos una copa, entonces? ¿Myers?

—De acuerdo —dijo él—. En Voyles. De acuerdo.

—Todo el mundo se va a sentir decepcionado al ver que no vienes —dijo ella—. En especial Carl. Carl te admira, ¿sabes? Te admira de veras. Me lo ha dicho. Admira tu valor. Me dijo que si tuviera tu valor habría dejado todo esto hace años. Que hace falta valor para hacer lo que hiciste. ¿Myers?

—Estoy aquí —dijo Myers—. Creo que podré poner el coche en marcha. Si no consigo ponerlo en marcha, te doy un telefonazo.

—De acuerdo —dijo ella—. Quedamos en Voyles. Si no me llamas, salgo en cinco minutos.

—Saluda a Carl de mi parte —dijo Myers.

—Lo haré —dijo Paula—. Está hablando de ti.

Myers guardó la aspiradora. Bajó los dos tramos de escaleras y fue hasta su coche, que ocupaba la plaza del fondo y estaba cubierto de nieve. Se puso al volante, apretó unas cuantas veces el pedal y dio a la llave de contacto. El motor arranco. Siguió pisando a fondo.


Durante el trayecto miró a la gente que se apresuraba por las aceras cargadas de paquetes. Echó una ojeada al cielo gris, lleno de copos de nieve, y a los altos edificios que tenían nieve en las grietas y en los derrames de las ventanas. Trató de captarlo todo con los ojos, de retenerlo pare más tarde. Acababa de terminar una historia y aun no había dado comienzo a la siguiente, y se sentía despreciable. Llegó a Voyles, un pequeño bar situado en una esquina, junto a una tienda de ropa de hombre. Aparcó en la parte de atrás y entró en el bar. Se sentó un rato a la barra y luego cogió su bebida y fue a sentarse a una mesita, al lado de la puerta.

Cuando Paula entro en el bar y dijo «Feliz Navidad», él se levantó y le dio un beso en la mejilla. Y le ofreció una silla.

—¿Un escocés? —dijo.

—Un escocés —dijo ella. Y luego, a la chica que vino a atenderles—: Un escocés con hielo.

Paula cogió y apuró el vaso de Myers.

—Tráigame otro a mí también —le dijo Myers a la chica—. No me gusta este bar —dijo luego, cuando la chica se hubo ido.

—¿Qué tiene de malo este bar? —dijo Paula—. Siempre venimos aquí.

—No me gusta, eso es todo —dijo él—. Nos tomamos la cope y nos vamos a otra parte.

—Como quieras —dijo ella.

La chica se acercó con las bebidas. Myers pago. Brindaron. Myers la miraba ?jamente.

—Carl te manda saludos —dijo ella.

Myers asintió con la cabeza.

Paula bebió unos sorbos de whisky.

—¿Cómo te ha ido el día?

Myers se encogió de hombros.

—¿Qué has hecho? —dijo ella.

—Nada —dijo él—. He pasado la aspiradora.

Paula le tocó la mano.

—Todo el mundo me ha dicho que te salude de su parte.

Se terminaron el whisky.

—Tengo una idea —dijo ella—. ¿Por qué no pasamos un rato a ver a los Morgan? Todavía no los conocemos, santo cielo, y ya hace meses que han vuelto. Podríamos pasar por su casa a saludarles: «Hola, somos los Myers.» Además nos mandaron una postal. Nos decían que pasáramos a verlos en vacaciones. Nos invitaron. No quiero ir a casa —dijo por último, y buscó un cigarrillo en su bolso.

Myers recordó haber encendido la estufa y apagado las luces antes de salir. Y luego pensó en los copos de nieve que cruzaban despacio por la ventana.

—¿Y que me dices de aquella carta insultante diciéndonos que les habían contado que teníamos un gato en la case? —dijo Myers.

—Se habrán olvidado ya del asunto —dijo ella—. De todos modos, no era nada grave. ¡Oh, venga, Myers! Vamos a hacerles una visita.

—Antes tendríamos que llamar… en caso de que lo hiciéramos —dijo él.


—No —dijo ella—. Es parte del juego. Vayamos sin llamar. Llegamos y llamamos a la puerta y decimos: «Hola, vivíamos aquí.» ¿De acuerdo, Myers?

—Creo que antes deberíamos llamar.

—Son vacaciones —dijo ella, levantándose—, Venga, querido.

Le cogió del brazo y salieron a la nieve. Sugirió ir en su coche. El de Myers lo recogerían luego. Myers le abrió la portezuela del conductor y dio la vuelta al coche pare ocupar el otro asiento.

Le invadió una suerte de turbación cuando vio las ventanas iluminadas, la nieve en el tejado, y la rubia en el camino de entrada. Las cortinas estaban descorridas, y un árbol de Navidad parpadeaba hacia ellos desde la ventana.

Se apearon del coche. Myers cogió por el codo a Paula al pasar por encima de un montón de nieve, y echaron a andar hacia el porche delantero. Habían avanzado apenas unos pasos cuando un perro de tupidas greñas salió como un rayo de la esquina del garaje y se echó encima de Myers.

—Oh, Dios —dijo él, agachándose, reculando, levantando las manos. Resbaló, con los faldones del abrigo ondeando al aire, y cayó sobre el césped helado con la certeza aferradora de que el animal arremetería contra su garganta. El perro gruñó una vez y se puso a olisquearle el abrigo.

Paula cogió un puñado de nieve y lo lanzó contra el perro. La luz del porche se encendió, se abrió la puerta y un hombre gritó:

—¡Buzzy!

Myers se levantó del suelo y se sacudió la nieve de la ropa.

—¿Qué pasa? —dijo el hombre desde el umbral—. ¿Quien es? Buzzy, ven aquí, muchacho. ¡Ven aquí!

—Somos los Myers —dijo Paula—. Venimos a desearles feliz Navidad.

—¿Los Myers? —dijo el hombre del umbral—. ¡Fuera de aquí, Buzzy! Vete al garaje. ¡Vamos, vamos! Son los Myers —le dijo luego a la mujer que estaba a su espalda tratando de mirar por encima de su hombro.

—Los Myers —dijo la mujer—. Bueno, diles que pasen. Invítales a pasar, por el amor de Dios. Salió al porche y dijo—: Entren, por favor. Hace un frío que pela. Soy Hilda Morgan, y éste es Edgar. Mucho gusto en conocerles. Entren, por favor.

Se dieron un rápido apretón de manos en el porche. Myers y Paula pasaron al interior y Morgan cerró la puerta.


—Déjenme los abrigos. Quítenselos, por favor —dijo Edgar Morgan—. ¿Está usted bien? —le dijo a Myers, mirándole atentamente. Myers asintió con la cabeza—. Sabía que ese perro estaba loco, pero nunca había hecho nada parecido. Lo he visto todo. Estaba mirando por la ventana en ese preciso instante.

El comentario le sonó extraño a Myers, y miró al dueño de la casa. Edgar Morgan era un cuarentón casi calvo del todo; llevaba unos pantalones y un suéter, y unas zapatillas de piel.

—Se llama Buzzy —declaró Hilda Morgan, e hizo una mueca—. Es el perro de Edgar. Yo me niego a tener un perro en casa, pero Edgar compró este animal y prometió tenerlo siempre fuera.

—Duerme en el garaje —dijo Edgar Morgan—. No hace más que pedir que le dejen entrar, pero no podemos permitírselo, ya entienden. —Morgan soltó una risita—. Pero siéntense, siéntense. Si es que encuentran dónde en todo este desorden. Hilda, cariño, quita alguna cosa del sofá pare que Mr. y Mrs. Myers puedan sentarse.

Hilda Morgan retiró del sofá paquetes, papeles de envolver, unas tijeras, una caja de cintas, lazos… Lo puso todo en el suelo.

Myers reparo en que Morgan le miraba de nuevo ?jamente, y esta vez sin sonreír.

Paula dijo:

—Myers, tienes algo en el pelo, cariño.

Myers se pasó la mano por detrás de la cabeza y se quitó una ramita y se la metió en el bolsillo.

—Ese perro… —dijo Morgan, y volvió a reír—. Estábamos tomándonos un ponche caliente y envolviendo unos regalos de última hora. ¿Quieren que hagamos un brindis por las ?estas? ¿Qué quieren tomar?

Cualquier cosa —dijo Paula.

Cualquier cosa —dijo Myers—. No quisiéramos molestar.

—Tonterías —dijo Morgan—. Sentíamos… mucha curiosidad por ustedes, los Myers. ¿Tomará un ponche, Mr. Myers?

—Muy bien —dijo Myers.

—¿Y Mrs. Myers? —dijo Morgan.

Paula asintió con la cabeza.

—Dos porches, entonces —dijo Morgan—. Cariño, nosotros también ¿verdad? —le dijo a su mujer—. La ocasión lo exige. Cogió la taza de su esposa y fue a la cocina. Myers oyó cerrarse de golpe la puerta de un armario y luego una palabra ahogada que sonó como un juramento. Myers pestañeó. Miró a Hilda Morgan, que se estaba acomodando en una silla, a un costado del sofá.

—Siéntense aquí, los dos —dijo Hilda Morgan. Dio unos golpecitos en el brazo del sofá—. Aquí, junto al fuego. Mr. Morgan lo atizará en cuanto vuelva—. Se sentaron. Hilda Morgan enlazó las manos sobre el regazo y se inclinó un poco hacia adelante, estudiando la cara de Myers.

La sala seguía como Myers la recordaba, con excepción de tres pequeñas litografías enmarcadas que colgaban de la pared, a espaldas de Mrs. Morgan. En una de ellas, un hombre con levita y chaleco se tocaba ligeramente el sombrero delante de unas señoritas con sombrillas. Eso ocurría en un lugar con gran afluencia de gente y caballos y carruajes.

—¿Qué les pareció Alemania? —dijo Paula. Estaba sentada en el borde del sofá, con el bolso sobre las rodillas.

—Nos encantó Alemania —dijo Edgar Morgan, que volvía en aquel momento de la cocina con una bandeja con cuatro grandes tazas. Myers reconoció las tazas.

—¿Ha estado usted en Alemania, Mrs. Myers? —preguntó Morgan.

—Queremos ir —dijo Paula—. ¿No es cierto, Myers? Quizá el año que viene, el verano que viene. O el otro. En cuanto vayamos algo más sobrados de dinero. Quizás en cuanto Myers venda algo. Myers escribe.

—Pienso que un viaje a Europa le vendría muy bien a un escritor —dijo Edgar Morgan. Puso las tazas sobre unos posavasos—. Por favor, sírvanse. —Se sentó en una silla, enfrente de su esposa, y miró a Myers—. Decía en la carta que había dejado su empleo pare escribir.

—Cierto —dijo Myers, y bebió un sorbo de ponche.

—Escribe algo casi todos los días —dijo Paula.

—¿De veras? —dijo Morgan—. Sorprendente. ¿Y qué ha escrito hoy, si me permite la pregunta?

—Nada —dijo Myers.

—Estamos en fiestas —dijo Paula.

—Estará orgullosa de él, Mrs. Myers —dijo Hilda Morgan.

—Lo estoy —dijo Paula.

—Me alegro por usted —dijo Hilda Morgan.

—El otro día oí algo que quizá pueda interesarle —dijo Edgar Morgan. Sacó tabaco y empezó a llenar la pipa. Myers encendió un cigarrillo y miró a su alrededor en busca de un cenicero; luego dejó caer la cerilla detrás del sofá.

—Es una historia horrible, en realidad. Pero tal vez le sirva, Mr. Myers. —Morgan encendió una cerilla y se dio fuego a la pipa—. El granito de arena y todo eso, ya sabe —dijo Morgan, y se echó a reír y sacudió la cerilla—. El tipo era de mi edad, poco más o menos. Durante un par de años fue colega mío. Nos conocíamos un poco, y teníamos buenos amigos comunes. Un día se marchó, aceptó un puesto allá en la universidad del estado. Bien, ya sabe lo que sucede a veces… El tipo tuvo un idilio con una de sus alumnas.

Mrs. Morgan emitió un ruido de desaprobación con la lengua. Cogió un pequeño paquete envuelto en papel verde y se puso a pegarle encima un lazo rojo.

—Según se cuenta, fue un idilio ardiente que duró varios meses —siguió Morgan—. Hasta hace muy poco, de hecho. Hasta la semana pasada, para ser exactos. Esa noche le comunicó a su esposa, con la que llevaba veinte años, que quería el divorcio. Imagine cómo se lo tuvo que tomar la pobre mujer, al oír aquello de buenas a primeras, como quien dice. Se organizó una buena trifulca. Metió baza toda la familia. La mujer le ordenó que se fuera inmediatamente. Pero cuando el hombre estaba a punto de irse, su hijo le tiró una lata de sopa de tomate que le alcanzó en la frente. El golpe le produjo una conmoción cerebral, y le mandaron al hospital. Y su estado es grave.

Morgan dio unas chupadas a su pipa y observó a Myers.

—Jamás había oído nada parecido—dijo Mrs. Morgan—. Edgar, es repugnante.

—Es horrible —dijo Paula.

Myers se sonrió burlonamente.

—Ahí tiene materia para un cuento, Mr. Myers —dijo Morgan, captando su sonrisa y entrecerrando los ojos—. Piense en la historia que podría usted urdir si lograra penetrar en la cabeza de ese hombre.

—O en la de ella —dijo Mrs. Morgan—. En la de la mujer. Piense en su historia. Ser engañada de tal modo después de veinte años de matrimonio. Piense en como se tuvo que sentir.

—Pero imaginen por lo que está pasando el pobre chico —dijo Paula—. Imagínenlo. Un hijo que por poco mata a su padre.

—Sí, todo eso es cierto —dijo Morgan—. Pero hay algo a lo que creo que ninguno ha prestado atención. Piensen un momento en lo que voy a decir. ¿Me escucha, Mr. Myers? Dígame lo que opina de esto. Póngase en el lugar de esa alumna de dieciocho años que se enamora de un hombre casado. Piense en ella unos instantes, y verá las posibilidades que tiene esa historia.

Morgan asintió con la cabeza y se echo hacia atrás en la silla con expresión satisfecha.

—Me temo que no siento por ella la menor simpatía —dijo Mrs. Morgan—. Imagino la clase de chica que es. Ya sabemos cómo son, esas jovencitas que echan el anzuelo a hombres mayores. Y él tampoco me inspira ninguna simpatía. El, el hombre, el don Juan; no, ninguna simpatía. Me temo que mis simpatías, en este caso, son sodas pare la mujer y el hijo.

—Haría falta un Tolstoi para contar la historia, para contarla bien —dijo Morgan—. Un Tolstoi, ni más ni menos. El ponche aún está caliente, Mr. Myers.

—Tenemos que irnos —dijo Myers.

Se levantó y tiró la colilla al fuego.

—No se vayan todavía —dijo Mrs. Morgan—. Aún no hemos tenido tiempo de conocernos. No saben cuánto hemos… especulado acerca de ustedes. Ahora nos hemos reunido al fin. Quédense un rato más Ha sido una sorpresa agradable.

—Le agradecemos la postal y la nota —dijo Paula.

—¿La postal? —dijo Mr. Morgan.

Myers tomó asiento.

—Nosotros decidimos no mandar ninguna postal este año —dijo Paula—. No me puse cuando debía, y nos pareció que no valía la pena hacerlo en el último momento.

—¿Tomará otro ponche, Mrs. Myers? —dijo Morgan, de pie ante ella, con la mano en su taza—. Servirá de ejemplo para su esposo.

—Estaba muy bueno —dijo Paula—. Hace entrar en calor.

—Muy bien —dijo Morgan—. Te hace entrar en calor. Exacto. Cariño, ¿has oído a Mrs. Myers? Te hace entrar en calor. Estupendo. ¿Mr. Myers? —dijo Morgan, y aguardó—. ¿Nos acompañará también?

—De acuerdo —dijo Myers, y dejó que Morgan recogiera su taza.

El perro empezó a gimotear y a arañar la puerta.

—Ese perro… No sé qué mosca le ha picado —dijo Morgan. Fue a la cocina, y esta vez Myers oyó claramente como Morgan maldecía al dar con la olla de hervir el agua contra uno de los quemadores.

Mrs. Morgan se puso a tararear una melodía. Cogió un paquete a medio envolver, cortó un trozo de cinta adhesiva y empezó a pegar el envoltorio.

Myers encendió un cigarrillo. Dejo la cerilla en su posavasos. Miró el reloj.

Mrs. Morgan levantó la cabeza.

—Me parece que están cantando —dijo. Se quedó quieta, escuchando. Se levantó de la silla y fue hasta la ventana de la sala—. ¡están cantando! ¡Edgar! —llamó.

Myers y Paula se acercaron a la ventana.

—Llevo años sin ver a esos grupos que cantan villancicos —dijo Mrs. Morgan.

—¿Qué pasa? —dijo Morgan. Traía la bandeja con las tazas—. ¿Qué pasa? ¿Sucede algo?

—Nada, cariño. Que cantan villancicos. Allí están, míralos. En la acera de enfrente —dijo Mrs. Morgan.

—Mrs. Myers —dijo Morgan acercando la bandeja—. Mr. Myers. Cariño…

—Gracias —dijo Paula.

—Muchas gracias —dijo Myers.

Morgan dejó la bandeja en la mesa y volvió a la ventana con su taza. Unos chiquillos se habían agrupado en el paseo, delante de la casa de enfrente. Eran chicos y chicas pequeños y un muchacho algo mayor y más alto con bufanda y abrigo. Myers vio las caras en la ventana de la casa de enfrente —la de los Ardrey—, y cuando terminaron de cantar sus villancicos, Jack Ardrey salió a la puerta y le dio algo al chico mayor. El grupo siguió por la acera, haciendo fluctuar las linternas en la oscuridad, y se detuvo frente a otra casa.

—No van a pasar por aquí —dijo Mrs. Morgan al rato.

—¿Que? ¿Por qué no van a venir a nuestra casa? —dijo Morgan, y se volvió a su mujer—. ¡Qué tonterías dices! ¿Por qué no van a pasar por aquí?

—Sé que no van a hacerlo —dijo Mrs. Morgan.

—Y yo digo que sí —dijo Morgan—. Mrs. Myers, ¿van a pasar esos chicos por aquí o no? ¿Qué dice usted? ¿Volverán para bendecir esta casa? Lo dejaremos en sus manos.

Paula se pegó al cristal de la ventana. Pero el grupo se alejaba ya por la acera en dirección contraria. Y Paula guardó silencio.

—Bien de nuevo los ánimos calmados —dijo Morgan, y fue a sentarse en su silla. Frunció el ceño y se puso a llenar la pipa.

Myers y Paula volvieron al sillón. Mrs. Morgan se retiró al fi?n de la ventana. Se sentó. Sonrió y miró dentro de su taza. Luego dejó la taza sobre la mesa y se echó a llorar.

Morgan le tendió un pañuelo. Miró a Myers. Instantes después Morgan se puso a tamborilear con la mano en el brazo del sillón. Myers movió los pies. Paula buscó en su bolso un cigarrillo.

—¿Ves lo que has hecho? —dijo Morgan, fijando los ojos en algo que había sobre la alfombra, junto al pie de Myers.

Myers hizo acopio de ánimo para levantarse.

—Edgar, sírveles otra bebida —dijo Mrs. Morgan mientras se pasaba la mano por los ojos. Utilizó el pañuelo para sonarse—. Quiero que oigan lo de Mrs. Attenborough. Mr Myers es escritor. Creo que la historia podría interesarle. Esperaremos a que vuelvas para contarla.

Morgan retiró las tazas. Las llevó a la cocina. Myers oyó un estrépito de platos, de puertas de armario que se cerraban. Mrs. Morgan miró a Myers y esbozó una leve sonrisa.

—Tenemos que irnos —dijo Myers—. Tenemos que irnos. Paula, coge el abrigo.

—No, no. Insistimos, Mr. Myers —dijo Mrs. Morgan—. Queremos que oiga lo de Mrs. Attenborough, la pobre Mrs. Attenborough. También a usted le interesará, Mrs. Myers. Tendrá ocasión de ver cómo la mente de su marido se pone a trabajar sobre un material en bruto.

Morgan volvió de la cocina y distribuyó las tazas de ponche. Y se sentó en seguida.

—Cuéntales lo de Mrs. Attenborough, cariño —dijo Mrs. Morgan.

—Ese perro por poco me arranca la pierna —dijo Myers, y se asombró al instante de sus propias palabras. Dejó la taza encima de la mesa.

—Oh, vamos, no fue para tanto —dijo Morgan—. Lo vi todo.

—Los escritores, ya se sabe—le dijo a Paula Mrs, Morgan—. Les encanta exagerar.

—El poder de la pluma y todo eso —dijo Morgan.

—Eso es —dijo Mrs. Morgan—. Convierta su pluma en reja de arado, Mr. Myers.

—Que sea Mrs. Morgan quien cuente lo de Mrs. Attenborough —dijo Morgan, sin hacer el menor caso a Myers, que se ponía en pie en aquel momento—. Mrs. Morgan tuvo que ver directamente en el asunto. Yo ya he contado lo del tipo descalabrado por una lata de sopa. —Morgan soltó una risita—. Dejaremos que esto lo cuente Mrs. Morgan.

—Cuéntalo tu, querido. Y usted, Mr. Myers, escuche con atención —dijo Mrs. Morgan.

—Nos tenemos que ir —dijo Myers—. Paula, vámonos.

—Qué sinceridad la suya —dijo Mrs. Morgan.

—Sí, exacto —dijo Myers. Luego dijo—: Paula, ¿vienes?

—Quiero que escuchen la historia —dijo Morgan, alzando la voz—. Ofenderá usted a Mrs. Morgan, nos ofenderá a los dos si no la escucha. —Morgan apretó la pipa entre los dedos.

—Myers, por favor —dijo, inquieta, Paula—. Quiero oírla. Y luego nos vamos. ¿Myers? Por favor, cariño, siéntate un minuto.

Myers la miró. Paula movió los dedos, como haciéndole una seña. Myers vaciló, y al cabo se sentó a su lado.

Mrs. Morgan comenzó:

—Una tarde, en Munich, Edgar y yo fuimos al Dortmunder Museum. Había una exposición sobre la Bauhaus aquel otoño, y Edgar dijo que al diablo con todo, que nos tomáramos el día libre. Estaba con sus trabajos de investigación, ya saben, y dijo que al diablo, que nos tomábamos el día libre. Cogimos un tranvía y atravesamos Munich hasta llegar al museo. Dedicamos varias horas a ver la exposición y a visitar de nuevo algunas de las salas de pintura, en homenaje a algunos grandes maestros por los que Edgar y yo sentimos una especial devoción. Justo antes de marcharnos, entré en el aseo de señoras. Y me dejé el bolso. Dentro llevaba el cheque mensual de Edgar que nos acababa de llegar de los Estados Unidos el día anterior, y ciento veinte dólares en metálico que íbamos a ingresar junto con el cheque. También llevaba mi carnet de identidad. No eché a faltar el bolso hasta llegar a casa. Edgar llamó inmediatamente al museo. Hablaba con la dirección cuando vi que un taxi se paraba ante nuestra casa. Se apeó una mujer bien vestida, de pelo blanco. Era una mujer corpulenta, y llevaba dos bolsos. Avisé a Edgar y fui a la puerta. La mujer se presentó como Mrs. Attenborough, me entregó el bolso y explicó que también ella había estado en el museo aquella tarde, y que estando en el aseo de señoras había visto el bolso en la papelera. Como es lógico, lo había abierto para averiguar quién era la propietaria. Y encontró el carnet de identidad y lo demás, donde figuraba nuestra dirección en Munich. Dejó inmediatamente el museo y cogió un taxi para entregar el bolso personalmente. El cheque de Edgar seguía allí, pero no el dinero, los ciento veinte dólares. Me sentí, no obstante, muy agradecida por haber recuperado lo demás. Eran casi las cuatro, y le pedimos a la mujer que se quedara a tomar el té. Se sentó, y al poco empezó a contarnos cosas de su vida. Había nacido y se había criado en Australia, se había casado joven, había tenido tres hijos —todos varones—, había enviudado y seguía viviendo en Australia con dos de sus hijos. Criaban ovejas y poseían mas de veinte mil acres de tierra para pastos, y en ciertas épocas del año empleaban a multitud de pastores y esquiladores. Estaba de paso en Munich camino de Australia, y venía de Inglaterra de visitar a su hijo menor, que era abogado. Volvía a Australia cuando la conocimos —dijo Mrs. Morgan—. Y aprovechaba la ocasión para ver algo de mundo. Le quedaban aún muchos lugares por visitar.

—Ve al grano, querida —dijo Morgan.

—Sí. Y esto es lo que sucedió entonces, Mr. Myers. Iré directamente al clímax, como dicen ustedes los escritores. De pronto, después de una agradable charla como de una hora, después de que aquella mujer nos hubiera hablado de su vida y de su existencia aventurera en las antípodas, se levantó para irse. Estaba pasándome la taza cuando la boca se le quedó completamente abierta, se le cayó la taza al suelo y se desplomó sobre el sofá, muerta. Muerta. Allí, en nuestra sala de estar. Fue el momento más terrible de toda nuestra vida.

Morgan asintió con gesto solemne.

—Dios —dijo Paula.

—El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en Alemania —dijo Mrs. Morgan.

Myers se echó a reír.

—¿El destino… la envió… a… morir… en su… sala? —consiguió decir con voz entrecortada.

—¿Le parece gracioso, señor? —dijo Morgan—. ¿Lo encuentra divertido?

Myers asintió con la cabeza. Siguió riendo. Se enjugó los ojos con la manga de la camisa.

—Lo siento de veras —dijo—. No puedo evitarlo. Esa frase: El destino la envió a morir en el sofá de nuestra sala, en Alemania… Lo siento. ¿Y que pasó después? —consiguió decir—. Me gustaría saber lo que ocurrió después.

—No sabíamos qué hacer, Mr. Myers —dijo Mrs. Morgan—. La conmoción fue terrible. Edgar le tomó el pulso, pero no detectó señal alguna de vida. Incluso había empezado a cambiar de color. La cara y las manos se le estaban volviendo grises. Edgar fue al teléfono a llamar a alguien. Luego dijo: «Abre el bolso, a ver si averiguas dónde se hospeda.» Evitando en todo momento mirar el cadáver de aquella desdichada, cogí el bolso. Imaginen mi total sorpresa y desconcierto, mi absoluto desconcierto, cuando lo primero que vi dentro del bolso fue mis ciento veinte dólares, aún sujetos por el clip. Nunca en mi vida me había sentido tan perpleja.

—Y decepcionada —dijo Morgan—. No te olvides de eso. Fue una profunda decepción.

Myers dejó escapar unas risitas.

—Si fuera usted un escritor de verdad, como afirma, Mr. Myers, no se reiría —dijo Morgan, poniéndose en pie—. ¡No osaría reírse! Trataría de entender. Sondearía en las profundidades del corazón de aquella pobre mujer y trataría de entender. ¡Pero usted no tiene nada de escritor, señor!

Myers siguió riendo.

Morgan dio un puñetazo en la mesita, y las tazas se tambalearon sobre los posavasos.

—La historia que importa está aquí, en esta casa, en esta misma sala, ¡y ya es hora de que se cuente! La historia que importa esta aquí, Mr. Myers —dijo Morgan. Se paseó de un lado a otro sobre el brillante papel de envolver, que se había desenrollado y extendido por la alfombra. Se detuvo para mirar airadamente a Myers, que se agarraba la frente sacudido por las carcajadas.

—¡Considere la hipótesis siguiente, Mr. Myers! —gritó Morgan—. ¡Considérela! Un amigo, llamémosle Mr. X, tiene amistad con… con Mr. Y y Mrs. Y, y también con Mr. y Mrs. Z. Los Y y los Z no se conocen, por desgracia. Y digo por desgracia porque de haberse conocido, esta historia no podría contarse porque jamás habría sucedido. Bien, Mr. X se entera de que Mr. y Mrs. Y van a pasar un año en Alemania y necesitan a alguien que ocupe la casa durante ese tiempo. Los Z están buscando alojamiento, y Mr. X les dice que sabe del sitio adecuado. Pero antes de que Mr. X pueda poner en contacto a los Z con los Y, los Y tienen que salir para Alemania antes de lo previsto. Mr. X, debido a su amistad queda a cargo de alquilar la casa a quien estime conveniente, incluidos a los señores Y, quiero decir Z. Pues bien, los… Z se mudan a la casa y se llevan con ellos a un gato, del cual los Y tienen noticia mas tarde por el propio Mr. X. Los Z meten el gato en la case pese a los términos del contrato de arrendamiento, que prohíben expresamente que en la casa habiten gatos u otros animales a causa del asma de Mrs. Y. La genuina historia, Mr. Myers, está en la situación que acabo de describir Mr. y Mrs. Z… quiero decir Y se mudan a la case de los Z, invaden, a decir verdad, la casa de los Z. Dormir en la cama de los Z es una cosa, pero abrir el ropero particular de los Z y usar su ropa blanca, destrozando todo lo que encontraron dentro, eso iba en contra del espíritu y la letra del contrato. Y esta misma pareja, los Z, abrieron cajas de utensilios de cocina en los que ponía «No abrir». Y rompieron piezas de la vajilla pese a que en el contrato constaba expresamente, expresamente, que los inquilinos no debían utilizar las pertenencias de los propietarios, las cosas personales, y hago hincapié en lo de «personales», de los Z.

Morgan tenía los labios blancos. Siguió paseándose de aquí para allá encima del papel de envolver, deteniéndose de cuando en cuando para mirar a Myers y lanzar ligeros soplidos por la boca.

—Y las cosas del baño, querido. No olvides las cosas del baño —dijo Mrs. Morgan—. Ya es falta de tacto utilizar las mantas y sábanas de los Z, pero si encima entran a saco en el cuarto de Baño y siguen con otras cosas privadas almacenadas en el desván, eso es pasarse de la raya.

—Ahí tiene la autentica historia, Mr. Myers —dijo Morgan. Trató de llenar la pipa, pero le temblaban las manos, y el tabaco cayó y se esparció por la alfombra—. Esa es la historia verídica aún por escribir y que merece ser escrita.

—Y no necesita un Tolstoi pare escribirla —dijo Mrs. Morgan.

–No, no se necesita un Tolstoi —dijo Morgan.

Myers reía. El y Paula se levantaron del sofá a un tiempo, y se dirigieron hacia la puerta.

—Buenas noches —dijo Myers con regocijo.

Morgan estaba a su espalda.

—Si usted fuera un escritor de verdad, señor, convertiría esta historia en palabras y no se haría tanto el sueco al respecto.

Myers se limitó a reír de nuevo. Tocó el pomo de la puerta.

—Y otra cosa —dijo Morgan—. No tenía intención de sacarlo a relucir, pero, a la vista de su comportamiento de esta noche, quiero decirle que he echado en falta mis dos volúmenes de Jazz at the Philharmonic. Eran unos discos de gran valor sentimental para mí. Los compré en 1955. ¡Y ahora insisto en que me diga qué ha sido de ellos!

—Para ser justos, Edgar —dijo Mrs. Morgan mientras ayudaba a Paula a ponerse el abrigo, después de hacer inventario de los discos, admitiste que no podías recordar cuándo habías visto por última vez esos discos.

—Pero ahora estoy seguro —dijo Morgan—. Tengo la certeza de que los vi antes de irnos a Alemania, y ahora, ahora quiero que este escritor me diga exactamente cuál es su paradero. ¿Mr. Myers?

Pero Myers estaba ya fuera de la casa, y, con Paula de la mano, se apresuraba hacia el coche. Sorprendieron a Buzzy. El perro soltó un gañido, al parecer de miedo, y se apartó hacia un lado de un brinco.

—¡Insisto en saberlo! —gritó Morgan a sus espaldas. ¡Estoy esperando, señor!

Myers dejó a Paula en su asiento, se puso al volante y puso el coche en marcha. Volvió a mirar a la pareja del porche. Mrs. Morgan saludó con la mano, y luego ambos se volvieron y entraron en la casa y cerraron la puerta.

Myers arrancó y se aparto del bordillo.

—Esta gente está loca —dijo Paula.

Myers le dio unas palmaditas en la mano.

—Daban miedo —dijo Paula.

Myers no contestó. Le dio la impresión de que la voz de Paula le llegaba de muy lejos. Siguió conduciendo. La nieve golpeaba contra el parabrisas. Siguió silencioso, mirando la carretera. Se hallaba en el final mismo de una historia.



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Para disfrutar ....


lecturas

De qué hablamos cuando hablamos de amor

Raymond Carver

Título original:
Editorial: Anagrama
Año publicación: 2007 (1981)
Los deslumbrados lectores de Catedral, primer libro publicado en España de Carver, reencontrarán en De qué hablamos cuando hablamos de amor la atmósfera y los personajes de un autor que dominó indiscutiblemente el panorama literario norteamericano de los años 80. Parejas que se despedazan, compañeros que parten desesperadamente a la aventura, hijos que intentan comunicarse con sus padres, un universo injusto, violento, tenso, a veces irrisorio... En palabras de Roberto Fernández Sastre, Carver 'no designa lo intolerable, sino que lo nombra. Sin concesiones hacia nada ni hacia nadie, rescata lo real en su esencialidad amorfa y brutal'.


Fuente: http://www.lecturalia.com/libro/22703/de-que-hablamos-cuando-hablamos-de-amor


Raymond Carver

Quieres hacer el favor de callarte, ¿por favor?

Por Pepe Aedo, en 11 de Junio de 2008

“Un hombre común” es lo que habrán pensado muchas persona sobre Raymond Carver. Su vida era el trabajo, las mujeres, el alcohol y los cigarros. Una vida como la de cualquiera, con sus dramas y sus desgracias, como cualquiera…

Pero había algo más en él: la escritura. Después del trabajo cuando todos duermen, con un wisky y un cigarro, el escritor sigue ahí, en la noche, dispuesto a ser un espejo, una voz de estímulo, la diferencia… (para los lectores).

Nació en Oregón en 1939 pero vivió en otras muchas ciudades mientras iba cambiando de trabajo. Tuvo un matrimonio desastroso con su primera mujer con quien tuvo dos hijos. En 1977 dejó de beber y empezó una nueva vida con su segunda esposa, también entonces comenzó a ser reconocido.
Sus obras mas importantes son: Catedral, De qué hablamos cuando hablamos de amor, y Quieres hacer el favor de callarte, por favor?

Carver escribió sobre los otros Estados Unidos, no los Estados Unidos del águila y el general, no el de las luces y los escándalos, el Estados Unidos de los obreros, de los empleados, de los divorciados, de las camareras y sus clientes, los fracasados.

El libro que nos ocupa hoy es la colección de cuentos: Quieres hacer el favor de callarte, por favor. (La que me ha tocado leer es otra traducción hecha en España). Comencemos:

Gordo: Es un cuento que trata sobre la impresión que nos causan los gordos. Pero un cuento no falto de profundidad.

Vecinos: Vecinos como nosotros, pero mejores. Se van y nos dejan la llave de su casa. Entramos a curiosear?

Habráse visto: Un cuento sobre el vouyersimo. No es el mejor de las colección.

No son tu marido: una camarera, simple, trabajadora, un poco entrada en carnes, y su esposo un vendedor engreído, patético.

Es usted médico?: Una aventura telefónica entre una mujer madre de dos hijos (y algo más), y un hombre mayor, al menos eso parece, ya que es más lo que no se dice que lo que se dice. Y lo que se sugiere es un mundo de posibilidades.

Padre: Un flash, un minicuento, sobre una familia? Siempre estará la duda.

Nadie decía nada: La difícil coexistencia de dos mundo: el de un niño adolescentes, las aventuras, la competencia, los sueños, y el mundo de los adultos, con sus dramas y sus sufrimientos.


Sesenta acres: Un cuento con reminiscencias de Hemingway. Ambientando en el campo, no faltan las armas. Un pequeño estudio sobre el valor.

¿Qué hay en Alaska?: una pareja que va a pasar un rato con otra pareja de amigos. Charlan, beben, comen y fuman marihuana. El cuento es tan ambiguo que es difícil saber si es a favor o en contra del consumo de drogas.

Escuela nocturna: Es un cuento opaco. Un muchacho conoce en un bar a dos mujeres que le piden que las lleve en auto, pero el muchacho no tiene auto, etc., etc.

Recolectores: una foto sobre lo que alguien puede hacer con tal de vender.

¿Qué hace usted en San Francisco?: Este es un cuento que parece (todos los cuentos son ambiguos, Carver te muestra una escena pero no te dice cuál es su opinión) hablar de las virtudes de detener un trabajo y tener la mente ocupada, claro, parte del supuesto que un trabajo de cartero, por ejemplo, te permite vivir dignamente (pero qué pasa si eso no es así?).

La esposa del estudiante: Un cuento que parece ir hacia un lado, después hacia otro (el humor) y al fin termina desarrollando el tema del insomnio.

Póngase usted en mi lugar: es la mejor historia de la colección un escritor callado, se ve envuelto en una situación que va poniéndose tensa, gradualmente, con cada diálogo se va insinuando el horror, hasta que finalmente el escritor encuentra un final.

Por qué, cariño? Jerry y Molly y Sam: Estos dos cuentosexploran la psicología de otro tipo de americanos: esa clase de personas que hablan mucho, son simpáticos, ruidosos, se hacen cargo de la situación y saben manejar a la gente, manipularla, doblegarla.

Los patos: Otro cuento con aire a Hemingway, salvo que no es el estilo de Hemingway es el estilo de Carver.

Una mención aparte merecen los cigarrillos. En los cuentos de Carver TODO EL MUNDO FUMA TODO EL TIEMPO.

¿Qué te parece esto?: Otra constante que se repite en los cuentos de Carver es la pareja. Las mujeres. Más allá de desencuentros y necesidades, Carver da la impresión de haber COMPARTIDO su vida con ellas. Su obra está habitada de mujeres (con su presencia tranquilizadora).

Bicicletas, músculos, cigarros: padres, hijos, héroes, abuelos, buenos recuerdos, roles, tiempo, todo mezclado con una pizca de melancolía.

Qué es lo que quiere? Un hombre en bancarrota tiene que vender su auto. Su mujer es la encargada de hacerlo. Luego de vestirse y maquillarse para la ocasión, ella sale hacia algún bar a buscar a alguien que le compre el convertible, mientras, el hombre aguarda en casa, atormentándose.

Señales: Una cena supuestamente romántica en un lujoso restaurant. Un cuento que no es ni cómico ni trágico.


Quieres hacer el favor de callarte, por favor?: Un hombre que asistió a la universidad y se emborrachó, y se casó y tiene dos hijos, un día logra hacer confesar a su esposa que lo ha engañado. Luego de irse de copas, jugar al poker y ser asaltado, vuelva a su casa y descubre que no sabe qué hacer… que nunca ha sabido qué hacer… y su esposa que le sigue hablando…

Carver es una de las principales figuras de la letras norteamericana, aunque no llegue a calzar los puntos de Hemingway o Faulkner, simplemente porque hay muy pocos (en la historia de la literatura) que llegan a la altura de esos dos señores. De todos modos es una lectura más que recomendable (para los lectores de cuentos especialmente).
Etiquetas como “realismo sucio” o “minimalismo” no alcanzan para explicar lo que hay en los relatos de Carver.
Su estilo es conciso, justo, medido, cuenta historia pequeñas que encierran silenciosas caídas en el abismo.


Fuente: http://www.leergratis.com/otros/quieres-hacer-el-favor-de-callarte-%C2%BFpor-favor.html


¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?

Raymond Carver (Compactos de Anagrama). 235 pgs.

Raymond Carver (1939-1988) falleció en el momento en que comenzaba a alcanzar el reconocimiento como escritor, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Tiene publicados varios libros de poemas y cuatro libros de relatos, género del que se le considera un auténtico maestro (y a la vez, destacado discípulo de uno de los autores que él mismo más admiró, Anton Chejov).

En ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, su primer libro de relatos, encontramos veintidós cuentos que son veintidós retratos, pues a Carver se le podría definir como un pintor o un fotógrafo de la palabra. Y es que en eso consisten sus relatos: instantáneas de la vida cotidiana norteamericana, crítica continua del modo de vida americano, golpes que caen sobre uno con la contundencia de lo inesperado. Porque Carver sabe contar como nadie esos dramas triviales que, por habituales, ya casi han dejado de sorprendernos.

Un magnífico libro que abrir de vez en cuando mientras lees cualquier otra cosa.


Fuente: http://ricardobosque.galeon.com/carver.htm

"Limonada", un poema de Raymond Carver

Cuando vino a casa hace unos meses a medir
las paredes para construir libreros, Jim Sears no parecía ser un hombre
cuyo único hijo hubiera muerto en las crecientes del
Elwha. Era un hombre velludo, lleno de confianza, que tronaba
los nudillos con energía mientras hablábamos de repisas, ménsulas
y nos cerciorábamos de las manchas en el roble. Pero este es un pueblo pequeño,
es un mundo pequeño. Seis meses después, cuando los libreros
ya habían sido construidos, entregados e instalados, el padre
de Jim, de nombre Howard Sears, quien “suplía a su hijo”
vino a pintar nuestra casa. Me dice –cuando pregunto
movido por cierta cortesía provinciana, “¿Cómo está Jim?”–
que su nieto Jim Jr. había muerto en el río la primavera anterior.
Jim se siente culpable. “No se ha recuperado
todavía,” añade el Sr. Sears. “Y parece que está empezando
a perder la cordura,” continúa, mientras ajusta su gorra de pintor.
Jim tuvo que observar impotente cómo un helicóptero
apresaba el cuerpo de su hijo y lo sacaba del río
con unas tenazas. “Usaron un par de enormes tenazas de cocina,
¿puede imaginarlo? Sujetadas por un cable. Dios siempre
se lleva a los más dulces, ¿no es así?”, dice el Sr. Sears. “Sus
designios son inescrutables”. “¿Qué piensa usted de todo esto?”
quiero saber. “No quiero pensar nada,” dice. “No debemos cuestionar o
dudar de Sus criterios. No es algo que podamos entender.
Yo sólo sé que se lo ha llevado a casa, al más pequeño.”

Continúa diciéndome que la esposa de Jim lo llevó de viaje a trece
países de Europa con la esperanza de ayudarlo
a recuperarse. Pero no fue así. “La misión no se cumplió,” dice Howard.
Y Jim contrajo el mal de Parkinson. ¿Ahora qué sigue?
Está de vuelta pero aún se culpa a sí mismo
por haber mandado a Jim Jr., esa mañana, a buscar
una jarra de limonada al coche. ¡No necesitaban limonada ese día!
¡Dios!, ¡Dios!, ¿en qué estaba pensando?, ha dicho Jim

cientos, no, miles de veces a cualquiera que
aún lo escuche. ¡Si no hubiera hecho limonada
esa mañana! ¿En qué demonios estaba pensando?
Si no hubiera ido de compras la noche anterior,
y si aquel cesto de limones amarillos no hubiera estado junto
a las naranjas, manzanas, uvas y plátanos...
Eso era en realidad lo que Jim quería, naranjas
o manzanas, no limones o limonada, al diablo los limones, Jim odiaba
los limones –al menos ahora los odiaba– pero a Jim Jr. le gustaba la limonada,
siempre le había gustado. Él quería limonada.

“Veámoslo de esta forma”, diría Jim padre, “esos limones
vinieron de algún lugar, ¿no es así? Del Imperial Valley,
posiblemente, o de algún lugar cerca de Sacramento; ahí
cosechan limones, ¿verdad?”. ¡Esos limones fueron plantados y regados

y vigilados y luego puestos en costales, y fueron
pesados y después almacenados en cajas y enviados por tren o camión
a este maldito lugar en donde tuvo que morir el hijo

de un hombre! ¡Esas cajas fueron descargadas
por muchachos de la misma edad que Jim Jr.!
Los limones fueron desempacados y vertidos de sus
cajas –amarillos y oliendo a limón– por esos mismos muchachos, y fueron
rociados y
lavados por un muchacho que aún vive, respira
y camina por la ciudad, que aún crece como un joven normal. Entonces alguien los cargó
hasta la tienda, y los colocó en una repisa bajo aquel atractivo letrero
que decía ¿Has Tomado Limonada Fresca Últimamente? Según Jim, esto se remontaba hasta las primeras causas, hasta
el primer limón cultivado en el planeta. Si no existieran los limones, y si no hubiera ningún supermercado, entonces Jim aún
tendría a su hijo, ¿no es así? Y Howard Sears aún conservaría a su
nieto, ¿verdad? Te das cuenta, mucha gente estuvo involucrada
en esta tragedia. Los granjeros, por ejemplo, y los recolectores de limones,
los conductores de los camiones, la cadena de supermercados… Jim padre,
ciertamente;
él estaba dispuesto a asumir su responsabilidad.
Pues él fue el mayor culpable de todos. Por eso no se recupera, me dijo
Howard Sears. No obstante, tenía que librarse de eso de alguna forma,
y continuar. Aunque todos estuvieran devastados.

Hace algún tiempo la esposa de Jim lo inscribió a
una clase de labrado de madera. Ahora él se dedica a tallar osos
y focas, búhos, águilas, gaviotas, cualquier cosa, pero aún no puede
concentrarse en una sola criatura por el tiempo suficiente para finalizarla,
dice el Sr. Sears. El problema es que, continúa su padre,
cada vez que Jim levanta los ojos de su torno o desvía la mirada
de su cuchillo de labrado, ve a su hijo irrumpiendo de las aguas, río abajo,
alzado por un cable; luego girando y
girando en círculos hasta llegar aún más alto que los árboles; las tenazas
descollando bajo su espalda, y después el helicóptero girando y oscilando
río arriba, con el bramido y el bamboleo de las aspas.
Ahora Jim Jr. pasa por encima de quienes lo buscaban
alineados en la orilla del río. Sus brazos caen a los lados
y de su cuerpo escurren gotas de agua. Pasa por encima de todos una vez más,
aún más cerca, y regresa instantes después para ser depositado, para ser
gentilmente asentado a los pies de su padre. Su padre. Un hombre que,
después de haberlo visto todo –el cadáver de su hijo saliendo del río,
sujetado por pinzas de metal, luego girando y flotando en círculos,

por encima de los árboles– no desearía nada más que
simplemente morir. Pero la muerte es sólo para los más dulces. Y él recuerda
aún la dulzura, cuando la vida era dulce, y cuando dulcemente

disfrutaba de aquella otra vida.



- Raymond Carver (1938-1988)

Fuente: http://malverde.blogspot.com/2007/02/limonada-un-poema-de-raymond-carver.html


"Limonada", un poema de Raymond Carver

Cuando vino a casa hace unos meses a medir
las paredes para construir libreros, Jim Sears no parecía ser un hombre
cuyo único hijo hubiera muerto en las crecientes del
Elwha. Era un hombre velludo, lleno de confianza, que tronaba
los nudillos con energía mientras hablábamos de repisas, ménsulas
y nos cerciorábamos de las manchas en el roble. Pero este es un pueblo pequeño,
es un mundo pequeño. Seis meses después, cuando los libreros
ya habían sido construidos, entregados e instalados, el padre
de Jim, de nombre Howard Sears, quien “suplía a su hijo”
vino a pintar nuestra casa. Me dice –cuando pregunto
movido por cierta cortesía provinciana, “¿Cómo está Jim?”–
que su nieto Jim Jr. había muerto en el río la primavera anterior.
Jim se siente culpable. “No se ha recuperado
todavía,” añade el Sr. Sears. “Y parece que está empezando
a perder la cordura,” continúa, mientras ajusta su gorra de pintor.
Jim tuvo que observar impotente cómo un helicóptero
apresaba el cuerpo de su hijo y lo sacaba del río
con unas tenazas. “Usaron un par de enormes tenazas de cocina,
¿puede imaginarlo? Sujetadas por un cable. Dios siempre
se lleva a los más dulces, ¿no es así?”, dice el Sr. Sears. “Sus
designios son inescrutables”. “¿Qué piensa usted de todo esto?”
quiero saber. “No quiero pensar nada,” dice. “No debemos cuestionar o
dudar de Sus criterios. No es algo que podamos entender.
Yo sólo sé que se lo ha llevado a casa, al más pequeño.”

Continúa diciéndome que la esposa de Jim lo llevó de viaje a trece
países de Europa con la esperanza de ayudarlo
a recuperarse. Pero no fue así. “La misión no se cumplió,” dice Howard.
Y Jim contrajo el mal de Parkinson. ¿Ahora qué sigue?
Está de vuelta pero aún se culpa a sí mismo
por haber mandado a Jim Jr., esa mañana, a buscar
una jarra de limonada al coche. ¡No necesitaban limonada ese día!
¡Dios!, ¡Dios!, ¿en qué estaba pensando?, ha dicho Jim

cientos, no, miles de veces a cualquiera que
aún lo escuche. ¡Si no hubiera hecho limonada
esa mañana! ¿En qué demonios estaba pensando?
Si no hubiera ido de compras la noche anterior,
y si aquel cesto de limones amarillos no hubiera estado junto
a las naranjas, manzanas, uvas y plátanos...
Eso era en realidad lo que Jim quería, naranjas
o manzanas, no limones o limonada, al diablo los limones, Jim odiaba
los limones –al menos ahora los odiaba– pero a Jim Jr. le gustaba la limonada,
siempre le había gustado. Él quería limonada.

“Veámoslo de esta forma”, diría Jim padre, “esos limones
vinieron de algún lugar, ¿no es así? Del Imperial Valley,
posiblemente, o de algún lugar cerca de Sacramento; ahí
cosechan limones, ¿verdad?”. ¡Esos limones fueron plantados y regados

y vigilados y luego puestos en costales, y fueron
pesados y después almacenados en cajas y enviados por tren o camión
a este maldito lugar en donde tuvo que morir el hijo

de un hombre! ¡Esas cajas fueron descargadas
por muchachos de la misma edad que Jim Jr.!
Los limones fueron desempacados y vertidos de sus
cajas –amarillos y oliendo a limón– por esos mismos muchachos, y fueron
rociados y
lavados por un muchacho que aún vive, respira
y camina por la ciudad, que aún crece como un joven normal. Entonces alguien los cargó
hasta la tienda, y los colocó en una repisa bajo aquel atractivo letrero
que decía ¿Has Tomado Limonada Fresca Últimamente? Según Jim, esto se remontaba hasta las primeras causas, hasta
el primer limón cultivado en el planeta. Si no existieran los limones, y si no hubiera ningún supermercado, entonces Jim aún
tendría a su hijo, ¿no es así? Y Howard Sears aún conservaría a su
nieto, ¿verdad? Te das cuenta, mucha gente estuvo involucrada
en esta tragedia. Los granjeros, por ejemplo, y los recolectores de limones,
los conductores de los camiones, la cadena de supermercados… Jim padre,
ciertamente;
él estaba dispuesto a asumir su responsabilidad.
Pues él fue el mayor culpable de todos. Por eso no se recupera, me dijo
Howard Sears. No obstante, tenía que librarse de eso de alguna forma,
y continuar. Aunque todos estuvieran devastados.

Hace algún tiempo la esposa de Jim lo inscribió a
una clase de labrado de madera. Ahora él se dedica a tallar osos
y focas, búhos, águilas, gaviotas, cualquier cosa, pero aún no puede
concentrarse en una sola criatura por el tiempo suficiente para finalizarla,
dice el Sr. Sears. El problema es que, continúa su padre,
cada vez que Jim levanta los ojos de su torno o desvía la mirada
de su cuchillo de labrado, ve a su hijo irrumpiendo de las aguas, río abajo,
alzado por un cable; luego girando y
girando en círculos hasta llegar aún más alto que los árboles; las tenazas
descollando bajo su espalda, y después el helicóptero girando y oscilando
río arriba, con el bramido y el bamboleo de las aspas.
Ahora Jim Jr. pasa por encima de quienes lo buscaban
alineados en la orilla del río. Sus brazos caen a los lados
y de su cuerpo escurren gotas de agua. Pasa por encima de todos una vez más,
aún más cerca, y regresa instantes después para ser depositado, para ser
gentilmente asentado a los pies de su padre. Su padre. Un hombre que,
después de haberlo visto todo –el cadáver de su hijo saliendo del río,
sujetado por pinzas de metal, luego girando y flotando en círculos,

por encima de los árboles– no desearía nada más que
simplemente morir. Pero la muerte es sólo para los más dulces. Y él recuerda
aún la dulzura, cuando la vida era dulce, y cuando dulcemente

disfrutaba de aquella otra vida.



- Raymond Carver (1938-1988)

Fuente: http://malverde.blogspot.com/2007/02/limonada-un-poema-de-raymond-carver.html


Vidas cruzadas (short cuts)


TITULO ORIGINAL Short Cuts
AÑO
1993
DURACIÓN
188 min. Trailers/Vídeos
PAÍS
DIRECTOR Robert Altman
GUIÓN Frank Barhydt & Robert Altman (Historias: Raymond Carver)
MÚSICA Mark Isham
FOTOGRAFÍA Walt Lloyd
REPARTO Madeleine Stowe, Julianne Moore, Jennifer Jason Leigh, Tim Robbins, Frances McDormand, Bruce Davison, Matthew Modine, Anne Archer, Chris Penn, Fred Ward, Lily Tomlin, Tom Waits, Peter Gallagher, Andie MacDowell, Lori Singer, Jack Lemmon, Lyle Lovett, Robert Downey Jr.
PRODUCTORA Spelling Films International / Fine Line Features presentan una producción Cary Brokaw / Avenue Pictures
GÉNERO Y CRÍTICA

1994: Venecia: León de Oro. 1 Nominación al Oscar: mejor director / Drama / SINOPSIS: "Short Cuts" aborda las vidas de hombres y mujeres, residentes en Los Ángeles, que intentan amoldarse al mundo laboral: policías, maquilladoras, conductores, cantantes de jazz, médicos, especialistas en sexo por teléfono, comentaristas de televisión, camareras... se van cruzando por el camino, ignorando los dramas que tienen lugar paralelamente. (FILMAFFINITY)

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Vidas Cruzadas, Raymond Carver

Raymond Carver (1939-1988) fue un maestro del relato corto, y puede considerarse uno de los más representativos de este genero en la literatura estadounidense. Así lo demuestran colecciones de relatos como ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, Catedral, De qué hablamos cuando hablamos de amor o Si me necesitas, llámame, auténticas proezas en la sutileza del lenguaje y del conjunto conceptual.

Vidas Cruzadas es una suerte de antología a base de relatos en los libros anteriormente mencionados. Se trata de la recopilación que se llevó a cabo para una adaptación al cine por parte de Robert Altman, que quedó tan fascinado con el universo de Carver, que se puso en marcha rápidamente para entrelazar los relatos que más le habían gustado y darles forma de obra cinematográfica.

La melancolía y resignación que se destila a lo largo de estos cuentos es implacable. La belleza de la narración, la minuciosidad y la pretensión de objetividad tan palpables a través de ellos, va unida a un sentimiento de hastío ante la existencia, la sensación de que todo es predecible e irremediable. Que el ser humano es más simple de lo que aparenta, que el modus operandi, la idiosincracia, las formas de comportamiento y de ser son tan obvias como poco atrayentes, y hasta monótonas. De una forma insinuante (nunca de forma directa), Carver nos muestra las miserias del ser humano, expone cómo convertimos nuestras vidas en algo que dudosamente merece la pena. Lo que cuenta no deja de ser verdad, pero se apoya en puntos de vista en ocasiones tremendistas y en situaciones incómodas y asfixiantes.

La atmósfera que logra Carver en esta espléndida selección de sus relatos es agobiante y reflexiva. Pocas veces sus relatos acaban “en jaque mate”, como sí sucede con Roald Dahl, sino que propone al lector una circunstancia y un modo de actuar, y le deja pensar libremente acerca de lo que ha leído.

En “Vecinos” vemos materializada aquella frase de “siempre es más verde la hierba del vecino”, de forma literal, angustiosa y brillante. Luego, con “No soy tu marido“, se refleja el poder del qué dirán, el orgullo varonil y la petulancia. “Vitaminas” es un original relato sobre enredos, y cómo un triángulo amoroso puede ser fatal y agotador. En “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?” se expone la fragilidad del matrimonio y cómo el pasado puede influir en él. “Tanta agua tan cerca de casa“, es un relato policiaco en toda regla, a la vieja usanza, donde el lector ha de reconstruir un complejo puzzle. “Parece una tontería” trata sobre un encargo a un pastelero en unas horrorosas condiciones. Sin duda el más emotivo de todos. En “Jerry y Molly y Sam” encontramos un grandioso tratado sobre el afecto y el encariñamiento, y su inherente ambigüedad. “Recolectores” aborda de forma genial la labor de los vendedores a domicilio, y en “Diles a las mujeres que nos vamos” se insinúa una fatalidad con talento, tras lo que parecía un plan normal y corriente.

Las fatalidades de la vida y la soledad son tratadas por Carver con calma y bajo una actitud libre de juicios, en las que las únicas reflexiones vienen a cargo del lector. Un libro altamente recomendable; en el conjunto de relatos el nivel se mantiene insuperable y queda vigente el enorme legado de su autor al relato corto.