jueves, 21 de septiembre de 2017

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AGATHA NUNCA DORMÍA A OSCURAS

LA OTRA BIOGRAFÍA | AGATHA CHRISTIE
AGATHA NUNCA DORMÍA A OSCURAS
POR FERRÁN VILADEVALL
Nació en Torquay, Inglaterra, en 1890. Sólo fue al colegio un año, en su adolescencia. De sus viajes obtenía ideas para sus novelas, más de 80, que le valieron el sobrenombre de "Reina del Crimen". Solitaria. Richard Hark publica una biografía no autorizada en la que muestra a una Agatha de carácter débil y solitario que no maduró hasta los 36 años.
Nació en Torquay, Inglaterra, en 1890. Sólo fue al colegio un año, en su adolescencia. De sus viajes obtenía ideas para sus novelas, más de 80, que le valieron el sobrenombre de "Reina del Crimen". Solitaria. Richard Hark publica una biografía no autorizada en la que muestra a una Agatha de carácter débil y solitario que no maduró hasta los 36 años.
Era una fría mañana de diciembre del año 1926. La niebla todavía cubría la campiña inglesa cuando un gitano de 15 años descubrió un vehículo Morris Cowley en la cuneta. No había signos de accidente. En su interior, las pertenencias de su dueña: un abrigo de piel, dos pares de zapatos negros, un vestido de noche y un carné de conducir caducado a nombre de Agatha Christie.
En menos de una hora la policía estaba en casa de los Christie preguntando por la señora. «No está», les dijo una nerviosa Charlotte Fischer, la secretaria, consciente de que en el bolsillo de su vestido tenía una nota que la misma Agatha le había escrito la noche anterior. Una nota breve y directa: «No estaré en casa esta noche. Mañana ya te diré dónde estoy». Pero no lo hizo.
Pasaron los días, y lo que parecía una ausencia accidental tomó visos de asesinato. Archibald Christie, el marido de Agatha -un ex piloto militar de gran atractivo y menos personalidad- era el principal sospechoso. La noticia de la desaparición de su esposa, que él catalogó como un producto de su «naturaleza dramática» y a una «especie de crisis nerviosa», le había pillado en brazos de su amante, una joven de 26 años llamada Nancy Neele. Y tuvo suerte de que no trascendiera que había pedido el divorcio a su esposa ese mismo día.
Tras un barrido exhaustivo -con cientos de policías y voluntarios- y sin rastro del cadáver, la policía admitió lo que creían inadmisible, que la escritora había desaparecido sin dejar huella. Además, habían encontrado su pasaporte y las cuentas bancarias no habían registrado ninguna actividad en los días posteriores a su huida.
La prensa internacional enseguida se hizo eco del suceso. Que una escritora de misterios desapareciera de forma enigmática, cerca de su casa, era un tema morboso. Entonces llegó la primera pista. Una carta escrita por la autora, con el matasellos marcado tres horas después de que se descubriera el vehículo, dirigida al hermano de Archibald, también militar. En ella afirmaba que se desplazaba hasta un balneario de Yorkshire. La segunda pista apareció poco después, cuando un par de músicos de Yorkshire llamaron a la policía asegurando haber visto a la escritora en el Harrogate Hydropathic Hotel, un lugar remoto y exclusivo, conocido por las dotes curativas de su manantial de azufre.
Archibald se dirigió al lugar escoltado por la policía. Se sentó en la recepción a esperar, protegido por las páginas de un diario. Al rato, una mujer pelirroja, elegante y estilosa, apareció en lo alto de las escaleras. Se miraron. Con paso firme, la mujer cruzó la estancia en diagonal. Al llegar junto a Archibald, extendió su mano y se presentó. «Hola, me llamo Neele. Señorita Teresa Neele». Fin del misterio. Teresa Neele había sido el álter ego de Agatha Christie durante 11 días. La elección del nombre no fue casual, Neele era el apellido de la amante de su esposo.
Nadie supo nunca los motivos reales de su desaparición pero, con esta farsa, Christie dejó, a sus 36 años, de ser una ilusa emocional con problemas de autoconfianza y una timidez desbordante para convertirse en una mujer madura, aventurera y capaz de controlar sus emociones. Al menos eso dice Richard Hack en Duchess of Death (Duquesa de la muerte), la última biografía, no autorizada, publicada sobre la afamada novelista, fruto de una investigación basada en más de 5.000 notas, apuntes y cartas nunca antes revelados.
INFANCIA SOLITARIA
Agatha Mary Clarissa Miller -Christie después de casada- fue una persona introvertida y, hasta cierto punto, misteriosa. Luchaba por mantener a los extraños, la prensa y a los curiosos lejos de su círculo íntimo. Una actitud que se cimentó durante su infancia, una época que ella describió como «feliz», pero que no fue típica. En 1895, a los cinco años, aprendió a leer sola, en secreto, con una novela romántica. Creaba familias enteras de personajes invisibles y, sobre todo, buscaba con avidez su tiempo a solas. Momentos que aprovechaba para dar rienda suelta a su imaginación en los que completaba las historias que le contaba su madre, una mujer con una facilidad innata para la narración oral en las que el bien prevalecía sobre el mal. Pero una cosa era la soledad controlada y otra aquella a la que quedó expuesta a los seis años. Su familia -durante la época en que disfrutaban de solvencia económica- se fue a Nueva York para presentar a su hermana Margaret en sociedad. A falta de amigos, Agatha experimentó «un sentimiento de soledad y abandono que siempre permaneció con ella», escribe Hack.
Se supone que la necesidad de comunicarse la llevó a empezar un diario antes de la preadolescencia, escribiendo «pensamientos y algunos intentos de poesía». Sobre todo después de perder a su padre por enfermedad. Por esa época empezaron también sus pesadillas y el sueño repetido del «hombre de la pistola». Un hombre enigmático de ojos azules que armado, siempre le aterrorizaba. A partir de ese momento, Agatha no pudo dormir a oscuras.
Lo fascinante de su caso es que no recibió una educación formal «aparte de un año en una escuela privada en su adolescencia y de algunas lecciones esporádicas impartidas por su padre», detalla Hack. Básicamente, Agatha Christie fue autodidacta. Ya en la adolescencia, las hormonas se pusieron en la lista de espera de sus prioridades. Rechazó propuestas de matrimonio. Duques, príncipes, caballeros, cualquier hombre salido de su imaginación era un candidato perfecto. Los que se aventuraban a hablar con ella -simples mortales-, no le interesaban. ¿Dónde estaban los hombres de verdad? ¿Los que matan dragones con las manos, los que luchan contra ejércitos? Hasta que llegó Archibald Christie.
UN MARIDO DE CUENTO
Fue junto a él que Agatha empezó a escribir. En plena Primera Guerra Mundial, la novelista estaba ejerciendo de enfermera cuando una gripe la retuvo en casa varias semanas. Sacó la máquina de escribir de su hermana. Comenzó a tontear con poesía hasta que la hermana le retó a crear una historia de asesinatos. Pero nada de narrar un crimen barato. La historia tenía que ser inteligente. Tanto que fuera casi imposible descubrir al asesino. La autora aprovechó el contacto que tenía con los medicamentos de la enfermería para familiarizarse con pócimas y venenos -protagonistas destacados en muchas de sus obras-. Así nació El misterioso caso de Styles, su primera obra, protagonizada por un detective belga, pequeño y observador de nombre curioso: Hércules Poirot. «No sé de dónde saqué el nombre. Igual me vino a la cabeza, lo leí en el periódico o en algún otro sitio. Lo importante es que me vino», recuerda la escritora en su autobiografía. A Poirot, luego le sucederían la solterona Jane Marple, Tommy y Tuppence Beresford, Parker Pyne y Harley Quin como protagonistas efímeros de sus novelas. Todos más preocupados con dar caza al criminal que con la naturaleza del crimen.
Tardó años en publicar su primer trabajo, pero una vez conseguido en 1920, ya no paró. No sólo por un contrato draconiano que firmó, casi regalando los derechos de sus primeras seis creaciones y la obligación de producir trabajos, sino por sus problemas económicos. Archibald Christie no era un buen hombre de negocios y camufló la necesidad de ingresos por interés en el pasatiempo de su esposa, como si fuera jardinería o punto de cruz. Incluso cuando la autora había publicado ocho libros, Archibald pensaba «que su afición era ridícula, como ella», explica Hack. Una visión que poco distaba de la que Agatha tenía de ella misma. «Veo mi trabajo como poco importante. Soy una simple proveedora de entretenimiento», dijo a pesar de haber vendido más de 2.000 millones de libros, y de estar traducida a más de 100 idiomas. «No me siento como una autora, más bien como alguien que pretende ser una».
De todas formas, el trauma de 1926 -su desaparición, la petición de divorcio de su primer marido y la muerte de su madre-, la convirtieron al profesionalismo. Eso sí, después de un breve paso por Tenerife, donde se recuperó emocionalmente. «Asumí la carga de la profesión que es escribir incluso cuando no tienes ganas, no te gusta lo que escribes o no escribes particularmente bien».
Empezó a viajar sin su hija Rosalind -habida de su unión con Christie-. Afición que mantuvo hasta que su salud se lo permitió y que le reportó inagotables ideas para sus novelas, siendo una de las más conocidas Asesinato en el Orient Express, tren que tomó en varias ocasiones. En uno de sus viajes a Oriente Próximo conoció a Max Mallowan, un arqueólogo 14 años más joven que se convertiría en su segundo marido. Un hombre más bien feo, pero trabajador, con temple ante los contratiempos y una posible relación homosexual previa, según explica Hack.
La primera década de esta relación estuvo «exenta de sombras» según Christie, que sin embargo, volvió a mostrarse pasiva en la relación incluso siendo la que más ganancias aportaba. «Fue una mujer que siempre buscaba la aprobación de sus padres y de sus maridos», detalla Hack. Con todo, la calma emocional se notó en sus obras. Una de sus creaciones maestras, Diez negritos fue publicada en 1939. Un título que ha vendido más de 100 millones de copias a lo largo de los años. El que más. Luego vino la Segunda Guerra Mundial -Christie rehusó esconderse en los refugios antiaéreos para seguir escribiendo-, los problemas físicos -había engordado demasiado-, la muerte de su hermano drogadicto y el cerco del fisco americano. Llegó a pasar épocas de sequía económica debido a que los yanquis congelaron sus ingresos. Un litigio que duró más de tres lustros y se saldó con el pago de más de 150.000 dólares.
En el último cuarto de su vida, Christie intentó cerrarse más en su mundo, alérgica a la creciente popularidad que la rodeaba. Murió en enero de 1976 a los 85 años, laureada con el título de Dama y con la Orden del Imperio Británico, aclamada por todo el mundo, pero sintiéndose un fracaso como mujer sofisticada. Una preocupación más bien poco misteriosa.
 
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Agatha Christie


  • 1890-1976 (Británica)

    Escritora británica especializada en el género policial, por cuyo trabajo tuvo reconocimiento a nivel internacional. Además de 66 novelas policiales, también publicó seis novelas rosas bajo el seudónimo de Mary Westmacott y 14 historias cortas e incursionó exitosamente como autora teatral, con obras como La ratonera o Testigo de cargo.

"Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único." "Cásate con un arqueólogo. Cuanto más vieja te hagas, más encantadora te encontrará"



Primeros años

Agatha Mary Clarissa Miller nació el 15 de septiembre 1890 en el seno de una familia de clase media alta en Torquay, Devon, al sudoeste de Inglaterra. Su madre, Clara Boehmer, originaria de Belfast, nació en 1854 como la única hija mujer del capitán Frederick Boehmer y Mary Ann West, matrimonio que tuvo otros cuatro varones, uno de los cuales murió joven. El capitán Boehmer pereció en un accidente de equitación durante una estadía en Jersey en abril de 1863, por lo que Mary Ann tuvo que criar a sus hijos sola bajo un magro ingreso económico. A causa de su situación financiera, envió a su hija Clara a vivir en Sussex Occidental con su tía Margaret Miller, casada desde 1863 con un norteamericano millonario, Nathaniel Frary Miller. Ahí conoció a su futuro marido, Frederick Alvah Miller, un agente de bolsa estadounidense e hijo de su padrastro. Miembro de la clase alta norteamericana, había estado radicado en Europa para estudiar en Suiza. Considerado agradable y amable por los que le conocían, pronto desarrolló una relación amorosa con Clara y se casaron en abril de 1878. El matrimonio tuvo dos hijos además de Agatha: Margaret «Madge» Frary Miller (1879-1950), nacida en Torquay, y Louis «Monty» Montant (1880-1929), nacido en Nueva York. Poco después, Clara adquirió una villa en Torquay llamada «Ashfield», donde vivió con su familia y tuvo a su última hija, Agatha.

Christie señaló que su infancia había sido «muy feliz» y había crecido rodeada de mujeres fuertes e independientes. Su vida alternaba entre su casa de Devonshire y las residencias de su abuela y tías en Ealing, West End y algunas partes del sur de Europa, donde su familia transcurría las vacaciones de invierno. Nominalmente cristiana, fue criada en un hogar de creencias esotéricas y, al igual que sus hermanos, creía que su madre Clara era una psíquica con percepciones extrasensoriales. Sus padres insistieron en que su hija recibiera una educación hogareña y se encargaron de enseñarle a leer y escribir, y a realizar operaciones aritméticas básicas. Si bien su madre creía que los niños no debían aprender a leer hasta la edad de ocho años, Agatha aprendió a los cuatro. También la instruyeron acerca de la música y aprendió a tocar el piano y la mandolina. Fue una lectora voraz desde una edad temprana y entre sus libros preferidos se hallaban los infantiles escritos por la señora Molesworth, incluyendo The Adventures of Herr Baby (1881), Christmas Tree Land (1897) y The Magic Nuts (1898). También leyó la obra de Edith Nesbit, especialmente títulos como The Story of the Treasure Seekers (1899), The Phoenix and the Carpet (1903) y The Railway Children (1906). Al crecer, pasó a leer versos surrealistas de Edward Lear y Lewis Carroll. Si bien pasó mucho tiempo con sus mascotas, gran parte de su infancia transcurrió en soledad y aislada de otros niños. Al relacionarse con un grupo de chicas en Torquay, señaló que «uno de los mejores momentos de mi existencia» fue su aparición con ellas en una producción operística juvenil de Gilbert y Sullivan, The Yeomen of the Guard, en la que interpretó a la héroe, Fairfax.

Su padre enfermaba a menudo y sufrió una serie de ataques al corazón hasta que murió en noviembre de 1901 a la edad de 55 años. Su muerte dejó a la familia devastada y con un futuro económico incierto. Agatha y su madre continuaron viviendo juntas en su casa de Torquay, mientras que Madge se trasladó a Cheadle Hall con su nuevo marido y Monty se unió al ejército para luego ser enviado a Sudáfrica donde luchó en la Guerra de los Boers. Agatha declararía más tarde que la muerte de su padre, que se produjo cuando ella tenía 11 años, marcó el fin de su infancia. En 1902, Agatha comenzó a recibir una educación formal en la Escuela de Niñas de la Señorita Guyer en Torquay pero encontró dificultades para adaptarse al régimen disciplinario. En 1905 fue trasladada a la ciudad de París, donde estudió en tres entidades, Mademoiselle Cabernet, Les Marroniers y la de la señorita Dryden.


Aspirante a la escritura y Primera Guerra Mundial

Al regresar a Inglaterra en 1910, descubrió que su madre estaba enferma y ambas decidieron pasar tiempo juntas en la zona más cálida de El Cairo, alojándose durante tres meses en el Gezirah Palace Hotel. Visitó monumentos egipcios antiguos como la Gran Pirámide de Giza pero no mostró interés por la arqueología y egiptología que en sus últimos años llegaron a ser un aspecto relevante en su obra. De regreso a Gran Bretaña, continuó con sus actividades sociales, la escritura y la realización de teatro para aficionados, incluso ayudó durante la producción de la obra The Blue Beard of Unhappiness con un grupo de amigas. Algunas de sus primeras obras fueron publicadas pero Christie decidió no enfocarse en esta tarea como futuro profesional.

Mientras se recuperaba en la cama de una enfermedad, escribió su primer cuento, The House of Beauty, que consistió en alrededor de 6000 palabras sobre el mundo de «la locura y los sueños». El biógrafo Janet Morgan comentó más tarde que a pesar de «desaciertos de estilo», la historia fue «convincente». La mayoría de sus siguientes relatos, en especial The Call of Wings y The Little Lonely God, ilustraron su interés por el espiritismo y lo paranormal. Varias revistas rechazaron todas sus primeras presentaciones aunque algunas fueron reversionadas y publicadas más tarde a menudo con nuevos títulos.

A continuación, Christie editó su primera novela, Snow Upon the Desert, en El Cairo, basada en sus recientes experiencias en esa ciudad. Sin embargo, se encontró perturbada luego de que varias editoriales se negaran a publicarla. Clara le sugirió que pidiera consejo a un amigo de la familia, el escritor Eden Philpotts, quien alentó a que continuara con su obra y le envió una introducción a su agente literario, Hughes Massie. Sin embargo, él también rechazó Snow Upon the Desert y sugirió la preparación de una segunda novela.

En búsqueda de un marido en diversos eventos sociales, tuvo relaciones infructuosas de corta duración con cuatro hombres separados. Luego conoció a Archibald «Archie» Christie (1889-1962) —aviador de la Royal Flying Corps— en un baile ofrecido por lord y lady Clifford en Chudleigh, a 19 km de Torquay. Archie había nacido en la India como el hijo de un juez del servicio civil. Ambos se enamoraron rápidamente y, al enterarse de que sería destinado a Farnborough, Archie le propuso matrimonio y Agatha aceptó la propuesta. En 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, su marido fue enviado a Francia para combatir a las fuerzas alemanas. Por su parte, Agatha también colaboró durante la guerra y se unió a la Voluntary Aid Detachment (VAD),nota 1 donde atendió soldados heridos en el Hospital de Torquay. En su desempeño como enfermera, profesión a la que definió como «uno de los trabajos más gratificantes que cualquiera pueda tener», dedicó 3400 horas de trabajo no remunerado entre octubre 1914 y diciembre de 1916. Como dispensadora hospitalaria para la Cruz Roja, obtuvo £16 anuales hasta el final de su servicio en septiembre de 1918. Su trabajo ahí tuvo cierta influencia en su obra ya que muchos de los asesinatos que relató se llevaron a cabo con venenos. Finalmente Archie fue enviado de regreso a Gran Bretaña en septiembre de 1918 como coronel en el Ministerio del Aire y ambos se instalaron en un departamento en el número 5 de Northwick Terrace en St. John Wood, al noroeste de Londres.


Primeras novelas

Después de leer La dama de blanco y La piedra lunar de Wilkie Collins así como las primeras historias de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, Christie se convirtió en seguidora de los relatos detectivescos. Fue así como en 1920 escribió su primera novela policíaca, El misterioso caso de Styles, donde presentó al detective Hércules Poirot retratado como un exoficial de la policía belga que se había refugiado en Gran Bretaña después de la invasión alemana en Bélgica, conocido por sus «magníficos bigotes» y su cabeza en forma de huevo. Christie fue influenciada para la creación del personaje por los refugiados belgas asentados en Torquay.

La novela no fue aceptada por seis empresas de editoriales, entre ellas Hodder and Stoughton y Methuen. Sin embargo, John Lane en The Bodley Head analizó la petición durante varios meses y luego, se ofreció a publicarla si Christie modificaba el final. Luego de aceptar el pedido, firmó un contrato que más tarde percibió como abusivo y 2000 copias fueron vendidas. Según The Times Literary Supplement, «el único defecto que esta historia tiene es que es casi demasiado ingeniosa... Se dice que es el primer libro de la autora y... una historia de detectives en la que el lector no sería capaz de localizar al criminal». Por su parte, dio a luz a su hija Rosalind en Ashfield en agosto de 1919, donde la pareja pasaba gran parte de su tiempo. Archie salió de la Fuerza Aérea hacia el final de la guerra y comenzó a trabajar en el sistema financiero de Londres con un salario relativamente bajo.

La segunda novela de Christie, El misterioso señor Brown (1922), publicada por The Bodley Head, contó con una nueva pareja de detectives, Tommy y Tuppence Beresford. Una tercera novela, Asesinato en el campo de golf (1923), tuvo nuevamente a Poirot como protagonista al igual que los cuentos encargados por Bruce Ingram, director de la revista Sketch. The Times Literary Supplement comparó los métodos de detección de Poirot con los de Sherlock Holmes y concluyó favorablemente que el libro «ofrece al lector un misterio apasionante de tipo poco común». Por su parte, The New York Times Book Review señaló que «aquí hay una muy buena historia de detectives que puede ser cálidamente recomendada a los que les gusta ese tipo de ficción». Con el fin de recorrer el mundo para promocionar la Exhibición del Imperio Británico, la pareja dejó a su hija Rosalind con la madre y la hermana de Agatha para luego viajar por Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y Hawái. En Waikiki se convirtieron en algunos de los primeros británicos en practicar el surfeo.


Desaparición

A finales de 1926, Archie reveló que estaba enamorado de otra mujer, Nancy Neele, y solicitó el divorcio. El 3 de diciembre de 1926, Christie y Archibald mantuvieron una discusión y él abandonó su residencia «Styles» de Berkshire para pasar el fin de semana con su amante en Surrey. Esa misma noche, alrededor de las 21.45 GMT, Christie desapareció luego de dejarle una carta a su secretaria donde informaba que estaría en Yorkshire.

Su coche, un Morris Cowley, fue encontrado más tarde en Newlands Corner al lado de un lago cerca de Guildford junto con un permiso de conducir caducado y ropa. El hecho provocó gran conmoción entre sus seguidores y atrajo la atención de la prensa pública. El ministro del Interior, William Joynson-Hicks, presionó a la policía y un periódico ofreció £100 como recompensa. Más de mil agentes de policía, 15000 voluntarios y varios aviones rastrillaron e investigaron la zona rural. Incluso, Sir Arthur Conan Doyle le otorgó uno de los guantes de Christie a un médium para que lograra percibirla y Dorothy L. Sayers visitó la casa de Surrey, que posteriormente se convirtió en el escenario de su libro Unnatural Death.

La desaparición de Christie apareció en la primera plana de The New York Times y a pesar de la intensa búsqueda, no fue hallada hasta once días después. El 14 de diciembre de 1926 fue identificada como una huésped del Swan Hydropathic Hotel en Harrogate, donde apareció registrada como Teresa Neele (el apellido de la amante de su marido), de Ciudad del Cabo. La escritora no sabía por qué estaba ahí y tampoco fue capaz de reconocer a su marido cuando este llegó a su encuentro, por lo que debió recibir un tratamiento psiquiátrico en Harley Street.

Christie nunca dio explicaciones con respecto a su desaparición. Aunque dos médicos le diagnosticaron entonces fuga psicogénica, la opinión en cuanto a las razones de su desaparición continúa dividida. Una de las versiones indica que habría sufrido una crisis nerviosa ocasionada por su propensión a la depresión agravada por la muerte de su madre a principios de año y la infidelidad de su marido. La reacción pública fue principalmente negativa ya que muchos creyeron que había fingido su desaparición como truco publicitario o para hacerle creer a la policía que su esposo la había matado.

El autor Jared Cage entrevistó a múltiples testigos y familiares de la escritora para su libro biográfico, Agatha Christie y los 11 días perdida, y una gran cantidad sugirió que la escritora llevó a cabo su desaparición intencionalmente para avergonzar a Archibald sin imaginar la notoriedad pública que tomaría el hecho. La película de Michael Apted de 1979, Agatha, protagonizada por Vanessa Redgrave, Dustin Hoffman y Timothy Dalton, recreó a una Christie planificando su suicidio para culpar a la amante de su marido por «asesinato». Luego, un periodista estadounidense, interpretado por Hoffman, la sigue de cerca y detiene su plan.

Los Christie se divorciaron en 1928, Archie se casó al poco tiempo con Nancy Neele y Agatha recibió la custodia de su hija Rosalind. Durante su matrimonio, publicó seis novelas, una colección de historias cortas y una serie de cuentos en revistas. Madre e hija se trasladaron a las Islas Canarias, donde terminó de redactar El misterio del tren azul. A finales de 1928 Agatha escribió su primera novela bajo el seudónimo de Mary Westmacott, El pan del gigante, que no pertenece al género de detectives sino que es una obra ficcional sobre un compositor obligado a trabajar por razones financieras.


Éxito inicial y segundo matrimonio

Su primer gran éxito llegó con la publicación de El asesinato de Roger Ackroyd en 1926. La novela, de la cual se comercializaron 5000 copias durante la primera emisión, recibió muchas opiniones y generó una controversia por la forma en que cambia las reglas tradicionales de la novela policíaca. La autora se sirvió del relato en primera persona para ocultar y al mismo tiempo revelar la identidad del asesino. En la novela, el médico rural Sheppard no sólo representa el papel de ayudante del detective belga Hércules Poirot sino que es el responsable del asesinato. La necesidad de formular determinados pasajes del informe de una manera tan ambigua atraía a Christie.

En 1928, la publicación de El misterio de Sittaford produjo una notable cantidad de críticas. El Times Literaty Supplement tuvo una postura positiva y señaló, en su edición del 3 de mayo de 1928, que «el lector no se sentirá decepcionado cuando el distinguido belga, por motivos psicológicos, se niegue a sospechar del marido detenido y actúe por sugerencia de una muchacha fea que constantemente se burla de su madre absurda, construye deducciones casi desde el aire, las apoya con una amplia variedad de evidencia negativa [...]». Robert Barnard dijo que es «la historia que menos le gusta a Christie, por la cual ella luchó con el antes y después de la desaparición. El contexto internacional hace una lectura variada buena pero hay [...] algunas influencias nocivas de los thrillers». La trama de El misterio de Sittaford indica que Emily Trefusis lleva a cabo una serie de investigaciones luego del sorpresivo asesinato del arrendante Joseph Trevelyan mientras algunas de sus inquilinas se comunican con los espíritus.

Persuadida durante una cena, Christie partió hacia Bagdad y de ahí viajó a la zona arqueológica de Ur, donde forjó una amistad con los dirigentes de una excavación, Leonard y Katharine Wooley. Invitada de nuevo al año siguiente, conoció al arqueólogo Max Mallowan (1904-1978), a quien definió como un «hombre delgado, moreno, joven y muy tranquilo». Tras un breve noviazgo, contrajeron matrimonio en septiembre de 1930 en la isla de Skye realizaron su luna de miel alrededor de Italia, Yugoslavia y Grecia. Su matrimonio, a diferencia del anterior, fue fructífero y perduró hasta la muerte de la escritora en 1976. Ambos solían pasar los veranos en Ashfield con Rosalind, la Navidad con la familia del hermano de Mallowan en Abney Hall, los finales de otoño trabajando en excavaciones arqueológicas —principalmente en Siria e Iraq— y el resto del año en Londres y en su casa de campo en Wallingford, Oxfordshire.

Christie utilizó con frecuencia escenas en sus historias que estaban familiarizadas con ella. Sus viajes con Mallowan tuvieron una importante influencia sobre varias de sus novelas ambientadas en el Medio Oriente. Luego de una estadía en Turquía y Bagdad, su personaje Miss Marple adquirió protagonismo en su novela Muerte en la vicaría, representada en el Teatro de la Embajada en West End, Londres. Otras obras (como Diez negritos) transcurren alrededor Torquay, donde se crió. Su novela de 1934, Asesinato en el Orient Express, fue escrita en el Pera Palace Hotel de Estambul, edificio que mantiene intacta la habitación en la que permaneció Christie como un reconocimiento a la autora. Su propiedad en Greenway, Devon, adquirida por la pareja como residencia de veraneo en 1938, se halla en la actualidad bajo cuidado del National Trust. Christie visitaba a menudo la residencia de su cuñado James Watts en Abney Hall, que significó una gran influencia para la escritora a tal punto que se basó en ese lugar para confeccionar al menos dos producciones literarias, Pudding de Navidad para la colección de cuentos del mismo nombre y la novela Después del funeral.


Segunda Guerra Mundial

Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras su esposo consiguió un trabajo en El Cairo, Christie se desempeñó en la farmacia del University College de Londres, donde adquirió más conocimientos sobre los venenos sumados a los que había recopilado durante su trabajo en el dispensario. Sus estudios sobre químicos a menudo se vieron reflejados en sus historias publicadas en los años de posguerra. Por ejemplo, el jefe farmacéutico Harold Davis, posteriormente trasladado al Ministerio de Salud del Reino Unido, le informó sobre el uso del talio como veneno y en El misterio de Pale Horse, publicado en 1961, Christie se sirvió de eso para el método de ejecución de las víctimas al que agregó indicios como la caída del cabello. Su descripción de la intoxicación con talio fue tan precisa que curiosamente ayudó a resolver un caso médico que resultó desconcertante para los especialistas.

Alrededor de 1941-1942, la agencia de inteligencia británica MI5 investigó a Agatha Christie luego de descubrir que El misterio de Sans Souci relataba una historia basada en la cacería de dos de los principales agentes de espionaje secretos de Adolf Hitler en Gran Bretaña. Uno de sus personajes, Major Bletchley, es presentado como un exoficial del Ejército Indio que afirma conocer los secretos de los esfuerzos de guerra de Gran Bretaña. Los temores de la agencia MI5 de que Christie supiera de los planes de Hitler fueron tan grandes que decidieron investigar sus contactos, especialmente al criptógrafo Dilly Knox debido a la sospecha de que los conocimientos de la escritora sobre el asunto provenían de él. Los rumores se disiparon cuando Christie le confesó a Knox que Major Bletchley era simplemente el nombre de «uno de mis personajes menos adorables». Poco después, quedó sorprendida al notar que la publicación del libro en Estados Unidos se demoró hasta que este país se unió a los aliados en el conflicto bélico.

El período de guerra fue el momento de mayor prestigio de la carrera de Christie. Algunas de sus obras más destacadas durante esa época fueron Cinco cerditos, Diez negritos, El caso de los anónimos, Un cadáver en la biblioteca y Maldad bajo el sol. Diez negritos es la novela de misterio más vendida de la historia y es considerado uno de los libros más vendidos de todos los tiempos.


Continuación de su carrera literaria

En 1945, luego del regreso de Mallowan de la guerra, Christie se dio cuenta de las consecuencias fiscales de escribir tanto. Para comienzos de la década de 1950, disminuyó su ritmo de vida y escribió con menor asiduidad. A finales de 1946, la utilización de su seudónimo Mary Westmacott fue seriamente cuestionado por un revisor de Lejos de ti esta primavera, lo que generó la decepción de la autora, que había disfrutado de la libertad de escribir sin la presión de ser Agatha Christie.

A lo largo de los años de 1940 y 1950, dedicó gran parte de su tiempo a producciones teatrales, lo que redujo la cantidad de libros publicados a partir de ese momento.78 Su mayor éxito teatral, La ratonera (1952), en 1982 cumplió treinta años de representaciones en el Teatro St. Martin de West End y alcanzó 12483 escenificaciones. Para ese entonces, la obra había sido vista solamente en Londres por más de cinco millones de personas, lo que supuso la venta de 252 toneladas de programas. Sin embargo, también fue presentada en una notable cantidad de ciudades británicas y 41 países.

En 1955 se fundó Agatha Christie Limited con el fin de preservar los derechos de la mayoría de sus publicaciones. La organización recibió variadas críticas ya que surgieron dudas con respecto a su propósito y la conveniencia de que una autora necesitara una empresa para cuidar sus intereses comerciales. En 1968, Booker Books, una subsidiaria del conglomerado agroindustrial Booker-McConnell, adquirió el 51% de las acciones aunque más tarde la empresa aumentó el porcentaje al 64%. En 1998, Brooker vendió sus acciones a Chorion, una empresa cuya cartera incluye las propiedades literarias de Enid Blyton y Dennis Wheatley.

Para honrar sus variadas obras literarias, recibió el primer Grand Master Award concedido por la Asociación de Escritores de Misterio y fue nombrada Comendadora de la Orden del Imperio Británico en 1956, un año antes de convertirse en presidenta del Detection Club. En 1961 recibió el doctorado honorario de la Universidad de Exeter y en 1971, la reina Isabel II la promovió a Dama Comendadora, tres años después de que su marido fuera nombrado Comendador de la Orden del Imperio Británico por su trabajo arqueológico. Desde 1968, luego de que su marido recibiera el título, la escritora podía ser llamada lady Agatha Mallowan o simplemente lady Mallowan.


Muerte

Desde 1971 a 1974, la salud de Christie se deterioró considerablemente aunque continuó trabajando. Su última aparición pública ocurrió en 1974 cuando asistió al estreno de la versión cinematográfica de Asesinato en el Orient Express protagonizada por Albert Finney. La última historia con Poirot, Telón, escrita en los años de 1940, fue publicada en diciembre de 1975, mientras que el último libro con Miss Marple, Un crimen dormido, fue lanzado en octubre de 1976 aunque también fue redactado durante la Segunda Guerra Mundial. En enero de 1976 sufrió un severo estado gripal y,66 ante el debilitamiento de su estado físico, otorgó los derechos de autor de La ratonera a su nieto. Algunos investigadores canadienses manifestaron luego de estudios su opinión de que Christie pudo haber padecido mal de Alzheimer o demencia senil en sus últimos años.

Falleció de causas naturales el 12 de enero de 1976 a los 85 años en su residencia Winterbrook House de Wallingford, Oxfordshire. Sus restos fueron inhumados en el cementerio de Santa María en Cholsey.

Su esposo Max Mallowan, luego de enviudar, contrajo matrimonio con su colega Barbara Hastings Parker y falleció apenas dos años después, en 1978. La única hija de Christie, Rosalind Margaret Hicks, murió el 28 de octubre de 2004 a la misma edad y de las mismas causas que su madre. Su nieto, Mathew Prichard, nacido en 1943, heredó los derechos de algunas obras de su abuela y en la actualidad es presidente de Agatha Christie Limited.

LA MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE AGATHA CHRISTIE

Agatha Christie

Hoy se cumplen 126 años del nacimiento de la gran Agatha Christie

Se cumplen 126 años del nacimiento de la reina del suspense, también conocida como Agatha Christie. La escritora y dramaturga británica nació un día como hoy en 1890 en Torquay, Devon. Nacida en el seno de una familia de clase media alta, estudió en institutos de París y trabajó como enfermera durante la Primera Guerra Mundial. Cuando tenía treinta años publicó su primera novela, El misterioso caso de Styles (1920) y, desde entonces, no paró de escribir y publicar grandes obras maestras del género policíaco y suspense, convirtiéndose en la novelista más vendida de todos los tiempos, siendo pues reconocida mundialmente, así como la autora individual más traducida, con ediciones en más de cien idiomas.

126 años sin la gran Agatha Christie

agathaEn 2013, El asesinato de Roger Ackroyd fue votada como la mejor novela de crimen de todos los tiempos por seiscientos pares de la asociación de Escritores de Crimen. La segunda novela de Christie, publicada en 1922, El misterioso señor Brown, tenía como protagonistas, al igual que la primera, a una pareja de detectives. Esto crearía un rasgo característico de las obras de la escritora: lo detectivesco y misterioso como protagonistas de sus obras, influida por los relatos de Arthur Conan Doyle y de Wilkie Collins, leídos durante su juventud. En 1914 se casó con su primer marido, Archie Christie y, en 1919, dio a luz a su hija Rosalind. En 1926 Agatha desapareció tras enterarse de que su marido tenía una amante. Varios días después, fue encontrada en un hotel, sin recordar cómo ni por qué se encontraba en aquel lugar.
A finales de 1928 escribió su primera novela bajo el pseudónimo de Mary Westmacott, El pan del gigante, que se aleja del género detectivesco para convertirse en una obra ficticia sobre un compositor obligado a trabajar por razones financieras. En 1930, conoció al que sería su segundo marido, el arqueólogo Max Mallowan y, junto a él, viajó a algunos de los lugares que inspirarían a la escritora para sus siguientes novelas. En 1934, publicó Asesinato en el Orient Express, una de sus obras más conocidas. Durante la Segunda Guerra Mundial, Christie vivió su momento de mayor esplendor como escritora, pues publicó Cinco cerditos, Diez negritos, El caso de los anónimos, Un cadáver en la biblioteca y Maldad bajo el sol, siendo la segunda aquí mencionada la novela de misterio más vendida de la historia de la literatura.
Durante las décadas de los años 40 y 50 se dedicó a la composición de producciones teatrales, reduciendo el números de novelas publicadas a partir de entonces. La ratonera, estrenada en 1952, es considerada como su mayor éxito teatral. Para ennoblecer sus obras literarias, la escritora inglesa recibió el primer Grand Master Award concedido por la Asociación de Escritores de Misterio. En 1961, recibió el doctorado honorario de la Universidad de Exeter y, en 1971, la reina Isabel II la promovió a Dama Comendadora. En enero de 1976 falleció en su residencia por causas naturales, a la edad de 85 años, y su nieto heredó los derechos de algunas de sus obras siendo, actualmente, el presidente de Agatha Christie Limited.
En el día del aniversario de su nacimiento, ¿qué obra de Agatha Christie leerías para conmemorarla?
Artículo redactado por Patricia Nevado

"Cerdeña y el mar" de D. H. Lawrence




D. H. Lawrence: Cerdeña y el mar (Alhena Media, 2008)

D. H. Lawrence: Cerdeña y el mar (Alhena Media, 2008)
    NOMBRE
David Herbert Lawrence

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Eastwood (Inglaterra), 1885- Vence (Francia), 1930

    CURRICULUM
Profesor en Nottingham University College. Vivió en Italia, Sri Lanka, Australia, Nuevo México y México con su esposa Frieda Weekley. Su obra más conocida es El amante de lady Chatterley(1928). De producción artística diversa, abarca géneros como el ensayo, la novela, el teatro, la poesía, la traducción, la pintura o la literatura de viajes, con títulos como Twilight in Italy (1916), Mornings in Mexico(1927), Sketches of Etruscan Places (1932) y Cerdeña y el mar (1921)

    OTROS DATOS
Traducción y prólogo de Miguel Martinez-Lage


D. H. Lawrence

D. H. Lawrence

Magazine/Nuestro Mundo
Cerdeña y el mar
Por D. H. Lawrence, miércoles, 02 de abril de 2008
Publicado originalmente en 1921, D.H. Lawrence relata el viaje de apenas nueve días que realizó con Frieda, su mujer, a Cerdeña, un paraje ajeno, por su condición de isla, a la convulsión que reinaba en la Europa de entreguerras. Buscando huir de Taormina y del Etna, en Cerdeña encontrará una mirada rural, pura, que reivindica para sí la dignidad que el continente ha arrojado por la borda. Cerdeña es un paraje no ya en donde tiempo e historia se han detenido, sino un lugar ajeno por completo a la cronología de los acontecimientos más allá de sus fronteras, más allá del mar que lo envuelve y lo encierra. Con una prosa brillante, veloz, que seduce lo mismo por el ritmo con que fue escrita que por la franqueza de sus observaciones, Lawrence logra el propósito de todo libro de viajes: pintar el alma de las gentes, retratar el espíritu de los pueblos y, sobre todo, dejar fiel constancia de cómo el viaje lo cambia a uno y lo enfrenta con su propia esencia, arrojando así nueva luz sobre el lugar de partida (y no sólo sobre el destino). La obra cuenta además con el añadido de calidad de haber sido vertida al castellano por uno de los traductores más prestigiosos: Miguel Martinez-Lage.
MANDAS
El vagón iba lleno de gente que volvía del mercado. En estos ferrocarriles, los vagones de tercera clase no van divididos en compartimentos. Forman un único espacio, de modo que uno ve al resto de los viajeros como si se encontrase en una sala. Las hermosas alforjas, los bercole, se hallan por todas partes; el grueso de los viajeros ha trabado una animada conversazione. Es mucho más grato, a grandes rasgos, viajar en tercera clase. Hay espacio, hay aire, y es como estar en una posada llena de animación, con gente de buen humor.
En nuestro extremo había sitio de sobra. Al otro lado del pasillo viajaba una pareja de avanzada edad; parecían dos niños que volviesen a su casa muy contentos. Él era gordo, con un bigote blanco y un ceño fruncido, pero nada hostil. Ella era alta y delgada, morena, con un vestido marrón y un delantal negro, con bolsillos enormes. No llevaba nada que le cubriese la cabeza, y el cabello, gris metálico, lo llevaba bien peinado a los lados. Los dos estaban contentos, excitados de viajar en tren. Ella sacó todo el dinero de uno de los grandes bolsillos, lo contó y se lo dio a él: todos los billetes de diez liras, y los de cinco liras, y los de dos y los de uno, examinando en detalle los sucios billetes de una lira, con el dorso rosa, por comprobar si eran buenos de verdad. Luego le dio todas las monedas. Él se las guardó en el bolsillo del pantalón, poniéndose en pie para acomodarlas en su gruesa pierna. Y entonces uno pudo ver, con gran asombro, que llevaba por fuera la totalidad de los faldones de la camisa, una suerte de delantal por detrás. El porqué… un misterio. Era uno de esos hombres gordos, de buen natural, despreocupado, con el ceño fruncido y señorial, que por lo común tienen una esposa alta, delgada, de rasgos endurecidos, obediente.
Se les veía muy contentos. Con asombro, nos vio tomar té caliente del termo. Creo que también él sospechó que pudiera ser una bomba. Tenía los ojos azules y las cejas canosas e hirsutas.
—¡Qué bien, qué caliente! —dijo al ver el vapor que emanaba del té. Es una exclamación inevitable—. ¿Y le sienta bien?
—Sí —repuso la abeja reina—. Muchísimo.
Los dos asintieron con complacencia. Volvían a su casa.

El tren corría por la llanura de las marismas con todas las trazas de ser propensas a la malaria, hasta rebasar las palmeras desaliñadas y los edificios que parecían mezquitas. En un paso a nivel, la mujer que lo vigilaba salió como una flecha, agitando vigorosamente una banderita roja. Entramos en el primer pueblo. Las casas eran de adobe secado al sol, con gruesas tapias de adobe rematadas por unas tejas para protegerlas de la lluvia. En los recintos tapiados vimos oscuros naranjos. Pero los pueblos del color del barro, secos como el barro, parecían extranjeros: son en verdad lo más parecido a la tierra misma, como si fueran madrigueras de zorros o colonias de coyotes.
Rememorando aquel panorama, uno ve el acantilado de Cagliari, espléndido, con el fino borde del mar curvado en derredor. Es difícil creer en un mar de verdad estando en esta llanura de barro palidecido.

Pronto comenzamos el ascenso hacia los montes. Y pronto empiezan a ser intermitentes los cultivos. Es extraordinario cómo esas colinas saludables, parecidas a las parameras, se acercan al mar; es extraordinario cómo son los espacios inhabitados de Cerdeña, poblados sólo por el matorral. A veces se ven unas cuantas cabezas de ganado. Luego se vuelven a ver los terrenos de labrantío, grises, en donde se cultiva el maíz. Se parece a Cornualles, a la región de Finisterre. Aquí y allá, a lo lejos, algunos campesinos faenan en el paisaje desolado. A veces es un hombre solo en lontananza, del que se ve vívidamente su atuendo blanco y negro, pequeño, distante, como una urraca solitaria, y es curioso el modo en que destaca. Toda la extraña magia de Cerdeña se halla cifrada en esa imagen. Entre los cerros bajos, páramos más bien, en una oquedad del paisaje silvestre, una figura solitaria, pequeña y sin embargo vívida con su atuendo blanquinegro, faena sola como si hubiera de hacerlo por toda la eternidad. Hay terrenos y hondonadas de tierra de cultivo, buena para el maíz. Cerdeña fue en otro tiempo un granero.
Sin embargo, es habitual que los paisanos del sur ya no vistan el traje regional. Por lo común visten el invisible material de los soldados, el caqui italiano. Donde quiera que vaya uno, donde quiera que esté, ve ese caqui, esa ropa de guerra, gris verdosa. No tengo ni idea de cuántos kilómetros de esa tela recia, excelente, pero odiosa, habrá ordenado tejer el gobierno italiano; sé que son suficientes para cubrir Italia entera con una capa de fieltro, diría yo. Está por todas partes. Envuelve a los niños pequeños con chaquetas y vestidos neutros, cubre a sus padres avejentados, a veces incluso envuelve a las mujeres y les da calor. Es simbólico de la niebla gris y universal que ha cubierto a los hombres, la extinción de toda individualidad brillante, el borrado de toda singularidad silvestre. ¡Ay, democracia! ¡Ay, el caqui de la democracia!

Esto es muy distinto del paisaje de Italia. Italia es casi dramática, y tal vez sea de un romanticismo invariable. Hay dramatismo en las llanuras de Lombardía y hay romanticismo en las lagunas de Venecia, y hay una elemental pasión paisajística prácticamente en todas las regiones montañosas de la península. Tal vez sea la propensión natural a la floritura que tienen las formaciones calcáreas. Pero el paisaje italiano es en realidad un paisaje dieciochesco, que ha de representarse a la manera del romanticismo clásico, gracias a la cual todo resulta bastante maravilloso y en el fondo muy tópico: acueductos y ruinas encima de unos montes de pan de azúcar, y quebradas y barrancos y cascadas muy de Wilhelm Meister, todo con mucho subibaja.
Cerdeña es otra cosa. Más amplia, más normal, sin subibajas, alejándose progresivamente hacia el horizonte. Cordilleras muy normales, de cerros y parameras que se alejan, tal vez hacia un grupo de cumbres dramáticas por el suroeste. Se tiene esa clara sensación de espacio que en Italia siempre se echa en falta. Hay un espacio amable en derredor, y hay distancia en los viajes: nada esta acabado, nada es definitivo. Es como la libertad misma después del montañoso confinamiento en Sicilia. Espacio, que me den espacio, espacio para mi espíritu: que se queden si quieren con todos los riscos y barrancos del romanticismo.
Seguimos viaje con el oro de la tarde y atravesamos un paisaje anchuroso, casi céltico; el trenecito sube las cuestas y traquetea con agilidad. Sólo páramos y maleza esparcida, hasta la altura del pecho, tal vez hasta la cabeza de un hombre, lo cual quizás resulta demasiado bandolero para ser una tierra celta. A veces se deja ver la cornamenta de unas vacas negras, de aspecto asilvestrado.

Tras una larga parada llegamos a una estación sita luego de un trecho de soledad total. Cada vez se tiene la impresión de que ya no haya nada más allá, de que se hubieran acabado los asentamientos humanos. Y cada vez terminamos por llegar a una estación.
Baja del tren la mayoría del pasaje. Como dos hombres que condujeran en una carreta y que hicieran un alto en todas las tabernas, el resto de los pasajeros bajan a tomar un poco el aire en todas las estaciones. Nuestro amigo, el gordo, se pone en pie y se remete los faldones de la camisa por el pantalón a la vez que uno contiene la respiración, pues parece que a cada paso se le vayan a caer. Y entonces sale, seguido por el tallo castaño que tiene por esposa.
El tren pasa cinco, diez minutos cómodamente quieto, como suelen quedarse cómodamente quietos los trenes. Por fin oímos silbidos y bocinas y nuestro viejo amigo el gordo echa una carrera y sube como un cangrejo gordo en el preciso instante en que arranca el tren. En ese mismo instante se oye un alarido seguido de unos cuantos gritos que llegan de fuera. Todos nos ponemos en pie de un brinco. Más adelante, pegada a la vía, está el tallo castaño que el gordo tiene por esposa. Se había alejado hasta una casa que se encuentra a un centenar de metros de la vía, a cruzar unas palabras con alguien, y acaba de ver que el tren se pone en marcha.
Hay que verla clamar con las manos al cielo, hay que oír los alaridos que da, «Madonna!, Madonna!», en medio del follón que se ha armado. Sin embargo, se recoge las dos faldas que lleva hasta la rodilla y con esas piernas como palos que tiene, enfundadas en unas medias grises, echa como loca una carrera tras el tren. Es en vano. El tren sigue inexorablemente su curso. A trancas y barrancas llega la mujer al extremo del andén cuando nosotros hemos abandonado el otro. Entonces comprende que el tren no va a parar a esperarla. Y entonces, horror, extiende los brazos en una súplica descontrolada viendo cómo se le escapa el tren, alza los brazos al cielo, los baja con desesperación total, se cubre la cabeza con ellos. Ésa es la última imagen que de la mujer nos queda, tapándose la cabeza con ambos brazos, como si agonizara, inclinada sobre sí misma. La hemos abandonado.
El pobre marido, el gordo, ha estado todo este tiempo en la pequeña plataforma de ascenso al vagón, con un pie en el estribo como si dijéramos, tendiéndole la mano y gritándole presa del frenesí, regañándola, a la vez que pide a gritos que se pare en tren. Y el tren no se ha parado. Y ella se queda abandonada, olvidada en esa estación de por sí olvidada de la mano de Dios, a la luz menguante de la tarde.
Con el rostro encendido, con los ojos como platos, y relucientes como dos estrellas, absolutamente traspuesto y desolado, apenado, iracundo, inquieto a más no poder, el gordo viene a sentarse en su asiento, rígido, abrasado, sin habla. En esa llamarada de las emociones en conflicto su rostro adquiere una extraña belleza. Pasa un tiempo como si estuviera inconsciente y a merced de sus sentimientos. Entonces, la ira y el resentimiento vencen a la consternación. Se vuelve con una mirada colérica al guardia de larga nariz, al guardia insidioso, al guardia de aire fenicio. ¿Por qué no ha ordenado que se detuviera el tren un momento a esperarla? De inmediato, como si alguien le hubiera pegado fuego, el guardia a su vez se pone hecho un basilisco. ¡Eh! El tren no puede esperar al gusto de cada uno de los viajeros. El tren es un tren, el horario es un horario. ¿Para qué quiso la vieja alejarse sin fijarse en el tren, eh? Ahora le toca pagar la penalidad de su desconsideración. ¿Había pagado siquiera el precio del billete? Y el gordo en todo momento dispara sus respuestas, sin que el otro se las pida ni le haga ningún caso. Un minuto, sólo hubiera hecho falta un minuto, si el revisor se lo hubiera comunicado al conductor, si el revisor, el que parece un guardia, hubiera dado un grito. ¡Pobre mujer! ¡No hay otro tren al que pueda subir! ¿Qué va a hacer ahora? ¿Su billete? Si no lleva dinero. Pobre mujer…
Esa noche había un tren de vuelta a Cagliari, le dijo el revisor, a lo que el gordo estuvo a punto de reventar sus prendas de vestir como una vaina de guisantes que estallara. Dio un brinco en el asiento. ¿Y de qué le iba a servir ese tren a su esposa? ¿De qué le servía volver a Cagliari, si vivía en Snelli? Para empeorar aún más las cosas…
Así anduvieron discutiendo y regañando el uno con el otro hasta hartarse. Luego se marchó el revisor con una sutil sonrisa, de una curiosa manera muy propia de aquí. Nuestro amigo el gordo nos miró con ojos acalorados, iracundos, avergonzados, apenados, y dijo que era una vergüenza. Sí, le dijimos a la vez, era en efecto una vergüenza. A lo cual una señorita dándose aires de importancia, que dijo ser de no sé qué Collegio de Cagliari, le hizo unas cuantas preguntas en un tono de simpatía impostada. Tras lo cual nuestro amigo el gordo, por fin a solas consigo mismo, se cubrió el rostro nublado con la mano y dio la espalda al mundo encerrado en su tristeza.
Todo había sido tan dramático que muy a nuestro pesar nos reímos, si bien la abeja reina derramó alguna que otra lagrimilla.

Bueno: el viaje duró horas. Llegamos a una estación y el revisor dijo que debíamos salir: aquellos vagones no seguían viaje. Sólo dos de todo el convoy llegarían hasta Mandas. Nos bajamos con nuestro equipaje y nuestro amigo con sus alforjas, la viva imagen de la pesadumbre.
El vagón al que subimos todos estaba bastante lleno. El otro era de primera clase, y el resto del tren era de carga. No éramos sino dos insignificantes vagones de pasajeros al término de una larga hilera de vagones de carga.
Había un asiento libre, así que nos sentamos, pero para darnos cuenta al cabo de cinco minutos de que una mujer delgada y de avanzada edad, con dos niños —sus nietos— despotricaba porque aquél era su asiento, aunque no llegó a explicar por qué lo había abandonado. Bajo mis piernas estaba el fardo con el pan que había comprado la buena mujer. Por poco perdió la cabeza. Y sobre mi cabeza, en un estante, se encontraba su bercola, su alforja. Unos cuantos soldados se rieron de la mujer con buen humor, pero ella se revolvió y se puso como una furia, como una gallina desplumada. Como había encontrado otro asiento en el que iba muy cómoda, nos sonreímos y la dejamos despotricar cuando quisiera. Al cabo, agarró el fardo del pan de debajo de mis piernas y, llevándoselo al pecho, donde ya tenía a un niño gordo, se quedó sentada en tensión.

Iba oscureciendo. El revisor entró y anunció que se había acabado la parafina. Si se agotase la que pudiera quedar en las lámparas, tendríamos que seguir a oscuras. No había más parafina en el resto de las estaciones. Se subió a un asiento y, tras una larga pelea, durante la cual varios de los chicos le encendieron sucesivamente las cerillas, logró prender una luz del tamaño de un guisante. Seguimos sentados en este claroscuro y miramos los rostros sombríos que nos rodeaban: el soldado gordo con su escopeta, el soldado apuesto con unas alforjas enormes, el hombre extraño y moreno que continuamente cambiaba de manos un bebé con una campesina robusta, que llevaba un pañuelo blanco sujeto a la cabeza; una campesina alta, vestida con el traje regional, que salió como una flecha en una estación y volvió con un pedazo de chocolate; un joven interesado que nos iba diciendo el nombre de cada estación… Y el hombre que escupía en el suelo. Éste nunca falta.
Poco a poco fue disminuyendo el número de viajeros. En una estación vimos bajar a nuestro amigo el gordo: caminaba con amargura, como un alma traicionada, con las alforjas abultadas por delante y por detrás, pero sin hallar consuelo en el peso, ningún consuelo. El guisante de luz de la lámpara de parafina aún se hizo más pequeño. Permanecimos sentados en una penumbra increíble, con el olor de la lana y del campesinado, sin otra ayuda que la de nuestro joven gordo y estoico para decirnos dónde estábamos. El resto de los rostros crepusculares fueron hundiéndose en un silencio lúgubre y tedioso. Algunos se echaron a dormir. Y el trenecito seguía su camino, atravesando la ignota oscuridad sarda. Desesperados, dimos cuenta de las últimas gotas de té y de las últimas migas de pan. Sabíamos que tarde o temprano tendríamos que llegar.

No mucho después de las siete llegamos a Mandas. Mandas es un nudo ferroviario en el que estos trenecitos se asientan y celebran largas, felices chácharas, después de su arduo trayecto por los cerros. Nos había costado unas cinco horas recorrer unos setenta kilómetros. No es de extrañar que cuando por fin se halla a la vista el nudo ferroviario, todo el mundo salga corriendo del tren como si fueran guisantes de una vaina que ha reventado, y se abalanzan a alguna parte en busca de algo. Van al restaurante de la estación, cómo no. Lo cual significa que hay un pequeño restaurante de estación que se beneficia de estas llegadas. Es posible disponer de una cama en la pensión adyacente.
Una mujercita plácida al otro lado de la barra: una mujer castaña, con el cabello castaño, peinado con raya al medio, y los ojos castaños y la tez castaña, morena, y un corpiño ceñido, de terciopelo marrón. Nos guía por una estrecha escalera de caracol, de piedra, como si subiésemos a una fortaleza, iluminándonos con una vela, y nos hace pasar a un dormitorio. Huele espantosamente, huele a algo agriado, cerrado, como suele ser en los dormitorios. Abrimos la ventana. Había unas estrellas grandes y heladas que titilaban visiblemente en el cielo.
En la habitación había una cama inmensa, en la que habrían cabido ocho personas, y bastante limpia. Y la mesa sobre la que estaba la vela contaba de hecho con un paño. ¡Pero imagínese el paño! Creo que originalmente había sido blanco: ahora, en cambio, era una telaraña de agujeros comidos por el tiempo y de lastimosas manchas de tinta y de pobres manchas de vino avejentadas, como el paño de una momia del año 2000 a. C. Me pregunto si se podría haber despegado de la mesa, o si estaba de hecho soldado por la momificación. Yo desde luego no intenté levantarlo. Pero esa cobertura de la mesa me impresionó, pues ponía de relieve grados que no había imaginado. Un paño sobre una mesa, nada menos.
Bajamos por la escalera de la fortaleza al comedor. Había una larga mesa con platos soperos vueltos del revés y una lámpara que ardía con una extraordinaria llama de acetileno sin más adorno ni pantalla. Nos sentamos a la mesa fría y la llama de inmediato mermó. La sala —en realidad, como la totalidad de Cerdeña— era de piedra fría, de piedra, fría como sólo es fría la piedra. Fuera, la tierra se helaba. Dentro, ni pensar en alguna clase de calor: suelos de piedra como los de las mazmorras, paredes de piedra como las de las mazmorras, y un ambiente cadavérico, demasiado pesado, demasiado helado para cambiarlo.
La lámpara prácticamente se apagó, y la abeja reina soltó un grito. La mujer castaña asomó la cabeza por un agujero en la pared. Tras ella vimos las llamas de la cocina y dos figuras demoníacas que removían los pucheros. La mujer castaña entró en el comedor y espabiló la lámpara, que era una vasija de porcelana rechoncha, de mera decoración. La zarandeó y revolvió el interior, y en el acto se reanimó la llama. Apareció entonces con una sopera de col humeante en la que flotaban trozos de macarrones. ¿Nos serviría vino? Me estremecí de pensar en un tinto helado del país, así que pregunté qué más tenía. Había malvagia, es decir, malvasía, el mismo vino en que acabó sus días ahogado el duque de Gloucester por orden de su hermano, que luego sería Ricardo III. Pedimos media botella de malvagia y nos reconfortó. O más bien en ello estábamos cuando de nuevo se apagó la lámpara. La mujer castaña vino a darle un meneo y a espabilarla; volvió a prender la llama. Pero como si la llama pretendiera afirmar que «no seré para vosotros», se apagó en el acto.
Llegó entonces el dueño de la pensión con una vela y una pinza, un siciliano robusto y cordial, con unos bigotazos como péndulos. Y retorció el pábilo a conciencia, lo agitó, apretó unos tornillos en la base. Así prendió una llamarada de verdad. Nosotros estábamos algo nerviosos. Nos preguntó de dónde éramos, etc. Y de pronto nos preguntó, con un excitado relamerse, si éramos socialistas. Ajá: iba a saludarnos en calidad de ciudadanos y camaradas. Había pensado él que éramos un par de agentes bolcheviques, me di perfecta cuenta. Y en cuanto tales estaba dispuesto a recibirnos con los brazos abiertos, pero no, no fue así, la abeja reina rechazó tal honor infundado. Me limité a sonreír y a negar con la cabeza. Es una lástima arrebatar a la gente las ilusiones que más les excitan.
—Ah, es que hay demasiado socialismo por todas partes —exclamó la abeja reina.
Ma… Puede ser, puede ser —dijo el discreto siciliano. Ella vio por fin por dónde quedaba tierra.
Si vuole un pochettino di socialismo… —añadió entonces—. Hace falta un poco de socialismo en el mundo, sólo un poco, pero no mucho. No mucho. Y en la actualidad hay demasiado, vino a decir.
Nuestro anfitrión, encantado con este discursito que trató el credo sagrado como si no fuera más que una pizca de sal que añadir al caldo, creyendo que la abeja reina le arrojaba el polvo a los ojos, y completamente intrigado por nosotros, por haberles parecido dos personas insondables, se retiró. Tan pronto se marchó, la llama de la lámpara se prendió cuan larga era y se puso a silbar. La abeja reina se alejó. No contenta con esto, otra llamarada comenzó a arder al pie de la lámpara, como un león que sacudiera la cola. Prevenidos, cansados, nos alejamos más; la abeja reina volvió a gritar; volvió el dueño con una sutil sonrisa y una pinza y un aire de benevolencia, resuelto a domar a la bestia.
¿Qué otra cosa se podía comer? Para mí, una chuleta de cerdo a la plancha; para la abeja reina, huevos pasados por agua. Mientras dábamos cuenta de ello llegó el resto de la función nocturna: tres empleados de ferrocarriles, dos con gorras de plato escarlata, uno con una gorra negra y oro. Se sentaron clamorosamente, sin quitarse la gorra, como si entre ellos y nosotros mediase un biombo invisible. Eran jóvenes. El de la gorra negra tenía un aire enjuto, sardónico; uno de los de la gorra roja era menudo y rubicundo, muy joven, con un bigotillo. Lo llamamos el maialino, el cerdito negro y contento, de regordete que era, de bien alimentado que se le veía, además de tener pinta de ser retozón. El tercero tenía una cara más bien abotargada, pálida, y gastaba gafas. Los tres parecieron darnos la espalda sin volverse del todo, amén de dar a entender que no, que no pensaban quitarse las gorras, ni siquiera sentados a la mesa, antes de que se les sirviera la cena, y en presencia de una signora desconocida. Y se gastan bromas de mal gusto unos a los otros, como si estuviéramos al otro lado de un biombo invisible.
Decidido sin embargo a retirar ese biombo invisible, les doy las buenas noches, y les digo que hace mucho frío. Murmuraron buenas noches y reconocieron que sí, que hacía un poco de fresco. Un italiano nunca dice que hace frío; nunca pasa de hacer fresco. Pero la insinuación sobre la temperatura se la tomaron como una insinuación sobre sus gorras, y se quedaron muy callados hasta que vino la mujer con la sopera. Dando voces sobre todo el maialino le preguntaron qué se podía cenar. Ella se lo dijo, chuletas de cerdo. A lo cual pusieron mala cara. O bien cerdo estofado. Suspiraron, parecieron malhumorarse, se animaron y dijeron que preferían las chuletas.
Y atacaron los tres la sopa. Y nunca, en medio del vapor humeante, he oído a un trío más alegre de tragadores de sopa. Sorbían de la cuchara haciendo ruidos prolongados, ávidos. El maialino era el tenor; sorbía la sopa con una vibración rápida, de succión, interrumpida cuando le caía algún trozo de col, momento en el cual la lámpara se apagaba y titilaba otra vez muy baja. Y el de las gafas era el barítono: emitía repentinos, graves ruidos al tragar. Todo lo dirigía el trino dilatado del maialino. De repente, para variar, empuñó la cuchara en una mano, masticó un trozo de pan enorme y se lo tragó ayudado por otra cucharada con un snack-smack-smackbien sonoro, chasqueando la lengua contra el paladar. Cuando yo era niño, a eso se le llamaba «dar palmas».
—¡Mamá, está dando palmas! —gritaba yo enojado con mi hermana. En alemán lo llaman schmatzen.
El maialino daba palmas como si tuviera unos platillos en la boca, mientras el barítono y el bajo seguían a lo suyo. Acto seguido se les sumó el tenor ágil y veloz con sus ruidos.
A ese ritmo, claro está, la sopa no les duró mucho. Llegaron las chuletas de cerdo. Y el trío pasó a ser un trío de percusión, de castañuelas y timbales y palmas. Triunfal, el maialinomiraba en derredor. Hacía más ruido que ninguno de los otros dos.
El pan de la región es bastante basto, moreno, con una corteza dura, muy dura. Un pedrusco de este pan estaba puesto sobre cada una de las servilletas húmedas. El maialinopartió en dos su roca y gruñó al de la gorra negra, que había recibido en cambio una especie de bollo de tres puntas de purísimo pan blanco, tan blanco que parecía almidonado. Estaba contentísimo con su pan blanco.
El de la gorra negra de pronto se volvió hacia mí. ¿De dónde veníamos, adónde íbamos, para qué? Pero dicho en un tono tan lacónico como sardónico.
—Me gusta Cerdeña —exclamó la abeja reina.
—¿Por qué? —preguntó con sarcasmo. Ella intentó explicarlo.
—Sí, es que los sardos me gustan más que los sicilianos —dije yo.
—¿Por qué? —preguntó con sarcasmo.
—Son más abiertos… más honestos. —Pareció encoger la nariz al oír mi respuesta.
—El padrone es siciliano —dijo el maialino, y engulló otro peñasco de pan, poniendo los ojos en blanco como un cerdito contento y bien cebado. No estábamos avanzado mucho, la verdad.
—¿Han visto Cagliari? —me preguntó el de la gorra negra como si me amenazase.
—Sí, sí. Cagliari nos ha gustado. Es muy bonita —gritó la abeja reina, que viaja siempre con un poco de mantequilla fundida, lista para añadirla a los rábanos.
—Sí. Cagliari es tan… tan… Cagliari es muy bella —dijo el de la gorra negra—. Cagliari è discreta. —Lo dijo con orgullo evidente.
—¿Y Mandas? —preguntó la abeja reina—. ¿Es bonita?
—¿Bonita? ¿En qué sentido? —preguntaron con sarcasmo inmenso.
—¿Hay algo que valga la pena ver?
—Las gallinas —abrevió el maialino. Todos se pusieron de uñas al oír la pregunta.
—¿Y qué se hace aquí? —preguntó la abeja reina.
Niente! En Mandas no se hace nada de nada. En Mandas uno se va a la cama en cuanto oscurece, como las gallinas. En Mandas uno echa a caminar por el sendero como el cerdo que no va a ninguna parte. En Mandas una cabra entiende bastante más que sus habitantes. En Mandas lo que se necesita es el socialismo…
Todos clamaron a la vez. Evidentemente, Mandas era más de lo que en carne y hueso se podía soportar, así fuera un minuto más, a juicio de aquellos tres conspiradores.
—Entonces… ¿ustedes aquí se aburren? —pregunté.
—Sí.
Y la apacible intensidad de ese escueto sí fue más elocuente que varios libros enteros.
—¿Les gustaría estar en Cagliari?
—Sí.
Silencio, había intervenido un silencio intenso, sardónico. Los tres se miraron entre sí e hicieron un chiste chocarrero sobre Mandas. El de la gorra negra se volvió hacia mí.
—¿Usted entiende el sardo? —preguntó.
—Algo. Más que el siciliano, desde luego.
—Pues el sardo es más difícil que el siciliano. Está repleto de palabras completamente desconocidas para los italianos.
—Sí —les digo—, pero se habla abiertamente, con palabras sencillas, y el siciliano se habla apelotonadamente, sin que se pueda precisar dónde empiezan y acaban las palabras.
Me mira como si acabara de ver a un impostor, pero lo cierto es que es verdad. Me resulta bastante fácil entender el sardo. A decir verdad, es más cuestión de enfoque humano que de sonidos. El sardo me parece abierto, viril, directo. El siciliano es pegajoso y evasivo, como si los sicilianos no quisieran hablar a las claras. De hecho, no quieren. El siciliano es un alma excesivamente culta, sensible, con un largo pasado a su espalda, y tiene tantas facetas en el ánimo que no tiene un ánimo definido en nada. Tiene más bien una docena de ánimos, de lo cual es consciente él mismo, aunque le inquiete, y ser fiel a cualquiera de esos ánimos es meramente engañarse a sí mismo y, de remate, engañar a su interlocutor. El sardo, por otra parte, aún parece tener un ánimo derecho. Por ejemplo, he tropezado con una creencia derecha, firme, clara, en el socialismo. El siciliano es demasiado viejo por su cultura, no se tragará el socialismo en bloque: es demasiado antiguo y está demasiado metido en sus tretas, de modo que se pasa de sofisticación cuando ha de mirar con lupa cualquier creencia. Sale por peteneras como un buscapié. Y luego se pondrá a echar humo, un humo maloliente, y a desbordar escepticismo incluso acerca de su propio fuego. Retrospectivamente uno siente simpatía por él. Pero en la vida cotidiana resulta insoportable.
—¿Dónde encuentra usted un pan tan blanco? —pregunto al de la gorra negra, porque se le nota orgulloso de tenerlo.
—Lo traigo de mi casa.
Y entonces me pregunta por el pan de Sicilia. ¿Es más blanco que éste, que la roca que nos han dado en Mandas? Sí, es un poco más blanco. A lo cual se ponen de nuevo cabizbajos. Pues parece que esto del pan es un asunto que les importa en lo más vivo. El pan es importantísimo para cualquier italiano: es verdaderamente la materia de la vida. Prácticamente vive de pan. Y en vez de guiarse por el gusto, como todo el mundo, por cierto, se guía por la vista. Se le ha metido en la cabeza que el pan tiene que ser blanco, de modo que cada vez que se imagina un pan un ápice más negro es como si una sombra cayera encima de su alma. Tampoco está del todo engañado. Aunque personalmente ya no me gusta el pan blanco como antes, sí me gusta que el pan moreno sea puro, de harina sin mezcla. Los campesinos de Sicilia, que almacenan su propio trigo y hacen su propio pan moreno al natural, ah, es asombroso lo fresco y lo dulce y lo limpio que les sale, tan perfumado como era el pan horneado en casa antes de la guerra. En cambio, el trigo comunal, el del abastecimiento racionado por norma, es duro, y bastante basto, y áspero, áspero y rugoso al paladar. Uno se cansa mortalmente de ese pan. Sospecho que lleva mezclada harina de maíz, pero no lo sé a ciencia cierta. Por último, el pan varía inmensamente de un pueblo a otro, de una comunidad a otra. La llamada distribución justa y equitativa es una estupidez como la copa de un pino. En un sitio abunda el pan bueno y dulce, en otro se las apañan como pueden, escatimando siempre, con una ración de ese pan áspero y rugoso. Y los pobres lo pasan mal, lo pasan realmente mal con el racionamiento, porque dependen sobremanera de este alimento. Dicen que la desigualdad y la injusticia en la distribución son cosa de la Camorra, de la grande Camorra, que hoy en día no es más que una organización de contrabandistas y ventajistas, que los pobres detestan. Yo personalmente no lo sé. Sólo sé que en una ciudad —por ejemplo, Venecia— parece que haya una provisión inacabable de pan purísimo, de azúcar, de tabaco, de sal, mientras que Florencia es un fermento de irritación constante por el racionamiento de estos bienes, que son monopolio del gobierno y que se distribuyen por tanto según corresponda.
Dimos las buenas noches a nuestros tres amigos ferroviarios y nos fuimos a la cama. Llevábamos sólo uno o dos minutos en la habitación cuando llamó a la puerta la mujer castaña: el de la gorra negra, hay que ver, nos mandaba uno de sus panecillos blancos. Nos conmovió. Estas pequeñas, delicadas generosidades casi han desaparecido en el mundo.
Era un panecillo extraño, con tres esquinas, y casi tan duro como una galleta de barco, hecho de harina almidonada. No era estrictamente un pan.

La noche fue fría; las mantas eran pesadas, rígidas, pero uno durmió bastante bien hasta el alba. A las siete en punto amanecía una mañana clara, fría, sin que el sol hubiera salido del todo. De pie ante la ventana del dormitorio, mirando fuera, a duras penas pude creer lo que estaba viendo: aquello era muy parecido a Inglaterra, a Cornualles en sus regiones más desoladas, a los montes del condado de Derby. Había un cercado tras la estación, bastante descuidado, con dos ovejas. Había varios edificios amplios, desvencijados, muy parecidos a los que se ven en Cornualles. Y la ancha y destartalada carretera de campo se alejaba entre la hierba y dos muretes bajos, de piedra seca, hacia una granja de piedra gris, con unos arbolillos, y una aldea de piedra escueta en lontananza. Salió el sol amarillo, el paisaje desolado resplandecía azulino, a regañadientes. Las laderas de los cerros, bajos y verdes, estaban divididas en campos por medio de muretes bajos, de piedra seca, y zanjas. Aquí y allá, un granero de piedra, solo, o con algunos árboles sin hojas, mecidos por el viento. Dos caballos con el áspero pelaje del invierno pastaban en la hierba más áspera; llegó un muchacho por la carretera flanqueada por la hierba, ancha y escueta, con dos cántaras de leche. Parecía venir de ninguna parte, y aquello era Cornualles, o una parte de Irlanda. La nostalgia de las antiguas regiones celtas comenzó a brotar en mí. Ay, aquellos muretes viejos, de piedra seca, que dividen los campos, granito pálido y blanqueado al sol y la lluvia. La hierba oscura, sombría, y el cielo desierto; los caballos desamparados en una mañana de invierno. Extraño es un paisaje celta, mucho más conmovedor, mucho más inquietante que el amable encanto de Italia y Grecia. Antes que se levantase el telón de la historia, uno tiene la sensación de que el mundo debía de ser así, este despojamiento celta, este punto sombrío en todo, incluso en el aire. Pero tal vez no sea celta en absoluto: quizás sea ibérico. No hay nada tan insatisfactorio como nuestra concepción de lo que es y lo que no es celta. Creo que nunca hubo celtas entendidos como raza. En cuanto a los íberos…
Es maravilloso salir a la carretera helada, ver la hierba con su tonalidad azulina, cubierta por la escarcha, y ver la hierba con el amarillo amanecer del invierno, cuando empieza a deshelarse. Es maravilloso el aire azulino y frío, y las cosas que aguantan en pie en la frialdad de la distancia. Tras dos inviernos en el sur, con el florecer de las rosas a todas horas, esta desolación y esta escarcha que todo lo toca en el silencio de la mañana penetran en mi alma como si la embriagaran. Me alegro tanto por esta carretera desierta que no sé qué hacer. Camino por las zanjas poco profundas, al pie de los muretes de piedra; camino por la pequeña elevación de hierba, el ribazo en el que está construido el murete; cruzo la carretera y veo las bostas heladas de las vacas, y todo me resulta sumamente familiar a los pies, al contacto de mis pies con todo ello, tanto que me siento como si acabara de hacer un descubrimiento. Y me doy cuenta de que odio la piedra caliza, vivir en la piedra caliza, o en el mármol, o en cualquiera de esas piedras tan inglesas. Las odio. Son tocas muertas, no tienen vida, no me transmiten nada a los pies. La arenisca es mucho mejor. ¡Y el granito! El granito es mi piedra preferida. Resulta vivo al tacto de los pies, tiene un destello propio. Me gusta su rotundidad. Y detesto la sequedad aserrada de la piedra caliza, que arde al sol y se cuartea y se agosta.

Tras llegar a un pozo profundo en un prado, en una ancha curva de la carretera, regreso a través de las tierras soleadas hacia la estación de tonos rosados, hacia el resto de los edificios. Una locomotora despide nubes blancas de vapor a la luz del nuevo día. A lo lejos, a la izquierda, hay una hilera de casitas, una hilera de viviendas de los ferroviarios. Extraña, familiar visión. Y el recinto de la estación es puro desorden dilapidado. Pienso en nuestro anfitrión el siciliano.
La mujer castaña nos da café, y una leche muy fuerte, muy sabrosa, de cabra, y pan. Tras lo cual la abeja reina y yo emprendemos una vez más camino hacia el pueblo. También ella percibe el espacio que la rodea, la libertad para mover las extremidades, una libertad como no se tiene en Italia ni en Sicilia, donde todo es clásico, todo es fijo.
El pueblo en sí no es más que una calle larga, sinuosa, oscura, a la sombra, de casas y tiendas, y una herrería. Podría ser Cornualles, aunque no del todo. Hay algo, no sé qué es, que hace pensar en el resplandor ardiente del verano. Y además, cómo no, apenas hay ni asomo de ese confort que los rosales trepadores y los tilos y los henares prestan a un escenario más inglés. Esto es más duro, más despojado, más escueto, más temible. Un anciano con el atuendo blanquinegro sale de una choza junto a una granja. El carnicero porta un enorme costillar, media res casi. Las mujeres nos miran con disimulo, con más reticencia, más furtivas que esas miradas descaradas que se lanzan en Italia al desconocido.
Así pues, recorremos la calle adoquinada con tosquedad que abarca toda la longitud del pueblo. Y al salir por el lado opuesto, más allá de la última casa, nos encontramos de nuevo en campo abierto, en la suave pendiente de una colina. El paisaje sigue siendo el mismo: cerros bajos, ondulados, tenues bajo el sol amarillo de la mañana de enero: muretes de piedra, campos, terrenos de labrantío inconfundiblemente grises: un hombre que pasa el arado despacio con ayuda de un caballejo, y una vaca rojiza, oscura: la carretera que se aleja desierta en lontananza: de pronto, una nota violentamente desconocida, el cementerio cercado que se encuentra en la suave pendiente, cerrado por los cuatro costados con muy compactas y altas tapias: en el interior del recinto, las lajas de mármol, como los cajones cerrados de los sepulcros, blancas y relucientes, la pared misma convertida en una cómoda con múltiples cajones, palomares, casilleros donde alojar a los muertos. Los cipreses negros y plumosos se yerguen entre las tumbas planas del recinto. En el sur, los cementerios se amurallan y se aíslan a conciencia. Los muertos, por así decir, están bien sujetos. No se extienden las tumbas sobre la faz del paisaje. Se acorralan en un redil que no puede aumentar, y los cipreses se plantan para aplanar los huesos. Es la única nota discordante en el paisaje. Pero todo lo traspasa una extrañeza, esa extraña sensación de que son las honduras lo que es estéril, una sensación muy del sur y del este, azotados por el sol. Azotados por el sol y con el corazón devorado por la sequedad.
—¡Me gusta! ¡Me gusta! —exclama la abeja reina.
—Pero… ¿vivirías aquí? —Quisiera decir que sí, pero no se atreve.
Volvemos. La abeja reina quisiera comprar una de esas alforjas. Le pregunto para qué. Dice que para guardar cosas. Ay. Mirando en las tiendas, vemos una y entramos y la examinamos. Es sólida, está bien hecha. Pero es simple, es muy simple. En las franjas blancas de través no hay flores, no hay decoraciones de rosa, de verde, de magenta, los tres colores preferidos en Cerdeña; tampoco aparece ninguna de las bestias fantásticas, los grifos. Así que no. ¿Y cuanto cuesta? Cuarenta y cinco francos.
No hay nada que hacer en Mandas. Tomaremos el tren de la mañana para viajar hasta el final de trayecto, a Sorgono. Así cruzaremos las laderas bajas del gran nudo central que forman los montes en Cerdeña, un nudo montañoso que llaman Gennargentu. Y tenemos la sensación de que Sorgono será una delicia.
De vuelta a la estación preparamos un té en el hornillo, llenamos el termo, cerramos la mochila y el cocinino, salimos al sol que da en el andén. La abeja reina va a dar las gracias por el pan al de la gorra negra mientras yo saldo la cuenta y pido algo de comer para el viaje. La mujer castaña pesca de un enorme puchero negro unos cuantos pedazos de cerdo estofado y me da dos, calientes, con pan y con sal. Es para el almuerzo. Pago la cuenta, que asciende a veinticuatro francos por todo. (Uno dice francos o liras indistintamente en Italia.) En ese momento llega el tren de Cagliari y los hombres entran en tropel pidiendo a gritos la sopa, o más bien el caldo. «¡Ya va, ya va!», exclama, y vuelve a sus pucheros.

Nota de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la gentileza por permitir la publicación de este capítulo del libro de D. H. LawrenceCerdeña y el mar (Alhena Media, 2008).