martes, 5 de julio de 2016

EL GATO - Hector A. Murena





¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?

La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese hecho acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se dijo que quizás iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora, observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.

Encontró esa pensionucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues aún se preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el sillón, levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha.

¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?

Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones, le resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció desde la puerta cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza: a medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, auque para forjarse una especie de sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.

En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió enseguida. Y a partir de ese momento todo le resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.

Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían ver sombras tan complejas, matices tan sutiles, que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita -eternamente encendida- menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...

El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.

Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender que decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar. Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.

Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.

Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de impotencia.

Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.

Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber que buscaba con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita desesperación, maulló.



Fuente: BORGES, JORGE LUIS; OCAMPO, SILVINA, Y BIOY CASARES, ADOLFO, Antología de la literatura fantástica. Buenos Aires, Sudamericana, 3a ed., 1967 (págs. 298-301)

http://www.chauche.com.ar/aruges_ar/cuentos_breves/028.html

"El marinero de Amsterdam" de Guillaume Apollinaire


OBRAS DEL AUTOR
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Cox-city
El cigarro novelesco
El marinero de Amsterdam
La lepra
Una bella película
Francés
Cox-city
Le cigare romanesque
Le matelot d'Amsterdam
La lèpre
Un beau film
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Cox-city - Cox-city
El marinero - Le matelot
La lepra - La lèpre
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El bergantín holandés Alkmaar regresaba de Java cargado de especias y otras mercancías preciosas.
 Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para bajar a tierra.
 Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y, en bandolera, un fardo de telas indias que tenía intención de vender en la ciudad, junto con los animales.
 Era a principios de primavera, y la noche caía todavía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba a paso ligero por las calles algo brumosas que la luz de gas apenas iluminaba. El marinero pensaba en su próximo regreso a Amsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su prometida, que le esperaba en Monikedam. Sopesaba el dinero que conseguiría de los animales y de las telas y buscaba una tienda en donde vender tales mercancías exóticas.
 En Above Bar Street, un caballero vestido muy pulcramente le abordó, preguntándole si buscaba comprador para su loro:
 -Este pájaro -dijo- me vendría muy bien. Necesito a alguien que me hable sin que yo tenga que contestarle, pues vivo completamente solo.
 Como la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Puso un precio que el desconocido aceptó.
 -Sígame -dijo este-. Vivo bastante lejos. Usted mismo colocará el loro en una jaula que hay en mi casa. Me mostrará también sus telas, y puede que haya entre ellas algunas que me gusten.
 Muy contento por el trato hecho, Hendrijk Wersteeg se fue con el gentleman, ante el cual, en la esperanza de poder vendérselo también, elogió al mono, que era, decía, de una raza bien rara, una de esas cuyos individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con el dueño.
 Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Malgastaba en vano sus palabras, puesto que el desconocido no le respondía y ni siquiera parecía escucharle.
 Continuaron el camino en silencio, el uno al lado del otro. Solos, añorando sus bosques natales en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, soltaba de vez en cuando un gritito parecido al vagido de un recién nacido y el loro batía las alas.
 Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:
 -Nos acercamos a mi casa.
 Habían salido de la ciudad. El camino estaba bordeado de grandes parques cercados con verjas; de vez en cuando brillaban, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de una casita de campo, y se oía a intervalos en la lejanía el grito siniestro de una sirena en el mar.
 El desconocido se paró ante una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la cancela, que volvió a cerrar una vez Hendrijk la hubo franqueado.
 El marinero estaba impresionado: apenas distinguía, al fondo de un jardín, una casa de bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna.
El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo le resultaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk se acordó de que el desconocido vivía solo.
 “¡Es un excéntrico!” pensó, y como un marinero holandés no es lo suficientemente rico como para que se le engañe con el fin de desvalijarlo, se avergonzó de su instante de ansiedad.
***
 -Si tiene cerillas, ilumíneme -dijo el desconocido metiendo la llave en la cerradura de la puerta de la casa.
 El marinero obedeció y, una vez dentro de la casa, el desconocido trajo una lámpara que pronto iluminó un salón amueblado con buen gusto.
 Hendrijk Wersteeg estaba totalmente tranquilo. Alimentaba la esperanza de que su extraño compañero le comprara una buena parte de sus telas.
 El desconocido, que acababa de salir del salón, volvió con una jaula:
 -Meta aquí el loro -le dijo-. No lo pondré en una percha hasta que se haya domesticado y sepa decir lo que quiero que diga.
 Después, tras haber cerrado la jaula en la que, espantado, quedó el pájaro, le pidió al marinero que cogiera la lámpara y fuese a la habitación contigua, en donde se encontraba, según decía, una mesa cómoda para extender las telas.
 Hendrijk Wersteeg obedeció y fue a la alcoba que se le había indicado. De pronto, oyó que la puerta se cerraba tras él y que la llave giraba. Estaba prisionero.
Trastornado, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz le detuvo:
 -¡Un paso más y es hombre muerto, marinero!
 Levantando la cabeza, Hendrijk vio por un tragaluz en el que antes no había reparado que el cañón de un revólver le apuntaba. Aterrorizado, se detuvo.
 No le era posible luchar: su navaja no iba a servirle en estas circunstancias; incluso un revólver le hubiera resultado inútil. El desconocido que lo tenía a su merced se escondía detrás de un muro, al lado del tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde sólo pasaba la mano que esgrimía el revólver.
 -Escúcheme -le dijo el desconocido- y obedezca. El servicio obligado que usted me va a prestar será recompensado. Pero no tiene elección. Es necesario que me obedezca sin dudar o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa… Hay dentro un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas… Cójalo.
 El marinero holandés obedecía casi inconscientemente. El mono, subido a su hombro, gritaba de terror y temblaba. El desconocido continuó:
 -Hay una cortina al fondo de la habitación. Descórrala.
 Descorrida la cortina, Hendrijk vio un cuarto en el que, sobre una cama, atada de pies y manos y amordazada, una mujer le miraba con los ojos llenos de desesperación.
 -Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele la mordaza.
 Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de rodillas ante el tragaluz, gritando:
 -¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta casa para asesinarme. Has pretendido haberla alquilado para que pasáramos en ella los primeros días de nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba que por fin estarías seguro de que yo no tuve nunca la culpa de nada! ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy inocente!
 -No te creo -dijo secamente el desconocido.
 -¡Harry, soy inocente! -repitió la joven con voz estrangulada.
 -Ésas son tus últimas palabras, las grabaré cuidadosamente. Se me repetirán toda mi vida.
Y la voz del desconocido tembló un poco, volviéndose rápidamente firme:
 -Como todavía te amo -añadió-, te mataría yo mismo, si te quisiera menos. Pero me sería imposible, porque te amo…
Ahora, marinero, si antes de que haya contado hasta diez no ha metido una bala en la cabeza de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres…
 Y antes de que el desconocido hubiera contado cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre la mujer, quien, todavía de rodillas, le miraba fijamente. Cayó de bruces contra el suelo. La bala le había entrado en la frente. De inmediato, un disparo surgido del tragaluz le vino a dar al marinero en la sien derecha. Se desplomó sobre la mesa, mientras que el mono, lanzando agudos chillidos de horror, se refugiaba en su blusón.
*** 
Al día siguiente, algunos transeúntes que habían oído gritos extraños procedentes de una casa de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía, que llegó rápidamente para forzar las puertas.
 Encontraron los cadáveres de la joven dama y del marinero.
 El mono, saliendo violentamente del blusón de su dueño, le saltó a la nariz a uno de los policías. Asustó tanto a todos que, retrocediendo algunos pasos, acabaron por abatirlo a tiros antes de atreverse a acercarse de nuevo a él.
 La justicia informó. Parecía claro que el marinero había matado a la dama y que se había suicidado acto seguido. Sin embargo, las circunstancias del drama eran misteriosas. Los dos cadáveres fueron identificados sin problemas y todos se preguntaban cómo Lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había sido encontrada sola, en una casa de campo solitaria, con un marinero llegado la víspera a Southampton.
 El propietario de la casa no pudo dar dato alguno que ayudara a la justicia a esclarecer los hechos. La casita había sido alquilada ocho días antes del drama a un tal Collins, de Manchester, que además continuaba en paradero desconocido. Este Collins usaba anteojos y tenía una larga barba roja que bien podría ser falsa.
 El lord llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y su dolor daba lástima a quien le veía. Como todo el mundo, no entendía nada de este asunto.
 Después de estos acontecimientos, se retiró del mundo. Vive en su casa de Kensington, sin otra compañía que la de un criado mudo y un loro que le repite sin cesar:
 - ¡Harry, soy inocente!


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