jueves, 21 de julio de 2016

En sus poéticos “lais”, María de Francia alcanza una de las cimas de la literatura del siglo XII.



Una colección de relatos breves, escritos en verso, como se hacía en una época en que el soporte material (en primer lugar, la tablilla de cera) dictaba sobriedad a la expresión escrita, firmada por una mujer de enigmática identidad, concentra todo el misterio, la belleza y el carácter ancestral de los cuentos maravillosos y las historias de hadas de la Edad Media. Son los doce Lais de María de Francia, una obra profundamente representativa de la literatura de su tiempo, que respira frescura de sentimientos, espontaneidad y sinceridad por todos sus versos octosílabos.
De la vida de la escritora apenas conocemos nombre y lugar de origen. Ella misma nos lo dice en un verso de iluminada sencillez: Marie ai nun, si sui de France (“Me llamo María y soy de Francia”). Lo cual nos hace pensar que venía, sí, del reino de Francia, pero vivía en tierra extranjera: sin duda en Inglaterra, y más en concreto en la corte de Enrique II Plantagenet (1154-1189), seguramente el “noble rey” a quien dedica sus Lais. Así, en esa corte se afanaría en escribir cuentos como Lanval, durante la segunda mitad del siglo XII y en la variedad anglonormanda del antiguo francés.
Las tres obras que de ella se conservan revelan que era una mujer de amplia cultura latina, estaba atenta a varias direcciones de la incipiente literatura románica, pero en nuestros relatos se muestra particularmente sensible a la tradición de las leyendas y los mitos del folclor celta.
Los Lais, según nos dice, nacen de la intención de narrar algunas de las aventuras memorables que María había escuchado a los juglares, y la fuente en que la escritora se inspira para sus relatos pertenece a una materia oral y legendaria: el lai o composición musical interpretada con el arpa o la rota, del género que divulgaban los cantores de Bretaña. En todo caso, la atmósfera bretona, los elementos fantásticos de ese mundo que a menudo se identifica con el del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, conviven en armonía con unaestilizada versión de la sociedad aristocrática, que es el ambiente natural de todos los protagonistas.
Si algo marca el destino de la aventura que vive cada uno de ellos es el amor, un amor que ha de sostener batallas muy diversas: exilios forzados, soledades a causa de oscuras venganzas, nacimientos ilegítimos que hay que esconder... Es un amor que María entiende como sentimiento sincero y espontáneo entre dos seres hechos para amarse, que, por ejemplo, un marido celoso y viejo contraría (Guigemar, Yonec), pero que se muestra indisoluble, igual que las ramas de la madreselva y el avellano que no pueden separarse sin morir (Chèvrefeuille). Es ese sentimiento todopoderoso, que en Lanval se convierte en símbolo de fidelidad eterna, el verdadero leit-motiv de los versos de María de Francia.


Gema Vallín, Profesora de Filología Románica 

Lais de María de Francia

Guigemar y la cierva blanca
En la espesura de un gran matorral vio una cierva y su cervatillo. Era un animal enteramente blanco y tenía en la cabeza astas de venado. Con los ladridos del braco dio un salto, y Guigemar tendió el arco y le lanzó una flecha. La hirió por delante, en la testuz, y la cierva se desplomó al instante, pero la flecha salió con fuerza hacia atrás y se le clavó a Guigemar en el muslo, alcanzando incluso al caballo, de tal forma que tuvo que apearse y cayó al suelo sobre la hierba tupida, junto a la cierva que había derribado. La cierva, que estaba malherida, sufría y se lamentaba. Después habló así:
—¡Desgraciada de mí, muerta soy! Y tú, vasallo, que me has herido, que tu suerte sea tal que jamás tengas cura, ni con hierbas ni con raíces (Guigemar, 96-97).
Guigemar y la nave maravillosa
En el puerto había una sola nave. [¼] Subió a bordo. Pensó que dentro iba a encontrar a los hombres que guardaban la embarcación, pero no había nadie y a nadie vio. En medio de la nave encontró un lecho cuyas patas y largueros eran de oro grabado según el arte de Salomón y que tenía incrustaciones de ciprés y de blanco marfil. La colcha que la cubría era de una seda entretejida de oro. [¼] Guigemar estaba muy maravillado por todo esto, se recostó sobre el lecho y descansó, pues le dolía la herida; después se levantó y quería marcharse, pero no pudo volver atrás: la nave estaba en alta mar y se iba con él rauda (Guigemar, 99-100).
Los dos enamorados y el bebedizo
Le quería dar el bebedizo, pero él no pudo hablar. Así murió, tal como os digo. Ella lo lloró con grandes gritos y después derramó y esparció el contenido del frasco en que estaba el bebedizo. El monte quedó rociado de él, y el país y la comarca se beneficiaron con esto, pues después se encontraron allí muchas hierbas medicinales que habían echado raíz a causa del bebedizo (Los dos enamorados, 226-7).
Yonec
Cuando se hubo lamentado así, distinguió a través de una estrecha ventana la sombra de un gran pájaro. Ella ignoraba qué podía ser aquello. Entró volando en la habitación, llevaba unas ligaduras en las patas y parecía un azor de cinco o seis mudas. Se posó junto a la dueña y, cuando hubo permanecido allí un momento y ella lo hubo mirado bien, se convirtió en un caballero apuesto y gentil. La dueña pensó que era un milagro, le dio un vuelco el corazón y se estremeció; tenía mucho miedo y se cubrió el rostro (Yonec, 234).
Amor e igualdad social
Además, el amor entre nosotros sería desigual, y como vos sois un rey poderoso y mi señor depende de vos, me temo que creeríais que tenéis derechos sobre mí. El amor no es bueno si no es igual. Es preferible un hombre pobre y leal, si hay en él juicio y valor; más felicidad procura su amor que el del príncipe o rey que no abriga lealtad. El que tiene un amor más elevado de lo que le permite su rango, sospecha de todo, en tanto que el hombre poderoso está seguro que nadie le quitará a su amiga, que él quiere amar como por derecho (Equitán, 138).
Amor y fidelidad
El amor es una herida dentro del corazón y no se manifiesta en absoluto fuera. Es enfermedad que dura largo tiempo, porque procede de Naturaleza. Muchos lo toman a broma, como los malvados cortesanos, que van por el mundo cortejando a las mujeres y después se jactan de lo que han hecho, pero esto no es amor, sino locura, maldad y libertinaje. El que puede encontrar un amor leal debe servirlo y amarlo mucho y someterse a su voluntad (Guigemar, 113).
—Amigo, prometédmelo. Entregadme vuestra camisa, os haré un nudo en el faldón, y os doy permiso para amar a la que sepa desatarlo, dondequiera que esto sea (Guigemar, 117).
Mostraba gran dolor por la marcha de su marido, pero él le aseguró que le sería fiel, y con esto se separó de ella (Eliduc, 306).
Quería mantener ahora su fidelidad, pero no podía por menos de amar a la doncella, a Guilliadun, que tan bella era, y deseaba verla, hablarle, besarla y abrazarla. Mas no solicitaría amor, que le redundase en deshonra, tanto porque debía serle fiel a su mujer, como porque estaba al servicio del Rey (Eliduc, 324).
Prendas de amor
—Señora –dijo [el chambelán]-, puesto que lo amáis, enviadle un mensajero, y mandadle un cinturón, un lazo o un anillo, pues le será grato. Si lo recibe de buen grado y se muestra gozoso por el envío, estad segura de su amor. ¡No hay bajo el cielo emperador que no debiese estar muy alegre si vos os dignaseis amarlo! (Eliduc, 319).
Le colgaréis del cuello vuestro anillo, y yo le mandaré un mensaje donde estará escrito el nombre de su padre y la historia de su madre (Milón, 265).
Milón admiró el gesto y montó, y cuando aquél le entregó el caballo reconoció en su dedo el anillo (Milón, 281).
Amor oculto
—Amigo –dijo ella-, ahora debo advertiros una cosa: os ruego y os recomiendo que no descubráis esto a nadie. Os diré cuáles serían las consecuencias: si este amor viniese a conocerse me perderíais para siempre. Nunca más me podríais ver ni poseerme (Lanval, 193).
Amor curativo
Ni físico ni poción te podrán sanar de la herida que tienes en el muslo, hasta que te cure aquella que sufrirá por tu amor tan gran pena y dolor como nunca sufrió mujer alguna; y tú, por tu parte, pasarás otro tanto por ella (Guigemar, 97).
El caballero se quedó solo. Estaba pensativo y angustiado, no sabía aún a qué era debido, pero se daba cuenta claramente de que, si no era curado por la dueña, su muerte era cierta y segura (Guigemar, 109).
ed. A.-Mª Holzbacher, Sirmio

MARIA DE FRANCIA

http://jose.navarro.eresmas.net/lais.html

"Los dos amantes" de María de Francia




Sucedió antaño en Normandía una aventura muy famosa de dos jóvenes que se amaron y murieron víctimas de su amor. Los bretones los recordaron en un lai que tuvo por título Los dos amantes.
 
Fuera de toda duda está que en Neustria, que nosotros llamamos Normandía, hay una montaña maravillosamente alta. En su cumbre yacen los dos jóvenes. En un lugar al pie de esta montaña, un rey, señor de los pitrenses, tras haber reflexionado y con muy buen acuerdo, hizo construir una ciudad. Tomó ésta el nombre de Pitres, en recuerdo de sus pobladores, y ese nombre se ha conservado hasta hoy; aún existen la ciudad y las casas. Bien conocemos la comarca que se llama Valle de Pitres.
 
El rey tenía una bella hija, doncella muy cortés. No tenía más hijo ni hija. Fue pretendida por nobles caballeros, que mucho hubieran dado por conseguirla. Pero el rey no quería entregarla, pues no podía vivir sin ella ni prescindir de su compañía: día y noche estaba a su lado. La pequeña le consolaba de la pérdida de la reina. Muchos le criticaban por ello; hasta los suyos se lo censuraban.
 
Cuando el rumor adverso se generalizó, al rey le pesó mucho, y sintió gran tristeza. Comenzó entonces a pensar en cómo podría salir airoso del trance sin entregar a su hija. Para ello, hizo público en todas partes que quien pretendiese desposarla habría de cumplir un requisito: era decisión inquebrantable del monarca que debería llevarla en brazos hasta la cumbre del monte cercano a la ciudad, sin pararse a tomar aliento.
 
Cuando la nueva fue conocida y difundida por la comarca, muchísimos lo intentaron y no obtuvieron nada a cambio. Alguno hubo que, en su esfuerzo, alcanzó a subirla hasta la mitad del monte, pero no podían llegar más lejos; les era imposible continuar con su preciosa carga entre los brazos. Largo tiempo permaneció así la doncella, sin que nadie intentase solicitarla.
 
En la comarca había un doncel, gentil y bello, hijo de un conde. Se esforzaba en cosas difíciles, con ánimos de sobresalir. A menudo habitaba en la corte del rey, y llegó a enamorarse de su hija. Muchas veces le suplicó que lo amase y le concediese su amor. Como era esforzado y cortés, y el rey lo tenía en gran estima, ella le otorgó su amor, y él se lo agradeció humildemente. Hablaban juntos con frecuencia y se querían con lealtad, y hacían lo posible por no ser descubiertos. Esto último les pesaba sobremanera, pero el joven pensaba que más valía sufrir estas molestias que precipitarse y echarlo todo a perder. Amarga era, sin embargo, para él esta situación.
 
Mas ocurrió que en cierta ocasión llegó el doncel, tan sabio y bello, hasta su amiga. Le hizo partícipe de sus pesares y, dolorosamente, le pidió que se fuese con él; no podía resistir más. Si la pedía a su padre, sabía bien que éste la quería tanto que no se la concedería, a no ser que la subiese antes en brazos hasta la cumbre de la montaña.
 
La doncella le respondió:
 
-Amigo, bien sé que no podríais llevarme, no sois ni mucho menos tan vigoroso. Si me fuese con vos, mi padre sentiría tanta cólera como dolor, y su vida no sería sino un martirio. Siento por él un cariño tan grande que no quisiera enojarlo. Debéis tomar otra decisión, pues de ésta no quiero ni oír hablar. Tengo una tía en Salerno, mujer rica, de elevadas rentas. Hace más de treinta años que habita allí. Ha practicado tanto el arte de la física que es muy experta en medicinas y conoce numerosas hierbas y raíces. Si vos quisieseis ir a verla, llevarle cartas de mi parte y darle cuenta de vuestra aventura, ella procuraría poner remedio. Os dará tales electuarios y os proporcionará tales bebedizos que os reconfortarán por completo y os proveerán de gran vigor. Cuando volváis a esta región, me solicitaréis a mi padre. Os considerará muy niño aún, y os dirá lo anunciado: que no me entregará a ningún hombre, si no lleva a cabo la hazaña de transportarme en brazos hasta el monte sin descansar. Aceptad esta condición, pues no hay otro remedio.
 
El doncel escuchó atentamente el consejo de la doncella. Muy alegre está, y agradecido. Después pide a su amiga licencia para partir, y se encamina hacia su casa.
 
Allí se provee a toda prisa de ricos paños y dineros, de caballos y palafrenes. Consigo se ha llevado a sus hombres más dignos de confianza. Parte, llega a Salerno y, una vez allí, va a visitar a la tía de su amiga. De su parte le da un mensaje escrito. Cuando la dama de Salerno lo ha leído de cabo a rabo, lo retiene a su lado hasta conocer por extenso su situación. Luego, fuerzas le da con sus medicinas, y le suministra un brebaje tal que jamás estará tan agotado y abatido que no pueda refrescarse todo el cuerpo, las venas y los huesos, y que no recobre todo el vigor, tan pronto como lo haya bebido. Él guarda el bebedizo en un pequeño frasco y se lo lleva a su país.
 
A su regreso, el doncel, alegre y contento, no se detuvo en sus tierras. Fue directamente a pedir al rey la mano de su hija: tomaría a ésta en brazos y la trasladaría hasta la cumbre de la montaña. El rey no le ocultó en modo alguno que lo tenía por gran locura, porque era demasiado joven. ¡Tantos valientes y sabios varones lo habían intentado sin conseguirlo! Por fin, le fija un día para la prueba. Llama a sus hombres y a sus amigos, a cuantos puede encontrar. De todas partes vienen gentes para ver a la joven y al doncel que ha emprendido la aventura de llevarla hasta lo alto del monte. La doncella, mientras tanto, se prepara; se priva de alimentos, ayuna para adelgazar y hacerse más ligera, con el fin de ayudar a su amigo.
 
El día señalado, el doncel llegó antes que nadie, y no olvidó el brebaje mágico. Por su parte, el rey condujo a su hija a la pradera, junto al Sena, donde una inmensa muchedumbre se había congregado. La doncella no viste sino una túnica. El joven la coge entre sus brazos y le entrega la botellita con todo su preciado líquido. Él piensa que no va a traicionarle tan milagrosa pócima, pero yo temo que le vaya a servir de muy poco, pues no hay en él mesura alguna.
 
Parte velozmente con ella, y sube la pendiente hasta la mitad. Por lo alegre que está de tenerla en sus brazos, no se acuerda del bebedizo. Ella le va viendo cansado.
 
-Amigo -dice-, bebed, os lo ruego. Sé bien que os halláis fatigado. ¡Renovad vuestro vigor!
 
El doncel le responde:
 
-Bella, siento mi corazón fuerte como al empezar. Por nada del mundo me detendré el tiempo necesario para beber, mientras pueda dar tres pasos más. La multitud nos gritaría, y su clamor acabaría por aturdirme; no tardaría mucho en verme turbado. Por eso no quiero detenerme.
 
Cuando llevaban subidos los dos tercios de la pendiente, por poco se caen. La doncella le ruega sin cesar:
 
-Amigo, ¡bebed vuestra medicina!
 
Pero él no quiere hacerle caso. Con gran angustia continúa la marcha, hasta que al final llega a la cumbre del monte. Pero tan agotado está que allí cae, para no levantarse más: el corazón le ha estallado dentro del pecho. La doncella mira a su amigo, piensa que ha sufrido un desmayo. Se arrodilla a su lado, intenta darle el brebaje. Pero él ya no podía responderle. Así, tal como os lo digo, murió. Ella llora a grandes gritos. Después arroja y hace añicos el frasco que contenía el bebedizo. El líquido se esparce y riega la montaña. Toda la comarca se tornó fértil. Muchas buenas hierbas crecieron por efecto del brebaje.
 
Ahora os hablaré de la doncella. Nunca tuvo un dolor tan grande como la pérdida de su amigo. A su lado se acuesta, entre sus brazos le retiene y aprieta, de continuo le besa ojos y boca. El duelo le quebranta el corazón. Y allí murió la doncella, la que era tan discreta, sabia y hermosa.
 
El rey y cuantos esperaban, viendo que no volvían, siguen su pista hasta encontrarlos. A la vista de los cadáveres, el rey cae en tierra, desvanecido. Cuando puede hablar, muestra signos de gran duelo, igual que todos los demás. Tres días los dejaron sobre la tierra. Luego buscaron un sarcófago de mármol, y allí depositaron a ambos jóvenes. El entierro tuvo lugar en la misma cumbre de la colina. Después, todos volvieron a sus casas.
 
Por la aventura de los jóvenes recibe la montaña el nombre de «Los dos amantes». Todo ocurrió como os he dicho. Los bretones hicieron de ello un lai. 
 
FIN