jueves, 31 de marzo de 2022

"El violín de Cremona" de E.T.A. Hoffmann

 

 

El consejero Crespel era el tipo más original que puede darse, hasta tal punto, que llegué a H... con el intento de pasar algunos días allí, todo el vecindario hablaba de él, habiendo llegado entonces al apogeo de sus extravagancias.

 

Como sabio jurisconsulto y experto diplomático, había adquirido Crespel notable consideración, de tal modo, que el príncipe reinante de un pequeño Estado de Alemania, bastante poderoso, valióse de él para redactar una memoria que debía dirigirse a la corte imperial, respecto a cierto territorio sobre el cual creía tener legítimas pretensiones; y tan propicio fue el resultado, que un día que Crespel se lamentaba de no encontrar una habitación a su gusto, el príncipe, deseoso de recompensarle, se encargó de costearle una casa, cuya construcción dirigiría el consejero por sí solo; y como además el príncipe le ofreciese comprarle el terreno que mejor le pluguiera, Crespel le dispensó de lo último, indicando que en ningún sitio mejor que en un delicioso jardín que poseía junto a las puertas de la ciudad, podría levantarse el edificio.

 

Empezó, pues, comprando todos los materiales necesarios, los hizo trasportar allí, y desde entonces era de verle a todas horas, con un vestido especial, construido también según sus principios particulares, apagar la cal, pasar la arena por la criba, y arreglar los ladrillos en simétricos montones, para lo cual no habla consultado con ningún arquitecto, ni había trazado plan alguno.

 

Sin embargo, un día muy de mañana fue a encontrar a un honrado maestro albañil, rogándole que al amanecer del día siguiente se presentase a su jardín con un número dado de operarios, para empezar la obra, y al pedirle éste, naturalmente, que le dejara ver los planos, quedó no poco sorprendido al oir a Crespel decirle, que no había necesidad de ellos, y que todo andaría perfectísimamente. Cuando al otro día compareció el maestro en compañía de sus operarios al sitio designado, encontróse con una zanja que formaba un cuadro perfecto, y le dijo el consejero:

 

—De aquí partirán los cimientos; luego levantaréis las cuatro paredes hasta que os diga que hay bastante...

 

—¡Cómo! ¿Sin puertas, sin ventanas, sin tabique alguno?—exclamó el albañil casi aturdido por la extravagancia de Crespel.

 

—Cumplid lo que os digo, buen hombre, que lo restante vendrá después.

 

Sólo la promesa de una buena recompensa logró decidir al albañil a emprender la loca construcción, y en verdad que nunca se levantó edificio alguno en medio de tanta broma. Subían las paredes entre las carcajadas de los operarios, quienes no abandonaron la obra, en la cual tenían abundante provisión de víveres, hasta que vino el día en que Crespel les gritó:—¡Basta!—Al instante mismo cesó el rumor de las herramientas, bajaron los trabajadores de los andamios, y rodeando a Crespel, todos parecían preguntarle con aire burlón:

 

—Y ahora ¿qué vamos a hacer?

 

—Abridme paso—exclamó el consejero, corriendo al extremo del jardín, de donde volvió al poco rato lentamente hasta sus cuatro paredes; sacudió la cabeza con cierto disgusto, fuese, y volvió varias veces del mismo modo, hasta que por fin corriendo y dando de bruces contra la pared, dijo:—¡Ea, aquí, muchachos, aqui una puerta, abridme una puerta aquí!—Marcóles las dimensiones de la misma, y cumpliéronse sus órdenes. Una vez construida, penetró en la casa, y sonrióse con franca satisfacción, cuando el maestro le hizo notar que precisaníente tenía el edificio la misma altura que una casa de dos pisos. Paseábase Crespel en todas direcciones por el recinto interior, seguido de los operarios armados de picos, mazas y martillos, y a medida que iba exclamando:—¡Una ventana aquí! ¡Seis pies de altura por cuatro de anchura! ¡Allá una claraboya!—eran abiertas al instante.

 

Llegué a H... cabalmente durante esta operación, y era a fe mía divertido ver a los curiosos reunidos por centenares en torno del jardín, lanzando gritos de alborbzo, al ver de repente volar las piedras, y apatecer una ventana en el sitio en que menos la esperaban. Siguió del mismo modo el resto de la construcción, ordenando Crespel los trabajos necesarios, obedeciendo siempre a la inspiración del momento. Lo extraordinario de la empresa, la convicción adquirida de que la obra iba mejor de lo que esperaba, y finalmente, la liberalidad del dueño entretuvieron el buen humor de ¡os operarios. Venciéronse las dificultades que ofrecía éste modo aventurado de construir, y en poco tiempo quedó la casa concluída, si bien es verdad que presenuba exteriormente un aspecto casi ridículo, por no tener dos ventanas parecidas, su distribución interior ofrecía todas las comodidades y satisfacía el gusto más exigente. No hubo quien la visitara que no estuviera acorde en confesarlo, y yo mismo se lo dije a Crespel, un día que a ella me condujo.

 

 

 

II

Hasta entonces no había podido hablar aún con él estrambótico consejero; pues su construcción le traía tan sumamente ocupado, que el martes, contra su costumbre, ni siquiera fue a comer en casa del profesor M..., pasándole recado de que se había propuesto no dar un paso fuera del jardín, hasta que hubiese celebrado la inauguración de la casa. Amigos y conocidos todos imaginaron que cuando llegara este caso iba a obsequiarles con un esplendido convite; pero se engañaron, pues los convidados se redujeron exclusivamente a los albañiles, carpinteros, peones y aprendices que habían tomado parte en la construcción, tratándoles a cuerpo de rey. Era de ver a los aprendices de peón tragando con ansia suculentos platos de perdices, mancebos de carpinteros devorando doradas pechugas de faisán asado, y hambrientos peones zampándose sin ceremonia delicados trozos de asado con trufas. Por la noche acudieron las mujeres y las hijas de los operarios, y empezó un gran baile. Crespel bailó con algunas de ellas, y luego se sentó entre los músicos, y con el violín en la mano dirigió la orquesta hasta que hubo amanecido.

 

El martes, después de esta fecha, tuve la satisfacción de ver a Crespel en casa del profesor M..., y nada a fe más sorprendente que sus modales: rudo en su continente y brusco en sus ademanes, era imposible estarle mirando sin temer a cada punto que iba a hacerse daño o a romper los muebles. Sim embargo, nada de esto sucedió, y la señora de la casa, que ya le tendría conocido, lo contemplaba sin inmutarse, dando vueltas a pasos descompasados en torno de una mesa de centro sobrecargada de ricas porcelanas, gesticular junto a un magnífico espejo de grandes dimensiones y coger y agitar en el aire, como para examinar mejor sus colores, un jarrón deliciosamente pintado. Crespel tiene la costumbre de examinar, objeto por objeto, mientras espera la comida, todo cuanto encuentra en la sala del profesor: llegó aquel día hasta el extrenao dé encaramarse sobre un sillón para descolgar un cuadro y volverlo a su sitio, después de contemplarlo. Hablaba por los codos y con mucha vivacidad, saltando de uno a otro asunto, y volviendo sobre lo mismo tras de mil digresiones, hasta que otra cosa le afectaba con mayor fuerza: su voz era ruda y violenta, ya quejumbrosa, ya acompasada; pero nunca apropiada a lo que decía.

 

Hablóse de música, y con este motivo uno de los presentes hizo algunos elogios de un joven compositor; a Crespel se le escapó una sonrisa, y dijo con acento desentonado:

 

—Así le lleve Satanás entre sus negras alas a ese maldito alineador de notas a diez mil millones de toesas bajo tierra: y apenas había terminado esta imprecación, exclamó con voz hueca e irritada; — en cuanto a ella es un ángel del cielo; todo en ella es armonía, música divina; es, en fin, la luz y el astro del canto.—Los comensales debían tener presente, para completar tan brusca digresión, que hacía ya más de una hora que habían hablado de una célebre cantatriz.

 

Sirvióse en la comida asado de liebre, y noté que Crespel colocaba los huesos al borde del plato con singular cuidado, pidiendo al terminar las patas del animal, que una hija del profesor, de cortos años, le trajo sonriendo familiarmente. Durante la comida fue el encanto de los chiquillos, quienes no cesaban de mirarle amistosamente; y una vez se hubo levantado la mesa, se le acercaron con respeto, parándose a una breve distancia. El consejero sacó de su faltriquera un diminuto torno de acero, sujetólo en la mesa, tomó los huesos que había separado, y se puso a tornearlos, fabricando con admirable destreza bolos, cajitas y otros juguetes, que recibieron los muchachos con trasportes de alegría. La sobrina del profesor le preguntó:

 

—¿Y cómo está nuestra Antonia, seflor consejero?

 

A esta pregunta hizo Crespel un espantoso visaje, y dominándose luego, lanzó una diabólica sonrisa, y dijo con voz estridente y acompasada.— Nuestra.., nuestra querida Antonia —Y apresurándose a intervenir en ello el profesor y arrojando al mismo tiempo una severa mirada a su sobrina, como para indicarle que acababa de cometer la imprudencia de tocar una cuerda que debía resonar dolorosamente en el corazón de Crespel:

 

—¿Cómo van los violines?—preguntóle, cogiéndole las manos como para distraerle.

 

—Perfectamente, maestro—dijo con voz robusta, serenándose al instante.—Hoy he empezado a hacer pedazos del excelente violín de Amatí de que os hablé, y que una dichosa casualidad puso en mis manos, y creo que Antonia habrá acabado de desmenuzarlo con esmero.

 

—Antonia es una buena muchacha—dijo el profesor.

 

—Verdaderamente—exclamó Crespel—armándose de sombrero y bastón, y tomando el portante, mientras yo noté en el espejo que brillaban dos lágrimas en sus ojos.

 

Apenas se hubo retirado, tomé por mi cuenta al profesor, suplicándole que me explicara qué clase de relaciones mediaban entre Antonia, los violines y el consejero.

 

—Habéis de saber—me dijo—que el consejero, que es un hombre extraordinario en todo, construye violines a su modo, que es a fe muy singular, como todo lo suyo.

 

—¿Construye violines?—le pregunté con cierto asombro.

 

—Sí-prosiguió el profesor—y según el parecer de personas inteligentes, son los mejores de la época. Antes, cuando dejaba listo uno de ellos a su gusto, permitía que sus amigos lo probaran; pero ahora, ni pensarlo; apenas lo concluye, lo toca una o dos horas con notable talento, y lo cuelga al lado de los demás, no permitiendo que nadie se sirva de él. Si se pone uno en venta que haya pertenecido a algún antiguo maestro, ha de comprarlo, cueste lo que cueste, y lo mismo que con los suyos, sólo lo toca una vez, luego lo desmonta para examinar escrupulosamente su estructura interior, y si no encuentra lo que se había imaginado, arroja enojado los pedazos a un enorme cofre, ya casi lleno de semejantes desechos.

 

—¿Y Antonia?—le pregunté con viveza.

 

—En cuanto a esto—dijo el profesor—bastaría para hacerme aborrecer al consejero, si no estuviera persuadido, conociendo como conozco su carácter bondadoso, de que media en sus relaciones con ella alguna circunstancia secreta e ignorada. Cuando hace ya algunos años vino Crespel a establecerse aquí, vivía como un anacoreta en un oscuro casucho, en compañía de una criada vieja; pronto sus extravagancias suscitaron la ciriosidad de los vecinos, por lo que, al notarlo, se apresuró a crearse relaciones, y lo mismo que en mi casa se hizo familiar en todas, hasta tanto que acabó por sernos indispensable. A pesar de su aparente dureza, hasta los niños han llegado a amarle, cuidando de no serle importunos, como de ello habréis podido convenceros, viendo cómo sabe atraerles con sus labores ingeniosas. Todos le tomábamos por un viejo solterón, sin que nunca se diera la pena de desmentirnos, hasta que después de algún tiempo de permanencia en esta, partió repentinamente, sin que enterara a nadie del objeto de su viaje, y regresó al cabo de algunos meses.

 

Al día siguiente de su llegada, viéronse las ventanas de su casa extraordinariamente iluminadas, lo que excitó la atención de sus vecinos. Dejóse oir al mismo tiempo el acento de una voz maravillosa, una voz de mujer unida a los acordes del piano, y luego después los sonidos de un violín luchando con la voz en energía y agilidad, que no hubo quien no reconociera la admirable ejecución del consejero. Yo mismo me mezclé con la muchedumbre reunida delante de la casa, junto al jardín, y he de confesar que al lado de aquella voz desconocida y de la magia de su acento, me pareció insípido y descolorido el canto de las más famosas cantatrices. Debo confesar que nunca había concebido la idea de aquellos tonos sostenidos por tanto tiempo, de unos gorgeos dignos de Un ruiseñor, y de la limpieza de unas notas que ora se elevaban hasta remedar los sonidos resonantes del órgano, ora iban bajando hasta simular un débil susurro. Todo el auditorio estaba pendiente de la magia de aquellas melodías, y sólo cuando cesaba la voz de la cantatriz, oíase la respiración en medio del silencio. Sería como media noche cuando se oyó la voz estentórea del consejero, hablando con viveza, y otra voz de hombre que también parecía dirigirle algún reproche, entremezclándose en la querella las quejumbrosas palabras de una joven. Iba subiendo de tono el consejero, hasta que llegó a adoptar el acento retumbante que ya le conocéis, un agudo grito de la joven le interrumpió en seco, sucediéndose un lúgubre silencio. Por último, vióse a un apuesto mancebo salir precipitadamente de la casa, sollozando, arrojarse a una silla de postas que le estaba aguardando, y salir precipitadamente.

 

Presentóle al otro día el consejero con semblante risueño, y nadie tuvo valor para preguntarle acerca de los acontecimientos de la víspera. Tan sólo su ama de gobierno reveló que el consejero había traído consigo a una joven de extraordinaria belleza, a quien llamaba con el nombre de Antonia, la cual cantaba a las mil maravillas; añadió que junto con ella había llegado también un joven, que por la ternura que le atestiguaba, parecía ser su novio; pero a quien el consejero había obligado una noche a partir rápidamente.

 

Las relaciones de Antonia con Crespel—continuó diciendo el profesor—han quedado envueltas hasta aquí con el-velo del misterio; pero lo cierto es que el consejero ejerce sobre la joven una espantosa tiranía, no estando mejor guardada la pupila de D. Bartolo en el Barbero de Sevilla. Apenas si le permite asomarse a la ventana, y si alguna vez, cediendo a apremiantes instancias, la lleva a alguna reunión, no separa de ella un solo instante sus ojos de Argos, y no tolera que en su presencia se oiga una nota, y menos todavía que la hagan cantar. Tampoco, al parecer, le permite esto en su casa, de modo que el concierto nocturno, de aquella noche memorable ha venido a ser una especie de tradición maravillosa, y ahora hasta aquellos que no tuvieron la suerte de oirlo, dicen cuándo debuta alguna cantatriz:— ¡Todo esto no es nada; para cantar, nadie como Antonia!

 

III

No diríais hasta qué punto me seduce todo lo fantástico. Desde aquel instante no pensé más que en trabar conocimiento con Antonia. La admiración del público me había dado la medida de los encantos de su voz; pero estaba muy lejos de sospechar que residiera la joven en aquella ciudad, y mucho menos que estuviera encadenada bajo el dominio del extravagante Crespel.

 

Cuando me hube acostado, creí oir entre sueños el canto celestial de Antonia, y se me figuró qué me suplicaba que la salvara, precisamente en un adagio que yo mismo había compuesto, por lo que tomé desde luego la resolución de introducirme en la casa del consejero, penetrando cual nuevo Astolfo en-el palacio encantado de Alcida, para libertar a la reina del canto de su odioso cautiverio.

 

Ocurrió todo de un modo muy distinto de lo que había imaginado. Apenas hube visto a Crespel y hablado con él dos o tres veces con algún interés acerca de la mejor estructura de los violines, cuando me invitó a visitar su casa. Accedí a su ruego y me mostró su tesoro, consistente en unos treinta violines, colgados en su aposento, entre los cuales se distinguía uno cubierto de trabajos de talla con todas las muestras de la mayor antigüedad, el cual colocado mucho más alto que los demás estaba rodeado de una corona de flores, cual si fuera el rey de todos aquellos instrumentos.

 

—Este—me dijo el consejero—es la obra sobresaliente de un desconocido, al parecer contemporáneo de Tartoni: persuadido estoy de que en su construcción interior tiene algo de particular, y que al desmontarlo encontraré la llaye de un misterio que ando buscando desde hace mucho tiempo. Burlaos de mí, si queréis; pero este inanimado instrumento, al cual comunico la voz y la vida, cuando me place, me responde con un lenguaje misterioso, que la primera vez que lo oí me colocó en la misma situación de un magnetizador, cuando excita al sonámbulo y lo lleva a levelar sus más secretas sensaciones. No me creáis extravagante hasta el punto de dejarme dominar por semejantes fantasías; pero ¿no es acaso muy singular que hasta ahora no haya tenido valor suficiente para desmontar esta inerte máquina? Por lo demás ahora me complazco de no haberlo verificado, pues desde que Antonia está conmigo, de cuando en cuando toco este instrumento y no podéis figuraros lo mucho que oirlo le complace.

 

Era tal su emoción al pronunciar estas palabras, que me sentí animado para decirle:

 

—Apreciable señor mío: ¿tendríais la bondad de tocarlo en mi presencia?

 

A esta súplica reapareció en su semblante su habitual descontento y me contestó con voz lenta y cadenciosa:

 

—No por cierto, querido estudiante.

 

La cosa no pasó de aquí.

 

Después de haberme mostrado multitud de rarezas, la mayor parte pueriles, abrió una cajita, sacó de ella un papel doblado y dijo con solemnidad poniéndomelo entre las manos:

 

—Ya que sois amigo del arte, admitid este regalo, como un recuerdo, que os será más grato que otra cosa alguna.

 

Dichas estas palabras, me empujó suavemente hasta la puerta, en el dintel de la cual me dio un abrazo. De este modo simbólico me despidió. Al desdoblar el papel encontré dentro un pedacito de cuerda de violín larga, de una pulgada poco más o menos, y escrito en su envoltorio lo siguiente: «Pedazo de la quinta, que el ilustre Stamitz colocó en su violín, cuando su último concierto.»

 

La descortés despedida que me dispensó desde que hube pronunciado el nombre de Antonia, me indicaba que ya nunca jamás vería a la joven, y sin embargo, tampoco sucedió así. Al visitar al consejero por segunda vez encontré a Antonia en su aposento, ayudándole a reunir las piezas de un violín. A primera vista el exterior de la joven no producía grande impresión, pero al cabo de un rato hasta hubiera sido doloroso separar las miradas de sus ojos azules y labios sonrosados unidos a unas facciones tiernas y dulces. Aunque algo pálida, desde el momento que una conversación discreta se animaba, coloreábanse sus mejillas y vagaba por sus labios una angelical sonrisa. En cuanto a mí, hablé con ella libremente, y sin notar en Crespel aquellas miradas de Argos, de que el profesor me había hablado, antes bien conservó el consejero su estado habitual, y algunas veces hasta parecía satisfecho de vernos hablar juntos.

 

Así fue que mis visitas al consejero se hicieron más frecuentes, y la recíproca costumbre de tratarnos, imprimía en ellas una intimidad, verdaderamente encantadora. Las extrafiezas del consejero me divertían en extremo; pero sobre todo quien ejercía sobre mí un atractivo irresistible, haciéndome soportar cosas que en cualquiera otra ocasión habrían sido incompatibles con mi carácter impaciente, era la interesante Antonia. La conversación del consejero era a menudo fastidiosa y de mal gusto, y lo que principalmente me pesaba, era verle apenas se hablara de música y en especial de canto, volverse a mí con semblante descompuesto, animado de simpática sonrisa, para pronunciar con cadenciosa voz algunas extravagancias que dieran un giro a la conversación. Por el aire de tristeza que sombreaba entonces el semblante de la joven, se me figuró que el consejero obraba así para impedir que la invitase a cantar; pero yo no renuncié a mi proyecto, y a cada obstáculo que Crespel me oponía, mayor firmeza tenían mis propósitos. Necesitaba oir el canto de Antonia, para no volverme loco, sumido todo el día en las ilusiones que sobre el mismo me había formado.

 

Llegó una noche en que encontré a Crespel de indecible buen humor: acababa de desmontar el violín de Cremona cuya alma había hallado como una pulgada más inclinada que en los demás, ¡precioso descubrimiento para la práctica! Logré enardecerlo hablándole sobre el verdadero modo de tocar el violín; y la ejecución de los grandes cantores y antiguos maestros que citaba Crespel me llevó a criticar el nuevo sistema de canto, que se modula conforme al ruido de la música, ciñéndose así, al gusto del instrumentista.

 

— ¡Qué mayor absurdo—dije saltando de la silla y abriendo rápidamente el piano—qué mayor absurdo que este modo de arrojar sonidos, como esparciéndolos uno a uno por el suelo?

 

En seguida canté algunos de esos recitados de nuevo cuño, acompañándoles de acordes detestables, a lo cual soltaba Crespel enormes carcajadas, exclamando:

 

—¡Ja ja ja!..... Se me figura estar oyendo a nuestros alemanes italianizados o a nuestros italianos germanizados, cantando trozos de Pacitta o Portogallo o de algún maestro de capilla.

 

Ha llegado el momento, pensé yo, y volviéndome hacia Antonia, le dije:

 

—¿No es verdad, que ni siquiera teníais vos conocimiento de este método? y al mismo tiempo entoné una canción admirable y apasionada del viejo Leonardo Leo. Coloreáronse de repente las mejillas de Antonia, resplandecieron sus ojos, y lanzándose con viveza hasta cerca del piano, abrió los labios pero Crespel al mismo tiempo la tiró para atrás, y agarrándose a mis hombros, gritó con voz agitada:

 

—¡Eh! ¡muchacho! ¡muchacho!

 

Y continuando en seguida con el acento cadencioso que le era habitual y haciéndome una reverencia, me dijo:

 

—Caballerito, faltaría sin duda a todas las reglas de la buena educación, si os dijera sin ambajes que deseo que el diablo se os lleve entre sus garras a lo más profundo del abismo; pero esto aparte, no dejaréis de comprender que hace una noche muy oscura, y como no están encendidos los faroles no es menester que os eche por la ventana, para que difícilmente lleguéis a vuestra casa con los huesos enteros. Tomad, pues, la escalera y contad con el afecto de un amigo, bien que no ha de extrañaros que nunca jamás debáis hallarle en casa: ¿lo tenéis en tendido?.... ¡Nunca, jamás!

 

Dicho esto, me echó el brazo a los hombros, arrastrándome lentamente hasta la puerta, de un modo tan especial, que no me fué posible una vez siquiera hallar la mirada de la joven para despedirme de ella cuando menos con los ojos.

 

Ya se conocerá que aun cuando tuviera grandes ganas de darle al consejero una de palos, en la situación en que me encontraba, era imposible. Mi desgraciada aventura dio mucho que reir al profesor, quien me aseguró que por esta vez sí que habían acabado para siempre mis relaciones con el consejero, y en cuanto a Antonia era para mí un ser harto noble y sagrado para irme a hacer el enamorado bajo sus ventanas, poniéndola así en ridículo.

 

Salí, pues, de la ciudad de H... con el corazón destrozado, lleno de pesar y con la imagen de Antonia fija en la mente, rodeada de una especie de aureola, y hasta su canto, sin que.nunca hubiera tenido la dicha de oirlo, resonaba en mi corazón como una sensación consoladora.

 

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