El consejero Crespel era el tipo más original que puede
darse, hasta tal punto, que llegué a H... con el intento de pasar algunos días
allí, todo el vecindario hablaba de él, habiendo llegado entonces al apogeo de
sus extravagancias.
Como sabio jurisconsulto y experto diplomático, había
adquirido Crespel notable consideración, de tal modo, que el príncipe reinante
de un pequeño Estado de Alemania, bastante poderoso, valióse de él para
redactar una memoria que debía dirigirse a la corte imperial, respecto a cierto
territorio sobre el cual creía tener legítimas pretensiones; y tan propicio fue
el resultado, que un día que Crespel se lamentaba de no encontrar una habitación
a su gusto, el príncipe, deseoso de recompensarle, se encargó de costearle una
casa, cuya construcción dirigiría el consejero por sí solo; y como además el
príncipe le ofreciese comprarle el terreno que mejor le pluguiera, Crespel le
dispensó de lo último, indicando que en ningún sitio mejor que en un delicioso
jardín que poseía junto a las puertas de la ciudad, podría levantarse el
edificio.
Empezó, pues, comprando todos los materiales necesarios, los
hizo trasportar allí, y desde entonces era de verle a todas horas, con un
vestido especial, construido también según sus principios particulares, apagar
la cal, pasar la arena por la criba, y arreglar los ladrillos en simétricos
montones, para lo cual no habla consultado con ningún arquitecto, ni había
trazado plan alguno.
Sin embargo, un día muy de mañana fue a encontrar a un
honrado maestro albañil, rogándole que al amanecer del día siguiente se
presentase a su jardín con un número dado de operarios, para empezar la obra, y
al pedirle éste, naturalmente, que le dejara ver los planos, quedó no poco
sorprendido al oir a Crespel decirle, que no había necesidad de ellos, y que
todo andaría perfectísimamente. Cuando al otro día compareció el maestro en
compañía de sus operarios al sitio designado, encontróse con una zanja que formaba
un cuadro perfecto, y le dijo el consejero:
—De aquí partirán los cimientos; luego levantaréis las
cuatro paredes hasta que os diga que hay bastante...
—¡Cómo! ¿Sin puertas, sin ventanas, sin tabique
alguno?—exclamó el albañil casi aturdido por la extravagancia de Crespel.
—Cumplid lo que os digo, buen hombre, que lo restante vendrá
después.
Sólo la promesa de una buena recompensa logró decidir al
albañil a emprender la loca construcción, y en verdad que nunca se levantó
edificio alguno en medio de tanta broma. Subían las paredes entre las
carcajadas de los operarios, quienes no abandonaron la obra, en la cual tenían
abundante provisión de víveres, hasta que vino el día en que Crespel les
gritó:—¡Basta!—Al instante mismo cesó el rumor de las herramientas, bajaron los
trabajadores de los andamios, y rodeando a Crespel, todos parecían preguntarle
con aire burlón:
—Y ahora ¿qué vamos a hacer?
—Abridme paso—exclamó el consejero, corriendo al extremo del
jardín, de donde volvió al poco rato lentamente hasta sus cuatro paredes;
sacudió la cabeza con cierto disgusto, fuese, y volvió varias veces del mismo
modo, hasta que por fin corriendo y dando de bruces contra la pared, dijo:—¡Ea,
aquí, muchachos, aqui una puerta, abridme una puerta aquí!—Marcóles las dimensiones
de la misma, y cumpliéronse sus órdenes. Una vez construida, penetró en la
casa, y sonrióse con franca satisfacción, cuando el maestro le hizo notar que
precisaníente tenía el edificio la misma altura que una casa de dos pisos.
Paseábase Crespel en todas direcciones por el recinto interior, seguido de los
operarios armados de picos, mazas y martillos, y a medida que iba
exclamando:—¡Una ventana aquí! ¡Seis pies de altura por cuatro de anchura!
¡Allá una claraboya!—eran abiertas al instante.
Llegué a H... cabalmente durante esta operación, y era a fe
mía divertido ver a los curiosos reunidos por centenares en torno del jardín,
lanzando gritos de alborbzo, al ver de repente volar las piedras, y apatecer
una ventana en el sitio en que menos la esperaban. Siguió del mismo modo el
resto de la construcción, ordenando Crespel los trabajos necesarios,
obedeciendo siempre a la inspiración del momento. Lo extraordinario de la
empresa, la convicción adquirida de que la obra iba mejor de lo que esperaba, y
finalmente, la liberalidad del dueño entretuvieron el buen humor de ¡os
operarios. Venciéronse las dificultades que ofrecía éste modo aventurado de
construir, y en poco tiempo quedó la casa concluída, si bien es verdad que
presenuba exteriormente un aspecto casi ridículo, por no tener dos ventanas
parecidas, su distribución interior ofrecía todas las comodidades y satisfacía
el gusto más exigente. No hubo quien la visitara que no estuviera acorde en
confesarlo, y yo mismo se lo dije a Crespel, un día que a ella me condujo.
II
Hasta entonces no había podido hablar aún con él
estrambótico consejero; pues su construcción le traía tan sumamente ocupado,
que el martes, contra su costumbre, ni siquiera fue a comer en casa del
profesor M..., pasándole recado de que se había propuesto no dar un paso fuera
del jardín, hasta que hubiese celebrado la inauguración de la casa. Amigos y
conocidos todos imaginaron que cuando llegara este caso iba a obsequiarles con
un esplendido convite; pero se engañaron, pues los convidados se redujeron exclusivamente
a los albañiles, carpinteros, peones y aprendices que habían tomado parte en la
construcción, tratándoles a cuerpo de rey. Era de ver a los aprendices de peón
tragando con ansia suculentos platos de perdices, mancebos de carpinteros
devorando doradas pechugas de faisán asado, y hambrientos peones zampándose sin
ceremonia delicados trozos de asado con trufas. Por la noche acudieron las
mujeres y las hijas de los operarios, y empezó un gran baile. Crespel bailó con
algunas de ellas, y luego se sentó entre los músicos, y con el violín en la
mano dirigió la orquesta hasta que hubo amanecido.
El martes, después de esta fecha, tuve la satisfacción de
ver a Crespel en casa del profesor M..., y nada a fe más sorprendente que sus
modales: rudo en su continente y brusco en sus ademanes, era imposible estarle
mirando sin temer a cada punto que iba a hacerse daño o a romper los muebles.
Sim embargo, nada de esto sucedió, y la señora de la casa, que ya le tendría
conocido, lo contemplaba sin inmutarse, dando vueltas a pasos descompasados en
torno de una mesa de centro sobrecargada de ricas porcelanas, gesticular junto
a un magnífico espejo de grandes dimensiones y coger y agitar en el aire, como
para examinar mejor sus colores, un jarrón deliciosamente pintado. Crespel
tiene la costumbre de examinar, objeto por objeto, mientras espera la comida,
todo cuanto encuentra en la sala del profesor: llegó aquel día hasta el
extrenao dé encaramarse sobre un sillón para descolgar un cuadro y volverlo a
su sitio, después de contemplarlo. Hablaba por los codos y con mucha vivacidad,
saltando de uno a otro asunto, y volviendo sobre lo mismo tras de mil
digresiones, hasta que otra cosa le afectaba con mayor fuerza: su voz era ruda
y violenta, ya quejumbrosa, ya acompasada; pero nunca apropiada a lo que decía.
Hablóse de música, y con este motivo uno de los presentes
hizo algunos elogios de un joven compositor; a Crespel se le escapó una
sonrisa, y dijo con acento desentonado:
—Así le lleve Satanás entre sus negras alas a ese maldito
alineador de notas a diez mil millones de toesas bajo tierra: y apenas había
terminado esta imprecación, exclamó con voz hueca e irritada; — en cuanto a
ella es un ángel del cielo; todo en ella es armonía, música divina; es, en fin,
la luz y el astro del canto.—Los comensales debían tener presente, para
completar tan brusca digresión, que hacía ya más de una hora que habían hablado
de una célebre cantatriz.
Sirvióse en la comida asado de liebre, y noté que Crespel
colocaba los huesos al borde del plato con singular cuidado, pidiendo al
terminar las patas del animal, que una hija del profesor, de cortos años, le
trajo sonriendo familiarmente. Durante la comida fue el encanto de los
chiquillos, quienes no cesaban de mirarle amistosamente; y una vez se hubo
levantado la mesa, se le acercaron con respeto, parándose a una breve
distancia. El consejero sacó de su faltriquera un diminuto torno de acero,
sujetólo en la mesa, tomó los huesos que había separado, y se puso a
tornearlos, fabricando con admirable destreza bolos, cajitas y otros juguetes,
que recibieron los muchachos con trasportes de alegría. La sobrina del profesor
le preguntó:
—¿Y cómo está nuestra Antonia, seflor consejero?
A esta pregunta hizo Crespel un espantoso visaje, y
dominándose luego, lanzó una diabólica sonrisa, y dijo con voz estridente y
acompasada.— Nuestra.., nuestra querida Antonia —Y apresurándose a intervenir
en ello el profesor y arrojando al mismo tiempo una severa mirada a su sobrina,
como para indicarle que acababa de cometer la imprudencia de tocar una cuerda
que debía resonar dolorosamente en el corazón de Crespel:
—¿Cómo van los violines?—preguntóle, cogiéndole las manos
como para distraerle.
—Perfectamente, maestro—dijo con voz robusta, serenándose al
instante.—Hoy he empezado a hacer pedazos del excelente violín de Amatí de que
os hablé, y que una dichosa casualidad puso en mis manos, y creo que Antonia
habrá acabado de desmenuzarlo con esmero.
—Antonia es una buena muchacha—dijo el profesor.
—Verdaderamente—exclamó Crespel—armándose de sombrero y
bastón, y tomando el portante, mientras yo noté en el espejo que brillaban dos
lágrimas en sus ojos.
Apenas se hubo retirado, tomé por mi cuenta al profesor,
suplicándole que me explicara qué clase de relaciones mediaban entre Antonia,
los violines y el consejero.
—Habéis de saber—me dijo—que el consejero, que es un hombre
extraordinario en todo, construye violines a su modo, que es a fe muy singular,
como todo lo suyo.
—¿Construye violines?—le pregunté con cierto asombro.
—Sí-prosiguió el profesor—y según el parecer de personas
inteligentes, son los mejores de la época. Antes, cuando dejaba listo uno de
ellos a su gusto, permitía que sus amigos lo probaran; pero ahora, ni pensarlo;
apenas lo concluye, lo toca una o dos horas con notable talento, y lo cuelga al
lado de los demás, no permitiendo que nadie se sirva de él. Si se pone uno en
venta que haya pertenecido a algún antiguo maestro, ha de comprarlo, cueste lo
que cueste, y lo mismo que con los suyos, sólo lo toca una vez, luego lo
desmonta para examinar escrupulosamente su estructura interior, y si no
encuentra lo que se había imaginado, arroja enojado los pedazos a un enorme
cofre, ya casi lleno de semejantes desechos.
—¿Y Antonia?—le pregunté con viveza.
—En cuanto a esto—dijo el profesor—bastaría para hacerme
aborrecer al consejero, si no estuviera persuadido, conociendo como conozco su
carácter bondadoso, de que media en sus relaciones con ella alguna
circunstancia secreta e ignorada. Cuando hace ya algunos años vino Crespel a
establecerse aquí, vivía como un anacoreta en un oscuro casucho, en compañía de
una criada vieja; pronto sus extravagancias suscitaron la ciriosidad de los
vecinos, por lo que, al notarlo, se apresuró a crearse relaciones, y lo mismo
que en mi casa se hizo familiar en todas, hasta tanto que acabó por sernos
indispensable. A pesar de su aparente dureza, hasta los niños han llegado a
amarle, cuidando de no serle importunos, como de ello habréis podido
convenceros, viendo cómo sabe atraerles con sus labores ingeniosas. Todos le
tomábamos por un viejo solterón, sin que nunca se diera la pena de
desmentirnos, hasta que después de algún tiempo de permanencia en esta, partió
repentinamente, sin que enterara a nadie del objeto de su viaje, y regresó al
cabo de algunos meses.
Al día siguiente de su llegada, viéronse las ventanas de su
casa extraordinariamente iluminadas, lo que excitó la atención de sus vecinos.
Dejóse oir al mismo tiempo el acento de una voz maravillosa, una voz de mujer
unida a los acordes del piano, y luego después los sonidos de un violín
luchando con la voz en energía y agilidad, que no hubo quien no reconociera la
admirable ejecución del consejero. Yo mismo me mezclé con la muchedumbre
reunida delante de la casa, junto al jardín, y he de confesar que al lado de
aquella voz desconocida y de la magia de su acento, me pareció insípido y
descolorido el canto de las más famosas cantatrices. Debo confesar que nunca
había concebido la idea de aquellos tonos sostenidos por tanto tiempo, de unos
gorgeos dignos de Un ruiseñor, y de la limpieza de unas notas que ora se
elevaban hasta remedar los sonidos resonantes del órgano, ora iban bajando
hasta simular un débil susurro. Todo el auditorio estaba pendiente de la magia
de aquellas melodías, y sólo cuando cesaba la voz de la cantatriz, oíase la
respiración en medio del silencio. Sería como media noche cuando se oyó la voz
estentórea del consejero, hablando con viveza, y otra voz de hombre que también
parecía dirigirle algún reproche, entremezclándose en la querella las
quejumbrosas palabras de una joven. Iba subiendo de tono el consejero, hasta
que llegó a adoptar el acento retumbante que ya le conocéis, un agudo grito de
la joven le interrumpió en seco, sucediéndose un lúgubre silencio. Por último,
vióse a un apuesto mancebo salir precipitadamente de la casa, sollozando,
arrojarse a una silla de postas que le estaba aguardando, y salir
precipitadamente.
Presentóle al otro día el consejero con semblante risueño, y
nadie tuvo valor para preguntarle acerca de los acontecimientos de la víspera.
Tan sólo su ama de gobierno reveló que el consejero había traído consigo a una
joven de extraordinaria belleza, a quien llamaba con el nombre de Antonia, la
cual cantaba a las mil maravillas; añadió que junto con ella había llegado
también un joven, que por la ternura que le atestiguaba, parecía ser su novio;
pero a quien el consejero había obligado una noche a partir rápidamente.
Las relaciones de Antonia con Crespel—continuó diciendo el
profesor—han quedado envueltas hasta aquí con el-velo del misterio; pero lo
cierto es que el consejero ejerce sobre la joven una espantosa tiranía, no
estando mejor guardada la pupila de D. Bartolo en el Barbero de Sevilla. Apenas
si le permite asomarse a la ventana, y si alguna vez, cediendo a apremiantes
instancias, la lleva a alguna reunión, no separa de ella un solo instante sus
ojos de Argos, y no tolera que en su presencia se oiga una nota, y menos
todavía que la hagan cantar. Tampoco, al parecer, le permite esto en su casa,
de modo que el concierto nocturno, de aquella noche memorable ha venido a ser
una especie de tradición maravillosa, y ahora hasta aquellos que no tuvieron la
suerte de oirlo, dicen cuándo debuta alguna cantatriz:— ¡Todo esto no es nada;
para cantar, nadie como Antonia!
III
No diríais hasta qué punto me seduce todo lo fantástico.
Desde aquel instante no pensé más que en trabar conocimiento con Antonia. La
admiración del público me había dado la medida de los encantos de su voz; pero
estaba muy lejos de sospechar que residiera la joven en aquella ciudad, y mucho
menos que estuviera encadenada bajo el dominio del extravagante Crespel.
Cuando me hube acostado, creí oir entre sueños el canto
celestial de Antonia, y se me figuró qué me suplicaba que la salvara,
precisamente en un adagio que yo mismo había compuesto, por lo que tomé desde
luego la resolución de introducirme en la casa del consejero, penetrando cual
nuevo Astolfo en-el palacio encantado de Alcida, para libertar a la reina del
canto de su odioso cautiverio.
Ocurrió todo de un modo muy distinto de lo que había
imaginado. Apenas hube visto a Crespel y hablado con él dos o tres veces con
algún interés acerca de la mejor estructura de los violines, cuando me invitó a
visitar su casa. Accedí a su ruego y me mostró su tesoro, consistente en unos
treinta violines, colgados en su aposento, entre los cuales se distinguía uno
cubierto de trabajos de talla con todas las muestras de la mayor antigüedad, el
cual colocado mucho más alto que los demás estaba rodeado de una corona de flores,
cual si fuera el rey de todos aquellos instrumentos.
—Este—me dijo el consejero—es la obra sobresaliente de un
desconocido, al parecer contemporáneo de Tartoni: persuadido estoy de que en su
construcción interior tiene algo de particular, y que al desmontarlo encontraré
la llaye de un misterio que ando buscando desde hace mucho tiempo. Burlaos de
mí, si queréis; pero este inanimado instrumento, al cual comunico la voz y la
vida, cuando me place, me responde con un lenguaje misterioso, que la primera vez
que lo oí me colocó en la misma situación de un magnetizador, cuando excita al
sonámbulo y lo lleva a levelar sus más secretas sensaciones. No me creáis
extravagante hasta el punto de dejarme dominar por semejantes fantasías; pero
¿no es acaso muy singular que hasta ahora no haya tenido valor suficiente para
desmontar esta inerte máquina? Por lo demás ahora me complazco de no haberlo
verificado, pues desde que Antonia está conmigo, de cuando en cuando toco este
instrumento y no podéis figuraros lo mucho que oirlo le complace.
Era tal su emoción al pronunciar estas palabras, que me
sentí animado para decirle:
—Apreciable señor mío: ¿tendríais la bondad de tocarlo en mi
presencia?
A esta súplica reapareció en su semblante su habitual
descontento y me contestó con voz lenta y cadenciosa:
—No por cierto, querido estudiante.
La cosa no pasó de aquí.
Después de haberme mostrado multitud de rarezas, la mayor
parte pueriles, abrió una cajita, sacó de ella un papel doblado y dijo con
solemnidad poniéndomelo entre las manos:
—Ya que sois amigo del arte, admitid este regalo, como un
recuerdo, que os será más grato que otra cosa alguna.
Dichas estas palabras, me empujó suavemente hasta la puerta,
en el dintel de la cual me dio un abrazo. De este modo simbólico me despidió.
Al desdoblar el papel encontré dentro un pedacito de cuerda de violín larga, de
una pulgada poco más o menos, y escrito en su envoltorio lo siguiente: «Pedazo
de la quinta, que el ilustre Stamitz colocó en su violín, cuando su último
concierto.»
La descortés despedida que me dispensó desde que hube
pronunciado el nombre de Antonia, me indicaba que ya nunca jamás vería a la
joven, y sin embargo, tampoco sucedió así. Al visitar al consejero por segunda
vez encontré a Antonia en su aposento, ayudándole a reunir las piezas de un
violín. A primera vista el exterior de la joven no producía grande impresión,
pero al cabo de un rato hasta hubiera sido doloroso separar las miradas de sus
ojos azules y labios sonrosados unidos a unas facciones tiernas y dulces.
Aunque algo pálida, desde el momento que una conversación discreta se animaba,
coloreábanse sus mejillas y vagaba por sus labios una angelical sonrisa. En
cuanto a mí, hablé con ella libremente, y sin notar en Crespel aquellas miradas
de Argos, de que el profesor me había hablado, antes bien conservó el consejero
su estado habitual, y algunas veces hasta parecía satisfecho de vernos hablar
juntos.
Así fue que mis visitas al consejero se hicieron más
frecuentes, y la recíproca costumbre de tratarnos, imprimía en ellas una
intimidad, verdaderamente encantadora. Las extrafiezas del consejero me divertían
en extremo; pero sobre todo quien ejercía sobre mí un atractivo irresistible,
haciéndome soportar cosas que en cualquiera otra ocasión habrían sido
incompatibles con mi carácter impaciente, era la interesante Antonia. La
conversación del consejero era a menudo fastidiosa y de mal gusto, y lo que
principalmente me pesaba, era verle apenas se hablara de música y en especial
de canto, volverse a mí con semblante descompuesto, animado de simpática
sonrisa, para pronunciar con cadenciosa voz algunas extravagancias que dieran
un giro a la conversación. Por el aire de tristeza que sombreaba entonces el
semblante de la joven, se me figuró que el consejero obraba así para impedir
que la invitase a cantar; pero yo no renuncié a mi proyecto, y a cada obstáculo
que Crespel me oponía, mayor firmeza tenían mis propósitos. Necesitaba oir el
canto de Antonia, para no volverme loco, sumido todo el día en las ilusiones
que sobre el mismo me había formado.
Llegó una noche en que encontré a Crespel de indecible buen
humor: acababa de desmontar el violín de Cremona cuya alma había hallado como
una pulgada más inclinada que en los demás, ¡precioso descubrimiento para la
práctica! Logré enardecerlo hablándole sobre el verdadero modo de tocar el
violín; y la ejecución de los grandes cantores y antiguos maestros que citaba
Crespel me llevó a criticar el nuevo sistema de canto, que se modula conforme
al ruido de la música, ciñéndose así, al gusto del instrumentista.
— ¡Qué mayor absurdo—dije saltando de la silla y abriendo
rápidamente el piano—qué mayor absurdo que este modo de arrojar sonidos, como
esparciéndolos uno a uno por el suelo?
En seguida canté algunos de esos recitados de nuevo cuño,
acompañándoles de acordes detestables, a lo cual soltaba Crespel enormes
carcajadas, exclamando:
—¡Ja ja ja!..... Se me figura estar oyendo a nuestros
alemanes italianizados o a nuestros italianos germanizados, cantando trozos de
Pacitta o Portogallo o de algún maestro de capilla.
Ha llegado el momento, pensé yo, y volviéndome hacia Antonia,
le dije:
—¿No es verdad, que ni siquiera teníais vos conocimiento de
este método? y al mismo tiempo entoné una canción admirable y apasionada del
viejo Leonardo Leo. Coloreáronse de repente las mejillas de Antonia,
resplandecieron sus ojos, y lanzándose con viveza hasta cerca del piano, abrió
los labios pero Crespel al mismo tiempo la tiró para atrás, y agarrándose a mis
hombros, gritó con voz agitada:
—¡Eh! ¡muchacho! ¡muchacho!
Y continuando en seguida con el acento cadencioso que le era
habitual y haciéndome una reverencia, me dijo:
—Caballerito, faltaría sin duda a todas las reglas de la
buena educación, si os dijera sin ambajes que deseo que el diablo se os lleve
entre sus garras a lo más profundo del abismo; pero esto aparte, no dejaréis de
comprender que hace una noche muy oscura, y como no están encendidos los
faroles no es menester que os eche por la ventana, para que difícilmente
lleguéis a vuestra casa con los huesos enteros. Tomad, pues, la escalera y
contad con el afecto de un amigo, bien que no ha de extrañaros que nunca jamás
debáis hallarle en casa: ¿lo tenéis en tendido?.... ¡Nunca, jamás!
Dicho esto, me echó el brazo a los hombros, arrastrándome
lentamente hasta la puerta, de un modo tan especial, que no me fué posible una
vez siquiera hallar la mirada de la joven para despedirme de ella cuando menos
con los ojos.
Ya se conocerá que aun cuando tuviera grandes ganas de darle
al consejero una de palos, en la situación en que me encontraba, era imposible.
Mi desgraciada aventura dio mucho que reir al profesor, quien me aseguró que
por esta vez sí que habían acabado para siempre mis relaciones con el
consejero, y en cuanto a Antonia era para mí un ser harto noble y sagrado para
irme a hacer el enamorado bajo sus ventanas, poniéndola así en ridículo.
Salí, pues, de la ciudad de H... con el corazón destrozado,
lleno de pesar y con la imagen de Antonia fija en la mente, rodeada de una
especie de aureola, y hasta su canto, sin que.nunca hubiera tenido la dicha de
oirlo, resonaba en mi corazón como una sensación consoladora.
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