domingo, 29 de marzo de 2015

La Sibila (Fragmento) -Pär Lagerkvist-

  Se acercaba el séptimo día del mes de primavera, día consagrado al dios: entonces sería pitonisa por vez primera. Yo era la única de quien debían ocuparse, porque la mujer que había sido pitonisa antes que yo había muerto de repente en circunstancias extrañas que no les interesaba dar a conocer. Para aquella solemnidad que duraba varios días se preveía gran afluencia de peregrinos, preocupados por adivinar cómo me las compondría en mi primera experiencia: ¿hablaría el dios por mis labios? Y yo ¿resistiría tan gran esfuerzo durante tantos días? Me colmaban de atenciones y de deferencias, pero no porque les importara mi persona. Ya entonces lo advertí, a pesar de ser aún una niña y de encontrarme por vez primera entre gente extraña, de quien lo ignoraba casi todo. También comprendí que no vivían para el dios, sino para su templo, y que amaban a éste y no al dios, preocupados tan sólo por el prestigio y la fama del santuario en el mundo.

  Como siempre, los peregrinos acudirían en gran número a la fiesta solemne y la consideraban sagrada porque todos los ciudadanos vivían a expensas del dios.

   Entonces desconocía todo esto; sin duda advertía gran agitación, pero no le concedía mayor importancia. En cierto sentido ni siquiera la veía. Persistía en la apatía en que quizá me había sumido el dios, y me mostraba indiferente por completo hacia cuanto acaecía a mi alrededor.

   Al fin llegó el gran día consagrado al dios, y se iniciaron las fiestas en su honor. Aún hoy recuerdo muy bien aquella mañana. Jamás he visto brillar el sol tanto como cuando se asomó aquel día tras las montañas. Tras tres días de ayuno me sentía ligera como un pájaro. Me bañé en la fuente Castalia: el, agua era fresca y me sentí pura, limpia de cuanto no perteneciera a aquella alborada divina. Luego me vistieron y me prepararon para los esponsales con el dios, y a paso lento recorrí el camino sagrado hasta el recinto del templo. Sin duda inmenso gentío se apretujaba a ambos lados del camino y en el propio recinto, mas no lo advertí, ignorando su presencia: sólo existía para el dios. Ascendí los peldaños del templo, donde un sacerdote me roció con agua bendita, y crucé el umbral del resplandeciente santuario. Penetré en aquel lugar magnífico, donde el dios no me esperaba y donde no estaba previsto que yo le sirviera. Avancé con lágrimas que me quemaban los párpados, que no osaba alzar —había cerrado los ojos para no ver la magnificencia del dios y tal vez defraudarle al eludir la misión para la que me había www.ladeliteratura.com.uy elegido —. Guiada por dos sacerdotes, pasé ante el altar sobre el que ardía la llama eterna, crucé la sala de los peregrinos y por la angosta escalera oscura alcancé el acceso.

    Como la vez anterior, también ahora había poca luz allí, y se requirió algún tiempo antes que pudiera distinguir los objetos. Pero al instante advertí el humo acre que salía por la hendidura, y hasta me pareció más acre y soporífero que antes. También noté en seguida el hedor a cabra, pero mucho más fuerte y desagradable que la vez anterior. No entendía nada. Debía de arder algo, porque olía a chamusquina. Más tarde vi que ardía algo en una cubeta situada en la penumbra, y divisé a un hombrecillo inclinado sobre ella, que aventaba las brasas con un ala de pájaro, probablemente un milano. Una serpiente amarillenta se arrastró a sus pies, pero desapareció en la oscuridad. Su vista me llenó de terror, al recordar el rumor de que la pitonisa que me había precedido murió por la mordedura de un áspid. No le había dado fe porque la primera vez que estuve allí no vi ningún reptil. Muy pronto supe que era cierto, y que siempre había habido en aquel lugar serpientes, que eran objeto de gran veneración por ser los animales preferidos del oráculo y estar dotadas de la divina facultad adivinatoria. Supe también que lo que ardía en la cubeta eran ramas de laurel, el árbol consagrado al dios, cuyo humo debía aspirar la sacerdotisa para que el espíritu del dios penetrara en su cuerpo.

    De pronto el hombrecillo dejó la cubeta y el ala de pájaro y me miró tan cortés que se calmó mi miedo. Su rostro enjuto y rugoso era jovial, y sus labios esbozaron una sonrisa. Ignoraba entonces que aquel hombrecillo sería mi único amigo en el santuario, mi único apoyo y mi único consuelo durante años y años, especialmente cuando el hado cayó sobre mí como un águila desde los huecos de la roca.

    Entumecida, apenas si hice caso de él, aun sabiendo que era distinto de los www.ladeliteratura.com.uy demás, que era bueno y que sólo deseaba mi bien, mientras seguía dedicado a su trabajo. Me ofreció un recipiente lleno de hojas frescas de laurel, recién cogidas en el bosque consagrado al dios, y que yo debía masticar junto con las cenizas para que el espíritu del dios penetrara en mi cuerpo. Como si intentase calmar mi turbación, el hombrecillo me sonrió; y entre todos aquellos horrores su sonrisa resultaba buena y tranquilizadora. Naturalmente no me dijo nada, porque nadie podía hablar en la entrada del templo.

    Las hojas que me había ofrecido tenían un sabor desagradable, y ya fuese porque comenzaron a producir su efecto en mí, ya porque estaba agotada por el prolongado ayuno, experimenté una sensación extraña y me tambaleé levemente. Los dos sacerdotes del oráculo, que me vigilaban continuamente, me ayudaron a subir al trípode, pues jamás hubiera logrado subir sola, y colocaron el recipiente de las cenizas en un alto escabel para que estuviera a la altura de mi rostro y pudiera así aspirar el humo soporífero cada vez que respirara. Era tan acre que se iba apoderando de mí un extraño desfallecimiento.

    Mayor efecto aún me producían las emanaciones que salían por la hendidura. Ahora que estaba sentada encima advertía cuán venenosas y nauseabundas eran. Resultaba todo tan horrible que por un instante cruzó por mi mente el recuerdo de lo que algunos decían, que la hendidura alcanzaba el reino de la muerte y por ella el oráculo recibía su poder, porque sólo la muerte lo conoce todo. Tuve miedo de la sima que se abría bajo o mis pies y sentí la angustia de perder el conocimiento y hundirme en el abismo. Terror al reino de la muerte. Parecía como si me fuese hundiendo, hundiendo cada vez más... Pero ¿dónde? ¿Dónde estaba el dios? ¿Dónde? ¡El dios no estaba allí, no venía a mí! ¡No me invadía con su espíritu, como me había prometido! Sólo me hundía, me hundía cada vez más...

   Completamente aturdida, casi intoxicada, divisé vagamente a uno de los sacerdotes que traía a mi presencia un macho cabrío de extraordinaria cornamenta; lo arrastraba fuera de la oscuridad de la entrada, rociándole de agua la cabeza, o al menos así me lo pareció. Después perdí el conocimiento...

   Pero de pronto todo cambió. Sentí una sensación de alivio y de liberación: www.ladeliteratura.com.uy no el sentimiento de la muerte, sino el de la vida. ¡Vida! Una inefable sensación de placer, pero violenta e inigualable... ¡Era él! ¡Él! Sí, era él que me invadía; lo sentía, me daba perfecta cuenta de ello. Me invadía, me aniquilaba y me llenaba por completo de sí, de su dicha, de su alegría, de su éxtasis. ¡Oh, era maravilloso sentir su espíritu descendiendo sobre mí y llegar a ser suya, completamente suya; ser poseída por el dios, por el éxtasis inconmensurable, por la dicha infinita y por la alegría desenfrenada que había en el dios! ¿Existe algo más edificante que compartir con el dios la felicidad de existir?

   Semejante sensación prosiguió en aumento, siempre acompañada de éxtasis y placer, pero demasiado violenta, demasiado aplastante. Era superior a mis fuerzas, me enloquecía produciéndome un dolor ilimitado... Sentí que mi cuerpo comenzaba a retorcerse presa de la agonía y del tormento, impelido y rechazado por doquier, y se me agarrotaba la garganta como si estuviese a punto de ahogarme. Pero en vez de ahogarme empecé a lanzar terribles gritos, mientras mis labios se movían contra mi voluntad: no era yo quien profería aquellos gritos y movía los labios. Oía estentóreos gritos, sin comprender su significado. Yo los emitía, procedían de mis labios fláccidos, pero aquélla no era mi voz... No, no era yo misma, no me pertenecía a mí misma; era suya, sólo suya, ¡y esto era terrible, terrible y nada más!...

    No sabría decir cuánto duró, porque perdí el conocimiento. Ni sé tampoco cómo salí de allí, ni lo que ocurrió después, ni quién me ayudó, ni quién cuidó de mí. Cuando desperté estaba en la casa contigua al templo, donde entonces vivía, y me dijeron que había caído en un profundo sueño, debilitada por el ayuno. Me refirieron también que los sacerdotes estaban muy satisfechos de mí y que, como sacerdotisa del oráculo, había sobrepasado sus más halagüeñas esperanzas. Me lo dijo la vieja con quien vivía, y al acabar sin charla me dejó descansar.


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