Se acercaba el séptimo día del mes de primavera, día consagrado al dios: entonces
sería pitonisa por vez primera. Yo era la única de quien debían ocuparse, porque la
mujer que había sido pitonisa antes que yo había muerto de repente en circunstancias
extrañas que no les interesaba dar a conocer. Para aquella solemnidad que duraba varios
días se preveía gran afluencia de peregrinos, preocupados por adivinar cómo me las
compondría en mi primera experiencia: ¿hablaría el dios por mis labios? Y yo
¿resistiría tan gran esfuerzo durante tantos días? Me colmaban de atenciones y de
deferencias, pero no porque les importara mi persona. Ya entonces lo advertí, a pesar de ser
aún una niña y de encontrarme por vez primera entre gente extraña, de quien lo
ignoraba casi todo. También comprendí que no vivían para el dios, sino para su
templo, y que amaban a éste y no al dios, preocupados tan sólo por el prestigio y la
fama del santuario en el mundo.
Como siempre, los peregrinos acudirían en gran número a la fiesta solemne y la
consideraban sagrada porque todos los ciudadanos vivían a expensas del dios.
Entonces desconocía todo esto; sin duda advertía gran agitación, pero no le
concedía mayor importancia. En cierto sentido ni siquiera la veía. Persistía en la
apatía en que quizá me había sumido el dios, y me mostraba indiferente por
completo hacia cuanto acaecía a mi alrededor.
Al fin llegó el gran día consagrado al dios, y se iniciaron las fiestas en su honor.
Aún hoy recuerdo muy bien aquella mañana. Jamás he visto brillar el sol tanto como
cuando se asomó aquel día tras las montañas. Tras tres días de ayuno me sentía ligera como
un pájaro. Me bañé en la fuente Castalia: el, agua era fresca y me sentí pura, limpia de
cuanto no perteneciera a aquella alborada divina. Luego me vistieron y me prepararon
para los esponsales con el dios, y a paso lento recorrí el camino sagrado hasta el recinto
del templo. Sin duda inmenso gentío se apretujaba a ambos lados del camino y en el propio
recinto, mas no lo advertí, ignorando su presencia: sólo existía para el dios. Ascendí los
peldaños del templo, donde un sacerdote me roció con agua bendita, y crucé el umbral
del resplandeciente santuario. Penetré en aquel lugar magnífico, donde el dios no me
esperaba y donde no estaba previsto que yo le sirviera. Avancé con lágrimas que
me quemaban los párpados, que no osaba alzar —había cerrado los ojos para no ver la
magnificencia del dios y tal vez defraudarle al eludir la misión para la que me había
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elegido —. Guiada por dos sacerdotes, pasé ante el altar sobre el que ardía la llama
eterna, crucé la sala de los peregrinos y por la angosta escalera oscura alcancé el
acceso.
Como la vez anterior, también ahora había poca luz allí, y se requirió algún tiempo
antes que pudiera distinguir los objetos. Pero al instante advertí el humo acre que salía por
la hendidura, y hasta me pareció más acre y soporífero que antes. También noté en
seguida el hedor a cabra, pero mucho más fuerte y desagradable que la vez anterior. No
entendía nada. Debía de arder algo, porque olía a chamusquina. Más tarde vi que ardía
algo en una cubeta situada en la penumbra, y divisé a un hombrecillo inclinado sobre
ella, que aventaba las brasas con un ala de pájaro, probablemente un milano. Una serpiente
amarillenta se arrastró a sus pies, pero desapareció en la oscuridad. Su vista me llenó de
terror, al recordar el rumor de que la pitonisa que me había precedido murió por la
mordedura de un áspid. No le había dado fe porque la primera vez que estuve allí no vi
ningún reptil. Muy pronto supe que era cierto, y que siempre había habido en aquel
lugar serpientes, que eran objeto de gran veneración por ser los animales preferidos del
oráculo y estar dotadas de la divina facultad adivinatoria. Supe también que lo que ardía
en la cubeta eran ramas de laurel, el árbol consagrado al dios, cuyo humo debía aspirar la
sacerdotisa para que el espíritu del dios penetrara en su cuerpo.
De pronto el hombrecillo dejó la cubeta y el ala de pájaro y me miró tan cortés
que se calmó mi miedo. Su rostro enjuto y rugoso era jovial, y sus labios esbozaron una
sonrisa. Ignoraba entonces que aquel hombrecillo sería mi único amigo en el santuario, mi
único apoyo y mi único consuelo durante años y años, especialmente cuando el hado
cayó sobre mí como un águila desde los huecos de la roca.
Entumecida, apenas si hice caso de él, aun sabiendo que era distinto de los
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demás, que era bueno y que sólo deseaba mi bien, mientras seguía dedicado a su
trabajo. Me ofreció un recipiente lleno de hojas frescas de laurel, recién cogidas en el
bosque consagrado al dios, y que yo debía masticar junto con las cenizas para que el
espíritu del dios penetrara en mi cuerpo. Como si intentase calmar mi turbación, el
hombrecillo me sonrió; y entre todos aquellos horrores su sonrisa resultaba buena y
tranquilizadora. Naturalmente no me dijo nada, porque nadie podía hablar en la entrada
del templo.
Las hojas que me había ofrecido tenían
un sabor desagradable, y ya fuese porque
comenzaron a producir su efecto en mí, ya
porque estaba agotada por el prolongado ayuno,
experimenté una sensación extraña y me tambaleé
levemente. Los dos sacerdotes del oráculo, que me
vigilaban continuamente, me ayudaron a subir al
trípode, pues jamás hubiera logrado subir sola, y
colocaron el recipiente de las cenizas en un alto escabel para que estuviera a la altura de
mi rostro y pudiera así aspirar el humo soporífero cada vez que respirara. Era tan acre
que se iba apoderando de mí un extraño desfallecimiento.
Mayor efecto aún me producían las emanaciones que salían por la hendidura. Ahora
que estaba sentada encima advertía cuán venenosas y nauseabundas eran. Resultaba todo
tan horrible que por un instante cruzó por mi mente el recuerdo de lo que algunos
decían, que la hendidura alcanzaba el reino de la muerte y por ella el oráculo recibía
su poder, porque sólo la muerte lo conoce todo. Tuve miedo de la sima que se abría
bajo o mis pies y sentí la angustia de perder el conocimiento y hundirme en el abismo.
Terror al reino de la muerte. Parecía como si me fuese hundiendo, hundiendo cada vez
más... Pero ¿dónde? ¿Dónde estaba el dios? ¿Dónde? ¡El dios no estaba allí, no venía a
mí! ¡No me invadía con su espíritu, como me había prometido! Sólo me hundía,
me hundía cada vez más...
Completamente aturdida, casi intoxicada, divisé vagamente a uno de los sacerdotes
que traía a mi presencia un macho cabrío de extraordinaria cornamenta; lo arrastraba
fuera de la oscuridad de la entrada, rociándole de agua la cabeza, o al menos así me lo
pareció. Después perdí el conocimiento...
Pero de pronto todo cambió. Sentí una sensación de alivio y de liberación:
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no el sentimiento de la muerte, sino el de la vida. ¡Vida! Una inefable sensación
de placer, pero violenta e inigualable... ¡Era él! ¡Él! Sí, era él que me invadía; lo
sentía, me daba perfecta cuenta de ello. Me invadía, me aniquilaba y me llenaba
por completo de sí, de su dicha, de su alegría, de su éxtasis. ¡Oh, era maravilloso
sentir su espíritu descendiendo sobre mí y llegar a ser suya, completamente suya;
ser poseída por el dios, por el éxtasis inconmensurable, por la dicha infinita y
por la alegría desenfrenada que había en el dios! ¿Existe algo más edificante que
compartir con el dios la felicidad de existir?
Semejante sensación prosiguió en aumento, siempre acompañada de éxtasis
y placer, pero demasiado violenta, demasiado aplastante. Era superior a mis
fuerzas, me enloquecía produciéndome un dolor ilimitado... Sentí que mi cuerpo
comenzaba a retorcerse presa de la agonía y del tormento, impelido y rechazado
por doquier, y se me agarrotaba la garganta como si estuviese a punto de
ahogarme. Pero en vez de ahogarme empecé a lanzar terribles gritos, mientras
mis labios se movían contra mi voluntad: no era yo quien profería aquellos gritos y
movía los labios. Oía estentóreos gritos, sin comprender su significado. Yo los
emitía, procedían de mis labios fláccidos, pero aquélla no era mi voz... No, no era
yo misma, no me pertenecía a mí misma; era suya, sólo suya, ¡y esto era terrible,
terrible y nada más!...
No sabría decir cuánto duró, porque perdí el conocimiento. Ni sé tampoco cómo
salí de allí, ni lo que ocurrió después, ni quién me ayudó, ni quién cuidó de mí. Cuando
desperté estaba en la casa contigua al templo, donde entonces vivía, y me dijeron que
había caído en un profundo sueño, debilitada por el ayuno. Me refirieron también que los
sacerdotes estaban muy satisfechos de mí y que, como sacerdotisa del oráculo, había
sobrepasado sus más halagüeñas esperanzas. Me lo dijo la vieja con quien vivía, y al acabar
sin charla me dejó descansar.
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