MARX
(PREÁMBULO)
1
Quien siembra deseo
—Marx cambia por completo mi visión del mundo —me ha
declarado esta mañana
el hijo de los Pallières, que no suele dirigirme nunca la palabra.
Antoine Pallières, próspero heredero de una antigua dinastía
industrial, es el hijo
de una de las ocho familias para quienes trabajo. Último
bufido de la gran burguesía
de negocios —la cual no se reproduce más que a golpe de
hipidos limpios y sin vicios
—, resplandecía sin embargo de felicidad por su
descubrimiento y me lo narraba por
puro reflejo, sin pensar siquiera que yo pudiera estar
enterándome de algo. ¿Qué
pueden comprender las masas trabajadoras de la obra de Marx?
Su lectura es ardua; su
lenguaje, culto; su prosa, sutil; y su tesis, compleja.
Y entonces por poco me delato como una tonta.
—Deberías leer La ideología alemana —le digo a ese papanatas
con trenca color
verde pino.
Para comprender a Marx y comprender por qué está equivocado,
hay que leer La
ideología alemana. Es la base antropológica a partir de la
cual se construirán todas las
exhortaciones a un mundo nuevo, y sobre la que reposa una
certeza esencial: los
hombres, a quienes pierde el deseo, harían bien en limitarse
a sus necesidades. En un
mundo en el que se amordace la hibris del deseo podrá nacer
una organización social
nueva, despojada de luchas, opresiones y jerarquías
deletéreas.
—Quien siembra deseo, recoge opresión —a punto estoy de
murmurar como si
sólo me escuchara mi gato. Pero Antoine Pallières, cuyo
repugnante y embrionario
bigote nada tiene de felino, me mira desconcertado por mis
extrañas palabras. Como
siempre, me salva la incapacidad que tienen los seres de dar
crédito a todo aquello
que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos
hábitos mentales.
Una portera no lee La ideología alemana y, por lo tanto, no
podría de ninguna manera
citar la undécima tesis sobre Feuerbach. Por añadidura, una
portera que lee a Marx, a
la fuerza lo que le interesa tiene que ser la subversión, y
le vende el alma a un diablo
llamado CGT. Que pueda leer a Marx para elevar su espíritu
es una incongruencia que
ningún burgués llega a concebir siquiera.
—Déle recuerdos a su madre —mascullo, cerrándole la puerta
en las narices, con
la esperanza de que la fuerza de prejuicios milenarios cubra
la disfonía de ambas
frases.
2
Los milagros del Arte
Me llamo Renée. Tengo cincuenta y cuatro años. Desde hace
veintisiete, soy la
portera del número 7 de la calle Grenelle, un bonito
palacete con patio y jardín
interiores, dividido en ocho pisos de lujo, todos habitados
y todos gigantescos. Soy
viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y
también, a juzgar por ciertas
mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de
espaldas. No tengo
estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante.
Vivo sola con mi gato, un
animal grueso y perezoso, cuya única característica notable
es que le huelen las patas
cuando está disgustado. Ni uno ni otro nos esforzamos apenas
por integrarnos en el
círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable,
aunque siempre cortés, no
se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque
correspondo tan bien a lo que la
creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera
de finca, que soy uno de
los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión
universal según la cual la vida
tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente. Y como
en alguna parte está
escrito que las porteras son viejas, feas y ariscas, también
está grabado en letras de
fuego en el frontón del mismo firmamento estúpido que dichas
porteras tienen
gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando
sobre cojines cubiertos con
fundas de crochet.
Asimismo, también está escrito que las porteras ven la
televisión sin descanso
mientras sus gruesos gatos dormitan, y que el vestíbulo del
edificio tiene que oler a
potaje, a sopa o a guiso de legumbres. Tengo la inmensa
suerte de ser portera en una
residencia de mucha categoría. Era para mí tan humillante
tener que cocinar esos
platos infames que la intervención del señor de Broglie, el
consejero de Estado del
primero —intervención que debió de describir a su esposa
como educada pero firme, y
que tenía como fin erradicar de la existencia común ese tufo
plebeyo—, fue un
inmenso alivio que disimulé lo mejor que pude bajo la
apariencia de una obediencia
forzosa.
Eso fue hace veintisiete años. Desde entonces, voy cada día
a la carnicería a
comprar una loncha de jamón o un filete de hígado de
ternera, que guardo en mi bolsa
de la compra entre el paquete de fideos y el manojo de
zanahorias. Exhibo con
complacencia estos víveres de pobre, realzados por la
característica apreciable de que
no huelen porque soy pobre en una casa de ricos, con el fin
de alimentar a la vez el
lugar común consensual y a mi gato, León, que si está gordo
es por esas viandas que
deberían estarme destinadas, y que se atiborra ruidosamente
de embutido y pasta con
mantequilla mientras yo puedo dar rienda suelta, sin
perturbaciones olfativas y sin
levantar sospechas, a mis propias inclinaciones culinarias.
Más ardua fue la cuestión de la televisión. En tiempos de mi
difunto esposo, me
acostumbré sin embargo, porque la constancia con que éste se
aplicaba a su
contemplación me ahorraba a mí la pejiguera de tener que
hacerlo yo. Llegaba hasta el
vestíbulo el ruido ahogado del aparato, y ello bastaba para
perpetuar el juego de las
jerarquías sociales, la apariencia de las cuales, una vez
fallecido Lucien, tuve que
esforzarme por mantener, a costa de más de un quebradero de
cabeza. En vida, mi
marido me liberaba de la inicua obligación; una vez muerto,
me privaba de su
incultura, escudo indispensable contra el recelo ajeno.
La solución la hallé en un botón que no era tal.
Una campanilla unida a un mecanismo que funciona por
infrarrojos me avisa
ahora de cualquier ir y venir por el vestíbulo del edificio,
lo cual hace inútil todo botón
que, al pulsarse, me advertiría de alguna presencia en el
portal, por muy lejos que yo
me encontrase. En tales ocasiones, permanezco en la
habitación del fondo, donde paso
la mayor parte de mis horas de ocio y donde, al amparo de
los ruidos y los olores que
mi condición me impone, puedo vivir como me place sin verme
privada de la
información vital para todo centinela, a saber: quién entra,
quién sale, con quién y a
qué hora.
Así, los residentes que cruzaban el vestíbulo oían los
sonidos ahogados que
indican que hay un televisor encendido y, más por carencia
que por exceso de
imaginación, se formaban la imagen de la portera arrellanada
en el sofá ante la caja
tonta. Yo, encerrada en mi antro, no oía nada pero sabía que
alguien transitaba.
Entonces, en la habitación contigua, por el ojo de buey
situado frente a la escalera,
oculta tras el visillo blanco, averiguaba con discreción la
identidad del transeúnte.
La aparición de las cintas de vídeo y, más adelante, del
dios DVD, cambió las
cosas de manera aún más radical en lo que a mi beatitud se
refiere. Como no es muy
frecuente que una portera disfrute con Muerte en Venecia, y
que de la portería
provengan notas de Mahler, recurrí a los ahorros conyugales,
con tanto esfuerzo
reunidos, y adquirí otro aparato que instalé en mi
escondrijo. Mientras, garante de mi
clandestinidad, el televisor de la portería berreaba sin que
yo lo oyera insensateces
para cerebros poco o nada refinados, yo podía extasiarme,
con lágrimas en los ojos,
ante los milagros del Arte.
Idea profunda n° 1
Ansío las estrellas
mas abocada estoy
a la pecera
Aparentemente, de vez en cuando los adultos se toman el
tiempo de sentarse a
contemplar el desastre de sus vidas. Entonces se lamentan
sin comprender y, como
moscas que chocan una y otra vez contra el mismo cristal, se
inquietan, sufren, se
consumen, se afligen y se interrogan sobre el engranaje que
los ha conducido allí
donde no querían ir. Los más inteligentes llegan incluso a
hacer de ello una religión:
¡ah, la despreciable vacuidad de la existencia burguesa! Hay
cínicos de esta índole que
comparten mesa con papá: «¿Qué ha sido de nuestros sueños de
juventud?»,
preguntan con aire desencantado y satisfecho. «Se han
desvanecido, y cuán perra es la
vida...». Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La
verdad es que son como todos
los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y
que van de duros cuando
en realidad tienen ganas de llorar.
Sin embargo, es fácil de comprender. El problema está en que
los hijos se creen lo
que dicen los adultos y, una vez adultos a su vez, se vengan
engañando a sus propios
hijos. «La vida tiene un sentido que los adultos conocen» es
la mentira universal que
todos creen por obligación. Cuando, una vez adulto, uno
comprende que no es cierto,
ya es demasiado tarde. El misterio permanece intacto, pero
hace tiempo que se ha
malgastado en actividades estúpidas toda la energía disponible.
Ya no le queda a uno
más que anestesiarse como puede tratando de enmascarar el
hecho de que no le
encuentra ningún sentido a la vida, y engaña a sus propios
hijos para intentar
convencerse mejor a sí mismo. De entre las personas que
frecuenta mi familia, todas
han seguido el mismo camino: una juventud dedicada a tratar
de rentabilizar la propia
inteligencia, a exprimir como un limón el filón de los
estudios y a asegurarse una
posición de élite; y luego toda una vida dedicada a
preguntarse con estupefacción por
qué tales esperanzas han dado como fruto una existencia tan
vana. La gente cree
ansiar y perseguir estrellas, pero termina como peces de
colores en una pecera. Me
pregunto si no sería más sencillo enseñarles a los niños
desde el principio que la vida
es absurda. Ello le robaría algunos buenos momentos a la
infancia, pero permitiría que
el adulto ganara un tiempo considerable (por no hablar de
que uno se ahorraría al
menos un trauma: el de la pecera).
En lo que a mí respecta, tengo doce años, vivo en la calle
Grenelle, número 7, en
un piso de ricos. Mis padres son ricos, mi familia es rica y
por consiguiente mi
hermana y yo somos virtualmente ricas. Papá es diputado,
después de haber sido
ministro, y sin duda llegará a ser presidente de la Asamblea
Nacional y se pimplará la
bodega entera del palacete de Lassay, sede de dicha
Asamblea. Mamá... Pues bien,
mamá no es lo que se dice una lumbrera pero tiene cierta
cultura. Es doctora en letras.
Escribe sus invitaciones para cenar sin faltas de ortografía
y se pasa el tiempo
dándonos la tabarra con referencias literarias («Colombe, no
te pongas en plan
Guermantes», «Tesoro, eres una verdadera Sanseverina»).
Pese a ello, pese a toda esta suerte y toda esta riqueza,
hace mucho tiempo que
sé que el destino final es la pecera. ¿Que cómo lo sé? Pues
porque da la casualidad de
que soy muy inteligente. Excepcionalmente inteligente,
incluso. No tengo más que
compararme con los demás niños de mi edad para ver que nos
separa un abismo.
Como no me apetece mucho llamar la atención, y en una familia
en la que la
inteligencia se considera un valor supremo a una niña
superdotada no la dejarían
nunca en paz, en el colegio trato de hacer menos de lo que
podría, pero aun así
siempre soy la primera en todo. Hay quien podría pensar que
resulta fácil hacerse
pasar por alguien con una inteligencia normal cuando, como
yo, a los doce años se
tiene el nivel de una universitaria de una facultad de
dificultad superior. Pero ¡no, en
absoluto! Hay que esforzarse mucho por parecer más tonto de
lo que se es. Aunque,
en cierta manera, este empeño no salva de morir de
aburrimiento: todo el tiempo que
no tengo que pasar aprendiendo y comprendiendo, lo empleo en
utilizar el estilo, las
respuestas, las formas de proceder, las preocupaciones y los
pequeños errores de los
buenos alumnos normales y corrientes. Leo todo lo que
escribe Constance Boret, la
segunda de la clase, en mates, lengua e historia, y así me
entero de lo que tengo que
hacer: en lengua, una serie de palabras coherentes y
correctamente ortografiadas; en
mates, la reproducción mecánica de operaciones desprovistas
de sentido; y en historia,
una sucesión de hechos ligados entre sí por conectores
lógicos. Pero incluso si me
comparo con los adultos, soy mucho más lista que la mayoría
de ellos. Así son las
cosas. No me siento especialmente orgullosa porque tampoco
es que el mérito sea
mío. Pero lo que está claro es que yo no pienso terminar en
la pecera. He reflexionado
mucho antes de tomar esta decisión. Incluso para una persona
tan inteligente como
yo, con tanta facilidad para los estudios, tan diferente de
los demás y tan superior a la
mayoría de la gente, mi vida ya está toda trazada, lo cual
es tristísimo: nadie parece
haber caído en la cuenta de que si la existencia es absurda,
lograr en ella un éxito
brillante no tiene más valor que fracasar por completo.
Simplemente es más cómodo.
O ni siquiera: creo que la lucidez hace amargo el éxito,
mientras que la mediocridad
alberga siempre alguna esperanza.
He tomado pues una decisión. Pronto dejaré atrás la infancia
y, pese a mi certeza
de que la vida es una farsa, no creo que pueda resistir
hasta el final. En el fondo,
estamos programados para creer en lo que no existe, porque
somos seres vivos que
no quieren sufrir. Por ello empleamos todas nuestras
energías en convencernos de que
hay cosas que valen la pena y que por ellas la vida tiene
sentido. Por muy inteligente
que yo sea, no sé cuánto tiempo aún podré luchar contra esta
tendencia biológica.
Cuando entre en el mundo de los adultos, ¿seré todavía capaz
de hacer frente al
sentimiento de lo absurdo? No lo creo. Por eso he tomado una
decisión: al final de este
curso, el día en que cumpla 13 años, el próximo 16 de junio,
me suicidaré. Pero
cuidado, no pienso hacerlo a bombo y platillo como si fuera
un acto de valentía y un
desafío. De hecho, más me vale que nadie sospeche nada. Los
adultos tienen con la
muerte una relación rayana en la histeria, el hecho adopta
proporciones enormes, se
comportan como si fuera algo importantísimo cuando en
realidad es el acontecimiento
más banal del mundo. Por otra parte, lo que a mí me importa
no es el hecho del
suicidio en sí, sino el cómo. Mi vertiente japonesa se
inclina evidentemente por el
seppuku. Cuando digo mi vertiente japonesa me refiero a mi
amor por el Japón. Estoy
en octavo y, como es obvio, he elegido el japonés como
segunda lengua. El profe de
japonés tampoco es que sea muy bueno, se come las palabras
cuando no habla su
idioma y se pasa el tiempo rascándose la coronilla con aire
perplejo, pero el libro de
texto no está mal y, desde que empezó el curso, he
progresado mucho. Tengo la
esperanza de que, de aquí a pocos meses, podré leer mis
cómics manga preferidos en
su edición original. Mamá no entiende que una «niña tan
lista como tú» pueda leer
manga. Ni siquiera me he tomado la molestia de explicarle
que «manga» en japonés
quiere decir simplemente «tebeo». Ella cree que me atiborro
de subcultura, y yo no
hago nada por sacarla de su error. Dentro de unos meses
quizá pueda leer a Taniguchi
en japonés. Pero esto nos lleva de nuevo a nuestra cuestión
de antes: eso tendría que
conseguirlo antes del 16 de junio porque ese día me suicido.
Pero nada de seppuku.
Sería un gesto cargado de sentido y de belleza pero... da la
casualidad de que... no
tengo ninguna gana de sufrir. Más aún, detestaría sufrir;
encuentro que cuando uno
toma la decisión de morir, justamente porque considera que
es algo lógico, hay que
hacerlo con tiento. Morir ha de ser un paso delicado, un
deslizarse suavemente hacia
el descanso. ¡Hay gente que se suicida tirándose por la
ventana de un cuarto piso,
bebiéndose un vaso de lejía o incluso ahorcándose! ¡Es
aberrante! Lo encuentro incluso
obsceno. ¿De qué sirve morir si no es para no sufrir? Yo, en
cambio, he previsto bien
mi salida de este mundo: desde hace un año, todos los meses
le cojo a mamá un
somnífero de la caja que guarda en su mesilla de noche. Se
toma tantos que, de todas
maneras, no se daría ni cuenta si le cogiera uno cada día,
pero he decidido ser muy
prudente. No hay que dejar ningún cabo suelto cuando se toma
una decisión que es
harto improbable que nadie comprenda. Uno no imagina la
rapidez con la que la gente
obstaculiza los proyectos a los que más apego se tiene, en
nombre de tonterías del
estilo de «el sentido de la vida» o «el amor a los hombres».
Ah, y también: «el carácter
sagrado de la infancia».
Así pues, me encamino tranquilamente a la fecha del 16 de
junio y no tengo
miedo. Tan sólo algún que otro pesar quizá. Pero el mundo
tal y como es no está
hecho para las princesas. Dicho esto, que uno tenga el
proyecto de morir no quiere
decir que hasta entonces tenga que vegetar como una verdura
podrida. Antes al
contrario. Lo importante no es morir ni a qué edad se muere,
sino lo que uno esté
haciendo en el momento de su muerte. En los cómics de
Taniguchi, los héroes mueren
escalando el Everest. Como no tengo ninguna probabilidad de
poder trepar al K2 o a
las Grandes Jorasses antes del próximo 16 de junio, mi
Everest personal es una
exigencia intelectual. Me he puesto como objetivo tener el
mayor número posible de
ideas profundas y apuntarlas en este cuaderno: si nada tiene
sentido, al menos que el
espíritu se vea forzado a enfrentarse a tal situación, ¿no?
Pero como tengo una
vertiente japonesa muy acusada, he añadido una obligación
más: esta idea profunda
ha de expresarse bajo la forma de un pequeño poema a la
japonesa: un haikú (tres
versos) o un tanka (cinco versos).
Mi haikú preferido es de Basho.
En esas chozas
comen los pescadores
¡gambas y grillos!
¡Esto, de pecera nada, no; esto es poesía, sí, señor!
Pero en el mundo en el que vivo, hay menos poesía que en una
choza de pescador
japonesa. ¿Y os parece normal que cuatro personas vivan en
cuatrocientos metros
cuadrados cuando muchas otras, y entre ellas quizá incluso
algunos poetas malditos,
ni siquiera tienen una vivienda decente y se hacinan en
grupos de quince en veinte
metros cuadrados? Cuando este verano nos enteramos en las
noticias de que unos
africanos habían muerto porque se había incendiado el
edificio insalubre en el que
vivían, se me ocurrió una idea. Ellos, la pecera la tienen
delante de las narices todo el
día, no pueden escapar de ella a golpe de poesía. Pero mis
padres y Colombe se
imaginan que nadan en el océano sólo porque viven en un piso
de cuatrocientos
metros cuadrados atestado de muebles y de cuadros.
Entonces, el 16 de junio pienso refrescarles un poco esa
memoria de sardinas que
tienen: voy a prenderle fuego a la casa (utilizando
pastillas de barbacoa). Ojo, no soy
ninguna criminal: lo haré cuando no haya nadie (el 16 de
junio cae en sábado, y los
sábados por la tarde Colombe va a casa de Tibère, mamá, a su
clase de yoga, papá, a
su círculo y yo me quedo en casa), evacuaré a los gatos por
la ventana y avisaré a los
bomberos con el margen de tiempo suficiente para que no haya
víctimas. Después me
iré tranquilamente a dormir a casa de la abuela con mis
somníferos.
Sin piso y sin hija quizá sí piensen ya en todos esos
africanos muertos, ¿no?
Camelias
1
Una aristócrata
Los martes y los jueves, Manuela, mi única amiga, toma el té
conmigo en mi casa.
Manuela es una mujer sencilla a la que veinte años
malgastados en limpiar el polvo en
casas ajenas no han despojado de su elegancia. Limpiar el
polvo es además un
eufemismo de lo más púdico. Pero, en casa de los ricos, las
cosas no se llaman por su
nombre.
—Vacío papeleras llenas de compresas —me dice con su acento
dulce y sibilante
—, recojo la vomitona del perro, limpio la jaula de los
pájaros —quién diría que unos
animalitos tan pequeños puedan hacer tanta caca— y saco
brillo a las tazas de los
váteres. Así que, ¿el polvo?, ¡vamos, hombre, eso es lo de
menos!
Hay que tener en cuenta que cuando baja a la portería a las
dos de la tarde, los
martes desde la casa de los Arthens, los jueves desde la
casa de los de Broglie,
Manuela ha limpiado minuciosamente con bastoncillos de
algodón, hasta dejarlos
impolutos, unos retretes de postín cubiertos de pan de oro
que, no obstante, son tan
sucios y apestosos como todos los meaderos y cagaderos del
mundo, porque si hay
una cosa que los ricos comparten a su pesar con los pobres
es unos intestinos
nauseabundos que siempre acaban por zafarse en algún sitio
de lo que los hace tan
apestosos.
Por ello Manuela merece nuestras reverencias y nuestros
aplausos. Pese a
sacrificarse en el altar de un mundo en el que las tareas
ingratas están reservadas para
algunas, mientras otras se tapan la nariz sin mover un dedo,
ella no renuncia por ello a
una inclinación al refinamiento que supera con creces todo
revestimiento de pan de
oro, por muy sanitario que sea.
—Para comer nueces hay que poner debajo un mantel —dice
Manuela, que saca
de su vieja cesta una cajita de madera clara de cuya tapa se
escapan volutas de papel
de seda color carmín. A buen recaudo en su estuchito nos
aguardan unas tejas con
almendras. Preparo un café que no tomaremos pero cuyos
efluvios ambas adoramos, y
bebemos a sorbitos una taza de té verde para acompañar las
tejas, que comemos a
mordisquitos para saborearlas.
De la misma manera que yo soy para mi arquetipo una traición
permanente,
Manuela es para el de la asistenta portuguesa pura
deslealtad. Pues la hija de Faro,
nacida bajo una higuera tras siete retoños y antes de otros
seis, enviada a trabajar al
campo desde su más tierna infancia y al poco casada con un
albañil pronto expatriado,
madre de cuatro hijos franceses por derecho de suelo pero
portugueses por
consideración social, la hija de Faro pues, con medias
negras y pañuelo en la cabeza
incluidos, es una aristócrata, una de verdad, una bien
grande, de las que no se prestan
a discusión porque, aun llevando el sello en el mismo
corazón, desdeña toda etiqueta
y todo abolengo. ¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que
la vulgaridad no alcanza
pese a acecharla por todas partes.
Vulgaridad de una familia política que, los domingos,
combate a golpe de
risotadas el dolor de haber nacido débil y sin porvenir;
vulgaridad de un vecindario
marcado por la misma pálida desolación que los neones de la
fábrica a la que van los
hombres cada mañana como si bajaran al infierno; vulgaridad
de las señoras cuya
vileza no podría enmascarar ni todo el dinero del mundo, y
que se dirigen a ella como
a un perro tiñoso. Pero hay que haber visto a Manuela
ofrecerme como a una reina los
frutos de sus elaboraciones reposteras para captar toda la
gracia que habita en esta
mujer. Sí, como a una reina. Cuando hace su aparición
Manuela, mi portería se
transforma en palacio, y nuestras meriendas de parias, en
festines de monarcas. De la
misma manera que el contador de historias transforma la vida
en un río de
resplandecientes reflejos en el que se anegan la pena y el
tedio, Manuela
metamorfosea nuestra existencia en una epopeya cálida y
jubilosa.
—El niño de los Pallières me ha saludado en la escalera
—dice de pronto,
quebrando el silencio.
Yo le contesto con un gruñido despectivo.
—Lee a Marx —digo, encogiéndome de hombros.
—¿Marx? —repite, pronunciando la «x» como una «che», una
«che» un poco
mojada que tiene el encanto de los cielos límpidos.
—El padre del comunismo —le contesto.
Manuela emite un sonido de desdén.
—La política —me dice—. Un juguete de niñatos ricos, y no se
lo prestan a nadie.
Reflexiona un momento, con el ceño fruncido.
—No es el tipo de libro que suele leer —comenta.
Las revistas que los jóvenes esconden debajo del colchón no
escapan a la
sagacidad de Manuela, y el niño de los Pallières parecía
antes enfrascado en un
consumo aplicado aunque selectivo de las mismas, como de ello
daba fe el desgaste
de una página de título más que explícito: «Las marquesas
picantonas».
Nos reímos y charlamos un rato más de esto y lo otro, en el
sosiego apacible de
las viejas amistades. Esos momentos son para mí muy
valiosos, y se me encoge el
corazón cuando pienso en el día en que Manuela cumplirá su
sueño y volverá para
siempre a su pueblo, dejándome aquí, sola y decrépita, sin
compañera que haga de mí,
dos veces por semana, una reina clandestina. Me pregunto
también con aprensión qué
ocurrirá cuando la única amiga que he tenido nunca, la única
que todo lo sabe sin
haber preguntado jamás nada, dejando tras de sí una mujer
desconocida por todos, la
sepulte con ese abandono bajo un sudario de olvido.
Se oyen unos pasos en el portal, y luego distinguimos con
nitidez el sonido
sibilino de la mano del hombre sobre el botón de llamada del
ascensor, un viejo
aparato de reja negra y puertas que se cierran solas,
acolchado y forrado de madera
que, de haber habido más espacio, antaño habría ocupado un
ascensorista con librea.
Reconozco ese paso; es el de Pierre Arthens, el crítico
gastronómico del cuarto, un
oligarca de la peor especie que, por como entorna los
párpados cuando permanece de
pie ante el umbral de mi portería, debe de pensar que en
cueva oscura, pese a que lo
que acierta a entrever le informe del contrario.
Pues bien, me he leído esas famosas críticas suyas.
—No me entero de nada de lo que dice —me comentó un día
Manuela, para quien
un buen asado es un buen asado y no hay más que hablar.
No hay nada que comprender. Es triste ver una pluma como la
suya malograrse
así a fuerza de ceguera. Escribir sobre un tomate páginas y
páginas de prosa
deslumbrante —pues Pierre Arthens critica como quien narra
una historia y ya sólo eso
debería haber hecho de él un genio— sin nunca ver ni
sostener en la mano dicho
tomate es una funesta proeza. Pero ¿se puede ser tan
competente y a la vez tan ciego
a la presencia de las cosas?, me he preguntado a menudo al
verlo pasar delante de mí
con su narizota arrogante. Pues se diría que sí. Algunas
personas son incapaces de
aprehender en aquello que contemplan lo que constituye su
esencia, su hálito
intrínseco de vida, y dedican su existencia entera a
discurrir sobre los hombres como
si de autómatas se tratara, y de las cosas como si no
tuvieran alma y se resumieran a
lo que de ellas puede decirse, al capricho de inspiraciones
subjetivas.
Como movidos por una voluntad, los pasos retroceden de
pronto y Arthens llama
a mi puerta.
Me levanto, con cuidado de arrastrar los pies, calzados con
unas zapatillas tan
conformes al personaje que sólo la coalición de la baguette
y la boina puede
considerarse un desafío en cuanto a típicos lugares comunes
se refiere. Al hacerlo, sé
que exaspero al Maestro, oda viva a la impaciencia de los
grandes depredadores, y ello
tiene algo que ver con la aplicación con la que entorno muy
despacio la puerta,
asomando una nariz desconfiada que espero luzca coloradota y
lustrosa.
—Estoy esperando un paquete por mensajero —me dice, guiñando
los ojos y
arrugando la nariz—. Cuando llegue, ¿podría traérmelo
inmediatamente?
Esta tarde, el señor Arthens lleva una gran chalina de
lunares que flota alrededor
de su cuello de patricio y no le favorece en absoluto,
porque la abundancia de su
cabellera leonina y el vuelo holgado y etéreo del pedazo de
seda evocan ambos una
suerte de tutú vaporoso que anega la virilidad que suele
exhibir el hombre como
atributo. Y qué diablos, esa chalina me trae algo a la
memoria. A punto estoy de
sonreír al recordarlo. Es la de Legrandin. En En busca del
tiempo perdido, obra de un
tal Marcel, otro portero notorio, Legrandin es un esnob
dividido entre dos mundos: el
que frecuenta y aquel en el que le gustaría entrar; un
patético esnob cuya chalina, de
esperanza en amargura y de servilismo en desdén, expresa sus
más íntimas
fluctuaciones. Así, en la plaza de Combray, al no tener
deseo alguno de saludar a los
padres del narrador, pero no pudiendo evitar cruzarse con
ellos, encomienda a la
chalina la tarea de denotar, dejándola volar al viento, un
humor melancólico que lo
exima del saludo habitual.
Pierre Arthens, que ha leído a Proust pero no concibe por
ello ninguna indulgencia
especial para con las porteras, carraspea con impaciencia.
Recuerdo al lector su pregunta:
—¿Podría traérmelo inmediatamente (el paquete por mensajero,
pues los paquetes
de los ricos no emplean las vías postales ordinarias)?
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