La producción de retratos del cuerpo humano está estrechamente vinculada al más primitivo y fundamental conflicto humano, la conciencia de ser efímero. Retrato y Poder.
Por Leandro Allochis
13.09.2019
El origen de los retratos reposa en el ritual animista de cuerpos suplentes que puedan sobrevivir al cuerpo biológico, ya que sin la angustia primaria de la desaparición no habría necesidad de retratarse, por lo que la ausencia es la razón de las imágenes. ¿Pero cómo logra un simple dibujo, pintura o fotografía responder a tamañas providencias? Tal poder se activa solo cuando admitimos que tales retratos son una extensión de nuestro ser, mediante un contrato ficcional o un acto de fe.
Si nos retratamos para ser recordados, deberemos lograr ser “reconocidos” por otros, y no solo “identificados” por quienes nos conocen, por lo que la cuestión de la identidad entra en tensión con la de la jerarquía. La evidencia de que nos retratamos como versiones mejoradas y memorables de quienes somos, puede confirmarse con una rápida revisión de la historia de las imágenes donde no abundan retratos de débiles o blasfemos, sólo de emperadores, guías espirituales, jefes de estado o modelos de belleza; cuerpos superiores que posean el privilegio de ser recordados. El retrato representa, a pequeña escala, el inventario de los cuerpos elegidos por el poder social de cada época y cultura. Los museos de retratos representan, entonces, más que un archivo histórico y una galería de estilos estéticos, una transcripción de los mandatos y preceptos válidos de cada momento histórico. Una galería de valores y creencias, más que una galería de personas.
Esta necesidad de registrarnos en versiones mejores, pone en funcionamiento una tecnología del retrato, que conlleva la construcción de un cuerpo sobrenatural, una práctica de simulación lograda mediante ciertas cosméticas, ortopedias, vestuarios y poses que emulen a los cuerpos de poder. Es decir que el retrato se vincula más con la ficción y el simulacro que con su función documental e identitaria y constituyéndose como la repetición de repertorio de fórmulas corporales que transmiten valores aceptables para un tiempo y cultura determinados. Una vez retratados a “imagen y semejanza”, nuestro cuerpo cautivo de la convención gana poder, pero pierde libertad. El retrato ya no pertenece al retratado, sino que pasa a formar parte de una colección de modalidades de representación, se afilia a esa institución informe pero existente y permanente que determina la forma válidas de representar los cuerpos. Una vez retratados somos insertados en cuerpos regulares, intercambiables y repetibles, cuerpos que no representan personas sino tipologías.
¿Quién construye los modelos corporales que emulamos al fotografiarnos? El cuerpo y sus representaciones han sido el objeto primero de las regulaciones promovidas por instituciones religiosas, políticas, científicas, educativas y militares hasta la publicidad y la industria del entretenimiento actual. Por lo que la representación no solo sirve para mostrar cuerpos sino también para determinar qué tipologías son aceptables para la cultura dominante y cuáles no, habilitando a preguntarnos si son nuestras fotos un registro de nuestra identidad o la teatralización de ciertos modelos creados por el poder.
En estos términos el retrato deberá pensarse como una práctica normalizada de segregación al constituirse como un artefacto que contribuye a consolidar la lógica clasificatoria, como forma de ejercer poder sobre los cuerpos. El retrato ha resultado especialmente funcional al poder y el adoctrinamiento cultural por su naturaleza móvil, autónoma, reproducible y duradera, superando incluso el poder simbólico del cuerpo físico vestido. En el retrato los valores agregados pasaron de lo mitológico a lo religioso, de la épica de los ejércitos a la propaganda política del estado y finalmente de las musas al uso publicitario del cuerpo erotizado. Pasa el tiempo y aparecen nuevas tecnologías de representación o nuevos poderes que las definen (antes tótems para adoctrinar a la tribu, hoy publicidades para regular los deseos y canalizar frustraciones), pero en su naturaleza más primaria no hay novedades en la historia de las representaciones.
Y es que finalmente nuestro vínculo con las imágenes de nuestros cuerpos sigue siendo muy simple, primitiva. Deseo puro de trascendencia y reconocimiento, retratados como una forma de no morir. El retrato y sus promesas han encontrado en la cultura post industrial su tiempo y contexto social y emocional más fértil; Internet le ha otorgado a la imagen una capacidad de reproducción sin precedentes. Prácticas compulsivas a la vez que efímeras que han producido un regreso al paganismo de las imágenes.
Es el retrato entonces una construcción cultural, una versión simulada del sujeto, un artefacto político coptado por el poder y un espacio de tensión entre la identidad y la sumisión. Un retrato no es ya la imagen de alguien, sino un testimonio sobre el estado del mundo y sus relaciones de poder.
https://thepraxisjournal.com/leandro-allochis-retrato-y-poder-la-dimension-politica-de-la-imagen/