lunes, 27 de enero de 2025

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LA NOVELA ARQUEOLÓGICA O LA ENSOÑACIÓN DE LA REALIDAD (S. XVIII-XXI). Vols. III-IV

 

LA NOVELA ARQUEOLÓGICA O LA ENSOÑACIÓN DE LA REALIDAD (S. XVIII-XXI). Vols. III-IV: Austin Henry Layard y las Antigüedades de Nínive (Jesusa Vega)-Viajes por el Mediterráneo (AA.VV.)


LA NOVELA ARQUEOLÓGICA O LA ENSOÑACIÓN DE LA REALIDAD (S. XVIII-XXI). Vols. III-IV: Austin Henry Layard y las Antigüedades de Nínive (Jesusa Vega)-Viajes por el Mediterráneo (AA.VV.)

Este libro consta de dos partes que están conectadas y que nos introducen en la koiné mediterránea, en ese gran pasillo donde circulan ideas, personas, influencias y que, es además, escenario donde se desarrollan los procesos de diferente índole que se escenifican entre Oriente y Occidente. Reflejo de todo ello son sus contenidos. El nº 3 nos acerca a cómo se vivió, qué supuso la llegada a la Gran Bretaña del siglo XIX de la 'Nínive' oriental de la que se recrean sus palacios, esculturas, espacios ... ; y se hace además de una manera innovadora, mostrando diversas vías de aproximación, una de ellas a través de las revistas ilustradas del momento. Los dibujos, grabados, xilografías ... nos acercan de manera visual a ese
exótico mundo del pasado que se acercaba a las retinas occidentales.
En estos viajes metafóricos por el Mediterráneo, el nº 4 nos presenta varios escenarios, desde diversas perspectivas y enfoques: desde un 'histórico' Pierre Paris que va introduciéndose en la faceta de 'arqueólogo' a través de la formación privilegiada que le ofrece la Escuela Francesa de Atenas en Delos o con ese análisis del 'color' que nos propone la mirada sensible de Santiago González, ante una pieza ibérica hoy desaparecida. O viajes que nos adentran en un objeto votivo del museo madrileño del Instituto Valencia de Don Juan. Viajes que hablan de las miradas diferentes y diversas que el Mediterráneo todavía nos sigue proponiendo a día de hoy.


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Prince - Purple Rain //Sub.Español//

Nápoles / Walter Benjamin

 

Nápoles / Walter Benjamin

¿Qué es lo primero que piensan cuando alguien habla de Nápoles? Yo creo que en el Vesubio. ¿Les decepcionaría que no me oyeran decir nada del Vesubio? Si alguna vez hubiera visto cumplido mi gran deseo –un deseo inquietante, pero lo tuve una vez– de contemplar una erupción del Vesubio, les podría contar muchas cosas. Ocho meses permanecí allí esperando esta experiencia [1]. También ascendí al Vesubio y contemplé el cráter. Pero en Nápoles lo único interesante que pude ver fue un resplandor rojo que de vez en cuando se disparaba al cielo nocturno cuando me encontraba en la terraza de un restaurante junto al lugar más alto de la ciudad, el Castel Sant’ Elmo. ¿Y de día? ¿Creen que en Nápoles encuentra uno tiempo para buscar sitios desde los cuales poder admirar el Vesubio? Ya tiene uno bastante con lograr salir indemne de la marea de automóviles, taxis y motocicletas, y con los nervios templados del barullo de pregoneros, bocinas, matraqueos de tranvías eléctricos y voces chillonas y persistentes de vendedores de periódicos. No es nada fácil desplazarse por la ciudad. Cuando llegué a Nápoles, se acababa de inaugurar el tren subterráneo, y pensé: bien, ahora podré ir con mis maletas directamente a la zona donde se encuentra mi hotel. Pero aún no conocía bien Nápoles. Cuando el tren entró en la estación, vi colgados de todas las puertas y ventanas, y sentados o subidos en todos los asientos, a un sinfín de chiquillos napolitanos. Les divertía mucho aquel tren inaugurado hacía dos o tres días. Les daba igual que no lo hubieran hecho para ellos, sino para los adultos serios que acuden a su trabajo. Ahorraban unos pesos para viajar de una estación a otra por pura diversión. De no haber sido porque los nuevos trenes iban tan atestados de gente, uno podría llegar a su destino en un santiamén.

Los napolitanos no pueden imaginar su existencia fuera de un hervidero de gente. Les pondré un ejemplo: cuando los antiguos artistas alemanes pintaban la Adoración de los tres Reyes Magos, aparecían Melchor, Gaspar y Baltasar uno detrás de otro con sus presentes para el Niño Jesús. Pero los napolitanos se representan la Adoración en medio de un gentío. Lo digo porque estas representaciones se hicieron famosas en el mundo entero. De Nápoles provienen los Nacimientos más hermosos. El 6 de enero, festividad de los Reyes Magos, puede verse en las calles un enorme despliegue de figuritas, y los Nacimientos expuestos se superan unos a otros en tamaño y realismo de sus figuras. Pero no las imaginen con el aspecto de los antiguos judíos: a los napolitanos les interesa más representar del modo más fiel y realista escenas de su propia vida cotidiana, y estos Nacimientos muestran vestimentas y ocupaciones de la gente corriente en lo que más parece una estampa de la ciudad de Nápoles que de Oriente. Naturalmente, también hay, como en Oriente, aguadores, vendedores ambulantes y saltimbanquis. Pero los vendedores de macarrones, los mariscadores y los pescadores que encontramos en estos Nacimientos son auténticos caracteres napolitanos. Pensarán que esta muchedumbre se compone solo de ángeles y personas honradas. Pero si quieren saber cuál es el aspecto de la gente verdaderamente peligrosa en Nápoles, no piensen en violentos bandidos de negras barbas, en los Rinaldo Rinaldini [2]. No, los peores malhechores napolitanos tienen el aspecto de honrados ciudadanos de clase media, y a menudo ejercen una profesión del todo inofensiva. No son criminales por cuenta propia, sino miembros de una sociedad secreta en la que los auténticos ladrones y asesinos son unos pocos, y el resto de sus miembros no debe hacer otras cosas que proteger a los verdaderos criminales de la policía, cobijarlos en sus casas, avisarlos cuando están en peligro e informarles de oportunidades de cometer nuevas fechorías. A cambio reciben una parte del botín. Esta sociedad criminal, que está muy ramificada, se llama la Camorra.

Ahora que hablamos del lado oscuro de los napolitanos, les diré en qué se diferencian de los demás italianos. Tomemos la vieja lista de los siete pecados capitales y veamos cómo estos se reparten entre las siete ciudades más importantes de Italia.¿Alguna vez han oído hablar de los siete pecados capitales? Enseguida verán cuáles eran. Los italianos se los han repartido por toda Italia. Cada una de las grandes ciudades tiene el suyo principal: la soberbia, se dice, habita en Génova, la avaricia en Florencia, la lujuria en Venecia, la ira en Bolonia, la gula en Milán, la envidia en Roma, y en Nápoles la pereza. Que en esta ciudad adquiere las formas más curiosas. No es simplemente que los pobres, que no tienen nada que hacer, se tumben al sol y duerman y, cuando despiertan, mendiguen unos céntimos en el puerto o en las zonas por donde pasan los turistas. También ocurre que alguno de estos pobres encuentra un trabajo. ¿Qué hacen entonces estos napolitanos? Se quitan dos tercios de su salario para pagar a otros que hagan su trabajo. Ellos prefieren tomar el sol con cinco liras en el bolsillo a ganar 15 trabajando. Quizá tenga que ver también con la pereza la pasión por la lotería, que en Nápoles es mayor que en ninguna otra ciudad. Naturalmente, no me refiero a la lotto de figuras. En Italia se llama lotto a lo que en Alemania llamamos lotería. Cada sábado, a las cuatro de la tarde, los napolitanos se concentran frente a la casa donde se celebra el sorteo [3]. Una y otra vez prueban suerte, porque una y otra vez no obtienen ningún premio a pesar de las profecías de las echadoras de cartas y las supersticiones con los números de la suerte.

Quizá no sea el clima lo que hace a los napolitanos perezosos. Y es solo el trabajo físico el que no les atrae. En los tratos y negociaciones comerciales se sienten en su elemento. Los napolitanos son grandes comerciantes, y el Banco de Nápoles, que tiene más de 500 años, es uno de los más antiguos de Europa. Con esto quiero decir que a los napolitanos les disgusta el trabajo físico no solo porque el clima sea bueno y durante buena parte del año puedan pasar mucho tiempo sin un techo sobre sus cabezas, ni por la sobreabundancia de frutos y de especies marinas que puede verse en las calles, sino también porque el trabajo, al menos en las fábricas, siempre es duro. La industria de Nápoles está en la actualidad muy retrasada, a pesar de que la ciudad cuenta casi un millón de habitantes. No cabe imaginar nuevos, luminosos y limpios edificios fabriles como los que encontramos en todas las grandes ciudades de Alemania. Hay que haber visto las tristes barracas de Portici, Torre Annunziata, Biscragnano, Nocera y cualquiera de los incontables arrabales, caminado bajo el sol del verano por las interminables calles polvorientas que los atraviesan e intentando orientarse en alguna de ellas para comprender que tantos napolitanos prefieran la más mísera ociosidad al trabajo industrial en semejantes condiciones.

En Nápoles se fabrican principalmente productos alimenticios. Sobre todo se enlatan las abundantes frutas que maduran en las faldas del Vesubio, además de tomates. También se fabrican macarrones de todas las formas y tamaños. Estos productos se exportan principalmente a la India y América, porque los demás países mediterráneos también los producen y los venden. Asimismo destacan las grandes fábricas de tejidos, aunque solo producen los tejidos más baratos. La mayoría de estas fábricas no las fundaron napolitanos, sino extranjeros. Pero hay una clase de artículos que, tras un día en Nápoles, uno comprueba que se fabrican allí mismo, pues abundan en las calles, y son los muebles, sobre todo camas. Otros artículos, en cambio, se venden más en calles muy concretas, donde se encuentran diez o veinte tiendas que comercian con los mismos objetos. Uno pensaría que allí los comercian- tes se perjudican mutuamente, mas parece que no es así, de lo contrario no veríamos cosas parecidas también en otras ciudades. Así, hay calles concretas donde se ven- den principalmente artículos de cuero, y otras en las que uno de cada tres comercios vende libros antiguos. También hay otra donde se han establecido los relojeros.

Todos estos comercios sacan parte de sus mercancías a la calle: libros en pequeñas cajas delante de las librerías; camas y mesas con dos patas sobre la acera; calcetería y vestidos colgando del zaguán y de las paredes. Buena parte del comercio napolitano no cuenta con locales: le basta con la calle. Recuerdo a un hombre que estaba en una esquina sobre un coche desenganchado y con mucha gente alrededor. El coche estaba descubierto, y el vendedor sacaba algo de él entre constantes aclamaciones. No pude descubrir lo que vendía, pues antes de poder verlo desaparecía cada vez medio envuelto en un papelito rosado o verde. Era solo mostrarlo con la mano en alto, y al instante era vendido por unas monedas. Me preguntaba si en aquellos papeles había premios, o pastelillos con monedas escondidas, o predicciones de la fortuna. La expresión de aquel hombre era tan misteriosa como la de un mercader de Las mil y una noches. Pero lo más misterioso no era, como finalmente advertí, la mercancía, sino el arte del vendedor, que la vendía con tanta rapidez .

¿Qué había en los papeles coloreados? ¿Qué envolvía en ellos? Era una pasta de dientes. En otra ocasión, como me había levantado temprano, vi a un vendedor callejero sacando su mercancía de una maleta. Pero su manera de hacerlo era toda una representación teatral. Paraguas, tela para camisas, chales… mostraba una a una cada pieza a su público, y lo hacía con desconfianza, como si él mismo tuviese que examinarla primero. Luego empezaba a hacer gestos de admiración, de sorpresa por las cosas tan buenas que traía, a excitarse; extendió un pañuelo, pedía por él 500 liras –unos 80 marcos–, pero luego, de repente, volvía a doblarlo y a extender otro nuevo, y cada vez que hacía esto rebajaba el precio, hasta que finalmente, cuando tenía varios doblados bajo el brazo, fijó el precio final: 50 liras [4].

Si escenas como estas se ven en una esquina de Nápoles, se podrán imaginar lo que es un mercado en Nápoles. De todos sus mercados, el más llamativo es el de pescado. Estrellas de mar, cangrejos, pólipos, caracolas, calamares y muchos otros bichos que solo con verlos se les erizarían los pelos, se saborean allí cual exquisitos manjares. Puedo decirles que para mí no fue fácil sacar con la cuchara el primer trozo de calamar de la salsa roja de pimienta en que flotaba. Siempre he pensado que cuando nos encontramos en otros países no basta con abrir los ojos y, si podemos, hablar la lengua de sus habitantes. También hemos de intentar adaptarnos a las costumbres del país en el vestido, las horas de sueño y la alimentación. Al poco tiempo encontramos el calamar exquisito. ¿Por qué no iba a ser así? Las napolitanos son grandes expertos en la cocina. Si en Alemania solo los restaurantes más selectos permiten al cliente ver la carne, el pescado, etc. antes de cocinarlos, en Nápoles lo hace la tasca más humilde. En todas partes se exponen en un escaparate las pequeñas provisiones que el establecimiento ha adquirido para el día. El 7 de septiembre es el día de la gran francachela. Ese día se celebra en Nápoles la Piedigrotta, una antigua fiesta romana de la fertilidad que ha sobrevivido hasta hoy. ¿Y qué hacen los pobres para que ellos y sus familias también puedan tener ese día algo bueno en sus platos? Durante todo el año pagan semana tras semana al tendero 20 o 30 soldi más de lo que le deben. El día de la Piedigrotta les cuentan el dinero de más que han pagado y ellos compran su pierna de cabrito asada, su queso y su vino. En Nápoles se aseguran la participación en la fiesta nacional igual que nosotros nos aseguramos la jubilación o la asistencia en caso de accidente.

Lo que sucede en la Piedigrotta escapa a todo concepto nuestro. Imaginen que en una ciudad de un millón de habitantes todos los jóvenes de ambos sexos se hayan conjurado para organizar desde el anochecer hasta el amanecer, y sin tregua, la más infernal barahúnda calle arriba y calle abajo, en los portales, en las plazas y bajo los puentes. Imaginen que la mayoría de ellos haya comprado las ensordecedoras trompetas que por cinco céntimos se ponen a la venta en todas las esquinas. Que deambulen en bandas y no piensen en otra cosa que en interceptar a gente inocente, cortarle el camino, rodearla y bombardear por todos lados sus oídos con las trompetas hasta que la víctima se desvanece en plena calle o consigue escapar. Para recuperarse de todo esto hay en la ciudad algo más dulce y agradable al oído: ese mismo día se celebra en Nápoles una especie de concurso de compositores de canciones. La mayoría de las canciones que se oyen todos los días en las calles, interpretadas con acordeones y pequeños pianos, tienen su origen en el festival de la Piedigrotta, donde un jurado de entendidos premia a las mejores. En Nápoles, cantar bien hace a un hombre casi tan célebre como en América ser un buen boxeador.

Pero en esta ciudad no solo hay grandes festividades. Casi cada día hay algo que celebrar. Cada barrio venera a su propio santo, bajo cuya protección se halla, y el día de ese santo se celebra desde bien temprano. Incluso se empieza unos días antes, cuando se levantan los postes, a los que colocan bombillas azules o rojas y que sujetan las guirnaldas de papel tendidas de un lado a otro de las calles. El papel de todos los colores es lo que más destaca en la decoración de las calles; su colorido, su movilidad y su rápido desgaste refleja a la perfección el carácter temperamental y voluble de los vecinos. Mosqueadores rojos, negros, amarillos y blancos, altares de papel de luminosos colores en los muros, rosetas de papel verde sobre las piezas sanguinolentas de carne atraen las miradas de todos. La gente montada en distintos vehículos, de los que las calles jamás están vacías, no tarda en averiguar qué parte de la ciudad está de fiesta y, naturalmente, se dirige allí sin más. ¡Y qué personajes no me habré encontrado! Desde el tragafuegos que en la acera de una espaciosa calle, rodeado de cuencos llameantes, traga imperturbable las llamas de cada uno, hasta el recortador de siluetas que, sentado a la sombra de un portón, expone sus modelos a la luz del sol y por una lira recorta en brillante papel negro el perfil exacto del cliente. No hablaré de los adivinos y los atletas; aquí, en Alemania, nos los encontramos en todas las ferias. Pero sí de una singular especie de pintores que nunca he visto fuera de Nápoles. Al principio no vi al pintor, sino a una multitud rodeando lo que parecía un espacio vacío. Me acerqué y vi que en el centro de aquella aglomeración había un hombre pequeño y de aspecto modesto que pintaba sobre el pavimento de piedra con tiza de colores un Cristo, y debajo de él la cabeza de la Virgen. Se tomaba su tiempo. Se notaba que quería hacer bien su trabajo; pensaba mucho en qué sitios debía aplicar sus barras de tiza verdes, amarillas o rojizas. Al cabo de un buen rato se levantó y permaneció en silencio junto a su obra un cuarto de hora, o quizá media hora, hasta que poco a poco los miembros, la cabeza y el tronco de la figura quedaron cubiertos por las dos o tres monedas que echaba sobre ella cada admirador que por allí pasaba. Luego recogió su dinero y la pintura pronto se borró bajo los pies de los viandantes.

Cada fiesta es coronada con fuegos artificiales sobre el mar. O mejor habría que decir: era coronada. Lo fue en 1924, cuando estuve allí por primera vez. Más tarde, el gobierno consideró excesivas las sumas de dinero que año tras año se volatilizaban en esas noches, y ordenó restringir los fuegos artificiales. Pero en los anocheceres se veían, de julio a septiembre, estelas de fuego a lo largo de la costa entre Nápoles y Salerno. Unas veces sobre Sorrento, y otras sobre Minori o Praiano, pero siempre sobre Nápoles, esferas de fuego iluminaban el cielo. Y cada parroquia trataba de superar las fiestas de las vecinas con nuevos efectos luminosos.

Acabo de describirles un poco la vida cotidiana y un poco las fiestas de Nápoles, y es curioso cómo ambas cosas se funden, cómo cada día las calles tienen un aire festivo y se llenan de música y de gente ociosa, y la ropa tendida ondea cual banderines, y cómo los domingos tienen, en cambio, algo de días laborables, porque todos los pequeños comerciantes tienen abiertos sus locales hasta la noche. Para conocer bien la ciudad, uno tendría que transformarse en cartero napolitano y ejercer de tal durante un año. Descubriría más sótanos, buhardillas, patios interiores y escondrijos que en todas las demás ciudades juntas. Y no acabaría de conocer Nápoles. Allí viven muchas decenas de miles de personas que en todo un año no reciben una sola carta, que ni siquiera tienen una casa. La miseria es grande en la ciudad y en toda la región. De ella procede la mayoría de los emigrantes italianos. Diez mil han abandonado ya la ciudad como pasajeros de tercera clase en algún vapor americano desde el que echaron la última mirada a su ciudad natal, que en el momento de su despedida contemplaron tan hermosa, con sus escaleras interminables, con sus patios sumergidos y sus iglesias náufragas en el mar de casas. Con esta vista de la ciudad me despido por hoy de ustedes.

De: Radio Benjamin
Publicado originalmente por Verso, UK, 2014
© Ediciones Akal, S. A., 2015
para lengua española
http://www.akal.com

© De la edición y la introducción Lecia Rosenthal, 2014]
Traducción: Joaquín Chamorro
Versión: C. P.

Emitido por Radio del Suroeste de Alemania, Fráncfort, el 9 de mayo de 1931. La emisión apareció listada en el Südwestdeutsche Rundfunk-Zei- tung para el 9 de mayo de 1931, de 10:30 a 10:50, en «Schulfunk: “Von einer Italienreise: Neapel” [“Radio escolar. De un viaje a Italia: Nápoles”]. Charla del Dr. Walter Benjamin».

[1] Benjamin cuenta en una carta a Scholem sus visitas a Pompeya y a Nápoles durante su estan- cia en Capri en 1924 (The Correspondence of Walter Benjamin, carta de 16 de septiembre de 1924, p. 250).

[2] Referencia al antaño popular personaje, emblema del «noble ladrón», de la novela de Christian August Vulpius Rinaldo Rinaldini: der Räuberhauptmann [Rinaldo Rinaldini, el capitán de los ladrones] (Leipzig, Gräff, 1799).

[3]Benjamin utiliza aquí partes de su artículo, ya publicado, sobre Nápoles que escribió con la co- laboración de Asja Lacis, con quien había pasado un tiempo en Capri durante su visita de 1924. Véase «Naples», en SW, 1, p. 418; «Neapel», GS, 4.1, pp. 312-313, publicado en el Frankfurter Zeitung el 19 de agosto de 1925.

[4] Un relato similar se encuentra en Benjamin y Lacis, «Naples», p. 419; «Neapel», p. 313.