viernes, 30 de junio de 2023
jueves, 29 de junio de 2023
Cine argentino en línea El limonero real
Cine argentino en línea
El limonero real
De Gustavo Fontán
Disponible el sábado 14 de noviembre
Una familia de pobladores del río Paraná se dispone a compartir el último día del año. Son tres hermanas, con sus maridos e hijos, que viven en tres ranchos, a la orilla del río, separados por espinillos, algarrobos y sauces. Aunque Wenceslao intenta convencerla, su mujer se niega a asistir a casa de su hermana para participar del festejo. Dice que está de luto: su hijo, su único hijo, murió hace seis años. También sus hermanas y sus sobrinas se desplazan para convencerla. Pero Ella sigue firme en su negativa: está de luto. El río omnipresente, las variaciones de la luz, el baile festivo, el sacrificio del cordero y la comida, el vino y los cuerpos, todo es atravesado, desde la percepción de Wenceslao, por las dos ausencias: la de su mujer y la de su hijo muerto, cuya figura emerge cada tanto, otorgándole al relato una densidad creciente.
miércoles, 28 de junio de 2023
Oda a la naranja (Pablo Neruda)
A semejanza tuya,
a tu imagen,
naranja,
se hizo el mundo:
redondo el sol, rodeado
por cáscaras de fuego:
la noche consteló con azahares
su rumbo y su navío.
Así fue y así fuimos,
Oh tierra,
descubriéndote,
planeta anaranjado.
Somos los rayos de una sola rueda
divididos
como lingotes de oro
y alcanzando con trenes y con ríos
la insólita unidad de la naranja.
Patria
mía,
amarilla
cabellera,
espada del otoño,
cuando
a tu luz
retorno,
a la desierta
zona
del salitre lunario,
a las aristas
desgarradoras
del metal andino,
cuando
penetro
tu contorno, tus aguas,
alabo
tus mujeres,
miro cómo los bosques
balancean
aves y hojas sagradas,
el trigo se derrama en los graneros
y las naves navegan
por oscuros estuarios,
comprendo que eres,
planeta,
una naranja,
una fruta del fuego.
martes, 27 de junio de 2023
lunes, 26 de junio de 2023
Miss Revolución: un certamen de belleza da lugar a un interesante contrapunto que, en clave de humor, que evita los “deditos levantados”
El film, protagonizado por Keira Knightley y Jessie Bucley, recrea el hito que puso al movimiento feminista en el escenario mediático en Gran Bretaña, en 1970
Miss Revolución (Misbehaviour, Reino Unido/Francia, 2020). Dirección: Philippa Lowthorpe. Guion: Rebecca Frayn, Gaby Chiappe. Fotografía: Zac Nicholson. Montaje: Úna Ní Dhonghaíle. Elenco: Keira Knightley, Jessie Bucley, Greg Kinnear, Gugu Mbatha-Raw, Rhys Ifans, Keeley Hawes, Lesley Manville, Suki Waterhouse, Emma Corrin, Loreece Harrison, Clara Osager. Duración: 106 minutos. Disponible en: Netflix, Flow (alquiler). Nuestra opinión: muy buena.
En 1970, Sally Alexander (Keira Knightley) se presenta a un examen para obtener una vacante como estudiante de Historia en el Colegio Universitario de Londres. En el transcurso de la evaluación surge una pregunta significativa: ¿Por qué Gran Bretaña nunca tuvo una revolución? “Porque siempre fracasaron”, concluye Sally. Ese interrogante y su posible respuesta concentran el eje de Miss Revolución, película que recorre el accionar del Movimiento de Liberación de las Mujeres durante el concurso de Miss Mundo en 1970, hito que puso al movimiento feminista en el escenario mediático.
La película contrapone la mirada de sus dos grandes participantes: el movimiento de mujeres y los organizadores del concurso. Sally representa la voz teórica del reclamo, su perspectiva está adherida al entorno de los claustros, a la elaboración de textos y discursos solventes. Junto a ella pululan un grupo heterogéneo de mujeres jóvenes que viven en comunidad, realizan pintadas callejeras y ofrecen una oposición más visceral, más visible. Entre ellas asoma Jo Robinson, interpretada con la furia pelirroja de la extraordinaria Jessie Buckley, habitando un cliché al que logra trascender.
De la vereda de enfrente están los creadores del concurso, el matrimonio Morley, interpretados con la justa ironía por Rhys Ifans y Keeley Hawes, quienes intentan llevar a buen puerto un certamen que contradice los vientos de cambio de la época. El concurso de Miss Mundo en la mirada de los Morley, y de gran parte del público de entonces, es un entretenimiento a gran escala, un desfile de chicas lindas que hablan de la paz mundial y no traen problemas. Sin embargo, uno de los hallazgos de la película es la compleja construcción de las concursantes, cuyos motivos para participar de aquella “celebración de la opresión” no son fácilmente reductibles a los brillos de una corona. Así desfilan la favorita de Suecia (Clara Osager), las dos concursantes provenientes de Sudáfrica para acallar los reclamos por el apartheid (Loreece Harrison y Emma Corrin), la frívola de Estados Unidos (Suki Waterhouse), y Jennifer Hosten (Gugu Mbatha-Raw), la azafata de Granada con claras ambiciones de convertir el concurso en una plataforma para conquistas más importantes.
Pese al tono de farsa pop, que encuentra su raíz en el cine inglés del período, heredero de la inventiva de películas como If… de Lindsay Anderson y de la perspicacia de Richard Lester, Miss Revolución desmenuza con inteligencia las dos instancias en pugna, sin convertir su evidente reivindicación de la gesta de las mujeres en un decálogo de corrección política. Si bien no olvida el tiempo en el que se estrena la película, siguiendo un revisionismo histórico que desempolva aquellos sucesos como algo más que un pintoresco escándalo –un poco en la línea que también tomó la miniserie Mrs América en el retrato de la gesta de la Enmienda para la Igualdad de Derechos-, la directora Philippa Lowthorpe ofrece un retrato justo y humano para sus personajes, que se corren de su armadura histórica y se permiten dudas y contradicciones.
En ese sentido es interesante lo que ocurre con la figura de Bob Hope (Greg Kinnear), el comediante invitado para presentar el certamen a los ojos de millones de telespectadores. En ese momento, el actor cargaba con la memoria pública del concurso Miss Mundo ‘61, que terminó con su publicitado affaire con la ganadora y la fallida promesa de convertirla en una estrella. Esa sombra pende como un globo de colores sobre las conversaciones entre Hope y su esposa Dolores (la siempre excelente Lesley Manville) y otorga la acidez perfecta a los comentarios sobre el sexismo de ese entorno mediático del que el comediante resulta su centro. Si bien la estrella de la historia parece ser la intervención feminista en el concurso, lo más atractivo es el mundo a su alrededor, esa tensión presente entre los personajes que aceptan el mundo en el que viven y aquellos que quieren cambiarlo.
La decisión de abordar la Historia desde la comedia y de ensayar un humor que se nutra del ridículo permite eludir la parábola admonitoria del dedito levantado, que en ocasiones suele empantanar estas narrativas. El mejor ejemplo, en ese sentido, es un encuentro en el baño del estudio de televisión entre Sally Alexander y Jennifer Hosten, cuyo contrapunto condensa todas las piezas que se pusieron en juego aquel día, las que se perdieron y las que fueron una antesala para un próximo triunfo.
domingo, 25 de junio de 2023
sábado, 24 de junio de 2023
Botella al mar
Julio Cortázar
(1914-1984)
Botella al mar
(Deshoras, 1982)
Epílogo a un cuento
Querida Glenda, esta carta no le será enviada por las vías ordinarias porque nada entre nosotros puede ser enviado así, entrar en los ritos sociales de los sobres y el correo. Será más bien como si la pusiera en una botella y la dejara caer a las aguas de la bahía de San Francisco en cuyo borde se alza la casa desde donde le escribo; como si la atara al cuello de una de las gaviotas que pasan como latigazos de sombra frente a mi ventana y oscurecen por un instante el teclado de esta máquina. Pero una carta de todos modos dirigida a usted, a Glenda Jackson en alguna parte del mundo que probablemente seguirá siendo Londres; como muchas cartas, como muchos relatos, también hay mensajes que son botellas al mar y entran en esos lentos, prodigiosos sea-changes que Shakespeare cinceló en La tempestad y que amigos inconsolables inscribirían tanto tiempo después en la lápida bajo la cual duerme el corazón de Percy Bysshe Shelley en el cementerio de Cayo Sextio, en Roma.
Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas, lentas botellas errando en lentos mares, tal como lentamente se abrirá camino esta carta que la busca a usted con su verdadero nombre, no ya la Glenda Garson que también era usted pero que el pudor y el cariño cambiaron sin cambiarla, exactamente como usted cambia sin cambiar de una película a otra. Le escribo a esa mujer que respira bajo tantas máscaras, incluso la que yo le inventé para no ofenderla, y le escribo porque también usted se ha comunicado ahora conmigo debajo de mis máscaras de escritor; por eso nos hemos ganado el derecho de hablarnos así, ahora que sin la más mínima posibilidad imaginable acaba de llegarme su respuesta, su propia botella al mar rompiéndose en las rocas de esta bahía para llenarme de una delicia en la que por debajo late algo como el miedo, un miedo que no acalla la delicia, que la vuelve pánica, la sitúa fuera de toda carne y de todo tiempo como usted y yo sin duda lo hemos querido cada uno a su manera.
No es fácil escribirle esto porque usted no sabe nada de Glenda Garson, pero a la vez las cosas ocurren como si yo tuviera que explicarle inútilmente algo que de algún modo es la razón de su respuesta; todo ocurre como en planos diferentes, en una duplicación que vuelve absurdo cualquier procedimiento ordinario de contacto; estamos escribiendo o actuando para terceros, no para nosotros, y por eso esta carta toma la forma de un texto que será leído por terceros y acaso jamás por usted, o tal vez por usted, pero sólo en algún lejano día, de la misma manera que su respuesta ya ha sido conocida por terceros mientras que yo acabo de recibirla hace apenas tres días y por un mero azar de viaje. Creo que si las cosas ocurren así, de nada serviría intentar un contacto directo; creo que la única posibilidad de decirle esto es dirigiéndolo una vez más a quienes van a leerlo como literatura, un relato dentro de otro, una coda a algo que parecía destinado a terminar con ese perfecto cierre definitivo que para mí deben tener los buenos relatos. Y si rompo la norma, si a mi manera le estoy escribiendo este mensaje, usted que acaso no lo leerá jamás es la que me está obligando, la que tal vez me está pidiendo que se lo escriba.
Conozca, entonces, lo que no podía conocer y sin embargo conoce. Hace exactamente dos semanas que Guillermo Schavelzon, mi editor en México, me entregó los primeros ejemplares de un libro de cuentos que escribí a lo largo de estos últimos tiempos y que lleva el título de uno de ellos, Queremos tanto a Glenda. Cuentos en español, por supuesto, y que sólo serán traducidos a otras lenguas en los años próximos, cuentos que esta semana empiezan apenas a circular en México y que usted no ha podido leer en Londres, donde por lo demás casi no se me lee y mucho menos en español. Tengo que hablarle de uno de ellos sintiendo al mismo tiempo, y en eso reside el ambiguo horror que anda por todo esto, lo inútil de hacerlo porque usted, de una manera que sólo el relato mismo puede insinuar, lo conoce ya; contra todas las razones, contra la razón misma, la respuesta que acabo de recibir me lo prueba y me obliga a hacer lo que estoy haciendo frente al absurdo, si esto es absurdo, Glenda, y yo creo que no lo es aunque ni usted ni yo podamos saber lo que es.
Usted recordará entonces, aunque no puede recordar algo que nunca ha leído, algo cuyas páginas tienen todavía la humedad de la tinta de imprenta, que en ese relato se habla de un grupo de amigos de Buenos Aires que comparten desde una furtiva fraternidad de club el cariño y la admiración que sienten por usted, por esa actriz que el relato llama Glenda Garson pero cuya carrera teatral y cinematográfica está indicada con la claridad suficiente para que cualquiera que lo merezca pueda reconocerla. El relato es muy simple: los amigos quieren tanto a Glenda que no pueden tolerar el escándalo de que algunas de sus películas estén por debajo de la perfección que todo gran amor postula y necesita, y que la mediocridad de ciertos directores enturbie lo que sin duda usted había buscado mientras los filmaba. Como toda narración que propone una catarsis, que culmina en un sacrificio lustral, éste se permite transgredir la verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última; así el club hace lo necesario para apropiarse de las copias de las películas menos perfectas, y las modifica allí donde una mera supresión o un cambio apenas perceptible en el montaje repararán las imperdonables torpezas originales. Supongo que usted como ellos, no se preocupa por las despreciables imposibilidades prácticas de una operación que el relato describe sin detalles farragosos; simplemente la fidelidad y el dinero hacen lo suyo, y un día el club puede dar por terminada la tarea y entrar en el séptimo día de la felicidad. Sobre todo de la felicidad porque en ese momento usted anuncia su retiro del teatro y del cine, clausurando y perfeccionando sin saberlo una labor que la reiteración y el tiempo hubieran terminado por mancillar.
Sin saberlo… Ah, yo soy el autor del cuento, Glenda, pero ahora ya no puedo afirmar lo que me parecía tan claro al escribirlo. Ahora me ha llegado su respuesta, y algo que nada tiene que ver con la razón me obliga a reconocer que el retiro de Glenda Garson tenía algo de extraño, casi de forzado, así al término justo de la tarea del ignoto y lejano club. Pero sigo contándole el cuento aunque ahora su final me parezca horrible puesto que tengo que contárselo a usted, y es imposible no hacerlo puesto que está en el cuento, puesto que todos lo están sabiendo en México desde hace diez días y sobre todo porque usted también lo sabe. Simplemente, un año más tarde Glenda Garson decide retornar al cine, y los amigos del club leen la noticia con la abrumadora certidumbre de que ya no les será posible repetir un proceso que sienten clausurado, definitivo. Sólo les queda una manera de defender la perfección, el ápice de la dicha tan duramente alcanzada: Glenda Garson no alcanzará a filmar la película anunciada, el club hará lo necesario y para siempre.
Todo esto, usted lo ve, es un cuento dentro de un libro, con algunos ribetes de fantástico o de insólito, y coincide con la atmósfera de los otros relatos de ese volumen que mi editor me entregó la víspera de mi partida de México. Que el libro lleve ese título se debe simplemente a que ninguno de los otros cuentos tenía para mí esa resonancia un poco nostálgica y enamorada que su nombre y su imagen despiertan en mi vida desde que una tarde, en el Aldwych Theater de Londres, la vi fustigar con el sedoso látigo de sus cabellos el torso desnudo del marqués de Sade; imposible saber, cuando elegí ese título para el libro, que de alguna manera estaba separando el relato del resto y poniendo toda su carga en la cubierta, tal como ahora en su última película que acabo de ver hace tres días aquí en San Francisco, alguien ha elegido un título, Hopscotch, alguien que sabe que esa palabra se traduce por Rayuela en español. Las botellas han llegado a destino, Glenda, pero el mar en el que derivaron no es el mar de los navios y de los albatros.
Todo se dio en un segundo, pensé irónicamente que había venido a San Francisco para hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a divertirnos ante la coincidencia del título de esa película y el de la novela que sería uno de los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la protagonista y por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo, eso no era nada hasta que la botella se hizo pedazos en la oscuridad de la sala y conocí la respuesta, digo respuesta porque no puedo ni quiero creer que sea una venganza.
No es una venganza sino un llamado al margen de todo lo admisible, una invitación a un viaje que sólo puede cumplirse en territorios fuera de todo territorio. La película, desde ya puedo decir que despreciable, se basa en una novela de espionaje que nada tiene que ver con usted o conmigo, Glenda, y precisamente por eso sentí que detrás de esa trama más bien estúpida y cómodamente vulgar se agazapaba otra cosa, impensablemente otra cosa puesto que usted no podía tener nada que decirme y a la vez sí, porque ahora usted era Glenda Jackson y si había aceptado filmar una película con ese título yo no podía dejar de sentir que lo había hecho desde Glenda Garson, desde los umbrales de esa historia en la que yo la había llamado así. Y que la película no tuviera nada que ver con eso, que fuera una comedia de espionaje apenas divertida, me forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en una página de cualquier periódico o libro previamente convenidos remiten a las palabras que transmitirán el mensaje para quien conozca la clave. Y era así, Glenda, era exactamente así. ¿Necesito probárselo cuando la autora del mensaje está más allá de toda prueba? Si lo digo es para los terceros que van a leer mi relato y ver su película, para lectores y espectadores que serán los ingenuos puentes de nuestros mensajes: un cuento que acaba de editarse, una película que acaba de salir, y ahora esta carta que casi indeciblemente los contiene y los clausura.
Abreviaré un resumen que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del FBI y del KGB, amables oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de best-sellers la publique en español. Una imagen hacia el final de la película muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Pantheon Books la editó hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscotch. Usted, como siempre, es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del club entendí que sólo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de esto que he escrito con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que en su mensaje no hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que el personaje de mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película porque usted lo ha querido así, porque sólo ese doble simulacro de muerte por amor podía acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula usted y yo estamos mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en algún lado, pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia el papel para su próxima película.
Berkeley, California, 29 de septiembre de 1980.
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