Dos nuevos libros de ciencia ficción
Aparecieron en ediciones argentinas Las islas del verano, de Ian R. MacLeod, y El día del Minotauro, de Thomas Burnett Swann. La oportunidad para repasar qué fue del género aquí, allá y en todas partes.
Elvio E. Gandolfo
03.10.2009
Es curioso, pero en uno de los dos libros publicados en los últimos meses por un pequeño sello de ciencia ficción argentino figura una palabra que durante años fue emblema de calidad y sorpresas en el género: Minotauro. Con la dirección de Francisco “Paco” Porrúa, la mítica colección comenzó con las Crónicas marcianas de Ray Bradbury prologadas por Borges y a lo largo del tiempo fue dando a conocer lo mejor (o todo) de J. G. Ballard, Theodore Sturgeon, Philip K. Dick y tantos otros. Al fin Porrúa sintió el cansancio del guerrero y vendió su editorial al Grupo Planeta. Salvo el renglón Tolkien, que siguió productivo y funcionando, el sello entró pronto en un tirabuzón de tapas insulsas y falta de brújula.
El espacio que dejó no fue llenado por ningún sello de los importantes. Tanto Nova (de ediciones B) como La Factoría de Ideas, por ejemplo, se mostraron desparejas o confiadas en lo seguro, con traducciones muchas veces fallidas. De hecho se produjo una diáspora. Porque los títulos que antes hubiera editado Minotauro se fueron distribuyendo en editoriales chicas, dirigidas por entusiastas. Es lo que pasó en España con Bibliópolis (libros de Ted Chiang, de Keith Roberts), y en la Argentina con la colección Nave Madre de Colihue (libros de Fritz Leiber, Philip Dick), en Interzona con la serie Línea C dirigida por Marcelo Cohen (libros de M. John Harrison, China Miéville).
Desde luego no hay que dejar de lado el marco mayor: en buena medida el relativo desdibujamiento de Minotauro es el del género mismo. Hasta en las librerías de viejo la ciencia ficción ha ido desapareciendo. Y bien está que así sea. Porque todo se ha ido mezclando de una manera nueva, y porque lo que han ido publicando esos sellos chicos es muy bueno.
Uno de esos luchadores permanentes del género ha sido Luis Pestarini. Desde hace décadas publica Cuasar, una revista que hay que buscar con lupa, y aún así cuesta encontrar. La buena noticia es que desde hace un par de años comenzó a publicar libros. Los dos primeros fueron goles, a dos puntas: Océnico presentaba textos de Greg Egan, un nombre nuevo aunque con abundante obra, extraño investigador de la interfase entre el yo, la mística y el ser digital. Aterrizaje de emergencia brindaba en cambio una novela completa de Algis Budrys, el tema de los visitantes extraterrestres como nunca se contó antes, con toda la solidez de un clásico lateral.
Lo viejo y lo nuevo. Dos títulos nuevos de la colección establecen una combinación semejante. El inglés Ian R. MacLeod sigue y renueva la línea que tuvo el género en su país desde el propio H. G. Wells en adelante. En Las islas del verano, a pesar de tratarse de una novela corta, 90 páginas le bastan para establecer un protagonista –narrador inolvidable–, e ir desplegando sin prisa una Inglaterra ucrónica donde el nazismo tiene raíces anglosajonas. El tema de la homosexualidad en semejante clima represivo es central, y tiene su contrapartida política. En el pasado el narrador tuvo una relación con quien después será primer ministro.
Hay un detallismo específicamente literario para crear ese mundo distinto. Desde luego, las “islas del verano” felices ocultan en realidad el sitio adonde van a parar, otra vez, los judíos. La magia es que todo se despliega como si ocurriera en otro pasado casi presente, develando la verdad horrenda que late como posibilidad en los corazones humanos. Sobre todo en los de la sórdida Inglaterra.
Igualmente memorable es el relato “Nueva luz sobre la Ecuación Drake”, que presenta de modo implacable la progresiva desilusión de comprobar que los seres de otro mundo que buscaba el famoso programa SETI no existen. También aquí lo humano, frágil y a la vez elusivo, traicionero, es un hilo central, en la inestable relación de la pareja central. Y la “salsa” futura, con seres que mutan alas y otros apéndices a pedido, es un telón de fondo esencial, convincente.
Con El día del Minotauro la colección Cuasar rescata al fin un título más de Thomas Burnett Swann, un norteamericano que parecía inglés en sus gustos, y que supo extraer una poesía máxima de su compleja personalidad. El texto tiene que ver con la época remota en que aún existía, previa a la Grecia histórica, una Tierra de las Bestias, entre las que se destacaba el Minotauro. Invadida primero por dos jóvenes humanos con mezcla de Bestia, y luego directamente por los guerreros aqueos, la voz que narra es la del propio Minotauro, y gran parte del relato se lo devora la larga batalla.
El estilo de Burnett Swann ya había brillado con intensidad en su único libro anterior traducido, La mansión de las rosas. Es a la vez poético y filosófico. Dice: “¿Qué es el amor sino un escudo de hierro moldeado?”. O: “Ícaro, tenemos corazones como bosques. Tal vez necesitemos derribar algunos árboles y construir una ciudad”. En lo que escribe, Burnett Swann hace evidente que vivía en esas tierras que recorría con la imaginación, más que en el presente de profesor, que tanto lo ayudó sin embargo a construir sus mundos. Allí, en la literatura, podía darse los gustos: amar como nunca, o tener un final del todo feliz, como ocurre en este libro. Todos terminan juntos, pero etéreos, nada chillones, lejos del Disney que podrían sugerir sus animales parlantes.
El espacio que dejó no fue llenado por ningún sello de los importantes. Tanto Nova (de ediciones B) como La Factoría de Ideas, por ejemplo, se mostraron desparejas o confiadas en lo seguro, con traducciones muchas veces fallidas. De hecho se produjo una diáspora. Porque los títulos que antes hubiera editado Minotauro se fueron distribuyendo en editoriales chicas, dirigidas por entusiastas. Es lo que pasó en España con Bibliópolis (libros de Ted Chiang, de Keith Roberts), y en la Argentina con la colección Nave Madre de Colihue (libros de Fritz Leiber, Philip Dick), en Interzona con la serie Línea C dirigida por Marcelo Cohen (libros de M. John Harrison, China Miéville).
Desde luego no hay que dejar de lado el marco mayor: en buena medida el relativo desdibujamiento de Minotauro es el del género mismo. Hasta en las librerías de viejo la ciencia ficción ha ido desapareciendo. Y bien está que así sea. Porque todo se ha ido mezclando de una manera nueva, y porque lo que han ido publicando esos sellos chicos es muy bueno.
Uno de esos luchadores permanentes del género ha sido Luis Pestarini. Desde hace décadas publica Cuasar, una revista que hay que buscar con lupa, y aún así cuesta encontrar. La buena noticia es que desde hace un par de años comenzó a publicar libros. Los dos primeros fueron goles, a dos puntas: Océnico presentaba textos de Greg Egan, un nombre nuevo aunque con abundante obra, extraño investigador de la interfase entre el yo, la mística y el ser digital. Aterrizaje de emergencia brindaba en cambio una novela completa de Algis Budrys, el tema de los visitantes extraterrestres como nunca se contó antes, con toda la solidez de un clásico lateral.
Lo viejo y lo nuevo. Dos títulos nuevos de la colección establecen una combinación semejante. El inglés Ian R. MacLeod sigue y renueva la línea que tuvo el género en su país desde el propio H. G. Wells en adelante. En Las islas del verano, a pesar de tratarse de una novela corta, 90 páginas le bastan para establecer un protagonista –narrador inolvidable–, e ir desplegando sin prisa una Inglaterra ucrónica donde el nazismo tiene raíces anglosajonas. El tema de la homosexualidad en semejante clima represivo es central, y tiene su contrapartida política. En el pasado el narrador tuvo una relación con quien después será primer ministro.
Hay un detallismo específicamente literario para crear ese mundo distinto. Desde luego, las “islas del verano” felices ocultan en realidad el sitio adonde van a parar, otra vez, los judíos. La magia es que todo se despliega como si ocurriera en otro pasado casi presente, develando la verdad horrenda que late como posibilidad en los corazones humanos. Sobre todo en los de la sórdida Inglaterra.
Igualmente memorable es el relato “Nueva luz sobre la Ecuación Drake”, que presenta de modo implacable la progresiva desilusión de comprobar que los seres de otro mundo que buscaba el famoso programa SETI no existen. También aquí lo humano, frágil y a la vez elusivo, traicionero, es un hilo central, en la inestable relación de la pareja central. Y la “salsa” futura, con seres que mutan alas y otros apéndices a pedido, es un telón de fondo esencial, convincente.
Con El día del Minotauro la colección Cuasar rescata al fin un título más de Thomas Burnett Swann, un norteamericano que parecía inglés en sus gustos, y que supo extraer una poesía máxima de su compleja personalidad. El texto tiene que ver con la época remota en que aún existía, previa a la Grecia histórica, una Tierra de las Bestias, entre las que se destacaba el Minotauro. Invadida primero por dos jóvenes humanos con mezcla de Bestia, y luego directamente por los guerreros aqueos, la voz que narra es la del propio Minotauro, y gran parte del relato se lo devora la larga batalla.
El estilo de Burnett Swann ya había brillado con intensidad en su único libro anterior traducido, La mansión de las rosas. Es a la vez poético y filosófico. Dice: “¿Qué es el amor sino un escudo de hierro moldeado?”. O: “Ícaro, tenemos corazones como bosques. Tal vez necesitemos derribar algunos árboles y construir una ciudad”. En lo que escribe, Burnett Swann hace evidente que vivía en esas tierras que recorría con la imaginación, más que en el presente de profesor, que tanto lo ayudó sin embargo a construir sus mundos. Allí, en la literatura, podía darse los gustos: amar como nunca, o tener un final del todo feliz, como ocurre en este libro. Todos terminan juntos, pero etéreos, nada chillones, lejos del Disney que podrían sugerir sus animales parlantes.
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