jueves, 17 de marzo de 2011

Segundo apólogo Chino


Segundo apólogo Chino


Después de algunos años hoy he vuelto a encontrarme con el Ministro X, el protagonista de mi primer apólogo chino:
despojado ahora de su investidura oficial, lo he visto en toda su amplitud humana, como si una primavera civil hubiese remojado su viejo armazón de papel de oficio. ¿Dónde quedaron las heridas que nos inferimos el uno al otro, cuando yo soportaba su férula y el mi aguijón de funcionario beligerante? A decir verdad, el Ministro X es un gran cirujano a quien la tentación de la política (“Musa non Sancta”) llevó al ministerio público quizá en tren de amputación, ya que se trataba de un especialista. Desgraciadamente, la Política no era la sola musa que cortejaba el Ministro, ya que, según las malas lenguas, perseguía también a las otras (y sobre todo a Calíope), bien que furtivamente y con melancólicos resultados. Lo cierto fue que yo, sin comerla ni beberla, me vi lanzado a una rivalidad poética en la cual el Ministro X me atacaba sordamente y yo me defendía (o defendía mi pan) con las leves e incruentas armas del soslayo. Por ejemplo, si él ponía en relieve mi escaso dinamismo en algunas cuestiones, yo sentenciaba: “una cosa es el dinamismo y otra la dinamomanía” si me acusaba de no “poner nervio” en alguna empresa, yo le decía: “una cosa es poner nervio y otra poner nerviosidad” Y así, de contragolpe, desmantelaba yo los lugares comunes del Ministro, fría y perversamente, como si el demonio de la lógica militara bajo mi bandera.
Naturalmente, mi sorda batalla con el Ministro se desembolvía frente a las caras muertas de los Directores Generales. ¿Puedo hablar de los Directores Generales? Al principio los aborrecí con toda mi alma: La función pública, según yo conjeturaba entonces, les había hecho sudar una goma o resina que al solidificárseles en toda la piel, creaba para ellos una suerte de caparazón duro, impenetrable y agresivo como la escafandra de la solemnidad. Pero descubrí mas tarde que la envoltura quitinosa de los Directores Generales no era un arma ofensiva, sino defensiva, y que, debajo de su caparazón los Directores Generales recataban y protegían sus interiores frescuras, regaban sus claveles del alma, nutrían a sus pájaros íntimos, todo a favor de un secreto amurallado contra los expedientes ministeriales. Y atisbé tal secreto muchas veces, cuando, en mis batallas con el Ministro, y por las junturas de las corazas que protegían a los directores Generales, advertí en ellas la luz interna de una solidaridad que desbordaba y se repartía como un ungüento sobre mi alma llena de cicatrices. Instantes hubo en que, levantando mis ojos al cielo, exclamé: “Dios mío, te doy las gracias por haber creado al Director General!”.
Cierta mañana, desde su trono burocrático y no recuerdo a raíz de que distribución oficinesca, el Ministro sentenció a locas:
-El orden de los factores no altera el producto.
-No estoy de acuerdo -le dije yo, lanzándome a la liza.
-¿No está de acuerdo en qué? -tronó el Ministro.
-En que el orden de los factores no altera un producto.
Los Directores Generales no abandonaron su abstracción; pero en sus ojos abisales yo vi el relámpago de una delicia naciente.
-¿Altera o no el producto? -me interrogó el Ministro, adoptando el aire frugal de la aritmética.
-Según y conforme -le dije yo-, ¿Puedo contar un apólogo chino?
La estructura ministerial de mi contendiente retembló, como si yo acabase de amenazarlo con un arma secreta. Sus ojos buscaron auxilio en el frente alerta de los Directores Generales, pero sólo encontraron una muralla de silencio cómplice. También inútilmente Su Excelencia consultó los retratos de Sarmiento y Almafuerte que, sobre su escritorio, parecían mirarse "con bronca". Observando lo cual el Ministro, sin esconder su fracaso, me concedió la palabra sólo a los efectos de un apólogo chino.
-Señor Ministro -comencé yo-, señores Directores Generales: el emperador Yao discutía cierta vez un asunto administrativo con el Tercer Subsecretario del Segundo Secretario de su Primer Ministro. A la discusión asistía, con voz pero sin voto, el maestro Chuang, quien abandonando su ermita ubicada en el monte Lou, había descendido a la corte para ilustrar al emperador sobre la influencia del Tao en el cultivo prudente de las azucenas. En cierto instante de la discusión, cuando el tercer Subsecretario se mostraba dispuesto a no ceder en sus argumentaciones que consideraba graníticas, el emperador Yao le dijo:
-¿Y qué me importan a mí tus argumentos de academia? El orden de los factores no altera el producto.
-¿Quién te lo dijo? -le preguntó el maestro Chuang, abandonando un silencio que lo vestía de pies a cabeza.
El emperador Yao le respondió:
-Me lo dijo la Aritmética, que sólo se equivoca en los libros de los usureros y prestamistas.
-Bien -admitió Chuang -. ¿Quieres que demostremos ahora ese principio aritmético?
-La verdad es la verdad, y siempre debe ser aplicada -sentenció el emperador, asintiendo con la propuesta del filósofo.
El maestro Chuang dio media vuelta y se dirigió a la salida.
-Maestro, ¿a dónde vas? -le preguntó Yao.
-A la cocina del palacio -le respondió el maestro.
-¿Y qué tienes que hacer tú en la cocina?
-Voy a buscar a uno de los "factores".
Por numerosas escaleras bajó el maestro Chuang hasta la cocina del palacio: allá, entre marmitas y sartenes, el cocinero Li practicaba su oficio bonancible.
-Cocinero, vengo a buscarte -le dijo Chuang.
-Maestro, ¿para qué? -inquirió Li, temblando como una hoja por el honor que recibía.
-Para demostrar un postulado aritmético -le explicó Chuang-. Sube conmigo a la sala del emperador.
Sin abandonar el cucharón, insignia de su arte, el cocinero Li siguió al maestro Chuang hasta la gran sala de audiencias; y allí, con sus ojos nublados de humos y cebollas, vio por primera vez a su majestad sentado en un trono de marfil impecable.
-¿Qué hace aquí este hombre? -preguntó Yao, cejijunto, apuntando con su índice al cocinero tembloroso.
-Señor -le dijo Chuang-, es tu cocinero Li, dispuesto a colaborar en la demostración del postulado aritmético. ¿Lo demostramos o no?
El emperador Yao, que siempre fue un goloso de la ciencia, ordenó entonces que fuesen llamados el Primer Cronista y el Primer Amanuense del reino, a fin de que asistieran a la demostración de Chuang y la registraran en los frondosos archivos de la corona. Y una vez que todos estuvieron presentes, el maestro Chuang, dirigiéndose al emperador, le dijo así:
-Majestad Altísima, mi propósito es demostrar si el orden de los factores altera o no el producto. ¿Lo altera o no?
-¡No lo altera! -sostuvo el emperador irreductible.
-Entonces -dijo Chuang-, apliquemos esa doctrina. Vuestra Majestad es un "factor"del reino. ¿Sí o no?
-¡Mandaría decapitar al que lo dudase! -tronó Yao.
-Pero -dijo Chuang- el cocinero Li también es un "factor"del reino. ¿Quién lo niega?
-Nadie -respondió Yao-: el cocinero es un "factor", no hay duda.
Entonces el maestro Chuang dirigiéndose a toda la asamblea, dijo:
-Señores magistrados, el reino es un "producto" resultante de sus "factores". Ahora bien, el emperador Yao y el cocinero Li son dos "factores"de tal producto. Si tal producto no altera con el orden de sus factores, yo propongo que el cocinero Li tome ahora el cetro y la corona de Yao, y suba inmediatamente al trono; y que el emperador Yao tome a su vez el cucharón de Li y baje inmediatamente a la cocina.
Un gran silencio, hijo del estupor y la duda, reinó en la sala de las audiencias. El emperador Yao, que había caído en la más honda de las abstracciones, volvió de su éxtasis y le dijo a Chuang:


-¡Maestro, gracias! me has enseñado que, por culpa de un lugar común, podrían demolerse las bases de mi reino.
Luego sacudió al Primer Amanuense que se había dormido al calor de la lógica y le dictó el siguiente decreto:
"Visto que el uso de lugares comunes puede alterar la noble jerarquía del Reino, el emperador Yao, en salvaguardia de la salud pública,


DECRETA:


1ro. Se prohibe terminantemente la emisión inconsulta de lugares comunes, en tierra, mar y aire, a pie o a caballo.
2do. Publíquese y archívese."


Luego el emperador, en señal de acatamiento, se inclinó ante Chuang el filósofo, tal como debe hacerlo el Poder cuando se enfrenta con la sabiduría. En cuanto al cocinero Li (que, como es justo, no había entendido absolutamente nada), le regaló un cucharón de oro que llevaba grabado el siguiente aforismo del Tao Te Ching: "Lo que permanece quieto es fácil de sostener".


Leopoldo Marechal - Cuaderno de Navegación



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