Henry James
Por Blas Matamoro
En
este ensayo, Blas Matamoro se adentra en la poética del gran
autor de Washington Square.
El punto de vista del narrador, su caja de herramientas, sus
personajes clave y la economía del relato son algunas de las
coordenadas con que se guía.
Nunca sabremos qué palabras componen los poemas de Jeffrey Aspern que la malvada Juliana quema en una estufa de Venecia. Tampoco, si los fantasmas que dicen ver los niños de Otra vuelta de tuerca son fantasmas verdaderos, alucinaciones de los chicos o embustes infantiles, convenientemente perversos. ¿Qué sexo tiene el narrador/narradora de La fuente sagrada? ¿Qué contienen las lecciones del maestro a su discípulo, en el relato homónimo? La bestia en la jungla cuenta la historia de John Marcher, un hombre convencido de que en su destino hay un hecho misterioso y extraordinario. Aguarda la manifestación de sus posibles signos como un peligro que se anuncia sin llegar. Lo confía en secreto a una mujer pero nunca sabremos su contenido.
Ciertamente, el narrador no conoce lo que atesoran sus páginas muertas. Es posible pensar que otro narrador, por ejemplo el que asume la omnisciencia del realismo puro y duro, sí lo sabría. Si el juego es el de ocultar lo conocido para promover ambigüedades, entonces el misterio no resulta serlo, sino mero acertijo o enigma. Pero HJ no juega con naipes en la manga. Todo lo contrario: su narración propende a la tersura y al sentido perfilado y nítido. La ambigüedad no se construye, sino que tiene un estatuto natural que, en la tarea del escritor, funciona como un deber estético. Y, al ser deber, afecta a la ética. En este nudo de elementos se teje la literatura de HJ.
En principio, narrar es algo orgánico, un impulso al crecimiento y el desarrollo que nace del interés del autor por los caracteres personales y por algo que se puede llamar “naturaleza de la mente”. Se trata de un deseo irreprimible y que resulta insaciable, extravagante e inmoral. Lo de insaciable es inherente al deseo humano, ávido de totalidad, y por ello destinado a la insatisfacción. Lo de extravagante apunta a la posición excéntrica del artista, ajeno a los valores establecidos que deslindan, por costumbre, lo correcto de lo incorrecto. De ahí, por fin, lo inmoral (más bien: amoral como la naturaleza) de la empresa, asunto que inquieta a un puritano como HJ y que disipa el artista HJ al reclamar la libertad del escritor frente a lo preestablecido como bueno/malo.
Este trayecto de la imaginación da lugar a describirlo y es algo tan sutil como, por lo dicho, monstruoso. Resuelve, por su parte, la narración en tanto algo que avanza y sigue avanzando hasta llegar al punto en que debe detenerse. La parábola de este proceso no está decidida de antemano, sino que ha de inventarse por medio de renuncias, sacrificios, selección y comparación. Por mera eliminación, no obstante, no se consigue un buen narrar. Hay que tener en cuenta la verdad de lo narrado, no una verdad exterior, sino la acción misma como veraz. Y, por favor, no confundirla con la trama, que HJ considera “una nefasta palabra”. La ficción crece, según se dijo, de manera orgánica, desde la semilla y a partir de las fuerzas virtuales que se realizan en la escritura.
Se puede nombrar esta práctica como una inventio, una trouvaille o, para aliviar la jerga, como un descubrimiento, en el sentido más corriente de la palabra, la que designa el viaje de Colón, aunque el descubridor, como Don Quijote, deba ser llevado en parihuelas a su castillo, con magulladuras por laureles. El fabulista, en efecto, sale a explorar un espacio que le promete seguridad hasta que tropieza con algo inesperado pero interesante y lo admite como aquel mencionado descubrimiento: Colón y sus Indias.
Lo que encuentra es, nada menos, la vida ajena, esa vida de los demás que sirve para reconocer la propia. Quizás el paradigma del narrador a lo HJ sea esa empleada de telégrafo londinense que aparece en En la jaula. Lee los telegramas que despacha y arma unas historias a partir de ellos, escritos por gente de esa alta sociedad a la cual ella no pertenece. También cabe el encuentro con el otro, entendido en general: los otros, lo Otro, la alteridad. HJ recuerda una conversación con su admirado y atendible Iván Turgueniev, a quien los personajes se le presentaban, lo demandaban y atraían como si fueran sus semejantes. El escritor ejerce una especie de obediencia a las apariciones de ese Otro por excelencia que es, digo, yo, el inconsciente.
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