jueves, 30 de enero de 2020
miércoles, 29 de enero de 2020
martes, 28 de enero de 2020
lunes, 27 de enero de 2020
Juegos y desorientación
Hay varios juegos en los que interviene la desorientación. Esos en los que te vendan los ojos, te dan unas vueltas y tienes que “reorientarte” para encontrar o golpear alguien/algo.
Cuando yo era pequeño en las fiestas de cumpleaños, de las escuela o de calle se rompía la olla (trencar l’olla). He encontrado una explicación muy clara del juego escrita por Tània, supongo que alumna de la escuela “Ferran i Clua” de Sant Cugat del Vallès:
“Este juego se practica en el aire libre en un espacio que permita colocar una cuerda de un lado a otro, de la cual se cuelga una ollita o maceta dentro de la cual se habrán colocado caramelos, monedas, etc. y, además agua o harina. Los jugadores participan de uno en uno. Se vendan los ojos al participante y se le da un palo, situándolo de manera que con éste pueda tocar la olla.
“Entonces se le hace dar unas vueltas y él deberá reorientarse. Cuando crea que puede darle a la olla, le asestará un fuerte golpe con intención de romperla.
“Normalmente se le dan tres oportunidades. El juego va continuando hasta que alguien consigue romperla, en cuyo momento le cae el agua o la harina por encima mientras él se apresura a destaparse los ojos y recoger los caramelos y otros regales antes de que los recoja otro.
“Normalmente, cuando alguien rompe la olla, se coloca otra y el juego sigue mientras queden ollas.
Children Folklore – Trencar l’Olla
Especialmente destacable la experiencia de quitarse la venda y ver la nuve de harina, el fragmento de olla colgando y todos tus compañeros por el suelo aprovisionandose de golosinas.
El juego es similar a la piñata mejicana pero sin la cosa esa de los 5 pecados. No sé si los juegos tendrán alguna relación de influencias uno del otro.
Otro juego es el de ponerle la cola al burro (o cualquier cosa a otro animal). Lo mismo: ojos vendados, vueltas para desorientarte y con la cola en la mano tienes que encontrar el dibujo del burro para clavársela. Los otros te intentan “orientar” (¿?) diciendo “más a la derecha!!”, “un poco a la izquierda!”, “adelante, ahora adelante!!”.
También te desorientan a base de vendarte los ojos y darte vueltas sobre ti mismo en el juego de la “gallinita ciega“. El de los ojos vendados está dentro de un corro y tiene que pillar a alguien y adivinar quién es (por el tacto). Si lo consigue le sustituye.
Sin el sentido de la vista y perdidos los puntos de referencia por las vueltas, vivimos la experiencia de orientarnos por el tacto (a lo bruto con un palo o a lo cortés con las manos, según sea piñata o gallinita ciega), por el andar a tientas o por los gritos de los otros (de buena fé o de burla).
domingo, 26 de enero de 2020
¿Eres un plato de segunda mesa? ¡AVERÍGUALO!
Primero que nada, desmenucemos el adjetivo calificativo “Plato de segunda mesa”. Se refiere a no ser la primera opción en ciertas situaciones. Por ejemplo, para completar una lista de invitados, no saben a quien más invitar y sobran lugares, entonces te invitan como para que rellenes el espacio. PERO enfoquémonos en asuntos sentimentales. Un ejemplo tradicional es cuando alguien te invita al antro… a la mera hora; una de dos: ya te conocen que siempre estás disponible o echando el relajo en cualquier otro lado o (lo gacho) su primera opción no lo pudo acompañar, entras en escena y entonces te buscan a ti.
Este tema ya es arcaico, literalmente podemos decir que eres un plato de comida más en la mesa. Es decir, después de cualquiera vas tú. También se le llama así a las personas que cumplen un papel secundario en una relación.
Estas son algunos características para identificar si eres un lastimero plato de segunda mesa:
- Las personas que son plato de segunda mesa por lo regular son requeridas cuando la otra persona se pelea con su pareja.
- Regularmente te buscan como un recurso, con el fin de que les ayudes a olvidar a otra persona.
- Te buscan esporádicamente para tener relaciones íntimas.
- Eres un consuelo ocasional, tu actividad consiste en llenar los huecos que dejó alguien más.
- Cedes tus derechos al dominio público, estás alerta y a la orden de llamado de esa persona que tu sabes que tiene a alguien y aun así tu sigues ahí, siempre dispuesto.
En cuestión de amores, los platos de segunda mesa son aquellas emergencias para cubrir momentáneamente a "otro". Recuerda que si eres la segunda opción es por que tu mismo lo permitiste.
Reivindícate, tu no eres ni antojo, ni plato de segunda mesa, ni juguete de nadie. Eres un plato principal o mejor aun… eres un delicioso postre.
Y ustedes… ¿alguna vez han sido plato de segunda mesa?
jueves, 23 de enero de 2020
miércoles, 22 de enero de 2020
martes, 21 de enero de 2020
"Lo que pensamos varía nuestra biología"
Bruce Lipton, doctor en Medicina, investigador en biología celular
Tengo 67 años. Nací y vivo en Nueva Zelanda. Estoy casado, tengo dos hijas y tres nietos. Creo que la evolución de la civilización está ocurriendo ahora. Un cuerpo humano está hecho de 50 trillones de células, el ser es una comunidad. Pasé de científico agnóstico a místico
Podemos cambiar
No se trata de un gurú de las pseudociencias, Lipton impartió clases de Biología Celular en la facultad de Medicina de la Universidad de Wisconsin y más tarde llevó a cabo estudios pioneros de epigenética en la facultad de Medicina de la Universidad de Stanford que lo llevaron al convencimiento de que nuestro cuerpo puede cambiar si reeducamos nuestras creencias y percepciones limitadoras. El problema siempre es el cómo: cómo cambiar la información del subconsciente. En su libro La biología de la creencia (Palmyra) recomienda métodos como el PSYCH-K. Y en La biología de la transformación (La esfera de los libros) explica la posibilidad de una evolución espontánea de nuestra especie.
Me enseñaron que los genes controlan la vida, que en ellos se inscriben todas nuestras capacidades y características, pero es falso.
¿Del todo?
No somos víctimas de nuestra genética, en realidad es el ADN el que está controlado por el medio externo celular.
¿Qué significa eso?
La célula es la vida. Hablar de una célula es como hablar de una persona. Nosotros recibimos la información a través de los cinco sentidos y las células reciben las señales del entorno a través de los receptores que captan la información. El ADN es controlado por señales que vienen desde fuera de la célula, incluyendo mensajes energéticos de nuestros propios pensamientos, tanto los positivos como los negativos.
¿Somos lo que vivimos y pensamos?
Sí, y cambiar nuestra manera de vivir y de percibir el mundo es cambiar nuestra biología. Los estudios que empecé hace cuarenta años demuestran que las células cambian en función del entorno, es lo que llamamos epigenética. Epi significa por encima de la genética, más allá de ella.
¿Y?
Según el entorno y como tú respondes al mundo, un gen puede crear 30.000 diferentes variaciones. Menos del 10% del cáncer es heredado, es el estilo de vida lo que determina la genética.
¿Es el entorno el que nos define?
Aprendemos a vernos como nos ven, a valorarnos como nos valoran. Lo que escuchamos y vivimos nos forma. No vemos el mundo como es, vemos el mundo como somos. Somos víctimas de nuestras creencias, pero podemos cambiarlas.
Pero las creencias están inscritas en lo más profundo de nuestro subconsciente.
Cierto. El subconsciente es un procesador de información un millón de veces más rápido que la mente consciente y utiliza entre el 95% y el 99% del tiempo la información ya almacenada desde nuestra niñez como un referente. Por eso cuando decidimos algo conscientemente como, por ejemplo, ganar más dinero, si nuestro subconsciente contiene información de que es muy difícil ganarse la vida, no lo conseguiremos.
¿Entonces?
Si cambiamos las percepciones que tenemos en el subconsciente, cambiará nuestra realidad, y lo he comprobado a través de numerosos experimentos. Al reprogramar las creencias y percepciones que tenemos de cómo es la felicidad, la paz, la abundancia, podemos conquistarlas.
Me suena a fórmula feliz...
Así es como funciona el efecto placebo. Si pienso que una pastilla me puede sanar, me la tomo y me encuentro mejor. ¿Qué me ha sanado?...
¿La creencia?
Eso parece. Al igual que los pensamientos positivos y el efecto placebo afectan a nuestra biología, existe el efecto nocebo: si crees que algo te hará daño, acabará por hacerte daño. Henry Ford decía que tanto si crees que puedes como si crees que no puedes, tienen razón. Si eliges vivir un mundo lleno de amor, tu salud mejorará.
¿Y eso por qué?
La química que provoca la alegría y el amor hace que nuestras células crezcan, y la química que provoca el miedo hace que las células mueran. Los pensamientos positivos son un imperativo biológico para una vida feliz y saludable. Existen dos mecanismos de supervivencia: el crecimiento y la protección, y ambos no pueden operar al mismo tiempo.
O creces o te proteges.
Los procesos de crecimiento requieren un intercambio libre de información con el medio, la protección requiere el cierre completo del sistema. Una respuesta de protección mantenida inhibe la producción de energía necesaria para la vida.
¿Qué significa prosperar?
Para prosperar necesitamos buscar de forma activa la alegría y el amor, y llenar nuestra vida de estímulos que desencadenen procesos de crecimiento. Las hormonas del estrés coordinan la función de los órganos corporales e inhiben los procesos de crecimiento, suprimen por completo la actuación del sistema inmunológico.
¿La culpa de todo la tienen los padres?
Las percepciones que formamos durante los primeros seis años, cuando el cerebro recibe la máxima información en un mínimo tiempo para entender el entorno, nos afectan el resto de la vida.
Y las creencias inconscientes pasan de padres a hijos.
Así es, los comportamientos, creencias y actitudes que observamos en nuestros padres se graban en nuestro cerebro y controlan nuestra biología el resto de la vida, a menos que aprendamos a volver a programarla.
¿Cómo detectar creencias negativas?
La vida es un reflejo de la mente subconsciente, lo que nos funciona bien en la vida son esas cosas que el subconsciente te permite que funcionen, lo que requiere mucho esfuerzo son esas cosas que tu subconsciente no apoya.
¿Debo doblegar a mi subconsciente?
Es una batalla perdida, pero nada se soluciona hasta que uno no se esfuerza por cambiar. Deshágase de los miedos infundados y procure no inculcar creencias limitadoras en el subconsciente de sus hijos.
En el sexo eligen las hembras: ‘La evolución de la belleza’, de Richard O. Prum
Atico de los Libros publica esta historia natural del deseo
Jan 17 · 3 min read
Hace unos meses, Atico de Libros publicaba La evolución de la belleza, de Richard O. Prum, catedrático de la Universidad de Yale, y con el que se iniciaba la colección Ático Ciencia.
Libro finalista del Premio Pulitzer y mejor libro del año según el New York Times Book Review, La evolución de la belleza ofrece una muy necesaria y renovada lectura de la teoría olvidada de Darwin. Contiene revelaciones asombrosas sobre la sexualidad femenina y veremos cómo la libertad de elección de pareja de las mujeres ha sido decisiva en el desarrollo de las sociedades modernas.
Richard Prum ha recorrido todo el planeta durante décadas estudiando distintas especies de aves y fruto de su experiencia acumulada, cuestiona la idea tan extendida de que las hembras seleccionen a sus parejas sexuales por puros criterios adaptativos, supuestamente eligiendo los rasgos anatómicos del macho que hacen que la probabilidad de supervivencia de la especie sea mayor. Los diferentes rituales de apareamiento, tan elaborados e impresionantes como el “canto de las alas”, los “bailes” y las colas de colores de hasta cuatro metros de alto no aportan nada a la supervivencia de la especie: los machos exhiben dichos comportamientos simplemente porque a las hembras les gustan. Los animales eligen (elegimos) pareja en función de criterios estéticos: esta idea revolucionaria, ya esbozada en El origen del hombre de Darwin, fue mal entendida y despreciada por los contemporáneos victorianos del naturalista británico. Y sin embargo, es fascinante, novedosa y sobre todo, tiene sentido: la selección sexual hace que sobrevivan los genes del más atractivo, no del más fuerte.
Prum desarrolla esta idea hasta extremos polémicos e interesantísimos, cuando aborda el origen y el desarrollo de la homosexualidad (desde el punto de vista biológico) y la existencia de un “arte o estética animal”, y sus postulados resultan revolucionarios. Es imprescindible leer e incorporar este fascinante y revelador ensayo a la idea que tenemos de la evolución, pues cambiará la noción que tenemos de la masculinidad y los roles de género.
Libro finalista del Premio Pulitzer y mejor libro del año según el New York Times Book Review, La evolución de la belleza ofrece una muy necesaria y renovada lectura de la teoría olvidada de Darwin. Contiene revelaciones asombrosas sobre la sexualidad femenina y veremos cómo la libertad de elección de pareja de las mujeres ha sido decisiva en el desarrollo de las sociedades modernas.
Richard Prum ha recorrido todo el planeta durante décadas estudiando distintas especies de aves y fruto de su experiencia acumulada, cuestiona la idea tan extendida de que las hembras seleccionen a sus parejas sexuales por puros criterios adaptativos, supuestamente eligiendo los rasgos anatómicos del macho que hacen que la probabilidad de supervivencia de la especie sea mayor. Los diferentes rituales de apareamiento, tan elaborados e impresionantes como el “canto de las alas”, los “bailes” y las colas de colores de hasta cuatro metros de alto no aportan nada a la supervivencia de la especie: los machos exhiben dichos comportamientos simplemente porque a las hembras les gustan. Los animales eligen (elegimos) pareja en función de criterios estéticos: esta idea revolucionaria, ya esbozada en El origen del hombre de Darwin, fue mal entendida y despreciada por los contemporáneos victorianos del naturalista británico. Y sin embargo, es fascinante, novedosa y sobre todo, tiene sentido: la selección sexual hace que sobrevivan los genes del más atractivo, no del más fuerte.
Prum desarrolla esta idea hasta extremos polémicos e interesantísimos, cuando aborda el origen y el desarrollo de la homosexualidad (desde el punto de vista biológico) y la existencia de un “arte o estética animal”, y sus postulados resultan revolucionarios. Es imprescindible leer e incorporar este fascinante y revelador ensayo a la idea que tenemos de la evolución, pues cambiará la noción que tenemos de la masculinidad y los roles de género.
El conflicto sexual
Prum considera, en especial tras haber estudiado cómo algunas especies de patos fuerzan a las hembras a tener relaciones sexuales, que la selección sexual (y la modificación anatómica de la vagina de las hembras) es principalmente un mecanismo de las hembras para “contrarrestar” los abusos de los machos y poder procrear las crías del macho que ellas prefieren. Para el autor, esto es un ejercicio de autonomía de las hembras en todas las especies, incluida la humana, siendo un factor crucial de los cambios en la anatomía de los varones y de como se entiende la masculinidad actualmente. Concluye pues, que las mujeres, eligiendo las características tanto físicas, como psicológicas y socioeducativas de sus parejas pueden ser el motor de un cambio que obligue a los hombres a ser más tolerantes, respetuosos y sensibles. Prum desarrolla estas hipótesis en una proyección de lo que será el futuro de las relaciones entre los sexos dentro de las sociedades humanas.
lunes, 20 de enero de 2020
"Margot" de Alfred de Musset
Dans une grande et gothique maison, rue du Perche au Marais, habitait, en 1804, une vieille dame, connue et aimée de tout le quartier ; elle s’appelait Mme Doradour. C’était une femme du temps passé, non pas de la cour, mais de la bonne bourgeoisie, riche, dévote, gaie et charitable. Elle menait une vie très retirée ; sa seule occupation était de faire l’aumône et de jouer au boston avec ses voisins. On dînait chez elle à deux heures, on soupait à neuf. Elle ne sortait guère que pour aller à l’église et faire quelquefois, en revenant, un tour à la Place-Royale. Bref, elle avait conservé les mœurs et à peu près le costume de son temps, ne se souciant que médiocrement du nôtre, lisant ses heures plutôt que les journaux, laissant le monde aller son train, et ne pensant qu’à mourir en paix.
Comme elle était causeuse et même un peu bavarde, elle avait toujours eu, depuis vingt ans qu’elle était veuve, une demoiselle de compagnie. Cette demoiselle, qui ne la quittait jamais, était devenue pour elle une amie. On les voyait sans cesse toutes deux ensemble, à la messe, à la promenade, au coin du feu. Mlle Ursule tenait les clés de la cave, des armoires, et même du secrétaire. C’était une grande fille sèche, à tournure masculine, parlant du bout des lèvres, fort impérieuse, et passablement acariâtre. Mme Doradour, qui n’était pas grande, se suspendait en babillant au bras de cette vilaine créature, l’appelait sa toute-bonne, et se laissait mener à la lisière. Elle témoignait à sa favorite une confiance aveugle ; elle lui avait assuré d’avance une large part dans son testament. Mlle Ursule ne l’ignorait pas ; aussi faisait-elle profession d’aimer sa maîtresse plus qu’elle-même, et n’en parlait-elle que les yeux au ciel avec des soupirs de reconnaissance.
Il va sans dire que Mlle Ursule était la véritable maîtresse au logis. Pendant que Mme Doradour, enfoncée dans sa chaise longue, tricotait dans un coin de son salon, Mlle Ursule, affublée de ses clés, traversait majestueusement les corridors, tapait les portes, payait les marchands, et faisait damner les domestiques ; mais dès qu’il était l’heure de dîner, et dès que la compagnie arrivait, elle apparaissait avec timidité, dans un vêtement foncé et modeste ; elle saluait avec componction, savait se tenir à l’écart, et abdiquer en apparence. A l’église, personne ne priait plus dévotement qu’elle, et ne baissait les yeux plus bas ; il arrivait à Mme Doradour, dont la piété était sincère, de s’endormir au milieu d’un sermon ; Mlle Ursule lui poussait le coude, et le prédicateur lui en savait gré. Mme Doradour avait des fermiers, des locataires, des gens d’affaires ; Mlle Ursule vérifiait leurs comptes, et en matière de chicane, elle se montrait incomparable. Il n’y avait pas, grâce à elle, un grain de poussière dans la maison ; tout était propre, net, frotté, brossé, les meubles en ordre, le linge blanc, la vaisselle luisante, les pendules réglées ; tout cela était nécessaire à la gouvernante pour qu’elle pût gronder à son aise, et régner dans toute sa gloire.
Mme Doradour ne se dissimulait pas, à proprement parler, les défauts de sa bonne amie, mais elle n’avait su, de sa vie, distinguer en ce monde que le bien. Le mal ne lui semblait jamais clair ; elle l’endurait sans le comprendre. L’habitude, d’ailleurs, pouvait tout sur elle ; il y avait vingt ans que Mlle Ursule lui donnait le bras, et qu’elles prenaient le matin leur café ensemble. Quand sa protégée criait trop fort, Mme Doradour quittait son tricot, levait la tête, et demandait de sa petite voix flûtée : « Qu’est-ce donc, ma toute-bonne ? » Mais la toute-bonne ne daignait pas toujours répondre, ou, si elle entrait en explication, elle s’y prenait de telle sorte que Mme Doradour revenait à son tricot en fredonnant un petit air, pour n’en pas entendre davantage.
Il fut reconnu tout à coup, après une si longue confiance, que Mlle Ursule trompait tout le monde, à commencer par sa maîtresse ; non-seulement elle se faisait un revenu sur les dépenses qu’elle dirigeait, mais elle s’appropriait, en anticipation sur le testament, des hardes, du linge, et jusqu’à des bijoux. Comme l’impunité enhardit elle en était enfin venue jusqu’à dérober un écrin de diamans, dont il est vrai, Mme Doradour ne faisait nul usage, mais qu’elle gardait avec respect dans un tiroir depuis un temps immémorial, en souvenir de ses appas perdus. Mme Doradour ne voulut point livrer aux tribunaux une femme qu’elle avait aimée ; elle se borna à la renvoyer de chez elle, et refusa de la voir une dernière fois ; mais elle se trouva subitement dans une solitude si cruelle, qu’elle versa les larmes les plus amères, Malgré sa piété, elle ne put s’empêcher de maudire l’instabilité des choses d’ici-bas, et les impitoyables caprices du hasard, qui ne respecte pas même une vieille et douce erreur.
Un de ses bons voisins, nommé M. Després, étant venu la voir pour la consoler, elle lui demanda conseil :
— Que vais-je devenir à présent ? lui dit-elle. Je ne puis vivre seule ; où trouverai-je une nouvelle amie ? Celle que je viens de perdre m’a été si chère, et je m’y états si habituée, que, malgré la triste façon dont elle m’en a récompensée, j’en suis au regret de ne l’avoir plus ; qui me répondra d’une autre ? quelle confiance pourrais-je maintenant avoir pour une inconnue ?
— Le malheur qui vous est arrivé, répondit M. Després, serait à jamais déplorable, s’il faisait douter de la vertu une ame telle que la vôtre. Il y a, dans ce monde, des misérables et beaucoup d’hypocrites, mais il y a aussi d’honnêtes gens. Prenez une autre demoiselle de compagnie, non pas à la légère, mais sans y apporter non plus trop de scrupule. Votre confiance a été trompée une fois ; c’est une raison pour qu’elle ne le soit pas une seconde.
— Je crois que vous dites vrai, répliqua Mme Doradour, mais je suis bien triste et bien embarrassée. Je ne connais pas une âme à Paris. Ne pourriez-vous me rendre le service de prendre quelques informations, et de me trouver une honnête fille qui serait bien traitée ici, et qui servirait du moins à me donner le bras pour aller à Saint-François d’Assises ?
M. Després, en sa qualité d’habitant du Marais, n’était ni fort ingambe, ni fort répandu. Il se mit cependant en quête, et, quelques jours après, Mme Doradour eut une nouvelle demoiselle, à laquelle, au bout de deux mois, elle avait donné toute son amitié, car elle était aussi légère qu’elle était bonne. Mais il fallut, au bout de deux autres mois, mettre la nouvelle venue à la porte, non comme malhonnête, mais comme peu honnête. Ce fut pour Mme Doradour un second sujet de chagrin. Elle voulut faire elle-même un nouveau choix ; elle eut recours à tout le voisinage, s’adressa même aux petites affiches, et ne fut pas plus heureuse. Le découragement la prit ; on vit alors cette bonne dame s’appuyer sur une canne et se rendre seule à l’église ; elle avait résolu, disait-elle, d’achever ses jours sans l’aide de personne, et elle s’efforçait, en public, de porter gaiement sa tristesse et ses années, mais ses jambes tremblaient en montant l’escalier, car elle avait soixante-quinze ans ; on la trouvait le soir auprès du feu, les mains jointes et la tête basse ; elle ne pouvait supporter la solitude ; sa santé, déjà faible, s’altéra bientôt, elle tombait peu à peu dans la mélancolie.
Elle avait un fils unique nommé Gaston, qui avait embrassé de bonne heure la carrière des armes, et qui, en ce moment, était en garnison. Elle lui écrivit pour lui conter sa peine et pour le prier de venir à son secours dans l’ennui où elle se trouvait. Gaston aimait tendrement sa mère ; il demanda un congé et l’obtint, mais le lieu de sa garnison était, par malheur, la ville de Strasbourg, où se trouvent, comme on sait, en grande abondance, les plus jolies grisettes de France. On ne voit que là de ces brunes allemandes, pleines à la fois de la langueur germanique et de la vivacité française. Gaston était dans les bonnes grâces de deux jolies marchandes de tabac qui ne voulurent pas le laisser s’en aller ; il tenta vainement de les persuader, il alla même jusqu’à leur montrer la lettre de sa mère ; elles lui donnèrent tant de mauvaises raisons, qu’il s’en laissa convaincre, et retarda de jour en jour son départ.
Mme Doradour, pendant ce temps-là, tomba sérieusement malade. Elle était née si gaie, et le chagrin lui était si peu naturel, qu’il ne pouvait être pour elle qu’une maladie. Les médecins n’y savaient que faire : « Laissez-moi, disait-elle, je veux mourir seule ; puisque tout ce que j’aimais m’a abandonnée, pourquoi tiendrais-je à un reste de vie auquel personne ne s’intéresse ? »
La plus profonde tristesse régnait dans la maison, et en même temps le plus grand désordre. Les domestiques, voyant leur maîtresse moribonde, et sachant son testament fait, commençaient à la négliger. L’appartement, jadis si bien entretenu, les meubles si bien rangés, étaient couverts dépoussière. «O ma chère Ursule, s’écriait Mme Doradour, ma toute-bonne, où êtes-vous ? Vous me chasseriez ces marauds-là ! »
Un jour qu’elle était au plus mal, on la vit avec étonnement se redresser tout à coup sur son séant, écarter ses rideaux, et mettre ses lunettes. Elle tenait à la main une lettre qu’on venait de lui apporter et qu’elle déplia avec grand soin. Au haut de la feuille était une belle vignette représentant le temple de l’amitié avec un autel au milieu, et deux cœurs enflammés sur l’autel. La lettre était écrite en grosse bâtarde, les mots parfaitement alignés, avec de grands traits de plume aux queues des majuscules. C’était un compliment de bonee année, à peu près conçu en ces termes :
« MADAME ET CHERE MARRAINE , « C’est pour vous la souhaiter bonne et heureuse, que je prends la plume pour toute la famille, étant la seule qui sache écrire chez nous. Papa, maman, et mes frères vous la souhaitent de même ; nous avons appris que vous étiez malade, et nous prions Dieu qu’il vous conserve, ce qui arrivera sûrement. Je prends la liberté de vous envoyer ci-joint des rillettes, et je suis avec bien du respect et de l’attachement,
« Votre filleule et servante,
« MARGUERITE PIEDELEU. »
Après avoir lu cette lettre, Mme Doradour la mit sous son chevet ; elle fit aussitôt appeler M. Després et elle lui dicta sa réponse ; personne dans la maison n’en eut connaissance, mais dès que cette réponse fut partie, la malade se montra plus tranquille, et peu de jours après on la trouva aussi gaie et aussi bien portante qu’elle l’avait jamais été.
Le bonhomme Piédeleu était Beauceron, c’est-à-dire natif de la Beauce, où il avait passé sa vie et où il comptait bien mourir. C’était un vieux et honnête fermier de la terre de la Honville, près de Chartres, terre qui appartenait à Mme Doradour. Il n’avait vu de ses jours ni une forêt, ni une montagne, car il n’avait jamais quitté sa ferme que pour aller à la ville ou aux environs, et la Beauce, comme on sait, n’est qu’une plaine. Il avait vu, il est vrai, une rivière, l’Eure, qui coulait près de sa maison ; pour ce qui est de la mer, il y croyait comme au paradis, c’est-à-dire qu’il pensait qu’il fallait y aller voir ; aussi ne trouvait-il en ce monde que trois choses dignes d’admiration, le clocher de Chartres, une belle fille, et un beau champ de blé. Son érudition se bornait à savoir qu’il fait chaud en été, froid en hiver, et le prix des grains au dernier marché. Mais quand, par le soleil de midi, à l’heure où les laboureurs se reposent, le bonhomme sortait de la basse-cour pour dire bonjour à ses moissons, il faisait bon voir sa haute taille et ses larges épaules se dessiner sur l’horizon. Il semblait alors que les blés se tinssent plus droits et plus fiers que de coutume, que le soc des charrues fût plus étincelant. A sa vue, ses garçons de ferme, couchés à l’ombre et en train de dîner, se découvraient respectueusement, tout en avalant leurs belles tranches de pain et de fromage. Les bœufs ruminaient en bonne contenance, les chevaux se redressaient sous la main du maître qui frappait leur croupe rebondie : « Notre pays est le grenier de la France, » disait quelquefois le bon homme ; puis il penchait la tête en marchant, regardait ses sillons bien alignés, et se perdait dans cette contemplation.
Mme Piedeleu, sa femme, lui avait donné neuf enfans, dont huit garçons, et si tous les huit n’avaient pas six pieds de haut, il ne s’en fallait guère. Il est vrai que c’était la taille du bonhomme et la mère avait ses cinq pieds cinq pouces ; c’était la plus belle femme du pays. Les huit garçons, forts comme des taureaux, terreur et admiration du village, obéissaient en esclaves à leur père. Ils étaient, pour ainsi dire, les premiers et les plus zélés de ses domestiques, faisant tour à tour le métier de charretiers, de laboureurs, de batteurs en grange. C’était un beau spectacle que ces huit gaillards, soit qu’on les vît, les manches retroussées, la fourche au poing, dresser une meule ; soit qu’on les rencontrât, le dimanche, allant à la messe, bras dessus bras dessous, leur père marchant à leur tête ; soit, enfin, que le soir, après le travail, on les vît, assis autour de la longue table de la cuisine, deviser en mangeant la soupe et choquer en trinquant leurs grands gobelets d’étain.
Au milieu de cette famille de géans était venue au monde une petite créature, pleine de santé, mais toute mignonne ; c’était le neuvième enfant de Mme Piédeleu, Marguerite, qu’on appelait Margot ; sa tête ne venait pas au coude de ses frères, et quand son père l’embrassait, il ne manquait jamais de l’enlever de terre et de la poser sur la table. La petite Margot n’avait pas seize ans ; son nez retroussé, sa bouche bien fendue, bien garnie et toujours riante, son teint doré par le soleil, ses bras potelés, sa taille rondelette, lui donnaient l’air de la gaieté même ; aussi faisait-elle la joie de la famille ; assise au milieu de ses frères, elle brillait et réjouissait la vue comme un bluet dans un bouquet de blés. Je ne sais, ma foi, disait le bonhomme, comment ma femme s’y est prise pour me faire cet enfant-là ; c’est un cadeau de la Providence ; mais toujours est-il que ce brin de fillette me fera rire toute ma vie.
Margot dirigeait le ménage ; la mère Piédeleu, bien qu’elle fût encore verte, lui en avait laissé le soin, afin de l’habituer de bonne heure à l’ordre et à l’économie. Margot serrait le linge et le vin, avait la haute main sur la vaisselle, qu’elle ne daignait pas laver, mais elle mettait le couvert, versait à boire et chantait la chanson au dessert. Les servantes de la maison ne rappelaient que Mlle Marguerite, car elle avait un certain quant-à-soi. Du reste, comme disent les bonnes gens, elle était sage comme une image. Je ne veux pas dire qu’elle ne fût pas coquette ; elle était jeune, jolie et fille d’Eve. Mais il ne fallait pas qu’un garçon, même des plus huppés de l’endroit, s’avisât de lui serrer la taille trop fort ; il ne s’en serait pas bien trouvé ; le fils d’un fermier, nommé Jarry, qui était ce qu’on appelle un mauvais gas, l’ayant embrassée un jour à la danse, avait été payé d’un bon soufflet.
M. le curé professait pour Margot la plus haute estime. Quand il avait un exemple à citer, c’était elle qu’il choisissait. Il lui fit même un jour l’honneur de parler d’elle en plein sermon et de la donner pour modèle à ses ouailles. Si le progrès des lumières, comme on dit, n’avait pas fait supprimer les rosières, cette vieille et honnête coutume de nos aïeux, Margot eût porté les roses blanches, ce qui eût mieux valu qu’un sermon ; mais ces messieurs de 89 ont supprimé bien autre chose. Margot savait coudre et même broder ; son père avait voulu, en outre, qu’elle sût lire et écrire, qu’elle apprît l’orthographe, un peu de grammaire et de géographie ; une religieuse carmélite s’était chargée de son éducation. Aussi Margot était-elle l’oracle de l’endroit ; dès qu’elle ouvrait la bouche, les paysans s’ébahissaient. Elle leur disait que la terre était ronde, et ils l’en croyaient sur parole. On faisait cercle autour d’elle, le dimanche, lorsqu’elle dansait sur la pelouse, car elle avait eu un maître de danse, et son pas de bourrée émerveillait tout le monde. En un mot elle trouvait moyen d’être en même temps aimée et admirée, ce qui peut passer pour difficile.
Le lecteur sait déjà que Margot était filleule de Mme Doradour, et que c’était elle qui lui avait écrit, sur un beau papier à vignettes, un compliment de bonne année. Cette lettre, qui n’avait pas dix lignes, avait coûté à la petite fermière bien des réflexions et bien de la peine, car elle n’était pas forte en littérature. Quoi qu’il en soit, Mme Doradour, qui avait toujours beaucoup aimé Margot, et qui la connaissait pour la plus honnête fille du pays, avait résolu de la demander à son père, et d’en faire, s’il se pouvait, sa demoiselle de compagnie.
Le bonhomme était un soir dans sa cour, fort occupé à regarder une roue neuve qu’on venait de remettre à une de ses charrettes. La mère Piédeleu, debout sous le hangar, tenait gravement avec une grosse pince le nez d’un taureau ombrageux, pour l’empêcher de remuer pendant que le vétérinaire le pansait. Les garçons de ferme bouchonnaient les chevaux qui revenaient de l’abreuvoir. Les bestiaux commençaient à rentrer ; une majestueuse procession de vaches se dirigeait vers l’étable au soleil couchant, et Margot, assise sur une botte de trèfle, lisait un vieux numéro du Journal de l’Empire que le curé lui avait prêté.
Le curé lui-même parut en ce moment, s’approcha du bonhomme, et lui remit une lettre de la part de Mme Doradour. Le bonhomme ouvrit la lettre avec respect, mais il n’en eut pas plus tôt lu les premières lignes qu’il fut obligé de s’asseoir sur un banc, tant il était ému et surpris : Me demander ma fille ! s’écria-t-il, ma fille unique, ma pauvre Margot !
A ces mots, Mme Piédeleu, épouvantée, accourut ; les garçons, qui revenaient des champs, s’assemblèrent autour de leur père ; Margot seule resta à l’écart, n’osant bouger ni respirer. Après les premières exclamations, toute la famille garda un morne silence.
Le curé commença alors à parler et à énumérer tous les avantages que Margot trouverait à accepter la proposition de sa marraine. Mme Doradour avait rendu de grands services aux Piédeleu, elle était leur bienfaitrice ; elle avait besoin de quelqu’un qui lui rendît la vie agréable, qui prît soin d’elle et de sa maison ; elle s’adressait avec confiance à ses fermiers ; elle ne manquerait pas de bien traiter sa filleule et d’assurer son avenir. Le bonhomme écouta le curé sans mot dire, puis il demanda quelques jours pour réfléchir avant de prendre une détermination.
Ce ne fut qu’au bout d’une semaine, après bien des hésitations et bien des larmes, qu’il fut résolu que Margot se mettrait en route pour Paris. La mère était inconsolable ; elle disait qu’il était honteux de faire de sa fille une servante, lorsqu’elle n’avait qu’à choisir parmi les plus beaux garçons du pays pour devenir une riche fermière. Les fils Piédeleu, pour la première fois de leur vie, ne pouvaient réussir à se mettre d’accord ; ils se querellaient toute la journée, les uns consentant, les autres refusant ; enfin c’était un désordre et un chagrin inouïs dans la maison ; mais le bonhomme se souvenait que, dans une mauvaise année. Mme Doradour, au lieu de lui demander son terme, lui avait envoyé un sac d’écus ; il imposa silence à tout le monde, et décida que sa fille partirait. Le jour du départ arrivé, on mit un cheval à la carriole, afin de mener Margot à Chartres, ou elle devait prendre la diligence. Personne n’alla aux champs ce jour-là ; presque tout le village se rassembla dans la cour de la ferme. On avait fait à Margot un trousseau complet ; le dedans, le derrière et le dessus de la carriole étaient encombrés de boîtes et de cartons ; les Piédeleu n’entendaient pas que leur fille fit mauvaise figure à Paris. Margot avait fait ses adieux à tout le monde, et elle allait embrasser son père, lorsque le curé la prit par la main et lui fit une allocution paternelle sur son voyage, sur la vie future, et sur les dangers qu’elle allait courir. Conservez votre sagesse, jeune fille, s’écria le digne homme en terminant ; c’est le plus précieux des trésors ; veillez sur lui, Dieu fera le reste.
Le bonhomme Piédeleu était ému jusqu’aux larmes, quoiqu’il n’eût pas tout compris clairement dans le discours du curé. Il serra sa fille sur son cœur, l’embrassa, la quitta, revint à elle et l’embrassa encore ; il voulait parler et son trouble l’en empêchait : Retiens bien les conseils de M. le curé, dit-il enfin d’une voix altérée ; retiens-les bien, ma pauvre enfant... Puis il ajouta brusquement : Mille pipes de diable ! n’y manque pas !
Le curé, qui étendait les mains pour donner à Margot sa bénédiction, s’arrêta court à ce gros mot. C’était pour vaincre son émotion que le bonhomme avait juré ; il tourna le dos au curé et rentra chez lui sans en dire davantage.
Margot grimpa dans la carriole, et le cheval allait partir, lorsqu’on entendit un si gros sanglot, que tout le monde se retourna. On aperçut alors un petit garçon de quatorze ans à peu près, auquel on n’avait pas fait attention. Il s’appelait Pierrot, et son métier n’était pas bien noble, car il était gardeur de dindons ; mais il aimait passionnément Margot, non pas d’amour, mais d’amitié. Margot aimait aussi ce pauvre petit diable ; elle lui avait donné maintes fois une poignée de cerises ou une grappe de raisin pour accompagner son pain sec. Comme il ne manquait pas d’intelligence, elle se plaisait à le faire causer et à lui apprendre le peu qu’elle savait, et comme ils étaient tous deux presque du même âge, il était souvent arrivé que, la leçon finie, la maîtresse et l’écolier avaient joué ensemble à cligne-musette. En ce moment. Pierrot portait une paire de sabots que Margot lui avait donnée, ayant pitié de le voir marcher pieds mis. Debout dans un coin de la cour, entouré de son modeste troupeau. Pierrot regardait ses sabots et pleurait de tout son cœur ; Margot lui fit signe d’approcher, et lui tendit sa main ; il la prit et la porta à son visage comme s’il eût voulu la baiser, mais il la posa sur ses yeux ; Margot la retira toute baignée de larmes ; elle dit une dernière fois adieu à sa mère, et la carriole se mit en marche.
Lorsque Margot monta en diligence à Chartres, l’idée de faire vingt lieues et de voir Paris la bouleversait à tel point qu’elle en avait perdu le boire et le manger. Toute désolée qu’elle était de quitter son pays, elle ne pouvait s’empêcher d’être curieuse, et elle avait si souvent entendu parler de Paris comme d’une merveille, qu’elle avait peine à s’imaginer qu’elle allait voir de ses yeux une si belle ville. Parmi ses compagnons de route se trouva un commis-voyageur, qui, selon les habitudes du métier, ne manqua pas de bavarder. Margot l’écoutait faire ses contes avec une attention religieuse. Au peu de questions qu’elle hasarda, il vit combien elle était novice, et renchérissant sur lui-même, il fit de la capitale un portrait si extravagant et si ampoulé, qu’on n’aurait su, à l’entendre, s’il s’agissait de Paris ou de Pékin. Margot n’avait garde de le reprendre, et, pour lui, il n’était pas homme à s’arrêter à la pensée qu’au premier pas qu’elle ferait, elle verrait qu’il avait menti. C’est en quoi on ne peut trop admirer le suprême attrait de la forfanterie. Je me souviens qu’allant en Italie, il m’en arriva autant qu’à Margot ; un de mes compagnons de voyage me fit une description de Gênes que j’allais voir : il mentait sur le bateau qui nous y conduisait, il mentait en vue de la ville, et il mentait encore dans le port.
Les voitures qui viennent de Chartres entrent à Paris par les Champs-Elysées. Je laisse à penser l’admiration d’une Beauceronne à l’aspect de cette magnifique entrée qui n’a pas sa pareille au monde, et qu’on dirait faite pour recevoir un héros triomphant, maître du reste de l’univers. Les tranquilles et étroites rues du Marais parurent ensuite bien tristes à Margot ; cependant, quand son fiacre s’arrêta devant la porte de Mme Doradour, la belle apparence de la maison l’enchanta. Elle souleva le marteau d’une main tremblante, et frappa avec une crainte mêlée de plaisir. Mme Doradour attendait sa filleule ; elle la reçut à bras ouverts, lui fit mille caresses, l’appela sa fille, l’installa dans une bergère, et lui fit d’abord donner à souper.
Étourdie du bruit de la route, Margot regardait les tapisseries, les lambris et les meubles dorés, mais surtout les belles glaces qui décoraient le salon. Elle qui ne s’était jamais coiffée que dans le miroir à barbe de son père, il lui semblait charmant et prodigieux de voir son image répétée autour d’elle de tant de manières différentes. Le ton délicat et poli de sa marraine, ses expressions nobles et réservées, lui faisaient aussi une grande impression. Le costume même de la bonne dame, son ample robe de pou de soie à fleurs, son grand bonnet et ses cheveux poudrés, donnaient à penser à Margot, et lui faisaient voir qu’elle se trouvait en face d’un être particulier. Comme elle avait l’esprit prompt et facile, et en même temps ce penchant à l’imitation qui est naturel aux enfans, elle n’eut pas plus tôt causé une heure avec Mme Doradour qu’elle essaya de se modeler sur elle. Elle se redressa, rajusta sa cornette, et appela à son secours tout ce qu’elle savait de grammaire. Malheureusement, un peu de fort bon vin que sa marraine lui avait fait boire pur, pour réparer la fatigue du voyage, avait embrouillé ses idées. Ses paupières se fermaient ; Mme Doradour la prit par la main et la conduisit dans une belle chambre ; après quoi, l’ayant embrassée de nouveau, elle lui souhaita une bonne nuit et se retira.
Presque aussitôt on frappa à la porte ; une femme de chambre entra, débarrassa Margot de son schall et de son bonnet, et se mit à genoux pour la déchausser. Margot dormait tout debout et se laissait faire. Ce ne fut que lorsqu’on lui ôta sa chemise qu’elle s’aperçut qu’on la déshabillait, et sans réfléchir qu’elle était toute nue, elle fit un grand salut à sa femme de chambre ; elle expédia ensuite sa prière du soir, et se mit promptement au lit. A la lueur de sa veilleuse, elle vit que sa chambre avait aussi des meubles dorés, et qu’il s’y trouvait une de ces magnifiques glaces qui lui tenaient si fort au cœur. Au-dessus de cette glace était un trumeau, et les petits amours qui y étaient sculptés lui parurent autant de bons génies qui l’invitaient à se mirer. Elle se promit bien de n’y pas manquer, et, bercée par les plus doux songes, elle s’endormit délicieusement.
On se lève de bonne heure aux champs ; notre petite campagnarde s’éveilla le lendemain avec les oiseaux. Elle se mit sur son séant, et, apercevant dans sa chère glace son joli minois chiffonné, elle s’honora d’un gracieux sourire. La femme de chambre reparut bientôt, et demanda respectueusement si mademoiselle voulait prendre un bain. En même temps elle lui posa sur les épaules une robe de flanelle écarlate, qui parut à Margot la pourpre d’un roi.
La salle de bain de Mme Doradour était un réduit plus mondain qu’il n’appartient à un bain de dévote ; elle avait été construite sous Louis XV. La baignoire, exhaussée sur une estrade, était placée dans un cintre de stuc, encadré de roses dorées, et les inévitables amours foisonnaient autour du plafond. Sur le panneau opposé à l’estrade, on voyait une copie des baigneuses de Boucher, copie faite peut-être par Boucher lui-même. Une guirlande de fleurs se jouait sur le lambris ; un tapis moelleux couvrait le parquet, et un rideau de soie, galamment retroussé, laissait pénétrer à travers la persienne un demi-jour mystérieux. Il va sans dire que tout ce luxe était un peu fané par le temps, et que les dorures avaient vieilli ; mais par cette raison même on s’y plaisait mieux, et on y sentait comme un reste de parfum de ces soixante années de folie où régna le roi bien-aimé.
Margot, seule dans cette salle, s’approcha timidement de l’estrade. Elle examina d’abord les griffons dorés placés de chaque côté de la baignoire ; elle n’osait entrer dans l’eau, qui lui semblait devoir pour le moins être de l’eau de rose ; elle y fourra doucement une jambe, puis l’autre, puis elle resta debout, en contemplation devant le panneau. Elle n’était pas connaisseuse en peinture ; les nymphes de Boucher lui parurent des déesses ; elle n’imaginait pas que de pareilles femmes pussent exister sur la terre, qu’on pût manger avec des mains si blanches, ni marcher avec de si petits pieds ; que n’eût-elle pas donné pour être aussi belle ! Elle ne se doutait pas qu’avec ses mains hâlées elle valait cent fois mieux que ces poupées. Un léger mouvement du rideau la tira de sa distraction ; elle frémit à l’idée d’être surprise ainsi, et se plongea dans l’eau jusqu’au cou.
Un sentiment de mollesse et de bien-être ne tarda pas à s’emparer d’elle. Elle commença, comme font les enfans, par jouer dans l’eau avec le coin de son peignoir ; elle s’amusa ensuite à compter les fleurs et les rosaces de la chambre ; puis elle examina les petits amours, mais leurs gros ventres lui déplaisaient ; elle appuya sa tête sur le bord de la baignoire, et regarda par la fenêtre entr’ouverte.
La salle de bain était au rez-de-chaussée, et la fenêtre donnait sur le jardin. Ce n’était pas, comme on le pense bien, un jardin anglais, mais un antique jardin à la mode française, qui en vaut bien une autre. De belles allées sablées, bordées de buis, de grands parterres brillant de couleurs bien assorties, de jolies statues d’espace en espace, et, dans le fond, un labyrinthe en charmille. Margot regardait le labyrinthe, dont la sombre entrée la faisait rêver. La cligne-musette lui revenait en mémoire, et elle pensait que dans les détours de la charmille il devait y avoir de bonnes cachettes.
Un beau jeune homme, en costume de hussard, sortit en ce moment du labyrinthe, et se dirigea vers la maison. Après avoir traversé le parterre, il passa si près de la fenêtre de la salle de bain, que son coude ébranla la persienne. Margot ne put retenir un léger cri que la frayeur lui arracha ; le jeune homme s’arrêta, ouvrit la persienne, et avança la tête ; il aperçut Margot dans son bain, et, quoique hussard, il rougit. Margot rougit aussi, et le jeune homme s’éloigna,
Il y a sous le soleil une chose fâcheuse pour tout le monde, et particulièrement pour les petites filles ; c’est que la sagesse est un travail, et que, pour être seulement raisonnable, il faut se donner beaucoup de mal, tandis que, pour faire des sottises, il n’y a qu’à se laisser aller. Homère nous apprend que Sisyphe était le plus sage des mortels ; cependant les poètes le condamnent unanimement à rouler une grosse roche au haut d’une montagne, d’où elle retombe aussitôt sur ce pauvre homme, qui recommence à la rouler. Les commentateurs se sont épuisés à chercher la raison de ce supplice ; quant à moi, je ne doute pas que, par cette belle allégorie, les anciens n’aient voulu représenter la sagesse. La sagesse est, en effet, une grosse pierre que nous roulons sans désemparer, et qui nous retombe sans cesse sur la tête. Notez que le jour où elle nous échappe, il ne nous est tenu aucun compte de l’avoir roulée pendant nombre d’années, tandis qu’au contraire, si un fou vient à faire, par hasard, une action raisonnable, on lui en sait un gré infini. La folie est bien loin d’être une pierre ; c’est une bulle de savon qui s’en va dansant devant nous, et se colorant, comme l’arc-en-ciel, de toutes les nuances de la création. Il arrive, il est vrai, que la bulle crève, et nous envoie quelques gouttes d’eau dans les yeux ; mais aussitôt il s’en forme une nouvelle, et, pour la maintenir en l’air, nous n’avons besoin que de respirer.
Par ces réflexions philosophiques, je veux montrer qu’il n’est pas étonnant que Margot fut un peu amoureuse du jeune garçon qui l’avait aperçue dans son bain, et je veux dire aussi que, pour cela, on ne doit pas prendre mauvaise opinion d’elle. Lorsque l’amour se mêle de nos affaires, il n’a pas grand besoin qu’on l’aide, et on sait que lui fermer la porte, n’est pas le moyen de l’empêcher d’entrer ; mais il entra ici par la croisée, et voici comment.
Ce jeune garçon, en habit de hussard, n’était pas autre que Gaston, fils de Mme Doradour, qui s’était arraché, non sans peine, aux amourettes de sa garnison, et qui venait d’arriver chez sa mère. Le ciel voulut que la chambre où logeait Margot fût à l’angle de la maison, et que celle du jeune homme y fût aussi, c’est-à-dire que leurs deux croisées étaient presque en face l’une de l’autre, et en même temps fort rapprochées. Margot dînait avec Mme Doradour, et passait près d’elle l’après-midi jusqu’au souper ; mais, de sept heures du matin jusqu’à midi, elle restait dans sa chambre. Or, Gaston, la plupart du temps, était dans la sienne à cette heure-là. Margot n’avait donc rien de mieux à faire que de coudre près de la croisée et de regarder son voisin.
Le voisinage a de tout temps causé de grands malheurs ; il n’y a rien de si dangereux qu’une jolie voisine ; fût-elle laide, je ne m’y fierais pas, car, à force de la voir sans cesse, il arrive tôt ou tard un jour où l’on finit par la trouver jolie. Gaston avait un petit miroir rond accroché à sa fenêtre, selon la coutume des garçons. Devant ce miroir, il se rasait, se peignait, et mettait sa cravate. Margot remarqua qu’il avait de beaux cheveux blonds qui frisaient naturellement ; cela fut cause qu’elle acheta d’abord un flacon d’huile à la violette, et qu’elle prit soin que les deux petits bandeaux de cheveux noirs qui sortaient de son bonnet fussent toujours bien lisses et bien brillans. Elle s’aperçut ensuite que Gaston avait de jolies cravates et qu’il les changeait fort souvent ; elle fit emplette d’une douzaine de foulards, les plus beaux qu’il y eût dans tout le Marais. Gaston avait, en outre, cette habitude qui indignait si fort le philosophe de Genève, et qui le brouilla avec son ami Grimm ; il se faisait les ongles, comme dit Rousseau, avec un instrument fait exprès. Margot n’était pas un si grand philosophe que Rousseau ; au lieu de s’indigner, elle acheta une brosse, et, pour cacher sa main qui était un peu rouge, comme je l’ai déjà dit, elle prit des mitaines noires qui ne laissaient voir que le bout de ses doigts. Gaston avait encore bien d’autres belles choses que Margot ne pouvait imiter, par exemple, un pantalon rouge et une veste bleu de ciel avec des tresses noires. Margot possédait, il est vrai, une robe de chambre de flanelle écarlate ; mais que répondre à la veste bleue ? Elle prétendit avoir mal à l’oreille, et elle se fît, pour le matin, une petite toque de velours bleu. Ayant aperçu au chevet de Gaston le portrait de Napoléon, elle voulut avoir celui de Joséphine, Enfin, Gaston ayant dit un jour, à déjeuner, qu’il aimait assez une bonne omelette, Margot vainquit sa timidité et fit un acte de courage ; elle déclara que personne au monde ne savait faire les omelettes comme elle, que, chez ses parens, elle les faisait toujours, et qu’elle suppliait sa marraine d’en goûter une de sa main.
Ainsi tâchait la pauvre enfant de témoigner son modeste amour, mais Gaston n’y prenait pas garde. Comment un jeune homme hardi, fier, habitué aux plaisirs bruyans et à la vie de garnison, aurait-il remarque ce manège enfantin ? Les grisettes de Strasbourg s’y prennent d’autre manière lorsqu’elles ont un caprice en tête. Gaston dînait avec sa mère, puis sortait pour toute la soirée, et comme Margot ne pouvait dormir qu’il ne fût rentré, elle l’attendait derrière son rideau. Il arriva bien quelquefois que le jeune homme, voyant de la lumière chez elle, se dit, en traversant la cour : « Pourquoi cette petite fille n’est-elle pas couchée" ? » Il arriva encore qu’en faisant sa toilette, il jeta sur Margot un coup d’œil distrait qui la pénétrait jusqu’à l’âme, mais elle détournait la tête aussitôt, et elle serait plutôt morte que d’oser soutenir ce regard. Il faut dire aussi qu’au salon elle ne se montrait plus la même. Assise auprès de sa marraine, elle s’étudiait à paraître grave, réservée, et à écouter décemment le babillage de Mme Doradour. Quand Gaston lui adressait la parole, elle lui répondait de son mieux ; mais, ce qui semblera singulier, elle lui répondait presque sans émotion. Expliquera qui pourra ce qui se passe dans une cervelle de quinze ans ; l’amour de Margot était, pour ainsi dire, enfermé dans sa chambre ; elle le retrouvait dès qu’elle y entrait, et elle l’y laissait en sortant ; mais elle ôtait la clef de sa porte, pour que personne ne put, en son absence, profaner son petit sanctuaire.
Il est facile, du reste, de supposer que la présence de Mme Doradour devait la rendre circonspecte et l’obliger à réfléchir, car cette présence lui rappelait sans cesse la distance qui la séparait de Gaston. Une autre que Margot s’en serait peut-être désespérée ou plutôt se serait guérie, voyant le danger de sa passion, mais Margot ne s’était jamais demandé, même dans le plus profond de son cœur, à quoi lui servirait son amour ; et, en effet, y a-t-il une question plus vide de sens que celle-là, qu’on adresse continuellement aux amoureux : A quoi cela vous mènera-t-il ? — Eh ! bonnes gens, cela me mène à aimer.
Dès que Margot s’éveillait, elle sautait à bas de son lit, et elle courait, pieds nus, en cornette, écarter le coin de son rideau, pour voir si Gaston avait ouvert ses jalousies. Si les jalousies étaient fermées, elle allait vite se recoucher, et elle guettait l’instant où elle entendrait le bruit de l’espagnolette, auquel elle ne se trompait pas. Cet instant venu, elle mettait ses pantoufles et sa robe de chambre, ouvrait à son tour sa croisée, et penchait la tête de côté et d’autre d’un air endormi, comme pour regarder quel temps il faisait. Elle poussait ensuite un des battans de la fenêtre, de manière à n’être vue que de Gaston, puis elle posait son miroir sur une petite table, et commençait à peigner ses beaux cheveux. Elle ne savait pas qu’une vraie coquette se montre quand elle est parée, mais ne se laisse pas voir pendant qu’elle se pare ; comme Gaston se coiffait devant elle, elle se coiffait devant lui. Masquée par son miroir, elle hasardait de timides coups d’œil, prête à baisser les yeux si Gaston la regardait. Quand ses cheveux étaient bien peignés et retroussés, elle posait sur sa tête son petit bonnet de tulle brodé à la paysanne, qu’elle n’avait pas voulu quitter ; ce petit bonnet était toujours tout blanc, ainsi que le grand collet rabattu qui lui couvrait les épaules et lui donnait un peu l’air d’une nonnette. Elle restait alors les bras nus, en jupon court, attendant son café. Bientôt paraissait Mlle Pélagie, sa femme de chambre, portant un plateau, et escortée du chat du logis, meuble indispensable au Marais, qui ne manquait jamais le matin de rendre ses devoirs à Margot. Il jouissait alors du privilège de s’établir dans une bergère en face d’elle, et de partager son déjeuner. Ce n’était pour elle, comme on pense, qu’un prétexte de coquetterie. Le chat qui était vieux et gâté, roulé en boule dans son fauteuil, recevait fort gravement des baisers qui ne lui étaient pas adressés. Margot l’agaçait, le prenait dans ses bras, le jetait sur son lit, tantôt le caressait, tantôt l’irritait ; depuis dix ans qu’il était de la maison, il ne s’était jamais vu à pareille fête, et il ne s’en trouvait pas précisément satisfait, mais il prenait le tout en patience, étant au fond d’un bon naturel et ayant beaucoup d’amitié pour Margot. Le café pris, elle s’approchait de nouveau de la fenêtre, regardait encore un peu s’il faisait beau temps, puis elle poussait le battant resté ouvert, mais sans le fermer tout-à-fait. Pour qui aurait eu l’instinct du chasseur, c’était alors le temps de se mettre à l’affût. Margot achevait sa toilette, et veux-je dire qu’elle se montrait ? Non pas ; elle mourait de peur d’être vue, et d’envie de se laisser voir. Et Margot était une fille sage ? Oui, sage, honnête et innocente. Et que faisait-elle ? Elle se chaussait, mettait son jupon et sa robe, et de temps en temps, par la fente de la fenêtre, on aurait pu la voir allonger le bras pour prendre une épingle sur la table. Et qu’eût-elle fait si on l’eût guettée ? Elle aurait sur-le-champ fermé sa croisée. Pourquoi donc la laisser entr’ouverte ? Demandez-le-lui, je n’en sais rien.
Les choses en étaient là, lorsqu’un certain jour Mme Doradour et son fils eurent un long entretien tête-à-tête. Il s’établit entre eux un air de mystère, et ils se parlaient souvent à mots couverts. Peu de temps après, Mme Doradour dit à Margot ; « Ma chère enfant, tu vas revoir ta mère ; nous passerons l’automne à la Honville. »
L’habitation de la Honville était à une lieue de Chartres, et à une demi-lieue, environ, de la ferme où demeuraient les parens de Margot. Ce n’était pas tout-à-fait un château, mais une très belle maison avec un grand parc. Mme Doradour n’y venait pas souvent, et depuis nombre d’années on n’y avait vu qu’un régisseur. Ce voyage précipité, les entretiens secrets entre le jeune homme et la vieille dame, surprenaient Margot et l’inquiétaient.
Il n’y avait que deux jours que Mme Doradour était arrivée, et tous les paquets n’étaient pas encore déballés, lorsqu’on vit s’avancer dans la plaine dix colosses marchant en bon ordre ; c’était la famille Piédeleu qui venait faire ses complimens ; la mère portait un panier de fruits, les fils tenaient à la main chacun un pot de giroflées, et le bonhomme se prélassait, ayant dans ses poches deux énormes melons qu’il avait choisis lui-même et jugés les meilleurs de son potager. Mme Doradour reçut ces présens avec sa bonté ordinaire, et comme elle avait prévu la visite de ses fermiers, elle tira aussitôt de son armoire huit gilets de soie à fleurs pour les garçons, une dentelle pour la mère Piédeleu, et, pour le bonhomme, un beau chapeau de feutre à larges bords dont la gance était retenue par une boucle d’or. Les complimens étant échangés, Margot, brillante de joie et de santé, comparut devant sa famille ; après qu’elle eut été embrassée à la ronde, sa marraine fit tout haut son éloge, vanta sa douceur, sa sagesse, son esprit, et les joues de la jeune fille, toutes vermeilles des baisers qu’elle avait reçus, se colorèrent encore d’une pourpre plus vive ; la mère Piédeleu, voyant la toilette de Margot, jugea qu’elle devait être heureuse, et elle ne put s’empêcher, en bonne mère, de lui dire qu’elle n’avait jamais été si jolie. — C’est ma foi vrai, dit le bonhomme. — C’est vrai, répéta une voix qui fit trembler Margot jusqu’au fond du cœur ; c’était Gaston qui venait d’entrer.
En ce moment, la porte étant restée ouverte, on aperçut dans l’antichambre le petit gardeur de dindons, Pierrot, qui avait tant pleuré au départ de Margot. Il avait suivi ses maîtres à quelque distance, et n’osant entrer dans le salon, il fit, de loin, un salut craintif. — Quel est ce petit gas ? dit Mme Doradour. Approche donc, petit, viens nous dire bonjour. Pierrot salua de nouveau, mais rien ne put le décider à entrer ; il devint rouge comme le feu et se sauva à toutes jambes.
— C’est donc vrai que vous me trouvez jolie ? se répéta Margot à voix basse en se promenant seule dans le parc, lorsque sa famille fut partie. Mais quelle hardiesse ont les garçons pour dire des choses pareilles devant tout le monde ! Moi qui n’ose pas le regarder en face, comment se fait-il qu’il me dise tout haut une chose que je ne puis entendre sans rougir ? Il faut que ce soit chez lui une grande habitude, ou qu’il le regarde comme indifférent ; et pourtant, dire à une fille qu’on la trouve jolie, c’est beaucoup, cela ressemble un peu à une déclaration d’amour.
A cette pensée, Margot s’arrêta, et se demanda ce que c’était, au juste, qu’une déclaration d’amour. Elle en avait beaucoup entendu parler, mais elle ne s’en rendait pas compte bien clairement. Comment dit-on qu’on aime ? se demandait-elle, et elle ne pouvait se figurer que ce fût seulement en disant : Je vous aime. Il lui semblait que ce devait être bien autre chose, qu’il devait y avoir pour cela un secret, un langage particulier, quelque mystère plein de péril et de charme. Elle n’avait jamais lu qu’un roman, j’ignore quel en était le titre ; c’était un volume dépareillé qu’elle avait trouvé dans le grenier de son père ; il y était question d’un brigand sicilien qui enlevait une religieuse, et il s’y trouvait bien quelques phrases inintelligibles qu’elle avait jugées devoir être des paroles d’amour ; mais elle avait entendu dire au curé que tous les romans n’étaient que des sottises, et c’était la vérité seule qu’elle brûlait de connaître ; mais à qui oser la demander ?
La chambre de Gaston, à la Honville, n’était plus si près qu’à Paris. Plus de coups d’œil furtifs, plus de bruit d’espagnolette. Tous les jours, à cinq heures du matin, la cloche résonnait faiblement. C’était le garde-chasse qui réveillait Gaston, la cloche se trouvant près de sa fenêtre. Le jeune homme se levait et partait pour la chasse. Cachée derrière sa persienne, Margot le voyait, entouré de ses chiens, le fusil au poing, monter à cheval et se perdre dans le brouillard qui couvrait les champs. Elle le suivait des yeux avec autant d’émotion que si elle eût été une châtelaine captive dont l’amant partait pour la Palestine. Il arrivait souvent que Gaston, au lieu d’ouvrir le premier échalier, le faisait franchir à son cheval. Margot, à cette vue, poussait des soupirs ignorés, mais à la fois bien doux et bien cruels. Elle se figurait qu’à la chasse on courait les plus grands dangers. Quand Gaston rentrait le soir, couvert de poussière, elle le regardait des pieds à la tête pour s’assurer qu’il n’était point blessé, comme s’il fût revenu d’un combat ; mais lorsqu’elle le voyait tirer, de son carnier, un lièvre ou une couple de perdrix, et les déposer sur la table, il lui semblait voir un guerrier vainqueur chargé des dépouilles de l’ennemi.
Ce qu’elle craignait arriva un jour ; Gaston, en sautant une haie, fit une chute de cheval ; il tomba au milieu des ronces, et en fut quitte pour quelques égratignures. De quelles poignantes émotions ce léger accident fut la cause ! La prudence de Margot faillit l’abandonner ; elle fut d’abord près de se trouver mal. On la vit joindre les mains et prier tout bas : que n’eût-elle pas donné pour avoir la permission d’essuyer le sang qui coulait sur la main du jeune homme ! Elle mit dans sa poche son plus beau mouchoir, le seul en sa possession qui fût brodé, et elle attendait impatiemment quelque occasion de le tirer à l’improviste pour que Gaston en pût envelopper un instant sa main ; mais elle n’eut pas même cette consolation. Le cruel garçon étant à souper, et quelques gouttes de sang coulant de sa blessure, il refusa le mouchoir de Margot et roula sa serviette autour de son poignet. Margot en sentit un tel déplaisir, que ses yeux se remplirent de larmes.
Elle ne pouvait penser cependant que Gaston méprisât son amour ; mais il l’ignorait ; que faire à cela ? Tantôt Margot se résignait, et tantôt elle s’impatientait. Les événemens les plus indifférens devenaient tour à tour, pour elle, des motifs de, joie ou de chagrin. Un mot obligeant, un regard de Gaston, la rendaient heureuse une journée entière ; s’il traversait le salon sans prendre garde à elle, s’il se retirait le soir sans lui adresser un léger salut qu’il avait coutume de lui faire, elle passait la nuit à chercher en quoi elle avait pu lui déplaire. S’il s’asseyait près d’elle par hasard, et s’il lui faisait un compliment sur sa tapisserie, elle rayonnait d’aise et de reconnaissance ; s’il refusait à dîner de manger d’un plat qu’elle lui offrait, elle s’imaginait qu’il ne l’aimait plus.
Il y avait de certains jours où elle se faisait, pour ainsi dire, pitié à elle-même ; elle en venait à douter de sa beauté et à se croire laide toute une après-dînée. En d’autres momens, l’orgueil féminin se révoltait en elle ; quelquefois, devant son miroir, elle haussait les épaules de dépit, en pensant à l’indifférence de Gaston. Un mouvement de colère et de découragement lui faisait chiffonner sa collerette et enfoncer son bonnet sur ses yeux ; un élan de fierté réveillait sa coquetterie ; elle paraissait tout à coup, au milieu de la journée, revêtue de tous ses atours, et dans sa robe du dimanche, comme pour protester de tout son pouvoir contre l’injustice du destin. Margot, dans sa nouvelle condition, avait conservé les goûts de son premier état. Pendant que Gaston était à la chasse, elle passait souvent ses matinées dans le potager ; elle savait manier à propos la serpe, le râteau et l’arrosoir, et plus d’une fois elle avait donné un bon conseil au jardinier. Le potager s’étendait devant la maison et servait en même temps de parterre ; les fleurs, les fruits et les légumes y venaient en compagnie. Margot affectionnait surtout un grand espalier couvert des plus belles pèches ; elle en prenait un soin extrême, et c’était elle qui, chaque jour, y choisissait, d’une main économe, quelques fruits pour le dessert. Il y avait sur l’espalier une pêche beaucoup plus grosse que toutes les autres ; Margot ne pouvait se décider à cueillir cette pêche ; elle la trouvait si veloutée et d’une si belle couleur de pourpre, qu’elle n’osait la détacher de l’arbre, et qu’il lui semblait que c’eût été un meurtre de la manger. Elle ne passait jamais devant sans l’admirer et elle avait recommandé au jardinier qu’on ne s’avisât pas d’y toucher, sous peine d’encourir sa colère et les reproches de sa marraine. Un jour, au soleil couchant, Gaston, revenant de la chasse, traversa le potager ; pressé par la soif, il étendit la main en passant près de l’espalier, et le hasard fit qu’il en arracha le fruit favori de Margot, dans lequel il mordit sans respect. Elle était à quelques pas de là, arrosant un carré de légumes ; elle accourut aussitôt, mais le jeune homme, ne la voyant pas, continua sa route. Après une ou deux bouchées, il jeta le fruit à terre et entra dans la maison. Margot avait vu du premier coup d’œil que sa chère pêche était perdue. Le brusque mouvement de Gaston, l’air d’insouciance avec lequel il avait jeté la pêche, avaient produit sur la petite fille un effet bizarre et inattendu. Elle était désolée et en même temps ravie, car elle pensait que Gaston devait avoir grand’soif, par le soleil ardent qu’il faisait, et que ce fruit devait lui avoir fait plaisir. Elle ramassa la pêche, et après avoir soufflé dessus pour en essuyer la poussière, elle regarda si personne ne pouvait la voir, puis elle y déposa un baiser furtif ; mais elle ne put s’empêcher en même temps de donner un petit coup de dent pour y goûter. Je ne sais quelle singulière idée lui traversa l’esprit, et pensant peut-être au fruit, peut-être à elle-même : Méchant garçon, murmura-t-elle, comme vous gaspillez sans le savoir !
Je demande grâce au lecteur pour les enfantillages que je lui raconte, mais comment raconterais-je autre chose, mon héroïne étant un enfant ? Mme Doradour avait été invitée à dîner dans un château des environs. Elle y mena Gaston et Margot ; on se sépara fort tard, et il faisait nuit close quand on reprit le chemin de la maison ; Margot et sa marraine occupaient le fond de la voiture ; Gaston, assis sur le devant, et n’ayant personne à côté de lui, s’était étendu sur le coussin, en sorte qu’il y était presque couché. Il faisait un beau clair de lune, mais l’intérieur de la voiture était fort sombre ; quelques rayons de lumière n’y pénétraient que par instans ; la conversation languissait ; un bon dîner, un peu de fatigue, l’obscurité, le balancement moelleux de la berline, tout invitait nos voyageurs au sommeil. Mme Doradour s’endormit la première, et, en s’endormant, elle posa son pied sur la banquette de devant, sans s’inquiéter si elle gênait Gaston. L’air était frais ; un épais manteau, jeté sur les genoux, enveloppait à la fois la marraine et la filleule. Margot, enfoncée dans son coin, ne bougeait pas, quoique bien éveillée ; mais elle était fort inquiète de savoir si Gaston dormait. Il lui semblait que, puisqu’elle avait les yeux ouverts, il devait les avoir aussi ; elle le regardait sans le voir, et elle se demandait s’il en faisait de même. Dès qu’un peu de clarté glissait dans la voiture, elle se hasardait à tousser légèrement. Le jeune homme était immobile, et la petite fille n’osait parler, de peur de troubler le sommeil de sa marraine. Elle avança la tête et regarda au dehors ; l’idée d’un long voyage a tant de ressemblance avec l’idée d’un long amour, qu’en voyant le clair de lune et les champs, Margot oublia aussitôt qu’elle était sur le chemin de la Honville ; elle ferma à demi les paupières, et tout en regardant passer les arbres de la route, elle se figura qu’elle partait pour la Suisse ou l’Italie avec Mme Doradour et son fils. Ce rêve, comme on pense, lui en fit faire bien d’autres, et de si doux, qu’elle s’y abandonna entièrement. Elle se vit, non pas femme de Gaston, mais sa fiancée, allant courir le monde, aimée de lui, ayant droit de l’aimer, et au bout du voyage était le bonheur, ce mot charmant qu’elle se répétait sans cesse, et que, heureusement pour elle, elle comprenait si peu. Pour mieux rêver, elle ferma tout-à-fait les yeux ; elle s’assoupit, et, par un mouvement involontaire, elle fit comme Mme Doradour : elle étendit son pied sur le coussin qui était devant elle ; le hasard fit qu’elle posa ce pied, fort bien chaussé d’ailleurs et très petit, précisément sur la main de Gaston. Gaston ne parut rien sentir ; mais Margot s’éveilla en sursaut ; elle ne retira pourtant pas son pied tout de suite, elle le glissa seulement un peu à côté. Son rêve l’avait si bien bercée, que le réveil même ne l’en tirait pas ; et ne peut-on mettre son pied sur la banquette où dort son amant, quand on part avec lui pour la Suisse ? Peu à peu, toutefois, l’illusion se dissipa ; Margot commença à penser à l’étourderie qu’elle venait de faire : S’en est-il aperçu ? se demanda-t-elle ; dort-il ? ou en fait-il semblant ? S’il s’en est aperçu, comment n’a-t-il pas ôté sa main ? et, s’il dort, comment cela ne l’a-t-il pas réveillé ? Peut-être me méprise-t-il trop pour daigner me montrer qu’il a senti mon pied ; peut-être qu’il en est bien aise, et qu’en feignant de ne pas le sentir, il s’attend que je vais recommencer ; peut-être croît-il. que je dors moi-même. Il n’est pourtant pas agréable d’avoir le pied d’un autre sur sa main, à moins qu’on n’aime cette personne-là. Mon soulier doit avoir sali son gant, car nous avons beaucoup marché aujourd’hui ; mais peut-être qu’il ne veut pas avoir l’air de tenir à si peu de chose. Que dirait-il si je recommençais ? Mais il sait bien que je n’oserai jamais ; peut-être devine-t-il mon incertitude, et s’amuse-t-il à me tourmenter. Tout en réfléchissant ainsi, Margot retirait doucement son pied, avec toute la précaution possible ; ce petit pied tremblait comme une feuille ; en tâtonnant dans l’obscurité, il effleura de nouveau le bout des doigts du jeune homme, mais si légèrement que Margot elle-même eut à peine le temps de s’en apercevoir. Jamais son cœur n’avait battu si vite ; elle se crut perdue, et s’imagina qu’elle avait commis une imprudence irréparable. Que va-t-il penser ? se dit-elle ; quelle opinion aura-t-il de moi ? Dans quel embarras vais-je me trouver ? Je n’oserai plus le regarder en face. C’était déjà une grande faute de l’avoir touché la première fois, mais c’est bien pis maintenant. Comment pourrai-je prouver que je ne l’ai pas fait exprès ? Les garçons ne veulent jamais rien croire. Il va se moquer de moi et le dire à tout le monde, à ma marraine peut-être, et ma marraine le dira à mon père ; je ne pourrai plus me montrer dans le pays. Où irai-je ? Que vais-je devenir ? J’aurai beau me défendre ; il est certain que je l’ai touché deux fois, et que jamais une femme n’a fait une chose pareille. Après ce qui vient de se passer, le moins qu’il puisse m’arriver, c’est de sortir de la maison. — A cette idée, Margot frissonna. Elle chercha long-temps dans sa tête quelque moyen de se justifier ; elle fit le projet d’écrire le lendemain une grande lettre à Gaston, qu’elle lui ferait remettre en secret, et dans laquelle elle lui expliquerait que c’était par mégarde qu’elle avait posé son pied sur sa main, qu’elle lui en demandait pardon, et qu’elle le priait de l’oublier. — Mais s’il ne dort pas ? pensa-t-elle encore ; s’il se doute que je l’aime ? s’il m’a devinée ? si c’était lui qui vînt demain me parler le premier de notre aventure ? s’il me disait qu’il m’aime aussi ? s’il me faisait une déclaration….. La voiture s’arrêta en ce moment. Gaston, qui dormait en conscience, étendit les bras en se réveillant avec fort peu de cérémonie. Il lui fallut quelque temps pour se rappeler où il était ; à cette triste découverte, les rêveries de Margot s’évanouirent ; et quand le jeune ; homme lui offrit, pour descendre, la main qu’elle avait effleurée, elle ne vit que trop clairement qu’elle venait de voyager seule.
Deux événemens imprévus, dont l’un fut ridicule et l’autre sérieux, arrivèrent presque en même temps, Gaston était un matin dans l’avenue de la maison, essayant un cheval qu’il venait d’acheter, lorsqu’un petit garçon, à demi couvert de haillons et presque nu, vint à lui d’un air résolu, et s’arrêta devant son cheval. C’était Pierrot, le gardeur de dindons. Gaston ne le reconnut pas, et croyant qu’il lui demandait l’aumône, il lui jeta quelques sous dans son bonnet. Pierrot mit les sous dans sa poche, mais, au lieu de s’éloigner, il courut après le cavalier et se replaça devant lui quelques pas plus loin. Gaston lui cria deux ou trois fois de se garer, mais en vain ; Pierrot le suivait et l’arrêtait toujours. — Que me veux-tu, petit drôle ? demanda le jeune homme ; as-tu juré de te faire écraser ?
— Monsieur, répondit Pierrot sans se déranger, je voudrais être domestique de monsieur.
— De qui ?
— De vous, monsieur.
— De moi ? Et à propos de quoi me fais-tu cette demande ?
— Pour être domestique de monsieur.
— Mais je n’ai pas besoin de domestique ; qui t’a dit que j’en cherchais un ?
— Personne, monsieur.
— Que viens-tu donc faire, alors ?
— Je viens demander à monsieur d’être son domestique.
— Est-ce que tu es fou, ou te moques-tu de moi ?
— Non, monsieur.
— Tiens, laisse-moi en repos.
Gaston lui jeta encore quelque monnaie, et détournant son cheval, il continua sa route. Pierrot s’assit sur le bord de l’avenue, et Margot venant à y passer quelque temps après, l’y trouva pleurant à chaudes larmes. Elle accourut à lui aussitôt :
— Qu’as-tu, mon pauvre Pierrot ? que t’est-il arrivé ? Pierrot refusa d’abord de répondre. « Je voulais être domestique de monsieur, dit-il enfin en sanglottant, et monsieur ne veut pas. »
Ce ne fut pas sans peine que Margot parvint à le faire s’expliquer. Elle comprit enfin de quoi il s’agissait ; depuis qu’elle avait quitté la ferme, Pierrot s’ennuyait de ne plus la voir. Moitié honteux et moitié pleurant, il lui raconta ses chagrins, et elle ne put s’empêcher d’en rire et d’en avoir en même temps pitié. Le pauvre garçon, pour exprimer ses regrets, parlait à la fois de son amitié pour Margot, de ses sabots qui étaient usés, de sa triste solitude dans les champs, d’un de ses dindons qui était mort ; tout cela se mêlait dans sa tête. Enfin, ne pouvant plus supporter sa tristesse, il avait pris le parti de venir à la Honville, et de s’offrir à Gaston comme domestique ou comme palefrenier. Cette détermination lui avait coûté huit jours de réflexions, et, comme on vient de le voir, elle n’avait pas eu grand succès. Aussi parlait-il de mourir, plutôt que de retourner à la ferme : « Puisque monsieur ne veut pas de moi, dit-il en terminant son récit, et puisque je ne peux pas être auprès de lui comme vous êtes auprès de Mme Doradour, je me laisserai mourir de faim. » Je n’ai pas besoin de dire que ces derniers mots furent accompagnés d’un nouveau déluge de larmes.
Margot le consola de son mieux, et, le prenant par la main, l’emmena à la maison. Là, en attendant qu’il fût temps pour lui de mourir de faim, elle le fit entrer dans l’office et lui donna un morceau de pain avec du jambon et des fruits. Pierrot, inondé de larmes, mangea de bon appétit en regardant Margot de tous ses yeux. Elle lui fit comprendre aisément que, pour entrer au service de quelqu’un, il faut attendre qu’il y ait une place vacante, et elle lui promit qu’à la première occasion elle se chargerait de sa demande. Elle le remercia de son amitié, l’assura qu’elle l’aimait de même, essuya ses larmes, l’embrassa sur le front avec un petit air maternel, et le décida enfin à s’en retourner. Pierrot, convaincu, fourra dans ses poches ce qui restait de son déjeuner ; Margot lui donna en outre un écu de cent sous pour s’acheter un gilet et des sabots. Ainsi consolé, il prit la main de la jeune fille et y colla ses lèvres en lui disant d’une voix émue : « Au revoir, mamselle Marguerite. » Pendant qu’il s’éloignait à pas lents, Margot s’aperçut que le petit garçon commençait à devenir grand. Elle fit réflexion qu’il n’avait qu’un an de moins qu’elle, et elle se promit, à la première occasion, de ne plus l’embrasser si vite. Le lendemain, elle remarqua que Gaston, contre son ordinaire, n’était point allé à la chasse, et qu’il y avait dans sa toilette plus de recherche que de coutume. Après dîner, c’est-à-dire vers quatre heures, le jeune homme donna le bras à sa mère, et tous deux se dirigèrent vers l’avenue. Ils causaient à voix basse, et paraissaient inquiets ; Margot, restée seule au salon, regardait avec anxiété par la fenêtre, lorsqu’une chaise de poste entra dans la cour, Gaston courut ouvrir la portière ; une vieille dame descendit d’abord, puis une jeune demoiselle d’environ dix-neuf ans, élégamment vêtue et belle comme le jour. A l’accueil qu’on fit aux deux étrangères, Margot jugea qu’elles n’étaient pas seulement des personnes de distinction, mais qu’elles devaient être des parentes de sa marraine ; les deux meilleures chambres de la maison avaient été préparées. Lorsque les nouvelles arrivées entrèrent au salon, me ‘Doradour fit un signe et dit tout bas à Margot de se retirer. Celle-ci s’éloigna à contre-cœur, et le séjour de ces deux dames ne lui sembla rien promettre d’agréable.
Elle hésitait, le jour suivant, à descendre au déjeuner, quand sa marraine vint la prendre, et la présenta à Mme et à Mlle de Vercelles ; ainsi se nommaient les deux étrangères. En entrant dans la salle à manger, Margot vit qu’il y avait une serviette blanche à sa place ordinaire, qui était à côté de Gaston. Elle s’assit en silence, mais non sans tristesse, à une autre place ; la sienne fut prise par Mlle de Vercelles, et il ne fut pas difficile de voir bientôt que le jeune homme regardait beaucoup sa voisine. Margot resta muette pendant le repas ; elle servit un plat qui était devant elle, et quand elle en offrit à Gaston, il n’eut pas même l’air de l’avoir entendue. Après le déjeuner, on se promena dans le parc ; lorsqu’on eut fait quelques tours d’allées, Mme Doradour prit le bras de la vieille dame, et Gaston offrit aussitôt le sien à la belle jeune fille ; Margot, restée seule, marchait derrière la compagnie ; personne ne pensait à elle ni ne lui adressait la parole ; elle s’arrêta et revint à la maison. A dîner, Mme Doradour fit apporter une bouteille de frontignan, et, comme elle avait conservé en tout les vieilles coutumes, elle tendit son verre, avant de boire, pour inviter ses hôtes à trinquer. Tout le monde imita son exemple, excepté Margot, qui ne savait trop quoi faire. Elle souleva pourtant aussi un peu son verre, espérant être encouragée. Personne ne répondit à son geste craintif, et elle remit le verre devant elle sans avoir bu ce qu’il contenait. — C’est dommage que nous n’ayons pas un cinquième, dit Mme de Vercelles après dîner, nous ferions une bouillotte (on jouait alors la bouillotte à cinq). Margot, assise dans un coin, se garda bien de dire qu’elle savait y jouer, et sa marraine proposa un whist. Le souper venu, au dessert, on pria Mlle de Vercelles de chanter ; la demoiselle se fit long-temps prier, puis elle entonna d’une voix fraîche et légère un petit refrain assez joyeux. Margot ne put s’empêcher, en l’écoutant, de soupirer, et de songer à la maison de son père, où c’était elle qui chantait au dessert ; lorsqu’il fut temps de se retirer, elle trouva, en entrant dans sa chambre, qu’on en avait enlevé deux meubles qui étaient ceux qu’elle préférait, une grande bergère et une petite table en marqueterie sur laquelle elle posait son miroir pour se coiffer. Elle entr’ouvrit sa croisée en tremblant, pour regarder un instant la lumière qui brillait ordinairement derrière les rideaux de Gaston : c’était son adieu de tous les soirs ; mais ce jour-là point de lumière. Gaston avait fermé ses volets ; elle se coucha la mort dans l’âme, et ne put dormir de la nuit.
Quel motif amenait les deux étrangères, et combien de temps durerait leur séjour ? Voilà ce que Margot ne pouvait savoir ; mais il était clair que leur présence se rattachait aux, entretiens secrets de Mme Doradour et de son fils. Il y avait là un mystère impossible à deviner, et, quel que fût ce mystère, Margot sentait qu’il devait détruire son bonheur. Elle avait d’abord supposé que ces dames étaient des parentes ; mais on leur témoignait à la fois trop d’amitié et trop de politesse pour qu’il en fût ainsi. Mme Doradour, pendant la promenade, avait pris grand soin de faire remarquer à la mère jusqu’où s’étendaient les murs du parc ; elle lui avait parlé à l’oreille des produits et de la valeur de sa terre ; peut-être s’agissait-il de vendre la Honville, et, dans ce cas, que deviendrait la famille de Margot ? Un nouveau propriétaire conserverait-il les anciens fermiers ? Mais, d’une autre part, quel motif pouvait avoir Mme Doradour pour vendre une maison où elle était née, où son fils paraissait se plaire, lorsqu’elle jouissait d’une si grande fortune ? Les étrangères venaient de Paris ; elles en parlaient à tout propos, et ne semblaient pas d’humeur à vivre aux champs. Mme de Vercelles avait fait entendre à souper qu’elle approchait souvent l’impératrice, qu’elle l’accompagnait à la Malmaison, et qu’elle avait ses bonnes grâces. Peut-être était-il question de demander de l’avancement pour Gaston, et il devenait alors naturel qu’on fît de grandes flatteries à une dame en crédit. Telles étaient les conjectures de Margot ; mais, quelque effort qu’elle pût faire, son esprit n’en était pas satisfait, et son cœur l’empêchait de s’arrêter à la seule supposition vraisemblable qui eût été en même temps la seule vraie.
Deux domestiques avaient apporté à grand’peine une grosse caisse de bois dans l’appartement qu’occupait Mlle de Vercelles. Au moment où Margot sortit de sa chambre, elle entendit le son d’un piano ; c’était la première fois de sa vie que de pareils accords frappaient ses oreilles ; elle ne connaissait, en fait de musique, que les contredanses de son village. Elle s’arrêta, pleine d’admiration. Mlle de Vercelles jouait une valse ; elle s’interrompit pour chanter, et Margot s’approcha doucement de la porte, afin d’écouter les paroles. Les paroles étaient italiennes. La douceur de cette langue inconnue parut encore plus extraordinaire à Margot que l’harmonie de l’instrument. Qu’était-ce donc que cette belle demoiselle qui prononçait ainsi des mots mystérieux au milieu d’une si étrange mélodie ? Margot, vaincue par la curiosité, se baissa, essuya ses yeux, où roulaient encore quelques larmes, et regarda par le trou de la serrure. Elle vit Mlle de Vercelles en déshabillé, les bras nus, les cheveux en désordre, les lèvres entr’ouvertes et les yeux au ciel. Elle crut voir un ange ; jamais rien de si charmant ne s’était offert à ses regards. Elle s’éloigna à pas lents, éblouie et en même temps consternée, sans pouvoir distinguer ce qui se passait en elle. Mais, tandis qu’elle descendait l’escalier, elle répéta plusieurs fois d’une voix émue : — Sainte Vierge, la belle beauté !
Il est singulier qu’aux choses de ce monde, ceux qui se trompent le mieux, soient précisément ceux qui y sont intéressés. A la contenance de Gaston près de Mlle de Vercelles, le plus indifférent témoin aurait deviné qu’il en était amoureux. Cependant Margot ne le vit pas d’abord, ou plutôt ne voulut pas le voir. Malgré le chagrin qu’elle en éprouvait, un sentiment inexplicable, et que bien des gens croiraient impossible, l’empêcha long-temps de discerner la vérité : je veux parler de cette admiration que Mlle de Vercelles lui avait inspirée.
Mlle de Vercelles était grande, blonde, avenante. Elle faisait mieux que plaire ; elle était, si l’on peut s’exprimer ainsi, d’une beauté consolante. Il y avait, en effet, dans son regard et dans son parler un calme si singulier et si doux, qu’il n’était pas possible de résister au plaisir que causait sa présence. Au bout de quelques jours, elle témoigna à Margot beaucoup d’amitié ; elle lui fit même les premières avances. Elle lui enseigna quelques petits secrets de broderie et de tapisserie ; elle lui prit le bras à la promenade, et lui fit chanter, en l’accompagnant au piano, les airs de son village. Margot fut d’autant plus touchée de ces marques de bienveillance, qu’elle avait le cœur déchiré. Il y avait près de trois jours qu’elle vivait dans l’abandon le plus cruel, lorsque la jeune Parisienne s’approcha d’elle et lui adressa pour la première fois la parole. Margot tressaillit d’aise, de crainte et de surprise. Elle souffrait de se voir entièrement oubliée par Gaston, et elle en soupçonnait bien la cause. Elle trouva dans cette action de sa rivale je ne sais quel charme mêlé d’amertume ; elle sentit d’abord avec joie qu’elle allait sortir de l’isolement où elle venait de tomber tout à coup ; elle fut en même temps flattée de se voir distinguée par une si belle personne. Cette beauté, qui aurait dû ne lui donner que de la jalousie, l’enchanta dès le premier mot. Devenue peu à peu plus familière, elle se prit de passion pour Mlle de Vercelles. Après avoir admiré son visage, elle admira sa démarche, son exquise simplicité, ses airs de tête, et jusqu’au moindre ruban qu’elle portait. Elle ne la quittait presque pas des yeux, et elle l’écoutait parler avec une attention extrême. Quand Mlle de Vercelles se mettait au piano, les regards de Margot étincelaient et semblaient dire à tout le monde : Voilà ma bonne amie qui va jouer, car c’était ainsi qu’elle l’appelait, non sans éprouver intérieurement un petit mouvement de vanité. Quand elles traversaient le village ensemble, les paysans se retournaient. Mlle de Vercelles n’y prenait pas garde, mais Margot rougissait de plaisir. Presque tous les matins, elle faisait, avant le déjeuner, une visite à sa bonne amie ; elle l’aidait à sa toilette, la regardait laver ses belles mains blanches, l’écoutait chanter dans son doux langage italien. Puis elle descendait au salon avec elle, fière d’avoir retenu quelque ariette, qu’elle fredonnait dans l’escalier. Au milieu de tout cela, elle était dévorée de chagrin, et dès qu’elle était seule, elle pleurait.
Mme Doradour avait l’esprit trop léger pour s’apercevoir de quelque changement dans sa filleule. — Il me semble que tu es pâle, lui disait-elle quelquefois ; est-ce que tu n’as pas bien dormi ? Puis, sans attendre de réponse, elle s’occupait d’autre chose. Gaston était plus clairvoyant, et quand il se donnait la peine d’y penser, il ne se méprenait pas sur la tristesse de Margot ; mais il se disait que ce n’était sûrement qu’un caprice d’enfant, un peu de jalousie naturelle aux femmes, et qui passerait avec le temps. Il faut observer que Margot avait toujours évité toute occasion de se trouver seule avec lui. La pensée d’un tête-à-tête la faisait frémir, et, du plus loin qu’elle le voyait lorsqu’elle se promenait seule, elle se détournait, en sorte que les précautions qu’elle prenait pour cacher son amour paraissaient au jeune homme l’effet d’un caractère sauvage. Singulière petite fille ! s’était-il dit souvent en la voyant s’enfuir dès qu’il faisait mine de l’approcher ; et, pour se divertir de son trouble, il l’avait (quelquefois abordée malgré elle. Margot baissait alors la tête, ne répondait que par monosyllabes et se repliait, pour ainsi dire, sur elle-même, comme une sensitive.
Les journées s’écoulaient dans une monotonie extrême ; Gaston n’allait plus à la chasse ; on jouait peu, on se promenait rarement ; tout se passait en entretiens, et deux ou trois fois par jour Mme Doradour avertissait Margot de se retirer, afin de ne pas gêner la compagnie. La pauvre enfant ne faisait que descendre de sa chambre et y remonter. S’il lui arrivait d’entrer au salon mal à propos, elle voyait les deux mères échanger des signes, et tout le monde se taisait ; lorsqu’on la rappelait, après une longue conversation secrète, elle s’asseyait sans regarder personne, et l’inquiétude qu’elle sentait ressemblait à ce qu’on éprouve en mer, lorsqu’un orage s’annonce au loin et s’avance lentement au milieu d’un ciel calme.
Elle passait un matin devant la porte de Mlle de Vercelles, lorsque celle-ci l’appela. Après quelques mots indifférens, Margot remarqua au doigt de sa bonne amie une jolie bague :
— Essayez-la, dit Mlle de Vercelles, et voyons un peu si elle vous irait.
— Oh ! mademoiselle, ma main n’est pas assez belle pour porter de pareils bijoux.
— Laissez donc, cette bague vous va à merveille. Je vous en ferai cadeau le jour de mes noces.
— Est-ce que vous allez vous marier ? demanda Margot en tremblant.
— Qui sait ? répondit en riant Mlle de Vercelles ; nous autres filles, nous sommes exposées tous les jours à ces choses-là.
Je laisse à penser dans quel trouble ces paroles jetèrent Margot ; elle se les répéta cent fois jour et nuit, mais presque machinalement et sans oser y réfléchir. Cependant, peu de temps après, comme on apportait le café après souper, Gaston lui en ayant présenté une tasse, elle le repoussa doucement en lui disant : Vous me donnerez cela le jour de vos noces. Le jeune homme sourit et parut un peu étonné, il ne répondit rien ; mais Mme Doradour fronça le sourcil et pria Margot avec humeur de se mêler de ses affaires.
Margot se le tint pour dit ; ce qu’elle désirait et craignait tant de savoir lui sembla prouvé par cette circonstance. Elle courut s’enfermer dans sa chambre ; là, elle posa son front dans ses mains et pleura amèrement. Dès qu’elle fut revenue à elle-même, elle eut soin de tirer son verrou, afin que personne ne fût témoin de sa douleur. Ainsi enfermée, elle se sentit plus libre et commença à démêler peu à peu ce qui se passait dans son âme.
Malgré son extrême jeunesse et le fol amour qui l’occupait, Margot avait beaucoup de bon sens. La première chose qu’elle sentit, ce fut l’impossibilité où elle était de lutter contre les événemens. Elle comprit que Gaston aimait Mlle de Vercelles, que les deux familles s’étaient accordées et que le mariage était décidé. Peut-être le jour était-il fixé déjà ; elle se souvenait d’avoir vu, dans la bibliothèque, un homme habillé de noir qui écrivait sur du papier timbré ; c’était probablement un notaire qui dressait le contrat. Mlle de Vercelles était riche, Gaston devait l’être après la mort de sa mère ; que pouvait-elle contre des arrangemens pris, si naturels, si justes ? Elle s’attacha à cette pensée, et plus elle s’y appesantit, plus elle trouva l’obstacle invincible. Ne pouvant empêcher ce mariage, elle crut que tout ce qui lui restait à faire était de ne pas y assister. Elle tira de dessous son lit une petite malle qui lui appartenait, et elle la plaça au milieu de la chambre, pour y mettre ses hardes, résolue à retourner chez ses parens ; mais le courage lui manqua : au lieu d’ouvrir la malle, elle s’assit dessus et recommença à pleurer. Elle resta ainsi près d’une heure, dans un état vraiment pitoyable. Les motifs qui l’avaient d’abord frappée se troublaient dans son esprit ; les larmes qui coulaient de ses yeux l’étourdissaient ; elle secouait la tête comme pour s’en délivrer. Pendant qu’elle s’épuisait à chercher le parti qu’elle avait à prendre, elle ne s’était pas aperçue que sa bougie allait s’éteindre. Elle se trouva tout à coup dans les ténèbres ; elle se leva et ouvrit sa porte, afin de demander de la lumière ; mais il était tard et tout le monde était couché. Elle marcha néanmoins à tâtons, ne croyant pas l’heure si avancée.
Lorsqu’elle vit, en descendant, que l’escalier était obscur, et qu’elle était, pour ainsi dire, seule dans la maison, un mouvement de frayeur, naturel à son âge, la saisit. Elle avait traversé un long corridor qui menait à sa chambre ; elle s’arrêta, n’osant revenir sur ses pas. Il arrive quelquefois qu’une circonstance, en apparence peu importante, change le cours de nos idées ; l’obscurité, plus que toute autre chose, produit cet effet. L’escalier de la Honville était, comme dans beaucoup de vieux bâtimens, construit dans une petite tourelle qu’il remplissait en entier, tournant en spirale autour d’une colonne de pierre. Margot, dans son hésitation, s’appuya sur cette colonne, dont le froid, joint à la peur et au chagrin, lui glaça le sang. Elle demeura quelque temps immobile ; une pensée sinistre se présenta tout à coup à elle ; la faiblesse qu’elle éprouvait lui donna l’idée de la mort, et, chose étrange, cette idée, qui ne dura qu’un instant et s’évanouit aussitôt, lui rendit ses forces. Elle regagna sa chambre, et s’y enferma de nouveau jusqu’au jour.
Dès que le soleil fut levé, elle descendit dans le parc. Cette année-là, l’automne était superbe ; les feuilles, déjà jaunies, paraissaient comme dorées. Rien ne tombait encore des rameaux, et le vent calme et tiède semblait respecter les arbres de la Honville. On venait d’entrer dans cette saison où les oiseaux font leurs dernières amours. La pauvre Margot n’en était pas si avancée, mais, à la chaleur bienfaisante du soleil, elle sentit sa peine s’adoucir. Elle commença à songer à son père, à sa famille, à sa religion ; elle revint à son premier dessein, qui était de s’éloigner et de se résigner. Bientôt même elle ne le jugea plus si indispensable qu’il lui avait semblé la veille ; elle se demanda quel mal elle avait fait pour mériter d’être bannie des lieux où elle avait passé ses plus heureux jours. Elle s’imagina qu’elle pouvait y rester, non sans souffrir, mais en souffrant moins que si elle partait. Elle s’enfonça dans les sombres allées, tantôt marchant à pas lents, tantôt de toutes ses forces ; puis elle s’arrêtait et se disait : Aimer, c’est une grande affaire ; il faut avoir du courage pour aimer. Ce mot d’aimer, et la certitude que personne au monde ne se doutait de sa passion, la faisaient espérer malgré elle, quoi ? elle l’ignorait, et, par cela même, espérait plus facilement. Son secret chéri lui semblait un trésor caché dans son cœur ; elle ne pouvait se résoudre à l’eu arracher ; elle se jurait de l’y conserver toujours, de le protéger contre tous, dût-il y rester enseveli. En dépit de la raison, l’illusion reprenait le dessus, et comme elle avait aimé en enfant, après s’être désolée en enfant, elle se consolait de même. Elle pensa aux cheveux blonds de Gaston, aux fenêtres de la rue du Perche ; elle essaya de se persuader que le mariage n’était pas conclu, et qu’elle avait pu se tromper à ce qu’avait dit sa marraine. Elle se coucha au pied d’un arbre, et, brisée d’émotion et de fatigue, elle ne tarda pas à s’endormir.
Il était midi lorsqu’elle s’éveilla. Elle regarda autour d’elle, se souvenant à peine de ses chagrins. Un léger bruit qu’elle entendit à peu de distance lui fit tourner la tête. Elle vit venir à elle sous la charmille Gaston et Mlle de Vercelles ; ils étaient seuls, et Margot, cachée par un taillis épais, ne pouvait être aperçue d’eux. Au milieu de l’allée, Mlle de Vercelles s’arrêta et s’assit sur un banc ; Gaston resta quelque temps debout devant elle, la regardant avec tendresse ; puis il fléchit le genou, l’entoura de ses bras, et lui donna un baiser. A ce spectacle, Margot se leva hors d’elle-même ; une douleur inexprimable la saisit, et, sans savoir où elle allait, elle s’enfuit en courant vers la campagne.
Depuis que Pierrot avait échoué dans la grande entreprise qu’il avait formée d’être pris pour domestique par Gaston, il était devenu de jour en jour plus triste. Les consolations que Margot lui avait données l’avaient satisfait un moment ; mais cette satisfaction n’avait pas duré plus long-temps que les provisions qu’il avait emportées dans ses poches. Plus il pensait à sa chère Margot, plus il sentait qu’il ne pouvait vivre loin d’elle, et, à dire vrai, la vie qu’il menait à la ferme n’était pas faite pour le distraire, non plus que la compagnie avec laquelle il passait son temps ; or, le jour même du désespoir de notre héroïne, il s’en allait rêvant le long de la rivière, chassant ses dindons devant lui, lorsqu’il vit, à une centaine de pas de distance, une femme qui courait à perdre haleine, et qui, après avoir erré de côté et d’autre, disparut tout à coup au milieu des saules qui bordaient la rive. Cela le surprit et l’inquiéta ; il se mit à courir aussi pour tâcher d’atteindre cette femme, mais, en arrivant à l’endroit où elle avait disparu, il la chercha en vain dans les champs environnans ; il pensa qu’elle était entrée dans un moulin qui se trouvait dans le voisinage ; toutefois il suivit le cours de l’eau avec un pressentiment de mauvais augure. L’Eure était enflée ce jour-là par des pluies abondantes, et Pierrot, qui n’était pas gai, trouvait les flots plus sinistres que de coutume. Il lui sembla bientôt apercevoir quelque chose de blanc qui s’agitait dans les roseaux ; il s’approcha, et s’étant mis à plat-ventre sur le rivage, il attira à lui un cadavre qui n’était pas autre que Margot elle-même ; la malheureuse fille ne donnait plus aucun signe de vie ; elle était sans mouvement, froide comme le marbre, les yeux ouverts et immobiles.
A cette vue, Pierrot poussa des cris qui firent sortir du moulin tous ceux qui s’y trouvaient. Sa douleur fut si violente, qu’il eut d’abord l’idée de se jeter à l’eau à son tour et de mourir à côté du seul être qu’il eût aimé. Il fit cependant réflexion qu’on lui avait dit que les noyés pouvaient revenir à la vie, s’ils étaient secourus à temps. Les paysans affirmèrent, il est vrai, que Margot était morte sans retour, mais il ne voulut pas les en croire, ni les laisser déposer le corps dans le moulin ; il le chargea sur ses épaules, et, marchant aussi vite qu’il pu, il le porta dans la masure qu’il habitait. Le ciel voulut que, dans sa route, il rencontrai le médecin du village, qui s’en allait à cheval faire ses visites aux environs ; il l’arrêta et l’obligea à entrer avec lui, afin d’examiner s’il restait quelque espoir.
Le médecin fut du même avis que les paysans ; à peine eut-il vu le cadavre, qu’il s’écria : « Elle est bien morte, et il n’y a plus qu’à l’enterrer ; d’après l’état où se trouve le corps, il doit avoir séjourné sous l’eau plus d’un quart d’heure. » Sur quoi le docteur sortit de la chaumière, et se disposa à remonter à cheval, ajoutant qu’il fallait aller chez le maire faire la déclaration voulue par la loi.
Outre qu’il aimait passionnément Margot, Pierrot était fort obstiné ; il savait très bien qu’elle n’était pas restée un quart d’heure dans la rivière, puisqu’il l’avait vue s’y jeter. Il courut après le médecin et le supplia au nom du ciel de ne pas s’en aller avant d’être bien sûr que ses secours étaient inutiles. Et quels secours veux-tu que je lui donne ? s’écria le médecin de mauvaise humeur. Je n’ai pas ici un seul des instrumens qui me seraient indispensables.
— Je les irai chercher chez vous, monsieur, répondit Pierrot ; dites-moi seulement ce que c’est, et attendez-moi ici ; je serai bientôt revenu.
Le médecin, pressé de partir, se mordit les lèvres de la sottise qu’il venait de faire, en parlant de ses instrumens ; bien qu’il fût convaincu que la mort était réelle, il sentit qu’il ne pouvait se refuser à tenter quelque chose, sous peine de se faire tort dans le pays et de compromettre sa réputation. Va donc, et dépêche-toi, dit-il à Pierrot, tu prendras une boîte de fer-blanc que ma gouvernante te donnera, et tu me retrouveras ici ; je vais en attendant envelopper le corps dans ces couvertures, et essayer des frictions. Tâche, en même temps, de trouver de la cendre que nous puissions faire chauffer ; mais tout cela ne servira à rien qu’à perdre mon temps, ajouta-t-il en haussant les épaules et on frappant du pied ; allons ! entends-tu ce que je te dis ?
— Oui, monsieur, dit Pierrot, et pour aller plus vite, si monsieur veut, je vais prendre le cheval de monsieur.
Et sans attendre la permission du docteur, il sauta sur le cheval et disparut. Un quart d’heure après, il revint au galop, avec deux gros sacs pleins de cendre, l’un devant, l’autre derrière lui. — Monsieur voit que je n’ai pas perdu de temps, dit-il en montrant le cheval qui n’en pouvait plus ; je ne me suis pas amusé à causer, je n’ai dit un mot à personne ; votre gouvernante était sortie, et j’ai tout arrangé moi-même.
— Que le diable t’emporte ! pensa le docteur, voilà mon cheval en bon état pour la journée ; et tout en murmurant tout bas, il commença à souffler, au moyen d’une vessie, dans la bouche de la pauvre Margot, pendant que Pierrot lui frottait les bras. Le feu s’alluma ; quand la cendre fut chaude, ils la répandirent sur le lit de telle sorte que le corps y était entièrement enseveli. Le médecin versa alors quelques gouttes de liqueur sur les lèvres de Margot, puis il secoua la tête et tira sa montre : J’en suis désolé, dit-il d’un ton pénétré, mais il ne faut pas que les morts fassent tort aux malades ; on m’attend fort loin, et je m’en vais.
— Si monsieur voulait rester encore une demi-heure, dit Pierrot, je lui donnerais bien un écu.
— Non, mon garçon, c’est impossible, et je ne veux pas de ton argent.
— Le voilà, l’écu, répondit Pierrot en le mettant dans la main du médecin, sans avoir l’air de l’écouter. C’était toute la fortune du pauvre garçon ; il venait de tirer de la paillasse de son lit toutes ses économies, et le docteur les prit, bien entendu.
— Soit, dit-il, encore une demi-heure, mais après cela, je pars sans rémission, car tu vois bien que tout est inutile.
Au bout de la demi-heure, Margot, toujours raide et glacée, n’avait pas donné le moindre signe de connaissance. Le médecin lui tâta le pouls, puis, décidé à en finir, il prit sa canne et son chapeau, et se dirigea vers son cheval. Pierrot, n’ayant plus d’argent, et voyant que les prières ne serviraient de rien, suivit le médecin hors de la chaumière, puis il se posta devant le cheval avec le même air de tranquillité que le jour où il avait arrêté Gaston dans l’avenue. — Qu’est-ce à dire ? demanda le docteur ; veux-tu me faire coucher ici ?
— Nenni, monsieur, répondit Pierrot, mais il vous faut rester encore une demi-heure ; ça reposera votre bidet. En parlant ainsi, il tenait à la main un échalas, et regardait de travers d’une façon si étrange, que le médecin rentra pour la troisième fois dans la chaumière ; mais, cette fois, il ne se contraignit plus : Maudit soit l’entêté ! s’écria-t-il, ce garnement me fera perdre un louis avec ses six francs !
— Mais, monsieur, répliqua Pierrot, puisqu’on dit qu’on en revient au bout de six heures ? — Jamais ; où as-tu pris cela ? il ne me manquerait plus que de passer six heures dans ton galetas.
— Et vous les y passerez, les six heures, poursuivit Pierrot, ou bien vous me laisserez la boîte, les tuyaux, et tout, sauf votre permission, et quand je vous aurai vu travailler encore une couple d’heures, je saurai peut-être bien m’en servir.
Le médecin eut beau se mettre en fureur, il fallut céder bon gré, mal gré, et rester encore deux heures entières. Ce temps expiré, Pierrot, qui commençait à désespérer lui-même, laissa sortir son prisonnier. Il resta seul alors, au chevet du lit, immobile, dans un morne abattement ; il passa ainsi le reste du jour, sans bouger, les regards fixés sur Margot. La nuit venue, il se leva, et il pensa qu’il était temps d’aller prévenir le bonhomme Piédeleu de la mort de sa fille. Il sortit de la chaumière, et ferma sa porte ; en la fermant, il crut entendre une voix faible qui l’appelait ; il tressaillit et courut au lit, mais rien ne remuait ; il jugea qu’il s’était trompé : c’en fut assez cependant de cet instant d’espérance pour qu’il ne put se décider à quitter la place. J’irai aussi bien demain, se dit-il, et il se rassit au chevet.
En regardant attentivement Margot, il crut remarquer tout à coup un changement sur son visage. Il lui semblait que lorsqu’il avait voulu la quitter, elle avait les dents serrées, et maintenant ses lèvres étaient entr’ouvertes ; il s’empara aussitôt de l’instrument du docteur, et essaya de souffler comme lui dans la bouche de Margot, mais il ne savait comment s’y prendre ; le tuyau ne s’adaptait pas bien à la vessie. Pierrot s’épuisait à souffler, et l’air se perdait ; il versa quelques gouttes d’ammoniaque sur lèvres de la malade, mais elles ne purent pénétrer dans sa gorge ; il eut de nouveau recours au tuyau ; rien ne réussissait. Quelles sottes machines ! s’écria-t-il enfin, lorsqu’il fut hors d’haleine ; tout ça n’est rien et ne fait rien qui vaille. Il jeta l’instrument, s’inclina sur Margot, posa ses lèvres sur les siennes, et dans un effort désespéré, soufflant de toute la force de ses robustes poumons, il it pénétrer l’air vital dans la poitrine de la jeune fille ; au même instant, la cendre s’agita, deux bras mourans se soulevèrent, puis retombèrent sur le cou de Pierrot ; Margot poussa un profond soupir, et s’écria : Je gèle, je gèle.
— Non, tu ne gèles pas, répondit Pierrot, tu es dans de la bonne cendre chaude.
— Tu as raison ; pourquoi m’a-t-on mis là ?
— Pour rien, Margot, pour te faire du bien. Comment te portes-tu à présent ? — Pas mal ; je suis seulement bien lasse ; aide-moi un peu à me lever.
Le bonhomme Piédeleu et Mme Doradour, avertis par le médecin, entrèrent dans la chaumière au moment où la noyée, à demi nue, nonchalamment penchée dans les bras de Pierrot, avalait une cuillerée d’eau de cerises.
— Ah ça, qu’est-ce que vous venez me chanter ? s’écria le bonhomme. Savez-vous bien que ça ne se fait pas, de venir dire aux gens que leur fille est morte ! il ne faudrait pas recommencer, mille tonnerres ! ça ne se passerait pas comme ça !
Et il sauta au cou de sa fille : Prenez garde, cher père, dit celle-ci en souriant, ne me serrez pas trop fort ; il n’y a pas encore bien long-temps que je ne suis plus morte.
Je n’ai pas besoin dépeindre la surprise, la joie de Mme Doradour et de tous les parens de Margot, qui arrivèrent les uns après les autres ; Gaston et Mlle de Vercelles vinrent aussi, et Mme Doradour ayant pris le bonhomme à part, il commença à comprendre de quoi il s’agissait. Les conjectures, qu’on avait faites trop tard, avaient aisément tout expliqué ; lorsque le bonhomme eut appris que l’amour était la cause du désespoir de sa fille, et qu’elle avait failli payer de sa vie son séjour chez sa marraine, il se promena quelque temps de long en large. — Nous sommes quittes, dit-il enfin brusquement à Mme Doradour. Je vous devais beaucoup, et je vous ai beaucoup payé ; il prit alors sa fille par la main et la mena dans un coin de la chaumière : Tiens, malheureuse, lui dit-il, en lui montrant un drap préparé pour servir de linceul, prends ça, et, si tu es une honnête fille, garde-le pour moi, et ne t’avise plus de te noyer. Il s’approcha ensuite de Pierrot, et lui donnant une bonne tape sur l’épaule : Parlez donc, monsieur, lui dit-il, qui soufflez si bien dans la bouche des filles. Est-ce qu’il ne faut pas qu’on te le rende, cet écu que tu as donné au docteur ?
— Monsieur, s’il vous plaît, répondit Pierrot, je veux bien qu’on me rende mon écu, mais je ne veux pas davantage, entendez-vous ? non pas par fierté, mais c’est qu’on a beau n’être rien dans ce monde...
— Vas donc, bêtat ! répliqua le bonhomme, en lui donnant une seconde tape ; vas donc un peu soigner ta malade ; ce gaillard-là lui a soufflé dans la bouche, mais il ne l’a seulement pas embrassée.
Dix ans s’étaient passés. Les victorieux désastres de 1814 couvraient la France de soldats ; enveloppé par l’Europe entière, l’empereur finissait comme il avait commencé, et retrouvait en vain, au terme de sa carrière, les inspirations des campagnes d’Italie. Les divisions russes, en marche sur Paris par les rives de la Seine, venaient d’être mises eu déroute au combat de Nangis, où dix mille étrangers avaient succombé ; un officier, gravement blessé, avait quitté le corps d’armée commandé par le général Gérard, et gagnait par Etampes la route de la Beauce, Il pouvait à peine se tenir à cheval ; épuisé de fatigue, il frappa un soir à la porte d’une ferme de belle apparence, où il demanda un gîte pour la nuit. Après lui avoir donné un bon souper, le fermier, qui n’avait pas plus de vingt-cinq ans, lui amena sa femme jeune et jolie campagnarde, à peu près du même âge, et déjà mère de cinq enfans. En la voyant entrer, l’officier ne put retenir un cri de surprise, et la belle fermière le salua d’un sourire. — Ne me trompé-je pas ? dit l’officier ; n’avez-vous pas été demoiselle de compagnie auprès de Mme Doradour, et ne vous appelez-vous pas Marguerite ?
— A votre service, répondit la fermière, et c’est au colonel comte Gaston de la Honville, que j’ai l’honneur de parler, si j’ai bonne mémoire. Voici Pierre Blanchard, mon mari, à qui je dois d’être encore au monde ; embrassez mes enfans, monsieur le comte, c’est tout ce qui reste d’une famille qui a long-temps et fidèlement servi la vôtre. — Est-ce possible ? répondit l’officier ; que sont donc devenus vos frères ? — Ils sont restés à Champaubert et à Montmirail, dit la fermière d’une voix émue ; et depuis six ans, notre père les attendait. — Et moi aussi, poursuivit l’officier, j’ai perdu ma mère, et, par cette seule mort, j’ai perdu autant que vous. A ces mots, il essuya une larme.
— Allons, Pierrot, ajouta-t-il gaiement en s’adressant au mari, et en lui tendant son verre, buvons à la mémoire des morts, mon ami, et à la santé de tes enfans ! il y a de rudes momens dans la vie ; le tout est de savoir les passer !
Le lendemain, en quittant la ferme, l’officier remercia ses hôtes, et, au moment de remonter à cheval, il ne put s’empêcher de dire à la fermière : Et vos amours d’autrefois, Margot, vous en souvient-il ?
— Ma foi, monsieur le comte, répondit Margot, ils sont restés dans la rivière.
— Et avec la permission de monsieur, ajouta Pierrot, je n’irai pas les y repêcher.
ALFRED DE MUSSET.
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