viernes, 18 de marzo de 2011

LITERATURA Y PODER

Federico Andahazi

LITERATURA Y PODER

Por Federico Andahazi

"Los animales se dividen en a) los pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finÌsimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas". Esta clasificación que Borges atribuye a una presunta enciclopedia china en El idioma analítico de John Wilkins y que Michel Foucault cita en el prefacio de Las palabras y las cosas, me resulta, por su mismo carácter aporístico, un punto de partida justificado. Las paradojas suelen confrontarnos a un cierto lÌmite del lenguaje y, en consecuencia, del pensamiento dado que -tal como afirmaba Ferdinand de Saussure- no es posible el segundo sin la mediación del primero. Por otra parte, la clasificación que imagina Borges reúne sus términos los dos elementos sobre los cuales me propongo, despojado de toda pretensión académica, reflexionar en las sucesivas entregas que ocupará esta columna: las relaciones que se establecen entre Literatura y poder. El Poder nunca ha tolerado las paradojas ni el carácter polisémico del lenguaje; esta será, entonces, la primera cuestión sobre la cual habré de detenerme: los intrincados vínculos existentes entre literatura y Verdad. Siempre he sospechado que la literatura se encuentra en las antípodas de la filosofía. Si admitimos que, de modo genérico y, aun a riesgo de incurrir en algún reduccionismo, la filosofía tiene por propósito develar algo del orden de la Verdad, la literatura, por el contrario, está hecha de la misma sustancia que la de la mentira. No otra cosa es la ficción: una mentira más o menos verosímil, según sea la intención del autor. Ahora bien, no pocas veces he albergado la suspicacia de que la filosofía, en ocasiones a su pesar, no ha hecho otra cosa que prestar al poder argumentos que lo sustenten. En este sutil proceso de construcción de la Verdad, quizá Descartes sea el filosofo que mejor lo ejemplifica. En el prólogo (dedicado a los Doctores de la Iglesia) de sus Meditaciones metafísicas lo dice -para emplear sus propios términos- con absoluta "claridad y distinción": "Voy a explicar por la razón -dice- lo que vosotros no podéis explicar por la fe". A confesión de partes, relevo de pruebas: el racionalismo no es otra cosa que la justificación de aquella pura sin razón que constituye el dogma en tanto Verdad. La literatura, en cambio, insisto, no tiene otro propósito que la construcción de una mentira; claro que existe un pacto implícito entre el autor y el lector, un acuerdo que diferencia la mentira de la estafa, mediante el cual el segundo ofrece su amable candor y se entrega voluntariamente al engaño. Sin embargo, en alguna oportunidad he tenido la convicción de que, por este paradójico camino de la ficción, la literatura toca los muros de la Verdad, pero no para construirlos, sino para derribarlos. En resumen, si nos figuramos al Poder como una máquina de persuasión, de acatamiento del dogma, la literatura es, a la inversa, una continua puesta en duda, un encuentro con la incertidumbre y, en consecuencia, un factor disuasivo de cualquier certeza. Así, al dócil estupor de Joseph K. -que se hace carne en el lector-, se opone la indiscutible certeza de las formas jurídicas.

Agosto, 2001

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