viernes, 17 de junio de 2011

"La carta robada" de Edgar Allan Poe (Traducción de Jockl) )

Federico Andahazi

Un cuento de EDGAR ALLAN POE elegido por FEDERICO ANDAHAZI
Traducido por ALEJANDRO JOCKL


LA CARTA ROBADA


Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
Séneca


UNA tormentosa tarde del otoño de 18.... me hallaba yo en París, disfrutando del doble placer de la meditación y una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca "au troisieme, Nº 33, Rue Dunot, Faubourg St Germain". Habíamos mantenido profundo silencio al menos durante una hora, y cualquier observador hubiera dicho que nos hallábamos intensa y exclusivamente ocupados en la contemplación de las extrañas volutas de humo que oprimían la atmósfera de la cámara. En lo que a mí respecta, sin embargo, me encontraba discutiendo mentalmente ciertos temas que habían alimentado nuestra conversación en un período anterior de aquella tarde, aludo al asunto de la Rue Morgue, y al misterio que rodeaba el asesinato de Marie Roget. Me sonó pues a coincidencia que la puerta de nuestro departamento fuera abierta de súbito para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G., el prefecto de la policía de París.
Le ofrecimos una cordial bienvenida, pues aquel hombre era casi tan divertido como despreciable, y no lo habíamos visto durante muchos años. Estábamos sumidos en la oscuridad, y Dupin se levantó con el propósito dé encender la lámpara; pero volvió a sentarse sin hacerlo, pues G. afirmó que había acudido a consultarnos, o, más bien, en procura del consejo de mi amigo respecto a un asunto oficial que le daba mucho que hacer.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, renunciando a encender la mecha—, lo examinaremos mejor a oscuras.
—He ahí otra de sus raras ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar "raro" a todo lo que caía fuera de sus entendederas, y que por ello vivía en medio de un ejército de "rarezas".
—Muy cierto —replicó Dupin proporcionando una pipa a su visitante y empujando una cómoda butaca hacia él.
¿Y cuál es la dificultad. ahora? —pregunté—. ¿Supongo que no se tratará de otro asesinato?
—Oh no, no es ningún asunto de esa especie. La cuestión es en realidad muy simple, y no dudo de que nosotros solos podríamos resolverla con total facilidad. Pero imaginé que a Dupin le gustaría conocer algunos de sus detalles, porque es algo extremadamente raro.
—Algo simple y raro— dijo Dupin.
—Pues sí; y ni siquiera exactamente así tampoco. La verdad es que estamos un poco intrigados, porque el asunto, siendo tan simple, nos confunde por completo.
—Tal vez lo que los desorienta sea su simplicidad, —dijo mi amigo.
—¡Pero qué tonterías dice!-, replicó el prefecto riéndose de corazón.
—Quizá el misterio sea demasiado fácil—, dijo Dupin.
—¡Santo cielo!— ¿De dónde saca usted semejante idea?
—Excesivamente evidente de por sí.
—¡Ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo! —rugió nuestro visitante, profundamente divertido— ¡Ah, Dupin, usted me hará morir de risa!
—Y bien, ¿de qué se trata, al fin de cuentas? pregunté.
—Se lo diré —replicó el prefecto exhalando una larga, profunda y contemplativa bocanada de humo, y acomodándose en su silla—. Se lo diré en pocas palabras; pero antes déjeme advertirles que se trata de un asunto que impone el mayor, secreto, y que con seguridad perdería la posición que ocupó si se llegara a saber que lo he confiado a alguien.
—Hable— dije vq.
—O no —dijo Dupin.
—Y bien: un alto personaje me ha informado confidencialmente que cierto documento de la máxima importancia ha sido sustraído de los departamentos reales. Se sabe quién lo robó; eso está fuera de duda; lo vieron tomándolo. También se sabe que permanece en su poder.
—¿Cómo se sabe eso?— pregunto Dupin.
—Se lo deduce fácilmente —contestó el prefecto— según la naturaleza del documento y la no emergencia de determinados resultados, que se harían visibles de inmediato si aquél abandonara las manos del ladrón: es decir, si éste lo empleara como se propone hacerlo finalmente.
—Sea un poco más explícito —dije.
—Bien, puedo arriesgarme a decir que el papel da a su posesor cierto poder en determinada esfera, en la cual ese poder tiene un valor inmenso—. Al prefecto le gustaban las gazmoñerías diplomáticas.
—Todavía no le entiendo bien— dijo Dupin.
—¿No? Pues bien: la revelación del documento a una tercera persona, que debe permanecer en el anonimato, pondría en tela de juicio el honor de un personaje de la más elevada alcurnia; y este hecho otorga al detentor del documento un ascendiente sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se encuentran en peligro.
—Pero ese ascendiente —interrumpí yo— depende de que el ladrón sepa que el dueño del documento lo conoce. ¿Quién se atrevería ... ?
—El ladrón, —dijo G— es el ministro a, que se atreve a todo, tanto a lo impropio, como a lo propio de un caballero. El método usado para el robo no fue menos ingenioso que atrevido. El documento en cuestión —que para ser francos, es una carta— había sido recibida por el personaje despojado mientras se hallaba sólo en el real "boudoir". Mientras esta dama la leía, fue súbitamente interrumpida por la entrada de otro elevado personaje, al cual ella deseaba en especial ocultar la carta. Después de un apresurado y vano intento de arrojarla en un cajón, la dama se vio obligada a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Sin embargo, como la dirección estaba escrita en lo alto, y por ello el contenido no quedó expuesto, la misiva no fue advertida. En esta situación entra el ministro D. Sus ojos de lince perciben al punto el papel, reconocen la caligrafía de la dirección, observan el embarazo del personaje al que va destinada, y desentrañan su secreto. Después de resolver algunos asuntos oficiales, mostrando el apuro que lo caracteriza, extrae una carta algo parecida a la otra, la abre, simula leerla, y luego la coloca en estrecha yuxtaposición con la primera. Sigue hablando sobre cuestiones públicas durante unos quince minutos. Al final, cuando se dispone a retirarse, se lleva también de la mesa la carta sobre la que no tenía ningún derecho. Su verdadera dueña lo vio hacerlo, pero, por supuesto, no se atrevió a llamar la atención del hecho en presencia del tercer personaje, que se encontraba a su lado. El ministro se marchó, dejando su propia carta, desprovista de toda importancia, sobre la mesa.
—He aquí, pues —me dijo Dupin— lo que usted pedía para que el ascendiente de uno sobre la otra sea completo: esto es, que el ladrón sepa que el propietario sabe quién es el ladrón.
—SI, replicó el prefecto—; y durante los últimos meses el poder así logrado ha sido esgrimido hasta un punto muy peligroso con propósitos políticos. Con cada día que pasa, más se convence la persona robada de la necesidad de reclamar la carta. Pero es obvio que no puede hacer esto públicamente. Al final, sumida en la desesperación, me ha encomendado el asunto.
—Y no se podía desear —dijo Dupin, en medio de un perfecto anillo de humo— ni imaginar siquiera agente más sagaz, supongo.
—Me adula usted —contestó el prefecto—; aunque es posible que así piensen de mí.
—Resulta claro —dije yo—, si bien se mira, que la carta está todavía en posesión del ministro, puesto que es su posesión, y no su empleo, cualquiera que fuere, lo que le da poder. Al emplearla, el poder se desvanece.
—Es cierto —dijo G—, y he actuado en base a esa convicción. Mi primer cuidado consistió en realizar una revisión completa de la mansión del ministro; y en esto, el principal obstáculo consistía en completar la búsqueda sin que él lo advierta. Ante todo, he tratado de evitar el peligro que resultaría haberle dado oportunidad de sospechar de nuestros designios.
—Pero —dije yo—, usted está muy au fait respecto a esta clase de investigaciones. La policía de París ya ha hecho antes esta clase de trabajos.
—Oh, sí; y es por ello que no desesperé. Además, las costumbres del ministro me proporcionaban grandes ventajas. Con frecuencia pasa toda la noche fuera de su casa. Sus servidores, que no son muchos, duermen lejos del departamento de su amo, y como en su mayoría son napolitanos, se los puede emborrachar con facilidad. Como ustedes saben, poseo llaves con las que puedo abrir cualquier cuarto o gabinete de París. Durante tres meses no ha habido noche que yo no empleara, en su mayor parte y personalmente, en hurgar la mansión de D. Mi honor está en juego, y para confiarles un gran secreto, la recompensa es enorme. De modo que no abandoné mi búsqueda hasta convencerme de que el ladrón es más astuto aún que yo. Estoy seguro de haber investigado todos los rincones y escondrijos de las habitaciones donde se podría esconder ese papel.
—Pero —sugerí—, aunque la carta se encuentre aún en posesión del ministro, lo que está fuera de duda, ¿no podría haberla ocultado en algún otro lugar, fuera de su propia casa?
—Eso apenas es posible —dijo Dupin—. El peculiar estado actual de los asuntos de la Corte, y en especial de las intrigas en las que se sabe que D. está comprometido, hacen que la inmediata disponibilidad del documento —la posibilidad de esgrimirlo en cualquier momento— sea un factor de importancia casi equivalente a su posesión.
—¿Su posibilidad de ser esgrimido? —dije yo.
—Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.
—Es verdad —observé—; resulta claro que el papel está aún en la casa. En cuanto a que el ministro lo lleve consigo podemos considerar que ello es imposible.
—Absolutamente —dijo el prefecto—. Ha sido asaltado dos veces por falsos ladrones, y su persona registrada cuidadosamente bajo mi propia inspección.
—Se podría haber ahorrado usted ese trabajo —dijo Dupin—. Supongo que D. no es del todo tonto, y por ello opino que debe haber previsto esas asechanzas.
—No es del todo tonto —dijo G.—, pero lo cierto es que es poeta, cosa que para mi se acerca mucho.
—Eso es verdad—, dijo Dupin, después de arrancar una pensativa bocanada a su pipa de espuma—, aunque yo mismo haya compuesto algunas coplas.
—Supongamos —dije— que nos dé usted los detalles de su investigación.
—Bien, la verdad es que nos tomamos nuestro tiempo y que rebuscamos por todas partes. Tengo experiencia en esta clase de asuntos. Examiné todo el edificio, sala por sala, dedicando a cada una las noches de una semana íntegra. Primero revisamos el mobiliario de cada habitación. Abrimos todos los cajones existentes: y supongo que saben ustedes que para un agente policial debidamente entrenado, no existen cajones secretos. Quien en esta clase de búsqueda permite que se le escape un cajón "secreto", es un tonto. Es todo tan sencillo. En cada sala, existe determinada capacidad —o espacio— a investigar. Además, tenemos reglas precisas. No podría escapársenos ni la quincuagésima parte de una línea. Después de las salas, pasamos a los muebles. Los almohadones los examinamos con esas agujas largas y delgadas que ustedes me han visto emplear. También quitamos la tabla superior de las mesas.
—¿Y por qué?
—Algunas veces, esas tablas u otra parte similar del moblaje, son levantadas por la persona que desea ocultar algún objeto; luego se vacía la pata del mueble, el objeto es depositado en la cavidad, Y se vuelve a colocar la tabla en su sitio. De modo similar se emplea la parte superior y la inferior de los pilares de los lechos.
—¿Pero no se puede descubrir la cavidad por medio del sonido?
—De ninguna manera si, al depositar el artículo, se lo rodea de un adecuado envoltorio de algodón. Además, en nuestro caso nos veíamos obligados a proceder sin ruido.
—Pero no habrían podido quitar ustedes... no pueden haber hecho pedazos todas las piezas del mobiliario en las que resultaba posible ocultar algo en la forma que usted describe. Una carta puede ser enrollada hasta formar una delgada espiral, no muy distinta a la forma de una aguja de tejer, y así ser introducida en el travesaño de una silla, por ejemplo. ¿No habrán ustedes reducido todas las sillas de aserrín?
—Por cierto que no: pero hicimos algo mejor: examinarnos los travesaños de todas ellas, y por cierto, además, las junturas de los muebles de todo tipo, con ayuda del más poderoso microscopio. De existir el más mínimo rastro de violencia reciente, no hubiéramos dejado de descubrirlo al instante. Un solo grano de aserrín, por ejemplo, hubiera resultado tan visible como una manzana. Cualquier modificación del encolamiento, cualquier ranura extraña en las junturas, hubiera bastado para un seguro hallazgo.
—Supongo que examinaron los espejos entre los bordes y las láminas, y que investigaron los lechos y la ropa blanca, como así también las cortinas y tapices.
—Eso, ni que hablar; y cuando hubimos despachado así cada pieza del mobiliario, procedimos a revisar la misma casa. Dividimos toda su superficie en sectores, que fueron numerados para no olvidar ninguno; luego registramos cada pulgada cuadrada del edificio íntegro, e incluso las dos casas vecinas, usando el microscopio, igual que antes.
—¡Las dos casas vecinas! —exclamé—. ¡Deben haber causado una gran agitación!
—En efecto; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.
—¿Incluyeron los jardines de las casas?
—El terreno que las rodea está empavesado con ladrillos. En comparación, nos dieron poco trabajo. Examinamos el musgo que había entre los ladrillos, y lo hallamos intacto.
—Por supuesto, buscaron entre los papeles de D., y en los libros de su biblioteca.
—Naturalmente; abrimos cada paquete y legajo; no sólo abrimos todos los libros, sino que volvimos todas las hojas de los volúmenes, sin contentamos con una mera sacudida, según proceden algunos de nuestros funcionarios. También medimos el espesor de la tapa —de cada libro con la mayor exactitud, y a cada una le aplicamos la mirada más cuidadosa de nuestro microscopio. Si alguna encuadernación hubiera sido descompuesta últimamente, el hecho no hubiera podido escapar a nuestra observación. Examinamos cuidadosamente, y en forma longitudinal, cinco o seis volúmenes recientemente enviados por el encuadernador, usando nuestras agujas.
—¿Exploraron el suelo debajo de las alfombras?
—Por supuesto. Quitamos cada alfombra y examinamos el parquet con el microscopio.
—¿Y el empapelado de las paredes?
—También.
—¿Buscaron en los sótanos?
—Sí.
—Entonces —dije yo— erraron en sus cálculos, y la carta no está en la casa, como ustedes piensan.
—Temo que tenga usted razón —dijo el perfecto—. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja?
—Un completo reexamen de la casa.
—Eso es absolutamente innecesario —replicó G.—. Estoy tan convencido de que la carta no está en la mansión como de que respiro.
—Es el mejor consejo que puedo darle —dijo Dupin—. Por cierto, ¿posee usted una descripción exacta de la carta?
—Oh, sí —y aquí el prefecto, extrayendo una agenda, procedió a leer en voz alta una detallada semblanza del aspecto interno (y en especial externo) del documento perdido. Poco después de leernos esta descripción, se marchó, exhibiendo un humor mucho más triste de lo que yo había visto nunca en este buen caballero.
Alrededor de un mes después nos hizo otra visita, encontrándonos ocupados más o menos como la vez anterior. Tomó una pipa y una silla y se unida nuestra conversación. Al cabo, yo dije:
—Y bien. G., ¿qué novedades hay sobre la carta robada? Supongo que por fin se habrá convencido usted de que es imposible sorprender al ministro.
—¡Mal rayo lo parta, es cierto! Sin embargo, procedí a realizar un nuevo examen, como lo aconsejó Dupin, pero sin resultados, como habla vaticinado yo.
—¿A cuánto asciende la recompensa, según nos dijo usted? —preguntó Dupin.
—Bueno, es muy elevada; es una recompensa muy liberal, aunque no quisiera precisar su monto exactamente; pero lo que sí diré es que no me importaría firmar un cheque por cincuenta mil francos de los míos a cualquiera que pudiera obtener la carta y entregármela. La verdad es que el asunto está cobrando más importancia cada día; y hace poco, el premio se duplicó. Pero aunque lo triplicaran, yo no podría hacer más.
—Claro, sí —dijo Dupin prolijamente, entre bocanadas de su pipa---. Pero no obstante creo, D., que en este asunto no se ha esmerado usted bastante. Creo que... podría hacer algo más, ¿no le parece?
—¿Qué? ¿Y cómo?
—Bueno... puf, puf.. usted podría... puf, puf... buscar consejo sobre este asunto, ¿eh? Puf, puf, puf.
Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
—¡No, y al diablo con su Abernethy!
—¡Ciertamente, al diablo y bienvenido! Y sin embargo, hace muchos años, un ricacho avaro se propuso sacar gratis consejo médico a este Abernethy. Estando a solas con él, provocó una conversación cualquiera con el médico, insinuándole su caso como si se tratara de un individuo imaginario.
—"Supongamos —dijo el tacaño— que los síntomas son éstos y aquéllos; ahora bien, doctor, ¿qué le hubiera aconsejado usted tomar?"
—Tomar? -dijo Abernethy—. ¡Pues un buen consejo, por supuesto!
—Pero —dijo el prefecto algo descompuesto— yo estoy perfectamente dispuesto a hacerme aconsejar, a pagar por ello. Daría de veras cincuenta mil francos a quien me ayudara en esta cuestión.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y extrayendo una chequera— más vale que llene una orden por la cantidad que ha mencionado. Cuando lo firme, le entregaré la carta.
Enmudecí. El prefecto parecía tocado por un rayo. Durante algunos instantes permaneció sin habla, mirando a mi amigo con incredulidad, con la boca abierta, y con ojos que parecían a punto de salirse de órbitas; después, pareciendo recobrarse un poco, tomó la pluma y, luego de varias pausas y miradas al vacío, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, entregándolo a Dupin por encima de la mesa. Este último lo examinó con cuidado y lo depositó en su billetera; y quitando la llave a un escritorio, sacó de él la carta y la extendió al prefecto. El funcionario la asió con la perfecta avidez del gozo, la abrió con manos temblorosas, echó una ojeada rápida a su contenido y, dirigiéndose con paso vacilante hasta la puerta, abandonó sin ceremonia alguna la habitación y la propia casa, sin haber pronunciado ni una sola sílaba desde el momento en que Dupin le pidiera confeccionar el cheque.
Cuando hubo partido, mi amigo me ofreció algunas explicaciones.
—La policía parisiense —dijo—, es enormemente competente a su manera. Es perseverante, ingeniosa, hábil, y muy versada en la clase de conocimientos que deber impone. Así, cuando G. nos detalló los métodos de investigación que empleó en el "hotel" de D., no dudé que había realizado un registro satisfactorio... hasta donde llega su competencia.
—¿Hasta dónde llega su competencia?
—Sí —dijo Dupin—. Las medidas que adoptó no Sólo eran las mejores de su especie, sino que fueron llevadas a la absoluta perfección. Si la carta hubiera sido depositada dentro de los límites de esa búsqueda, no cabe duda de que estos individuos la hubieran encontrado.
Me limité a reír, pero él parecía estar hablando en serio.
-Las medidas, pues —continuó—, eran buenas dentro de su género, y estaban bien ejecutadas; su defecto consistía en resultar inaplicables este caso y a este hombre. Para el prefecto, un conjunto de recursos demasiado ingeniosos equivalen a un lecho de Procusto, al que adapta sus métodos con violencia. Pero se equivoca constantemente por calar demasiado hondo, o ser demasiado superficial, en cuanto a los asuntos que maneja; y hay muchos párvulos que razonan mejor que él. Conocí a uno, de ocho años más o menos, cuyo éxito en el juego llamado de "pares e impares" le valía la admiración universal. Este juego es simple, y se juega con bolita. Un jugador tiene en la mano cierta cantidad de ellas y pregunta a otro si son en número par o impar. Si acierta, el segundo jugador gana una bolita; si se equivoca, pierde otra. El muchacho de que hablo ganó todas las bolitas de su escuela. Por supuesto, disponía de cierto principio para adivinar; y consistía en la mera observación y estima de la astucia de sus oponentes. Por ejemplo, jugando con un bobo consumado, éste, mostrando sus manos cerradas, preguntaba: "¿Par o impar?" Nuestro escolar responde: "Impar", y pierde; pero en el segundo intento gana, porque se dice entonces: "Este tonto las puso pares en la primera vuelta, y su inteligencia le basta apenas para ponerlas impares en la segunda; "por lo tanto, diré que son impares"; y así gana. Ahora bien, con otro bobo de grado superior, hubiera razonado como sigue: "Este individuo descubrió que la primera vuelta dije impar, y en la segunda, se sobrepondrá a su primer impulso, que consistirá en realizar una simple variación de par a impar, como hizo el bobalicón anterior; pero una reflexión más cuidadosa le sugerirá que se trata de una variante demasiado simple, y por fin decidirá poner bolitas pares, como la primera vez. Por ello, diré que son pares"; y lo dice, y gana. Ahora bien, este sistema de razonamientos de nuestro escolar, al que sus compañeros llaman "afortunado", en último análisis ¿en qué consiste?
—Se trata simplemente —dije yo—, de una identificación con el intelecto de quien razona con el de su adversario.
—Así es —dijo Dupin— y, al preguntar al muchacho por qué medios conseguía esa identificación completa en que radicaba su éxito, recibí la siguiente respuesta: "Cuando deseo descubrir cuán prudente o tonto, o bueno o malo es alguien, o en qué piensa en ese momento acomodo la. expresión de mi cara tan exactamente como puedo, a la expresión del otro, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos aparecen en mi menté o en mi corazón, en consonancia con mis expresiones". Esta respuesta del escolar constituye el fondo de toda la espuria profundidad que se ha atribuido a Rochefoucauld, a La Bruyere, a Maquiavelo y a Campanella.
—Y la identificación —dije yo— del intelecto del razonador con el de su adversario depende, si bien le entiendo, de la exactitud con que se estima el intelecto opositor.
—En cuanto a su valor práctico, depende de eso —replicó Dupin—; y el prefecto y sus huestes fracasan con tanta frecuencia, primero, por no ser capaces de lograr esta identificación, y, segundo, por error de cálculo, o más bien por no medir en absoluto el intelecto que enfrentan. Sólo toman en cuenta sus propias ideas sobre lo que es ingenio; y al buscar algo sólo piensan en las formas en que ellos lo hubieran escondido. Sólo aciertan en la medida en que su ingenio es fiel reflejo del de las masas; pero cuando la habilidad de un delincuente especial se diferencia en carácter del suyo, por supuesto el sinvergüenza los engaña. Esto sucede cuando su habilidad es superior a la de ellos, y a menudo hasta cuando es inferior. No diversifican los principios que guían sus investigaciones; cuanto más, urgidos por algo excepcional —por una recompensa extraordinaria— amplifican o exageran sus antiguas prácticas, sin tocar siquiera sus principios. En este caso, por ejemplo, relativo a D., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de la acción? ¿Qué son todos estos agujeros, exámenes, sondeos y registros microscópicos, estas divisiones de la superficie del
inmueble en pulgadas cuadradas; qué es todo esto, sino exageraciones de la aplicación de un principio o ramo de principios de investigación, que se basan en el conjunto de conceptos relativos a la picardía humana a los que el prefecto, por medio de la larga rutina de su empleo, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que él ha dado por supuesto que todos los hombres, para esconder una carta, se dirigen, no exactamente a un agujero de barrena en la pata de una silla, sino a algún otro agujero o rincón perdido, que les es sugerido por el mismo tenor de pensamientos que aconsejaría a un hombre confiar su carta a un agujero de barrena en la pata de una silla? ¿Y no, advierte usted también que estos escondrijos tan recherchés sólo se adaptan a casos vulgares, y que sólo serían adoptados por intelectos ordinarios? Pues en todos los casos de ocultamiento, ese ocultamiento de la cosa escondida —efectuado de aquella manera recherché— es, en primerísimo lugar, presumido y presumible; y así su encuentro depende no en absoluto del ingenio, sino del mero conjunto de empeño, paciencia y determinación de los buscadores. Y cuando el caso reviste importancia —o lo que equivale a ellos a los ojos policiales— cuando la recompensa es de magnitud—, nunca se ha visto que escaseen esas cualidades. Ahora comprenderá usted lo que quiero decir cuando sugiero que si la carta robada hubiera sido escondida en cualquier lugar al que llegara el examen del prefecto —o, en otras palabras, si el principio que guió su ocultación hubiera estado incluido dentro de los principios en uso del perfecto—, su hallazgo no hubiera dejado lugar a dudas. Este funcionario, sin embargo, fue engañado por completo; y la causa última de su fracaso consiste en su suposición de que el ministro es un tonto porque ha adquirido fama de poeta. Todos los tontos son poetas; así lo siente el prefecto; y sólo se hace culpable de non distributio medii al inferir de allí que todos los poetas son unos tontos.
—¿Pero es él realmente poeta? —pregunté—. Sé que son dos hermanos, y que ambos han alcanzado reputación literaria. Creo que el ministro ha escrito eruditamente sobre Cálculo Diferencial. Es un matemático, no un poeta.
—Se equivoca usted; yo lo conozco bien; es ambas cosas. Como poeta y como matemático, hubiera razonado bien; pero como simple matemático, no hubiera podido razonar en absoluto; y de ese modo hubiera quedado a merced del prefecto.
—Me sorprende usted con esas opiniones —dije—, que contradicen la voz del mundo. No querrá derribar una idea bien meditada por los siglos. Durante mucho tiempo el razonamiento matemático ha sido considerado como el razonamiento par excellente.
—"Il y a a parier" —contestó Dupin citando a Chamfort— "que toute idée publique, toute convention recue, est une sotisse, car elle a convenu au plus grand nombre". Los matemáticos, estoy de acuerdo, se han esforzado en divulgar el error popular a que usted alude, y qué no deja de ser un error, no obstante su publicación como verdad. Con arte digno de mejor causa, por ejemplo, han insinuado el término. "análisis" para aplicarlo al álgebra. Los franceses son los incubadores de esta engañifa particular; pero si los vocablos poseen alguna importancia —si las palabras derivan algún valor de sus posibilidades de aplicación—, en ese caso "análisis" significa "álgebra" tanto más o menos cuanto en latín ambitus significa "ambición" religio, "religión", u homines honesti una asamblea de hombres "honorables".
—Por lo que veo —dije— mantiene usted querella con alguno de los algebristas de París, pero prosiga.
—Discuto el provecho, y por ello el valor, de aquella razón que se cultiva de cualquier manera que no sea la abstractamente lógica. En particular disputo la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas son la ciencia de la forma y de la cantidad; el razonamiento matemático es meramente la lógica aplicada a la observación de la forma y de la cantidad. El gran error consiste en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura son verdades abstractas o generales. Y este error es tan insigne que me asombra la universalidad que ha alcanzado. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que vale para la relación —de forma y cantidad— con frecuencia es groseramente erróneo en lo que concierne a lo moral, por ejemplo. En esta última ciencia, sucede con mucha frecuencia que no sea verdad que la suma de las partes equivale al todo. El axioma también falla en la química. Falla respecto a la consideración de los motivos; pues dos motivos, cada uno de determinado valor, no siguen poseyendo necesariamente, cuando se los reúne, un valor igual a la suma de sus valores individuales. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son válidas dentro de los limites dé una relación. Pero el matemático argumenta, basándose en sus verdades finitas y, por hábito, como si fueran aplicables absoluta y generalmente, cosa que el mundo realmente las imagina ser. Bryant, en su erudita Mitología, menciona una fuente de error semejante, cuando dice que "aunque las fábulas paganas no son creídas, lo olvidamos de continuo, y realizamos inferencias partiendo de ellas como si fueran realidades palpables". Sin embargo, en lo que respecta a los algebristas, que también son paganos, esas "fábulas paganas" reciben crédito, y se sacan conclusiones de ellas, no tanto a causa de una falta de memoria cuanto por un inexplicable extravío de los cerebros. En resumen, todavía no he visto el simple matemático a quien se pueda confiar nada aparte de las raíces iguales, o que no acaricie clandestinamente el articulo de fe según el cual X2 + px: es absoluta e incondicionalmente igual a q. Si le gusta, y a modo de experimento, afirme ante alguno de estos caballeros que en ciertas ocasiones usted cree que en la posibilidad de un caso en que X2 + px no sea en absoluto igual a q, y, después de haberle hecho comprender su afirmación, huya con tanta celeridad como le den sus piernas, pues sin duda el sabio tratará de molerlo a palos.
—Lo que quiero decir —continuó Dupin, mientras yo me limitaba a reír de sus últimas observaciones—, es que si el ministro hubiera sido tan sólo un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad alguna de darme este cheque. Sin embargo, yo lo conocía como matemático y poeta, y adapté mis medidas a su habilidad, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodean. Lo conozco también como cortesano y como intrépido intrigant. Consideré que semejante hombre no podía menos que estar al tanto de los métodos usuales de la policía. No podía haber dejado de prever —y los hechos probaron que lo hizo— los asaltos de que fue víctima. Debe haber pronosticado, reflexioné, la secreta investigación de sus habitaciones. Consideré que sus frecuentes ausencias de casa por la noche, que el prefecto tomó como una colaboración para su éxito, eran sólo ruses destinadas a proporcionar a la policía la oportunidad de realizar una investigación prolija, y de este modo imprimirle la convicción a la que G., en efecto, llegó por fin: el convencimiento de que la carta no se hallaba en las habitaciones. Consideré que todo el arreo de nociones —nociones que sería excesivo enumerar aquí, y ahora, y relativas al invariable principio policial en lo que hace a objetos escondidos—, consideré, pues, que todo este arreo de nociones debió haber pasado necesariamente por la mente del ministro. Ello lo hubiera conducido imperiosamente a despreciar todos los escondrijos posibles. El no podía, según reflexioné, ser tan tonto como para no advertir que el sitio más difícil y remoto de su "hotel" quedaría tan expuesto como sus rincones más comunes a los ojos, a los hurgueteos, a las sierras y a los microscopios del prefecto. Por fin, advertí que, de suyo, se vería obligado a recurrir a la simplicidad, en caso de que no lo llevara a ella su propia elección. Tal vez recuerde usted con cuánta desesperación rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, yo sugerí que tal vez fuera posible que el misterio lo perturbara hasta tal punto por ser tan evidente.
—Sí —dije—, recuerdo muy bien su regocijo. Creí realmente que iba a caer en convulsiones.
—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el inmaterial; y así ha recibido ciertos visos de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o símil puede alimentar un argumento, tanto como embellecer una descripción. El principio de la Inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. En esta última, no es menos cierto que, da mayor trabajo poner en movimiento un cuerpo grande que otro más pequeño, y que su momento subsiguiente guarda relación con esta dificultad, cuanto lo es en la última que los intelectos de más capacidad, aunque más poderosos, más constantes y más fecundos en sus movimientos que los de categoría inferior, son más fácilmente conmovidos, perturbados y asaltados por la duda en los primeros pasos de su crecimiento. Por otra parte, ¿ha observado usted, entre los carteles callejeros que cuelgan sobre los negocios, cuáles son los que atraen mejor la atención?
—Nunca he pensado en ello.
—Hay cierto juego de adivinanzas —prosiguió— que se juega sobre un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, río, Estado o imperio; en suma, cualquier palabra de la atiborrada y confusa superficie de la carta. Los novicios en el juego buscan generalmente poner dificultades a sus adversarios ofreciéndoles los nombres escritos con letras más pequeñas; pero el, conocedor elige las palabras que se extienden en largos: caracteres de un extremo del mapa al otro. Estos, al igual que los grandes carteles de las calles, escapan a la observación a fuerza de resultar tan obvios; y aquí, el descuido físico es precisamente igual a la ceguera moral, por medio de la cual le ocurre al intelecto no detenerse en consideraciones demasiado evidentes y palpables por sí mismas. Pero parece que esta cuestión está un poco por encima —o por debajo— de la comprensión del prefecto. Nunca pensó como probable o posibles que el ministro hubiera depositado la carta inmediatamente debajo de las narices de todo el mundo, como mejor manera de impedir que nadie en el mundo la perciba.
"Pero mientras más yo reflexionaba sobre la osada, ardiente y sutil inteligencia de D; considerando el hecho de que el documento siempre debía encontrarse, a mano, si es que él se proponía emplearla; y recordando la definitiva demostración, obtenida por el prefecto, de que no estaba escondida dentro de los límites de las investigaciones ordinarias de ese dignatario, más me convencía de que, para ocultar la carta, el ministro había recurrido al simple y sagaz expediente de no ocultarla en absoluto.
"Imbuido de estas ideas, me preparé un par de gafas oscuras, y un día, como por casualidad, me presenté en la mansión del ministro. Encontré a D. en casa, bostezando en la ociosidad y charlando insulseces, como de costumbre, y fingiendo encontrarse en el último límite del ennui. En realidad, tal vez se trate del ser humano más enérgico que hay con vida, pero sólo cuando nadie lo está mirando.
"Para pagarle en la misma moneda, me quejé de la debilidad de mis ojos, lamentando la necesidad de llevar gafas, bajo cuya protección observé cuidadosa y completamente el departamento, aunque sólo parecía escuchar la conversación de mi anfitrión.
"Dediqué especial atención al escritorio junto al cual éste se hallaba sentado, y sobre el que yacía una miscelánea de cartas y papeles, uno o dos instrumentos musicales y algunos libros. Pero después de un largo y prolijo escrutinio, nada vi allí que despertara mis sospechas.
"Por fin, al circundar la cámara, mis ojos cayeron sobre un mísero tarjetero de cartón afiligranado que colgaba, , por medio de una cinta azul, de una perilla de cobre colocada debajo del centro del repecho de la chimenea. En ese tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimentos, había cinco o seis tarjetas de visita y una solitaria carta. Esta última se encontraba muy ajada y desleída. Estaba casi rasgada en dos por la mitad como si un primer intento de romperla hubiera sido suspendido luego. Ostentaba un gran sello negro con el monograma de D. estampado en forma muy visible, y una diminuta caligrafía femenina la había dirigido al propio ministro. Estaba colocada al descuido y hasta parecía que con desprecio, en una de las últimas divisiones del tarjetero.
"Tan pronto vi la carta, supe que era la que estaba buscando. Por cierto, parecía totalmente distinta a la otra cuya minuciosa descripción nos leyera el prefecto. En esta, el sello era grande y negro, con el monograma de D., mientras que en la otra era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia de S. En ésta, la dirección, que era la del ministro, estaba escrita con letra pequeña y femenina; en la otra la dirección, encaminada hacia cierto personaje real, era marcada osada y decidida: sólo el tamaño constituía un elemento de semejanza entre las dos. Pero lo radical de estas diferencias, que eran excesivas; la suciedad del papel que se hallaba manoseado y roto, en gran contradicción con las verdaderas y metódicas costumbres de D, y el sugestivo intento de inducir en el espectador la idea de que el documento carecía de todo valor; todas estas cosas, junto con la evidentísima situación del documento, colocado bien a la vista del visitante, y de este modo ajustándose exactamente a las conclusiones a que yo había llegado; todo esto, digo, corroboraba con fuerza las sospechas de quien acudiera allí con intención de sospechar.
"Prolongué mi visita tanto como pude, y mientras tenía una discusión de lo más animada con el ministro, sobre un tema que, según sabía yo, nunca dejaba de despertar su interés, no dejé de vigilar la carta. Durante este examen, grabé en mi memoria su aspecto exterior y su disposición en el tarjetero; y realicé al cabo un descubrimiento que disipó las más pequeñas dudas que pudieran quedarme. Al observar bordes del papel, los encontré más ajados de lo necesario. Parecían quebrados, apariencia que se manifiesta cuando un papel nuevo, habiendo sido doblado una vez y oprimido con una prensa, es vuelto a doblar
sentido inverso, según los mismos dobleces producidos por el doblez original. Este hallazgo fue suficiente. Para mi resultaba claro que la carta había sido vuelta de adentro hacia afuera, como un guante, poniéndosele nueva dirección y un nuevo sello. Di los buenos días al ministro y me marché, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.
"A la mañana siguiente volví a buscar la caja de rapé y volvimos a entablar con mucho interés la conversación del día anterior. Así ocupados, sin embargo escuchamos un gran estruendo, como si una pistola hubiera sido descargada justo debajo de las ventanas del hotel", estruendo que fue seguido por una serie de gritos de susto y exclamaciones de la multitud. D. se abalanzó hacia una ventana, la abrió y se inclinó hacia afuera. En el interin yo me acerqué al tarjetero, tomé la carta, la deposité en mis bolsillos y la reemplacé por una falsificación (en lo que hace a su parte externa), que había preparado cuidadosamente en mis departamentos; habiendo imitado con facilidad el monograma de D. por medio de un sello hecho con miga de pan.
"El escándalo callejero había sido ocasionado por la desordenada conducta de un hombre armado de un mosquete: Había disparado contra un grupo de mujeres y niños. Sin embargo, resultó que el arma no tenía balas, y se permitió al hombre seguir su camino, como si se tratara de un borracho o un loco. Cuando se marchó, D. abandonó la ventana, adonde yo lo había seguido inmediatamente después de apropiarme de la carta. Poco después, me despedí de él. El pretendido lunático era un hombre pagado por mí".
—¿Pero con qué propósito —pregunté— reemplazó usted la carta por una imitación? ¿No hubiera sido mejor haberla tomado abiertamente durante su primera visita, para marcharse después?
—D. —replicó Dupin— es un hombre desesperado, y de buenos nervios. Además, su mansión no carece de fieles servidores, adictos a sus intereses. De hacer yo el intento que usted sugiere, tal vez jamás habría salido vivo de la presencia del ministro. El buen pueblo de París podría no haber oído nunca más hablar de mí. Pero me guiaba un propósito, además de estas consideraciones. Ya conoce usted mis simpatías políticas. En este asunto actúo por encargo de la dama comprometida. El ministro la ha tenido en su poder durante dieciocho meses. Ahora, ella lo tiene en el suyo, puesto que, desconociendo que la carta ya no se encuentra en sus manos, seguirá con sus exacciones como si la tuviera. De este modo, él mismo se encargará de su propia ruina política. Además su caída no será más súbita que torpe. Está muy bien hablar del facillis descensus Averni; pero en toda clase de escalamientos, como dice Catalani sobre el canto, resulta mucho más fácil levantarse que bajar. En este caso, no siento ninguna simpatía, —y ni siquiera piedad— por el que desciende. Es un monstrum horrendum, un hombre de genio y sin principios. Sin embargo, confieso que me gustaría saber cuál será exactamente la naturaleza de sus pensamientos cuando, desafiado por aquélla que el prefecto denomina "cierto personaje", quede reducido a abrir la carta que dejé para él en el tarjetero.
—¿Por qué? ¿Escribió usted algo especial allí?
—¡Vamos! No me parecía muy correcto dejar el interior en blanco; hubiera sido insultante. Una vez, en Viena, D. me jugó una mala pasada, aunque con mucho buen humor, y yo no lo he olvidado. De modo que, como sé que sentirá cierta curiosidad respecto a la persona que lo ha engañado, pensé que era una lástima no proporcionarle alguna pista. Conoce perfectamente mi letra, y por ello copié, en medio de la hoja en blanco, estas estrofas:
—Un dessein si funeste,
s'il n'est digne de Atrée, est digne de Thyeste.(1)
Se las puede encontrar en el Atrée, de Crébillon.
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NOTA
1.- "Un designio tan funesto,
si no es digno de Atreo, es digno de Tiestes".


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