jueves, 8 de marzo de 2012

FEDERICO FELLINI y LA DOLCE VITA



La cruda realidad antes de la huida
Por Jesús Serrano Aldape

Ese promisorio comienzo, con el Cristo redentor sobrevolando la ciudad de Roma y cuando todavía se vislumbra una esperanza para el disoluto Marcello Rubini. Aún se palpa entre esa decadencia que se une con una sabia elipsis la Roma decadente de los Césares con el moderno panorama tras la guerra, la charla superficial, el nuevo look de la Roma a la que Federico Fellini retrataría más tarde, en Roma (1972), incluyendo su paseo en moto alrededor del Coliseo.

La Dolce Vita (1960) es la última llamada de Fellini en ese neorrealismo italiano que heredó de Roberto Rossellini y Alberto Lattuada, de quienes fue asistente de director. Después de La Dulce Vida Fellini recurrió a la dulce fuga, ocultándose del mundo en sus fantasías oníricas. Prefirió regresar a su idílica Italia de recuerdos, de tradiciones, a la Italia campesina e inocente, una que ve perder el sentido del origen ante el influjo del capitalismo estadounidense y su cultura pop, que invadía todo.


Marcello Mastroianni y Anita Ekberg

Por eso, cuando ese monstruo emerge de las olas, Marcello concretó su trayecto al infierno y no volvió. ¿Era el panorama tan desolador en Italia?, con toda esa modernidad insultante que a los ojos de Fellini y algunos de sus compañeros de profesión negaba todo lo demás, como una nueva versión del fascismo que dejó en ruinas a la Italia provincial, confundiéndole la identidad y negando el pasado tan caro a Federico de paso.

Porque él ve vida sin control en las viñetas que tomó prestadas a Petronio para su Satiricón (1969), ve una vida sin rienda, es capaz de conciliar nuestra ignorancia de lo que esos hombres que hoy son polvo vivieron a tope, con la escena de las pinturas en las ruinas carcomiéndose con el primer contacto del aire que respiramos (Roma).

Como si esos visos de un pasado cruel, pero a la vez ingenuo, ya no tuvieran cabida en ese mundo en que Marcello quiere brillar. Es capaz de ver aún más vida en esa depravación relatada por Petronio que en la dulce vida.

Ahora no hay esperanza para esa juventud en el pedestal, pronto serán como Marcello, incapaces de oír un eco de vuelta desde el otro lado de la playa. Después el monstruo, visto como la auténtica aberración, sólo es la representación del nuevo cariz de la vida de Marcello y la parvada de dispendiosos hijos de la nada que lo acompañan, que se extinguirán sin sentido como aquel ente innombrable que mira al espectador con estupefacción; una tumefacta porción de realidad obcena que hizo a Fellini retirarse a su edén personal, a sus sueños.

Ahora no hay esperanza para esa juventud en el pedestal, pronto serán como Marcello, incapaces de oír un eco de vuelta desde el otro lado de la playa.
Demasiado tétrico. Fellini evitó dar el paso siguiente, una abjuración estilo Pasolini en Saló. Y más adecuado, el hombre que grababa las películas para después doblar las voces de sus actores en los distintos dialectos y tonos de habla de las provincias italianas, el campesino renegado, decidió huir, y su huida lo confirmó como el próximo surrealista, más encargado en apaciguar a las cientos de mujeres de sus sueños (cuando la realidad era la fea, pero talentosa a raudales, esposa que le tocó, Giulietta Masina), que en volver a pisar la realidad, de la dulce vida.

Porque luego del trayecto de Marcello, con su asistencia tan distante y en realidad anónima a un milagro; con la última manifestación de lo divino arrasado por lo profano de la modernidad, el paparazzo (vil cristalización de la banalidad hecha carrera), da cuenta del hecho arruinado por la lluvia.

Y Marcello corre a ver a quien parecía beber de la perfección, su modelo en ese nuevo estilo de vida, y comprueba cómo esa nada lo invade todo y la felicidad de su héroe era una apariencia que se desvanece con la autoinmolación de él y de su familia. Le dice Steiner: “No seas como yo. Incluso la vida más miserable es mejor que una existencia segura en una sociedad organizada donde todo es calculado y perfecto”.

Demasiado tétrico. Fellini evitó dar el paso siguiente, una abjuración estilo Pasolini en Saló.
Así, en lugar de tomar la actitud de luchar contra ello, como buen italiano, sucumbe al vacío, se deja encantar por esa asquerosa miasma. Ahora Marcello no ve otra solución que una nueva decadencia de la gran Roma y está dispuesto a representarla con estilo, y sin dignidad, vencido en las arenas de la playa, mecido por pensamientos de iluminación que ya no llegarán a él.

Luego Marcello Mastroianni evocará la picaresca poética del hombre que quiso ser payaso, actor, cantante, pintor, músico, poeta, escritor y que logró ser todo ello a través del cine. El mismo Guido Anselmi de Ocho y medio (1963) huye de la misma porquería.

Y sí, en tono onírico, Fellini prefirió luego el romance para alejarse, encerrarse en su propia utopía del pasado en Amarcord (1973), y finalmente zarpar para siempre en la nave, dejando tras de sí mejor los sueños, antes que la pesadilla de una “dulce vida”

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