N° 192 | FICCIONES | 25 de octubre de 2006
Un capítulo de Cinco niños y esoNovela de la escritora inglesa E. Nesbit
Reproducimos el primer capítulo de la novela Cinco niños y eso de la escritora inglesaE. Nesbit (1858-1924); autora cuya obra fue de gran influencia en narradores como C.S. Lewis o J. K. Rowling. Cinco niños y eso fue publicado por Editorial Andrés Bello de Argentina, con traducción de Márgara Averbach e ilustraciones de Emiliano Pereyra.
Imaginaria agradece a Graciela Equiza, editora de Andrés Bello Argentina, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.
1
Hermosos como el día
La casa estaba a cuatro kilómetros de la estación pero antes de que el coche polvoriento se hubiera sacudido durante cinco minutos, los niños empezaron a sacar las cabezas por la ventanilla y a decir:
—¿Ya llegamos? —Y cada vez que pasaban una casa, lo cual no sucedía muy a menudo, decían todos al mismo tiempo—: ¿Es ésta?
Pero nunca era ésa hasta que llegaron a la cima de la colina, justo después de la cantera de piedra caliza y antes de llegar al pozo de arena. Ahí había una casa blanca con un jardín verde y una huerta en la parte de atrás y mamá dijo:
—¡Llegamos!
—Qué blanca es la casa —dijo Robert.
—Y mira las rosas —dijo Anthea.
—Y las ciruelas —dijo Jane.
—Está bastante bien —admitió Cyril.
El bebé dijo:
—Quero i a caminá —y el carruaje se detuvo con una última sacudida y un último tumbo.
Los pies y las piernas de todos se tropezaron y sufrieron en la lucha por salir del carruaje en ese mismo instante, pero a nadie pareció importarle. Cosa curiosa, mamá no estaba apurada por bajar; y cuando lo hizo, muy lentamente, por la escalerilla y sin dar ningún salto, pareció que prefería ver cómo llevaban las cajas de la mudanza adentro y no unirse a esa primera carrera gloriosa por el jardín y la huerta y la zona silvestre, espinosa, llena de cardos y zarzamoras más allá del portón quebrado y la fuente seca a un costado de la casa. Pero, por una vez, los niños fueron más sabios. En realidad, no era una casa linda sino bastante común, y mamá pensaba que era algo inconveniente. Incluso estaba bastante disgustada porque en el interior casi no había estantes dignos de ese nombre, y casi ningún cajón. Papá dijo que los hierros del techo y las terminaciones hubieran espantado a cualquier arquitecto. Pero, sobre todo, la casa estaba hundida en el campo, sin ninguna otra a la vista, y los niños habían vivido en Londres durante dos años y no habían ido ni una vez al mar, ni siquiera por un día, en tren. Por eso, a ellos la Casa Blanca les pareció una especie de Palacio Encantado, construido en un Paraíso Terrenal. Porque Londres es una prisión para los niños, especialmente si sus parientes no son ricos.
Claro que hay tiendas y teatros y cosas así, pero si la familia de uno es más bien pobre, a uno no lo llevan a los teatros y no se pueden comprar cosas de las tiendas; y Londres no tiene ninguna de esas cosas lindas con las que los niños pueden jugar sin lastimar las cosas ni lastimarse ellos mismos, como árboles y arena y bosques y aguas. Y casi todas las cosas en Londres tienen la forma equivocada; todo es en línea recta y en calles chatas, en lugar de ser de todo tipo de formas raras, como las cosas que hay en el campo. Los árboles son todos diferentes, como ustedes saben, y yo estoy segura de que alguna persona les dijo que no hay dos hojas de hierba que sean exactamente iguales. Pero en las calles, donde no crecen las hojas de hierba, todas las cosas son exactamente iguales a las demás. Ésa es la razón por la que muchos niños que viven en las ciudades se portan tan pero tan mal. No saben lo que les pasa y tampoco lo saben los padres y las madres, las tías, los tíos, los primos, los tutores, las institutrices y las muchachas que los cuidan; pero yo lo sé. Y ahora ustedes lo saben también. En el campo, los niños se portan mal a veces, pero es por razones completamente diferentes.
Los niños habían explorado los jardines y las construcciones del exterior antes de que los atraparan y los asearan para el té, y supieron enseguida que no había ninguna duda de que serían felices en la Casa Blanca. Se dieron cuenta de eso desde el primer momento, pero cuando descubrieron que la parte posterior de la casa estaba cubierta de jazmines, de flores blancas, que olían como un frasco de perfume caro, y cuando vieron el césped, verde y suave y muy diferente del césped marrón en los jardines de Camden Town; y cuando descubrieron el establo con una buhardilla y algo de paja olvidada, estuvieron casi seguros, y cuando Robert encontró la hamaca rota y se cayó de ella y se hizo un chichón que parecía un huevo en la cabeza, y Cyril metió el dedo en la puerta de una jaula que parecía preparada para guardar conejos adentro, entonces no tuvieron ninguna duda al respecto.
Lo mejor de todo era que no había reglas sobre ir a ciertos lugares o hacer ciertas cosas. En Londres, casi todo tiene una etiqueta que dice "No tocar" y, aunque la etiqueta es invisible, es tan malo como si todos la vieran, porque uno sabe que está ahí, y si no lo sabe, se lo dicen bien pronto, se los aseguro.
La Casa Blanca estaba en el borde de una colina con un bosque detrás, y la cantera de piedra caliza de un lado y el pozo de arena del otro. Al pie de la colina había una llanura, con edificios blancos de forma extraña en los que la gente quemaba cal, y una fábrica de cerveza grande, roja y otras casas; las altas chimeneas echaban humo y el sol se ponía; el valle estaba cubierto de una niebla dorada y los hornos de cal y los hornos para secar lúpulo brillaban y titilaban tanto que parecían una ciudad encantada, copiada de Las mil y una noches.
Ahora que ya empecé a contarles algo sobre el lugar, siento que podría seguir y convertir esto en una historia muy interesante sobre todas las cosas comunes que hicieron los niños —exactamente el tipo de cosas que haría una, ya me entienden— y si lo hiciera, ustedes me creerían todo, palabra por palabra; y cuando les dijera eso de que los niños son cansadores, como son ustedes a veces, tal vez sus tías tomarían un lápiz y escribirían en el margen de la historia: "¡Qué gran verdad!" o "¡Esto sí que se parece a la vida!", y ustedes lo verían y seguramente les molestaría mucho. Así que sólo voy a contarles las cosas sorprendentes que sucedieron, y pueden dejar el libro por ahí sin miedo porque ninguna tía o tío va a escribir: "¡Qué gran verdad!" en el margen de esta historia. Para los adultos es muy difícil creer en las cosas verdaderamente maravillosas, a menos que estén seguros de que ellas existen. Pero los niños creen casi cualquier cosa y los adultos lo saben. Les dicen que la Tierra es redonda como una naranja, cuando ustedes ven con toda claridad que es chata y está llena de bultos; por eso les dicen que la Tierra gira alrededor del sol cuando ustedes ven que el sol se levanta en la mañana y se va a la cama de noche como buen sol que es y que la Tierra sabe cuál es su lugar y se queda quieta y tranquila. Sin embargo, me atrevo a decir que ustedes se creen todo eso sobre la Tierra y el sol y si es así, no van a tener dificultades en creer que antes de que Anthea y Cyril y los otros hubieran pasado una semana en el campo ya habían encontrado un hada. Por lo menos, le dieron ese nombre a lo que encontraron, porque ése era el nombre que eso se daba a sí mismo, y claro, que eso sabía más que ellos, pero no se parecía en nada a ninguna hada que ustedes hayan visto ni sobre la que hayan leído u oído hablar.
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Fue en los pozos de arena. Papá tuvo que irse por negocios, bruscamente, y mamá se fue a ver a la abu, que no estaba bien, y se quedó con ella. Los dos se fueron con mucho apuro y la casa pareció de pronto terriblemente callada y vacía, y los niños vagaron de una habitación a otra y miraron los pedazos de papel y de hilo que había en el suelo, los restos de los paquetes que todavía nadie había limpiado y desearon tener algo que hacer. Fue Cyril el que dijo:
—Yo digo, ¿por qué no nos llevamos nuestras palas y vamos a cavar en los pozos de arena? Podemos hacer como que estamos en la playa.
—Papá dijo que esto fue una playa alguna vez —dijo Anthea— y que hay conchillas de miles de años por ahí.
Así que allá se fueron. Claro que ya habían ido hasta el borde del pozo de arena y lo habían mirado, pero no habían entrado porque tenían miedo de que papá les dijera que no podían jugar ahí, y lo mismo había pasado con la cantera de piedra caliza. El pozo de arena no es realmente peligroso si uno no trata de bajar por los costados abruptos y llega siguiendo el camino, como si fuera un carro.
Cada uno de los niños tenía su propia pala y se turnaban para llevar a Corderito. Corderito era el bebé y lo llamaban así porque la primera cosa que dijo fue "Beee". A Anthea la llamaban "Pantera" y eso parece tonto cuando uno lo lee, pero cuando uno lo dice suena un poco como su nombre.
El pozo de arena es muy grande y ancho, con pasto alrededor, arriba, y también flores silvestres nervudas, de color púrpura y amarillo. Es como una gran palangana que usara un gigante para lavarse las manos. Y hay montañas de arena y agujeros a los costados.
Los niños construyeron un castillo, claro está, pero los castillos no son muy divertidos cuando no hay ninguna esperanza de que venga la marea a llenar el foso y llevarse el puente levadizo y, finalmente, a mojar a todos hasta la cintura por lo menos.
Cyril quería cavar una cueva para jugar a los contrabandistas, pero los otros pensaron que tal vez morirían aplastados, así que, al final, todas las palas se pusieron a cavar un agujero a través del castillo para llegar a Australia. Ya ven, estos niños creían que el mundo era redondo y que del otro lado los pequeños australianos, varones y niñas, caminaban patas arriba, como moscas en el techo, con las cabezas colgadas en el aire.
Los niños cavaron y cavaron y cavaron, y las manos se les pusieron arenosas y calientes y rojas, y las caras, húmedas y brillantes. Corderito había tratado de comerse la arena y había llorado mucho cuando descubrió que no era azúcar morena, como él creía, que ahora estaba cansado y se había dormido hecho un ovillo tibio, gordo, en el medio del castillo a medio terminar. Eso dejó a los hermanos y hermanas libres para trabajar bien duro, y el agujero que iba a terminar en Australia pronto se hizo tan profundo que Jane, a la que llamaban Gatita, les pidió a los demás que se detuvieran.
—Supongan que el fondo del agujero cediera de golpe —dijo—, que cayéramos entre los australianitos. Se les metería toda la arena en los ojos.
—Sí —dijo Robert— y nos odiarían y nos tirarían piedras y no nos dejarían ver a los canguros o a los koalas o los pájaros marca Emú, o a los azules o cualquier cosa así...
Cyril y Anthea sabían que Australia no estaba tan cerca como eso, pero estuvieron de acuerdo: había que dejar de usar las palas y cavar con las manos. Eso era bastante fácil porque la arena del fondo del pozo era muy suave y fina y seca, como la arena junto al mar. Y estaba llena de pequeñas conchillas.
—Imagínate el mar mojado por aquí, todo ancho y brillante —dijo Jane— con pescados y con grillos y corales y sirenas.
—Y mástiles de barcos y tesoros españoles hundidos. Ojalá encontráramos un doblón de oro o algo así —dijo Cyril.
—¿Cómo es que se llevaron el mar? —preguntó Robert.
—En una carretilla, no —dijo el hermano—. Papá dice que la Tierra se puso demasiado caliente abajo, como uno a veces en la cama, así que la Tierra se encogió de hombros y el mar tuvo que deslizarse como se deslizan las mantas, y el hombro quedó ahí, salido, y se convirtió en tierra firme. Vamos a buscar conchillas; creo que esa cuevita parece prometedora y veo algo que sobresale un poco, como un pedazo de ancla de un barco hundido, y en el agujero de Australia hace un calor horrible.
Los otros estuvieron de acuerdo, pero Anthea siguió cavando. Siempre le había gustado terminar las cosas que empezaba. Sentía que sería vergonzoso dejar el agujero sin llegar a Australia.
La cueva los desilusionó porque no había conchillas y el ancla del barco hundido resultó ser el extremo roto del mango de un pico y los exploradores de la cueva estaban a punto de decidir que la arena da más sed cuando no está junto al mar y alguien había sugerido irse a la casa a buscar limonada cuando Anthea chilló de pronto:
—¡Cyril! ¡Ven ya! ¡Ven rápido! ¡Está vivo! ¡Se va a escapar! ¡Rápido!
Todos se apuraron a volver.
—Es una rata, no me extrañaría —dijo Robert—. Papá dice que siempre son una plaga en lugares viejos y éste debe ser bastante viejo si el mar estuvo aquí hace miles de años.
—Por ahí es una serpiente —dijo Jane y sintió un estremecimiento.
—Veamos —dijo Cyril y saltó al agujero—. Yo no le tengo miedo a las serpientes. Me gustan. Si es una serpiente, la voy a domesticar y me va a seguir por todas partes y yo la voy a dejar dormir alrededor de mi cuello en las noches.
—No, claro que no —dijo Robert con firmeza. Compartía el dormitorio con Cyril—. Pero puedes hacer todo eso si es una rata.
—¡Ay, no sean tontos! —dijo Anthea—. No es una rata. Es mucho más grande. Y no es una serpiente. Tiene patas; las vi, y pelo... No, la pala no. ¡Lo vas a lastimar! Cava con las manos.
—¡Ah, entonces, me lastimo yo! Eso no te molesta, ¿no? —dijo Cyril y tomó una pala.
—Ah, no —dijo Anthea—. No, Ardilla. Yo..., bueno, suena tonto, pero eso dijo algo. En serio que dijo algo. Lo juro.
—¿Qué?
—Dijo: "Déjame en paz".
Pero Cyril se limitó a comentar que su hermana seguramente estaba loca y él y Robert cavaron con palas mientras Anthea se sentaba en el borde del agujero, y se movía de un lado a otro, inquieta por el calor y la ansiedad. Cavaron con cuidado, y finalmente todo el mundo vio que había algo que se movía en el fondo del agujero de Australia.
Entonces, Anthea gritó:
—Yo no tengo miedo. Déjenme cavar.
Y se puso de rodillas y empezó a apartar la arena como un perro cuando se acuerda de pronto dónde había enterrado el hueso.
—Ah, acabo de tocar una piel peluda —exclamó, mientras a medias se reía, a medias lloraba—. ¡Sí, sí, sí! ¡Sí! —cuando de pronto, una voz seca, ronca que salía de la arena los hizo saltar hacia atrás y los corazones de todos saltaron casi tanto como ellos.—¡Déjenme en paz! —dijo la voz. Y ahora todo el mundo la oyó y todos miraron a los demás para ver si los otros también habían oído.
—Pero queremos verte —dijo Robert, con valentía.
—Quisiera que salieras —dijo Anthea, respirando hondo y tomando coraje.
—Ah, si eso deseas —dijo la voz, y la arena se movió y giró y se esparció, y algo marrón y peludo y gordo salió rodando hacia el agujero y la arena se le cayó de encima y se quedó ahí sentado, bostezando y frotándose los extremos de los ojos con las manos.
—Creo que me quedé dormido —dijo y se estiró.
Los niños se quedaron de pie en círculo alrededor del agujero, mirando a la criatura que habían encontrado. Valía la pena mirarla. Tenía los ojos en dos cuernos, como los de un caracol, y los movía hacia adentro y hacia fuera como telescopios; tenía orejas parecidas a las de un murciélago y el cuerpo rechoncho como el de una araña, y estaba cubierto de pelo espeso, suave; las patas y los brazos eran peludas también y tenía manos y pies como los de un mono.
—¿Qué cuernos es eso? —dijo Jane—. ¿Nos lo llevamos a casa?
La cosa volvió los ojos largos para mirarla y dijo:
—¿Siempre dice estupideces o es que esa basura que tiene en la cabeza la convierte en tonta?
Mientras hablaba, miraba con desprecio el sombrero de Jane.
—No es su intención ser tonta —dijo Anthea con amabilidad—, no es intención de ninguno de nosotros, pienses lo que pienses... Y no te asustes, no queremos lastimarte.
—¿Lastimarme? ¿A mí? —dijo la cosa—. ¿Yo asustado? ¡Por favor! Ey, hablas como si yo fuera cualquiera. —Tenía el pelo todo erizado como el de un gato cuando está por pelear.
—Bueno —dijo Anthea, que mantenía la amabilidad—, tal vez si supiéramos quién eres, podríamos pensar en algo que decir, algo que no te pusiera tan nervioso. ¿Quién eres? ¡Y no te enojes! Porque realmente no lo sabemos.
—¿No lo saben? —dijo la cosa—. Bueno, sabía que el mundo había cambiado pero..., la verdad, ¿me van a decir seriamente que no reconocen a un Psamid cuando lo ven?
—¿Un Psamid? Eso es chino para mí.
—Y para cualquier otra persona —dijo la criatura con rapidez—. Bueno, en español entonces: quiere decir hada de arena. ¿No reconocen a un hada de arena cuando la ven?
La cosa parecía tan apenada y dolida que Jane se apresuró a decir:
—Claro que vemos lo que eres. Ahora que lo dices, es bastante obvio.
—Hace ya unas cuantas oraciones que me vieron —dijo eso con rabia, mientras volvía a enroscarse en la arena.
—Ah, no, ¡no te vayas de nuevo! Habla un poco más —exclamó Robert—. No sabía que eras un hada de arena, pero apenas te vi me di cuenta de que eres el ser más maravilloso que yo haya visto en mi vida.
El bicho parecía un poquitito menos disgustado.
—No me molesta hablar —dijo— siempre que ustedes sean medianamente civilizados. Pero no voy a mantener la conversación por cortesía, eso sí que no. Si me hablan bien, tal vez les conteste y tal vez no. Ahora digan algo.
Y claro que a nadie se le ocurría nada que decir, aunque por fin Robert pensó en:
—¿Hace cuánto que vives ahí? —y el bicho respondió enseguida.
—Ah, siglos de siglos..., muchos miles de años —contestó el Psamid.
—Cuéntanos. Por favor.
—Está en los libros.
—¡Pero tú no estás en los libros! —dijo Jane—. Ah, dinos todo lo que puedas sobre ti mismo... No sabemos nada de ti y eres tan lindo...
El hada de arena se alisó los bigotes de rata y sonrió entre ellos.
—¡Por favor, por favor, cuenta! —dijeron los niños todos a la vez.
Es maravilloso lo rápido que uno se acostumbra a las cosas, hasta a las más sorprendentes. Cinco minutos antes, los niños no tenían más noticias que ustedes sobre la existencia de algo semejante a un hada de arena en el mundo y ahora estaban hablando con el Hada como si la hubieran conocido desde siempre.
La cosa estrechó los ojos y dijo:
—Qué hermoso este sol, como en los viejos tiempos... ¿De dónde sacan ustedes sus megaterios ahora?
—¿Qué? —dijeron los niños todos juntos. A veces, es muy difícil recordar que no queda muy educado decir la palabra "¿qué?", especialmente en momentos de sorpresa o agitación.
—¿Hay muchos pterodáctilos en este momento? —siguió el hada de arena.
Los niños no supieron qué contestarle.
—¿Y qué comen para el desayuno? —dijo el Hada, impaciente—, ¿y quién se los da?
—Huevos y tocino y pan y leche y avena y cosas así. Mamá nos da todo eso. ¿Qué son los mega no sé qué y los ptero qué sé yo? ¿Y alguien se come eso para el desayuno?
—¡Ey, en mis tiempos, casi todo el mundo comía pterodáctilo para el desayuno! Los pterodáctilos eran algo así como cocodrilos y también como pájaros, creo; asados, eran muy buenos. Miren, era así: había pilas de hadas de arena en ese entonces, y en la mañana temprano, los niños salían a buscarlas. La gente mandaba a sus niños a la orilla del mar antes del desayuno a buscar los deseos del día y, muchas veces, se le decía al mayor que pidiera un megaterio, ya cortado para cocinar. Era tan grande como un elefante, así que tenía muchísima carne. Y si querían aves, estaban los plesiosaurios; de esos, había muy buenos también. Pero cuando la gente tenía reuniones para la hora del almuerzo, casi siempre eran megaterios; ictiosaurios también, porque las aletas eran una delicia y la cola era buena para la sopa.
—Seguramente había montañas y montañas de carne fría para llevarse después de la fiesta —dijo Anthea, que quería ser una buena ama de casa algún día.
—Ah, no —dijo el Psamid—, eso no habría funcionado. Por supuesto que al ponerse el sol lo que quedaba se convertía en piedra. Me dicen que se encuentran huesos de megaterios y cosas así en todas partes.
—¿Quién te lo dice? —preguntó Cyril, pero el hada de arena frunció el ceño y empezó a cavar con mucha rapidez con las manos peludas.
—¡Ay, no te vayas! —gritaron todos—. ¡Cuéntanos más sobre el tiempo en que se comían megaterios para el desayuno! ¿Era igual el mundo entonces?
La cosa dejó de cavar.
—Para nada —dijo—; era casi todo arena donde yo vivía y el carbón crecía en los árboles y los bígaros eran grandes como bandejas de té; ahora están por ahí, se convirtieron en piedra. Nosotros, las hadas de arena, vivíamos en la orilla del mar y los niños venían con pequeñas espadas y palas y hacían castillos para que nosotros viviéramos en ellos. Eso fue hace miles de años, pero me dicen que los niños siguen haciendo castillos en la arena. Es difícil olvidar las costumbres.
—Pero, ¿cuándo empezaron ustedes a vivir en castillos? —preguntó Robert.
—Es una historia triste —dijo el Psamid, sombrío—. Fue porque siempre se les ocurría construir fosos en los castillos, y el horrible mar húmedo y lleno de burbujas entraba por ahí y, por supuesto, apenas un hada de arena se moja, se resfría y generalmente muere. Y así hubo cada vez menos hadas, y cada vez que alguien encontraba un hada y recibía un deseo, esa persona pedía un megaterio y comía dos veces más de lo que realmente quería porque sabía que tal vez pasarían semanas hasta que pudiera conseguir otro deseo.
—¿Y tú no te mojaste nunca? —preguntó Robert.
El hada de arena se estremeció.
—Solamente una vez —dijo—, la punta del duodécimo cabello del bigote izquierdo..., todavía lo siento cuando hay humedad. Fue una vez solamente, pero suficiente para mí. Me fui apenas el sol secó mi pobre bigote querido. Me escurrí hasta el fondo de la playa y me cavé una casa muy abajo en la arena tibia, seca y ahí estuve desde entonces. Y el mar cambió de domicilio después. Y ahora no voy a decir ninguna otra cosa.
—Una sola cosa más, por favor —dijeron los niños—. ¿Ahora también cumples deseos?
—Claro —dijo la cosa—, ¿no cumplí el de ustedes hace unos minutos? Uno de ustedes dijo: "Quisiera que salieras", y yo salí.
—Ay, por favor, ¿no podemos tener otro?
—Sí, pero apúrense. Estoy cansado de ustedes.
Me atrevo a decir que ustedes pensaron muchas veces en lo que harían si alguien les cumpliera tres deseos y que están seguros de que, si alguien les diera la oportunidad, pensarían en tres deseos realmente útiles sin dudarlo ni un instante. Estos niños habían charlado sobre el tema de los deseos muchas veces, pero lo cierto era que, ahora que tenían esa brusca oportunidad, no se decidían.
—Rápido —dijo el hada de arena, enojada. A nadie se le ocurría nada. Solamente Anthea consiguió recordar un deseo privado de ella y de Jane, un deseo que nunca les habían contado a sus hermanos. Estaba segura de que ellos no estarían de acuerdo, pero era mejor eso que nada.
—Quisiera que fuéramos hermosos como el día —dijo, muy apurada.
Los hermanos se miraron unos a otros, pero todos vieron que los otros seguían igual. El Psamid sacó los ojos hacia fuera, muy lejos, y les pareció que estaba reteniendo el aliento y se hinchaba más y más hasta que se puso dos veces más gordo y peludo que antes. De pronto, dejó escapar el aire en un largo suspiro.
—Lamento decir que no me sale —dijo, disculpándose—. Seguramente perdí la práctica.
Los niños estaban horriblemente desilusionados.
—¡Ay, inténtalo de nuevo, por favor! —dijeron.
—Bueno —dijo el hada de arena—, el hecho es que me estaba quedando con algo de fuerza para cumplir los deseos de los demás. Si se conforman con un deseo por día para todos juntos, me atrevo a decir que puedo esforzarme y conseguirlo. ¿Están de acuerdo con eso?
—¡Sí, claro que sí! —dijeron Jane y Anthea. Los varones asintieron. No creían que el hada de arena pudiera conseguir nada de eso. Siempre es más fácil hacer que las niñas crean las cosas; las niñas creen todo con mayor facilidad que los varones.
La cosa estiró los ojos y los llevó todavía más lejos que antes, y se hinchó y se hinchó y se hinchó.
—Espero que no se haga daño —dijo Anthea.
—O se le abra la piel —dijo Robert, inquieto.
Todo el mundo se sintió muy aliviado cuando el hada de arena, después de ponerse tan grande que casi llenó el pozo, soltó el aliento de pronto y volvió a su tamaño correcto.
—Está bien —dijo, jadeando—. Mañana va a ser más fácil.
—¿Te dolió mucho? —preguntó Anthea.
—Solamente mi pobre bigote, gracias —dijo ella—. Pero eres una niña amable y considerada. Buenos días.
Bruscamente se puso a cavar con fuerza y con furia usando tanto las manos como los pies y desapareció en la arena. Entonces, los niños se miraron unos a otros y cada uno descubrió que estaba solo con tres perfectos desconocidos. Todos radiantes. Todos bellísimos.
Se quedaron de pie un momento en un silencio perfecto. Cada uno pensó que sus hermanos y hermanas se había alejado y que esos niños desconocidos habían aparecido sin que los notaran mientras miraban la forma hinchada del hada de arena. Anthea fue la primera en hablar...
—Discúlpame —dijo con muy buenos modales a Jane, que ahora tenía enormes ojos azules y una nube de cabello castaño rojizo—, ¿no viste a dos niños y a una pequeña en alguna parte?
—Estaba por preguntarte justamente eso —dijo Jane y entonces Cyril exclamó:
—¡Ey, si eres tú! ¡Reconozco el agujero en el delantal! Eres Jane, ¿verdad? ¡Y tú eres la Pantera!; veo el pañuelo sucio que te olvidaste de cambiar después de que te cortaste el pulgar. ¡Caramba! El deseo se cumplió, después de todo..., ¿estoy yo tan apuesto como ustedes?
—Si tú eres Cyril, me gustabas mucho más como eras antes —dijo Anthea, decidida—. Pareces la pintura del jovencito del coro, con el pelo dorado. Y si ése es Robert, es como un organillero italiano con el pelo negro.
—Y ustedes dos, chicas, son como postales de Navidad, entonces..., ¡eso es! Estúpidas postales de Navidad —dijo Robert, enojado—. Y el pelo de Jane es pura zanahoria.
Era exactamente así: el pelo era de ese matiz veneciano tan admirado por los artistas.
—Bueno, no tiene sentido ver quién tiene la culpa —dijo Anthea—; busquemos a Corderito y llevémoslo a casa para el almuerzo. Nos van a admirar muchísimo, van a ver...
El bebé se estaba despertando cuando llegaron a su lado y ninguno de los niños sintió más que alivio cuando vieron que él no estaba hermoso como el día: al contrario, era el mismo de siempre.
—Supongo que es demasiado chico para que se le cumplan los deseos naturalmente —dijo Jane—. Vamos a tener que mencionarlo especialmente la vez que viene.
Anthea corrió hacia él y abrió los brazos.
—Ven con tu Pantera, lindo —dijo.
El bebé la miró con desaprobación y se puso el pulgar rosado, arenoso, en la boca. Anthea era su hermana favorita.
—Ven, vamos —insistió ella.
—¡Vete aúuuraaa! —dijo el bebé.
—Ven con Gatita —dijo Jane.
—Quero a mi patera —dijo Corderito, desesperado, y le tembló el labio.
—Vamos, ven, chiquitín —dijo Robert—, ven a montar en la espalda de Yobby.
—Nooo, nooo, maalo maalo —aulló el bebé, dándose por vencido. Entonces los niños entendieron lo peor. ¡El bebé no los reconocía!
Se miraron unos a otros, desesperados, y fue terrible para todos, en esa horrenda emergencia, encontrarse solamente con los ojos hermosos de perfectos desconocidos, en lugar de los ojitos alegres, amistosos, comunes, brillantes, maravillosos de sus propios hermanos y hermanas.
—Esto es verdaderamente horrible —dijo Cyril después de tratar de levantar a Corderito y de que éste lo arañara como un gato y aullara como un lobo—. ¡Tenemos que hacernos amigos de él! No puedo llevarlo si me araña de ese modo. ¡Imagínate! ¡Tener que hacernos amigos de nuestro propio bebé! Es estúpido...
Pero eso fue exactamente lo que tuvieron que hacer. Les llevó como una hora y, por cierto, el hecho de que, para ese momento, Corderito estuviera tan hambriento como un león y tuviera la sed de un desierto no les facilitó la tarea.
Finalmente, Corderito consintió en permitir que esos desconocidos lo llevaran a casa por turnos, pero se negó a abrazarse a esas personas que acababa de conocer y fue un peso muerto y desesperante para todos. Se agotaron.
—¡Gracias a Dios, estamos en casa! —dijo Jane, y pasó a tropezones por el portón de hierro hacia donde Martha, la niñera, estaba de pie en la puerta del frente tapándose los ojos con la mano para que no los cegara el sol y mirando hacia fuera, inquieta—. ¡Aquí! ¡Toma al bebé!
Martha le arrancó al bebé de los brazos.
—Al menos él está a salvo. Gracias —dijo—. ¿Dónde están los otros y quién cuernos son todos ustedes?
—Somos nosotros, claro está —dijo Robert.
—Y, ¿quiénes somos nosotros? —preguntó Martha con desprecio.
—Te digo que somos nosotros, sólo que hermosos como el día —dijo Cyril—. Yo soy Cyril y ésos son los otros y tenemos mucha pero mucha hambre. Déjanos entrar y no seas tonta.
Martha se limitó a insultar la insolencia de Cyril y trató de cerrarle la puerta en la cara.
—Sé que parecemos diferentes, pero yo soy Anthea y estamos tan cansados y la hora del almuerzo ya pasó hace tanto tiempo...
—Entonces, váyanse a sus casas y a sus almuerzos, sean quienes sean; y si nuestros niños les dijeron que tenían que actuar así, pueden decirles que van a pagar por eso, ¡así ya saben qué esperar! —Con eso, cerró la puerta de un portazo. Cyril hizo sonar el timbre con violencia. No hubo respuesta. Finalmente, la cocinera sacó la cabeza de la ventana de un dormitorio y dijo:
—Si no se van, y bien pero bien rápido, voy a buscar a la policía. —Y cerró la ventana con violencia.
—No funciona —dijo Anthea—. ¡Ay, vámonos, vámonos antes de que nos manden a prisión!
Los niños le dijeron que eso no tenía sentido, y que la ley de Inglaterra no podía mandarte a prisión sólo por ser hermosos como el día, pero de todos modos siguieron a las niñas hacia el camino.
—Vamos a volver a ser nosotros después de la puesta de sol, supongo —dijo Jane.
—No lo sé —dijo Cyril con tristeza—, tal vez no sea así ahora, las cosas cambiaron mucho desde los tiempos de los megaterios.
—Ah —exclamó Anthea de pronto—, tal vez nos convirtamos en piedra al atardecer, como hicieron los megaterios, así que tal vez no quede nada de nosotros para el día siguiente.
Empezó a llorar y también Jane. Todos se pusieron pálidos. Nadie tenía ánimo.
Fue una tarde horrible. No había ninguna casa cerca en la que los niños pudieran pedir un pedazo de pan o un vaso de agua. Tenían miedo de ir a la aldea porque habían visto a Martha ir hacia allá con una canasta y había un policía local. Cierto, eran tan hermosos como el día, pero ése es poco consuelo cuando uno está tan hambriento como un lobo y tiene la sed de una esponja.
Tres veces trataron en vano de hacer que alguien en la casa escuchara la historia y los dejara entrar. Después, Robert fue solo, trató de trepar, entrar por una de las ventanas de atrás y abrirle la puerta a los demás. Pero las ventanas estaban fuera de su alcance y Martha le vació una jarra de agua fría del baño sobre la cabeza desde una ventana más arriba y dijo:
—Vete de una vez, monito mal educado.
Terminaron sentados en fila bajo el tejado, con los pies en una zanja seca, esperando la caída del sol y preguntándose si se convertirían en piedra o solamente cada uno en su propio yo, el de siempre, el natural; cada uno de ellos seguía sintiéndose solo y entre extraños, y trataba de no mirar a los demás porque, aunque las voces seguían siendo las mismas, las caras eran tan radiantes, tan bellas que era irritante mirarlas.
—No creo que vayamos a convertirnos en piedra —dijo Robert, y con eso rompió un silencio desdichado— porque el hada de arena dijo que nos haría cumplir otro deseo mañana y no podría hacerlo si fuéramos de piedra, ¿verdad?
Los otros dijeron:
—No —pero no se sentían consolados.
Otro silencio, más largo y más desdichado, que se quebró con las palabras súbitas de Cyril:
—No quiero asustarlas, niñas, pero creo que ya está empezando. Tengo el pie bastante muerto. Me estoy convirtiendo en piedra, lo sé, y lo mismo les va a pasar a ustedes en un minuto.
—No importa —dijo Robert con amabilidad—, tal vez tú vas a ser el único en convertirse, y el resto de nosotros va a estar bien y vamos a cuidar y querer tu estatua y le vamos a colgar guirnaldas.
Pero resultó que el pie de Cyril estaba dormido por quedarse sentado durante demasiado tiempo con él debajo, y cuando la pierna volvió a la vida en una agonía de alfileres y espinas, los otros estaban bastante enojados.
—¡Asustarnos así por nada! —dijo Anthea.
El tercer silencio, más desdichado que los anteriores, se quebró con la voz de Jane, que dijo:
—Si salimos de esto con vida, tenemos que pedirle al Psamid que haga que los criados no noten nada diferente, tengamos el deseo que tengamos.
Los otros gruñeron. Se sentían demasiado desdichados: ni siquiera querían tomar decisiones.
Finalmente, el hambre y el miedo, la rabia y el cansancio —cuatro cosas muy pero muy feas— se unieron para traer una cosa buena: el sueño. Los niños se quedaron dormidos en fila, con los hermosos ojos cerrados y las hermosas bocas abiertas. Anthea fue la primera que se despertó. El sol se había puesto y llegaba el crepúsculo.
Anthea se pellizcó con mucha fuerza para asegurarse, y cuando descubrió que sentía los pellizcos, decidió que no se había convertido en piedra y entonces pellizcó a los otros. Ellos también eran blandos.
—Despierten —dijo ella; casi lloraba de alegría—, está todo bien, no somos de piedra. Y ay, Cyril, qué lindo y feo que estás, con las pecas de siempre y el pelo castaño y esos ojitos. ¡Y todos los demás también! —agregó para que no se sintieran celosos.
Cuando llegaron a la casa, Martha los retó muchísimo y después, les contó lo de los niños desconocidos.
—Eran muy apuestos, tengo que decir, pero qué insolencia.
—Ya lo sé —dijo Robert, que sabía por experiencia que sería inútil tratar de explicarle las cosas a Martha.
—¿Y dónde cuernos estuvieron ustedes todo este tiempo, niños malos, eh?
—En el patio.
—¿Y por qué no vinieron a casa hace rato, como corresponde?
—No pudimos, por ellos —dijo Anthea.
—¿Quiénes?
—Los niños que eran hermosos como el día. Nos tuvieron allá hasta después de la puesta de sol. No podíamos volver hasta que ellos se fueran. ¡No sabes cómo los odiamos! ¡Ah, danos algo de almorzar, por favor! ¡Tenemos tanta hambre!
—¿Hambre? Me imagino —dijo Martha, enojada—, todo el día afuera, así. Bueno, espero que sea una lección para ustedes, para que no salgan por ahí a encontrarse con niños desconocidos. Ahora, escúchenme bien: si los ven de nuevo, no les hablen, ni una palabra, ni una mirada siquiera, vengan directamente a casa y me lo cuentan. ¡Yo sí que los voy a dejar bien lindos!
—Si alguna vez los vemos de nuevo, te vamos a decir —dijo Anthea, y Robert, con los ojos fijos, cariñosos, sobre el trozo de carne fría que la cocinera había traído en una bandeja, agregó en tono sentido:
—Y nos vamos a cuidar mucho de no verlos de nuevo.
Y desde entonces, nunca lo hicieron.
Cinco niños y eso, de E. Nesbit Título original: Five Children and It. © 2006 Editorial Andrés Bello. Traducción de Márgara Averbach. Ilustraciones de Emiliano Pereyra. Buenos Aires, enero de 2006.
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