domingo, 31 de julio de 2016
9 destinos turísticos prohibidos a mujeres. ¿Vamos?
¿Vamos en masa? ¿Qué harían los monjes del monte Omine, en Japón, si llegáramos 1000 homínidas al mismo tiempo? ¿Reservamos habitación en el hotel Connexion, de Niza, exclusivo para hombres gays? Estas son dos de las anacrónicas ofertas con límite para mujeres. Y hay más. Entre las grandes fanfarronadas está la biblioteca de T.M. Zink. El millonario Mr. Zink dejó un ingreso de 50.000 dólares para que en el año 2005 el dinero acumulado se utilizara, según su deseo, para montar y mantener una biblioteca en cuyos estantes no se expusiera ningún libro cuyo autor fuera mujer, en su catálogo no debía aparecer un solo nombre femenino y a la entrada un letrero advertiría: “No se admiten mujeres”. A su hija le dejó 5 dólares en herencia, a su viuda, 1 dólar. Su hija recurrió a los tribunales y ganó el juicio. La biblioteca sin mujeres que soñó Mr. Zink nunca se construyó y hoy su testamento aparece en las listas de los más ridículos de la historia. Pero hay otros delirios que sí están abiertos al público.
- El monte Omine de Japón. Hay dos fabulosas rutas para llegar a una de las montañas sagradas de Japón, el monte Omine. Una empieza en kimpujinja, en lo alto del monte Yoshino, donde un poste de piedra advierte en japonés: “Prohibido el acceso a las mujeres”. En la cumbre hay un templo budista y allí se espera que los peregrinos observen disciplinas como ser colgados por los talones sobre un risco, para recordarles la fragilidad de su existencia. Para las mujeres, las guías turísticas ofrecen otras excursiones montañeras que bordean la prohibida Omine. En los últimos 1.300 años solo ha sido visitado por hombres. Este monte está declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Irónico, ¿no?
- Un museo Maorí que no puedes visitar si tienes la regla. Una mujer con la menstruación, en lengua Maorí, es tapú (o tabú) y si miran o tocan algún objeto de la cultura Taonga debe caerles un rayo, o alguna maldición parecida. Así que elmuseo Te Papa, de Nueva Zelanda, advierte que está prohibida la entrada a mujeres embarazadas (hapu) o con la regla (wahine). En muchos templos hindúes en diversas partes del mundo hay señales que prohíben la entrada a mujeres si están con la regla. Se basan en la creencia de algunas religiones, como el hinduismo y la Iglesia Ortodoxa Oriental, de que cuando menstruamos somos impuras y, como resultado, non gratas en lugares sagrados.
- Un hotel en Niza, para público gay. El hotel Connexion es exclusivo para hombres. No es “gay friendly”, es estrictamente gay. Un lujo de hotel, con hamacas en las habitaciones por si quieres dormir colgado. Puedes invitar hasta a tres personas a tu habitación individual, pero solo hombres, y en los pasillos ofrecen preservativos gratis.
- El monte Athos, en Grecia. A la “montaña sagrada” de los griegos hay que llegar en ferry, y solo si eres hombres y con un permiso especial. La presencia femenina está prohibida hasta tal punto que tampoco pueden entrar animales de compañía si son hembras. La razón de la prohibición, dicen, es que las mujeres pueden romper el equilibrio espiritual de los monjes ortodoxos.
- Arabia Saudí. Bueno, ser mujer y querer visitar Arabia Saudí es como plantearse un viaje a Plutón. La primera cláusula para que se abran las puertas es ir acompañada de un hombre. Allí, no te estará permitido casi nada, pero lo último que está en los titulares del país es si permitir o no a las mujeres conducir. Este año el Consejo Consultivo aceptó por primera vez en su historia estudiarlo.
- El templo de Haji Ali Dargah, en Mumbai, India. Es uno de los paisajes más llamativos de Mumbai, con un templo dedicado a un santo Sufí del Siglo XV, Pir Ají Ali Bukhari y, dentro, su tumba. En la visita a la tumba es donde las mujeres tienen el límite. El santuario recibe alrededor 20,000 visitas diarias de todas las castas y credos. Pero, de acuerdo con la ley islámica, está prohibido para la mujeres visitar una tumba. En noviembre de 2012 hubo algunas protestas, pero por ahora, el sanctum sanctorum queda fuera del alcance de las mujeres que sí pueden hacer ofrendas, pero a distancia.
- La Atracción Galaxy, en un parque acuático de Baviera, Alemania. La atracción es parte de un complejo acuático con termas y saunas cerca de Munich, y está prohibida a mujeres. Los responsables del centro argumentaron su prohibición porque seis habían sufrido heridas en la zona genital mientras se deslizaban a 50 km/h por la atracción. Una asociación ginecológica alemana puso el grito en el cielo, asegurando que no había ninguna condición fisiológica que impidiera que las mujeres se subieran al Galaxy si se lo pedía el cuerpo, y aseguraron que se trataba de pura discriminación sexista.
- Cafeterías griegas solo para hombres. Se llaman “kafenion” y son cafeterías griegas a las que solo acuden los hombres. A las mujeres no les está permitido sentarse. Qué hacen allí los caballeros: pues jugar al backgammon o tavli, o beber café griego. Todavía quedan algunos kafenion en aldeas y en ciertos rincones de Atenas.
- La playa de Mlimadji, en las Islas Comores. Las autoridades de la ciudad decidieron prohibir la entrada de mujeres a la playa por petición de líderes religiosos. Hasta el año pasado, la asociación cultural Twamaya gestionaba la playa e históricamente había estado abierta para todo el mundo.
Creta, la isla de los gatos
En nuestro viaje por la isla de Creta puede llegar a sorprendernos la cantidad de gatos que pululan a sus anchas por doquier, ora durmiendo plácidamente en el césped de uno de los monasterios más conocidos, en Moni Arkadiou, metiéndose entre las faldas de la sotana de un monje ortodoxo; ora buscando caricias a la entrada del yacimiento de Knossos.
En las ciudades los gatos también pasean con tranquilidad entre los turistas, buscando un bocado debajo de las mesas de los restaurantes de Chania, Rethymo y Herakleion.
En la Creta minoica los gatos y los perros formaban parte de los animales preferidos por la nobleza, y en ocasiones aparecen representados en esculturas y mosaicos.
Además de un carácter muy amistoso que presta a acercarse a ellos, los gatos cretenses son uno de los símbolos que se reproducen en camisetas y postales.
Hoy en día siguen siendo un animal muy apreciado, que la gente alimenta de forma altruista y que gracias al envidiable clima de Creta tiene en las calles un “ecosistema” ideal.
Así que si os cruzáis con alguno de los miles de gatos aprovechad a sacarles fotos que os publicaremos con mucho gusto.
miércoles, 27 de julio de 2016
domingo, 24 de julio de 2016
viernes, 22 de julio de 2016
"Desde ahora te acompañaré a casa" de KJELL ASKILDSEN
—Tampoco te esmeras mucho con los deberes, sales corriendo en cuanto acabas de comer. Por cierto, ¿qué haces en el bosque?
—Pasear, ya te lo he dicho.
—¿Mirando los árboles y escuchando los pájaros?
—¿Y qué tiene eso de malo?
—¿Estás seguro de que eso es lo único que haces?
—¿Qué iba a hacer si no?
—Eso lo sabrás tú mejor que nadie. Y además, no deberías estar siempre solo. Vas a volverte loco.
—¡Entonces deja que me vuelva loco!
—¡No emplees ese tono con tu madre!
—¡Entonces deja que me vuelva loco!
—¡Ten mucho cuidado!
Ella se acercó. Él permaneció quieto. La madre le dio una bofetada en la cara. Él ni se movió.
—Si vuelves a pegarme, blasfemaré —dijo él
—¡No lo harás! —dijo ella y le dio otra bofetada.
—Hostia —dijo él—. Me cago en la hostia. —Lo dijo del modo más tranquilo posible. Luego notó que le salía el llanto, un llanto de rabia, se dio la vuelta y salió disparado. Siguió corriendo cuando se encontró en la calle. No porque tuviera prisa, sino porque la rabia también tenía que ver con sus piernas. Me cago en la hostia, pensó mientras corría. Cuando por fin dejó atrás las casas y tuvo delante el bosque y el páramo, aflojó el paso. Miró el reloj de pulsera que le habían regalado por su decimosexto cumpleaños, iba bien de tiempo. Se merece que me vuelva loco, pensó. Algún día se lo diré. Le diré: Te mereces que me vuelva loco, porque no entiendes nada. No haces más que agobiarme todo el tiempo sin entender nada.
Siguió el sendero bosque adentro. La luz solar caía oblicua entre los troncos. Al ver eso se dijo a sí mismo que, pensándolo bien, el bosque es casi más bonito cuando el sol no brilla. Cuando llueve aún es más bonito. Notó por dentro un cosquilleo de felicidad, porque nunca había pensado en eso. El sol tiene la capacidad de engañar, pensó, y sacó un cuaderno del bolsillo. Entre las páginas había un trozo de lápiz, se detuvo y escribió: «El sol tiene la capacidad de engañar». Así me acordaré, pensó, luego volvió a guardarse el cuaderno en el bolsillo y se sintió feliz. Realmente feliz. Llegó a su destino, se sentó en una piedra y pensó: Si ella no viene hoy, no será porque haya mentido a mi madre. Ni porque haya decidido hacer lo que nunca hasta ahora me he atrevido. Si no viene, será que le han mandado hacer algo y no puede venir. Volvió a sacar el cuaderno. Lo abrió y leyó en voz alta las cosas que había estado pensando en el transcurso del día. «Como chasquidos voluptuosos sus oraciones subieron hacia un Dios imaginario». «Un cenador en el jardín sólo para el placer». «La chica tiene piernas que suben más allá del borde de la falda». Cerró el cuaderno, y sonrió para sus adentros. Algún día, pensó, algún día...
Entonces llegó ella corriendo. Unas veces era rubia y otras morena, según caían sobre ella las sombras y la luz solar. Llevaba una blusa amarilla y unos pantalones marrones. —Me alegro de que hayas venido —dijo él, y ella se sentó a su lado.
—Claro que he venido —contestó ella—. Siempre vengo. ¿Me has echado de menos hoy?
—Sí.
—He venido corriendo casi todo el camino.
Él le puso una mano en el hombro. Ella volvió la cara hacia él, y sus ojos grises le sonrieron antes de cerrarse. Me lo pone muy fácil, pensó él, mientras la besaba.
—Vayamos al sitio donde estuvimos ayer —dijo.
—¿Qué vamos a hacer allí? —preguntó ella sonriendo.
—Ya veremos.
—Dímelo, ¿qué vamos a hacer?
—Lo mismo que ayer.
—Vale.
Siguieron el camino que se adentraba en el bosque. Iban cogidos de la mano, y cuando dejaron el sendero y empezaron a andar por el brezo, ella dijo que en clase de alemán había estado pensando que no solo son los años los que deciden la edad que tienes. Es verdad, dijo él. Y luego pensé que te diría que sería una tontería por tu parte pensar que eres más joven que yo, porque en realidad eres mucho mayor. No me he dado cuenta de eso, dijo él. Solo quería decírtelo, dijo ella. Vale, dijo él, pensando que si ella tenía alguna razón para decirlo, era la de facilitarle las cosas. Eso significa que no va a ser nada difícil, pensó, que los dos queremos lo mismo. Le apretó ligeramente la mano, y ella lo miró, sonriéndole con la boca y con los ojos.
Llegaron al lugar donde habían estado tumbados uno al lado del otro el día anterior. Ahora se sentaron uno enfrente del otro, y él dijo, sin mirarla, ayer al llegar a casa compuse otro poema. Léemelo, le pidió ella. No sé si es bueno, contestó él. Léemelo de todos modos. Está bien, dijo, si me acuerdo. Era incapaz de mirarla.
Es verano, susurró ella,
verano,
y se tumbó en el brezo
dejando que el verano viviera.
Besé sus ojos hasta que se volvieron negros.
Y ella pronunciaba extrañas palabras
sobre momentos de corta duración
sobre lirios que se marchitan
sobre el caballo que se quema las alas
al acercarse demasiado al sol.
Luego ella borró las palabras
con besos caldeados por el sol.
El verano vive.
Ella se tumbó boca arriba, y él se dio cuenta de que lo estaba mirando. Qué poema tan raro, dijo ella, y la manera en la que lo dijo le hizo sentirse feliz. ¿Te ha gustado?, preguntó él. Ven aquí y te contestaré, respondió ella. Él se tumbó de lado con la mano en el hombro de ella y el antebrazo sobre su pecho. Te admiro, dijo ella. Lo miraba mientras lo decía, y él no entendía cómo ella podía decir algo tan grande mirándolo a los ojos. Él llevó la mano hasta el pecho de ella, y ella dijo pero no por eso te dejo arrugarme la blusa. No, dijo él, y empezó a desabrochársela.
—¿Nunca te hartas de mirar? —preguntó ella.
—Nunca hasta ahora he desabrochado esta blusa.
—Es nueva.
—Tiene más botones que ninguna.
Le abrió la blusa. La cogió por los hombros y la levantó para poder pasarle la mano por detrás. Le desabrochó el sujetador y le dijo quiero quitarte la blusa del todo. Ella se limitó a sonreír. Él le quitó la blusa y el sujetador, y los pechos se desparramaron un poco, pero no mucho. Tenía la sensación de que ya había vencido todas las dificultades. Ahora podía mirarla de nuevo a los ojos. ¿Ya estás feliz?, preguntó ella. Sí, respondió él, estoy pensando que ninguna otra cosa puede hacerme tan feliz. Pero hay algo más, y tengo que probarlo.
—Quiero desnudarte por completo —dijo, mirándola a los ojos.
—No debes hacerlo —dijo ella.
—¿Por qué no?
—Porque no y ya está.
—No te haré nada.
—Eso no puedes asegurarlo de antemano.
—Tengo que desnudarte —dijo él—. Si no lo hago ahora, lo haré más tarde, y entonces no será más fácil. Si no me lo permites, me harás mucho daño; he cedido todos los días durante una semana entera, y cada vez me hace más daño.
—Bésame —dijo ella, y él empezó a bajarle la cremallera del pantalón marrón mientras la besaba. Tengo que hacerlo, pensaba, es lo único correcto. Seguía besándola mientras le bajaba los pantalones. Ella se retorcía debajo de él, y él dejó de besarla y la miró a los ojos.
—No te haré daño —dijo—. Si quieres, te prometo que solo miraré.
Le bajó los pantalones hasta las caderas, ella no hizo nada por impedírselo.
—Dime que me quieres —dijo ella.
—Te quiero.
Ella sonrió.
—¿Te parece bonito?
—Sí. Es más bonito que todo lo que he visto en pinturas y estatuas.
—Lo que pasa es que me daba vergüenza —dijo ella—. Era por eso.
—Sí —asintió él.
—Ya no me da vergüenza.
—A mí tampoco.
—Puedes tocarme si quieres.
Él dejó que su mano se deslizara por su vientre y bajara luego por entre sus piernas. —Bésame —dijo ella, y mientras él la besaba, ella le desabrochó y le mostró el camino. Era extraño, cálido y agradable. Ten cuidado, dijo ella, y él permaneció completamente quieto. Pensó estoy haciendo el amor con ella. Este es el mejor día de mi vida, y a partir de ahora todos los días serán los mejores, porque ahora sé qué es lo mejor.
—Ten cuidado —dijo ella.
—Sí —dijo él—. Tendré cuidado. No te haré nada.
—¿Te gusta? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Incluso cuando permaneces quieto?
—Sí —contestó él, un poco asombrado—. Esto es lo que deseaba
. —Yo también.
—Creo que ya nunca voy a desear nada que no conozca.
—¿Vas a echarme de menos?
—Sí —contestó él—. A ti y a esto.
—¿Te parezco muy brusca si te digo que tengo frío? —preguntó ella sonriéndole.
—No —contestó él, y salió con mucho cuidado de ella. Se tumbó boca arriba en el brezo y miró las copas de los árboles. Ya no estaban del todo verdes, y pensó, pronto será otoño y luego invierno.
—¿Qué vamos a hacer cuando llegue el invierno?
—No lo pienses. Aún falta mucho.
—Sí —asintió él, pero no podía dejar de pensar en ello. La miró, ella ya se había puesto toda la ropa menos la blusa.
—¿Quieres que te la abroche? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza. Él contó los botones. Once. Se levantaron y fueron hacia el sendero. Ella dijo ya no tendremos que tener vergüenza nunca más. Así es, dijo él. Tomaron el sendero cogidos de la mano. ¿En qué estás pensando?, preguntó ella. En nada en especial, contestó él. Sí, estás pensando en algo, insistió ella. Dímelo. Estoy pensando que debo haberte parecido muy raro por estarme completamente quieto, dijo él. Seguramente es así para todo el mundo la primera vez, dijo ella. Él la miró, ella no parecía avergonzada. Además te lo pedí yo, dijo ella, por eso lo hiciste. No, pensó él. No fue por eso. No sé por qué lo hice, pero no fue por eso.
—No creo que sea así para todo el mundo —dijo él.
—No pienses en eso —dijo ella.
—Tengo que pensar en eso —dijo él.
—También es culpa mía; te lo pedí porque tenía miedo.
—No es tan sencillo —dijo él—, porque yo prefería que fuera así. —Fue solo porque tú también tenías miedo.
—No tenía miedo.
—Tal vez tenías miedo sin saberlo. A veces pasa.
—Sí —contestó él.
Habían salido ya del bosque, y a ninguno de los dos se les había ocurrido que debían irse a casa cada uno por su lado, como solían hacer.
—Te acompaño hasta tu casa —dijo él.
—¿Crees que debes?
—Sí —contestó él—. Desde ahora te acompañaré a casa.
http://www.lenguadetrapo.com/lectura.php?item=250
La triste historia de "La Venus Negra"
Esta es la historia de Sarah Baartman. Nació a finales del siglo XVIII, en Eastern Cape. Sudáfrica. Este territorio es hoy un paraíso junto al Índico, el nombre de cuyas ciudades evoca el pasado colonial británico: Port Elizabeth, Aberdeen, East London, King William’s Town… Pero cuando Sarah vino al mundo eran losboers quienes dominaban el territorio khoisan. Los habitantes de este territorio se denominaban khoikhoi, aunque los boers preferían referirse a ellos de manera despectiva como hotentotes. La expresión procedía de la palabra neerlandesa hottentot, que significatartamudo, y esa era la percepción que tenían los boers de la lengua que hablaban los khoikhoi. Por supuesto, nunca realizaron el más mínimo esfuerzo por entenderlos. Nelson Mandela, dos siglos más tarde, aprendió afrikáans para poder comunicarse con sus carceleros de Robben Island.
Pronto Sarah quedó huérfana. Inmediatamente fue vendida al comerciante boer Pieter Willem Cesar, quien se la llevó a Cape Town, para hacer de niñera de su hermano. Niñera de profesión, esclava de condición. Pero su destino cambió en 1810. Un médico inglés llamado William Dunlop se encaprichó con Sarah, obsesionado por sus desbordantes nalgas, y logró persuadirla (comprarla) para que lo acompañase a Londres.
La capital británica se estaba preparando para convertirse en la tenebrosa ciudad decimonónica de las novelas de Dickens y los asesinatos de Jack. Y Sarah, a quienes los boers conocían con el diminutivo de Saartjie, conoció pronto la sordidez de los tugurios londinenses. El médico que la arrancó de África se dedicó a exhibirla en los locales de Picadilly. Las nalgas de Sarah fascinaron a la sociedad londinense, que también descubrió con admiración otro detalle de su anatomía: los labios vaginales. Era común entre las africanas del sur, no sólo entre las mujeres khoikhoi, poseer unos labios vaginales extraordinariamente desarrollados, preparados para dar mayor placer sexual al hombre. Técnicamente, este efecto se conoce como sinus pudoris, aunque en la época era más común referirse despectivamente a ello como “delantal hotentote” o “cortina de la vergüenza”.
El espectáculo freak estaba servido y funcionó durante cuatro años, hasta que el público se cansó de ella. En 1814 fue vendida a un domador de fieras francés, que la trasladó a París.
Su penosa exhibición como animal de feria prosiguió en tierras galas. Además, tuvo la desgracia terrible de despertar la curiosidad entre la sociedad científica parisina. El resultado no fue otro, por obra y gracia de un miembro de la Académie des Sciences, que formar parte de una exposición de rarezas botánicas y animales exóticos en el Jardin des Plantes. Pero también los franceses se cansarían rápidamente de la anatomía de Sarah. Demasiado rápido. Su cuerpo ya no servía más como atracción circense, ahora estaría expuesto al uso y abuso de los proxenetas. Prostituta de profesión, esclava de condición.
Tenía 26 años cuando su alma dijo basta. Una infección o la sífilis la condenaron a morir. Antes había sido la jaula, la vergüenza, la befa, el improperio.
Tenía 26 años cuando su alma dijo basta. Una infección o la sífilis la condenaron a morir. Antes había sido la jaula, la vergüenza, la befa, el improperio.
Paradójicamente, la muerte podría haber resultado su salvación, de no haber sido porque la vida siguió urdiendo la implacable humillación contra su cuerpo, contra su memoria, contra su espíritu sin derecho al reposo. La eminente comunidad científica gala no podía desaprovechar la oportunidad. Hicieron un molde de yeso de su cuerpo, le arrancaron el esqueleto, pusieron su cerebro y sus genitales en sendos frascos en formol. Todo ello lo exhibieron con orgullo académico en el Museo de Historia Natural de la capital francesa.
A mediados de los años 90 del siglo XX, el gobierno de Mandela inició los contactos con el estado galo para la reparación inmediata de la infamia y retirar los pedazos de lo que un día fue el cuerpo de Sarah del museo. Las negociaciones se prolongaron durante más de cinco años. Finalmente, en 2002 los restos de Sarah fueron trasladados a Cape Town, en un acto que contó con la multitudinaria participación del pueblo sudafricano. El día 9 de agosto de ese mismo año, en el día de la mujer sudafricana, Sarah Baartman fue enterrada en Hankey, en el área de su localidad natal cerca del Valle del Río Gamtoos. Había sido enterrada 187 años después de su muerte.
A mediados de los años 90 del siglo XX, el gobierno de Mandela inició los contactos con el estado galo para la reparación inmediata de la infamia y retirar los pedazos de lo que un día fue el cuerpo de Sarah del museo. Las negociaciones se prolongaron durante más de cinco años. Finalmente, en 2002 los restos de Sarah fueron trasladados a Cape Town, en un acto que contó con la multitudinaria participación del pueblo sudafricano. El día 9 de agosto de ese mismo año, en el día de la mujer sudafricana, Sarah Baartman fue enterrada en Hankey, en el área de su localidad natal cerca del Valle del Río Gamtoos. Había sido enterrada 187 años después de su muerte.
Durante el funeral, el entonces presidente sudafricano Thabo Mbeki dijo que Sarah representaba “la historia de la pérdida de nuestra antigua libertad… Esta es la historia de nuestra degradación al estatus de meros objetos que podían ser usados y poseídos por otros.”
Aurea mediocritas
Aurea mediocritas ("dorado término medio", o "dorada medianía" o "moderación") es una expresión latina que alude a la pretensión de alcanzar un deseado punto medio entre los extremos; o un estado ideal alejado de cualquier exceso (hybris) mediante la justa medida de los términos opuestos (concordia oppositorum). Está relacionado con el hedonismo epicúreo, basado en conformarse con lo que se tiene y no dejarse llevar por las emociones desproporcionadas. Aparece como tema poético por primera vez en las Odas de Horacio(Carminum II, 10 -"A Licinio"-):
Auream quisquis mediocritatem / diligit, tutus caret obsoleti / sordibus tecti, caret invidenda / sobrius aula.El que se contenta con su dorada medianía / no padece intranquilo las miserias de un techo que se desmorona, / ni habita palacios fastuosos / que provoquen a la envidia.2
Para el pensamiento griego fue esta mediocritas un atributo de la belleza (simetría, proporción y armonía). Parece ser que fue lapitagórica Téano la introductora del concepto, en uno de sus tratados.3 Con anterioridad, el mito de Ícaro lo ejemplificaba: para escapar del Laberinto de Creta, su padre, Dédalo, le fabricó unas alas de plumas pegadas con cera, advirtiéndole que debía volar ni tan alto que el sol derritiera la cera, ni tan bajo que el mar empapase las plumas. El exceso juvenil de Ícaro, que se acercó demasiado al sol, le hizo caer.
El [tópico] más importante es sin duda el de la aurea mediocritas, fundado en la vieja idea griega del "justo medio", que en el Gorgiasplatónico (57 A y ss.) aparece ligado a la justicia, y en Aristóteles (Ética a Nicómaco, VI) a la virtud. Si Aristóteles dio al concepto de "justo medio" su definitiva configuración intelectual (reelaborada por Santo Tomás en el mundo medieval), Horacio fue el que le otorgó identidad literaria. Así aparece en la Oda X del libro segundo de las Odas (Rectius vives, Licini, neque altum) o en las Epistolas, I, XVIII, v. 9 (Virtus est medium uitiorum et utrimque deductum).4
Existen, digámoslo así, dos madres de los sistemas políticos, de los que acertadamente puede decirse nacen los demás: uno llamamos, con razón, monarquía, y al otro, democracia; el máximo exponente del primero es el pueblo persa, y del segundo, nosotros, los atenienses... jamás podría estar bien gobernada una ciudad si no comparte ambos elementos. ... ya que estos estados han sobreestimado más de lo que era debido, el uno, la monarquía, y el otro, la libertad, ninguno de los dos ha logrado el justo término medio, cosa que, en cambio, sí han hecho mejor vuestros dos regímenes, el laconio y el cretense. Los atenienses y los persas, en cierto modo, lo consiguieron hace mucho tiempo, pero hoy su situación es peor.
... para llevar una vida racional, es preciso... que hayamos aprendido a administrar convenientemente nuestros deseos y nuestras pasiones, dándoles la satisfacción "justa", sin pasarnos ni quedarnos cortos. En su respuesta a las demandas del cuerpo y del alma, nuestra parte racional ha de encontrar un equilibrio que consista en algo así como un "punto medio" entre el exceso y el defecto. Frente a la cobardía y la temeridad, hemos de actuar con valentía; frente al despilfarro y la tacañería, hemos de hacerlo con generosidad; frente a la desvergüenza y la timidez, con modestia; frente a la adulación y la mezquindad, con gentileza; etc.Aristóteles identifica la "virtud" (areté) con el "hábito" (héksis) de actuar según el "justo término medio" entre dos actitudes extremas, a las cuales denomina "vicios". De este modo, decimos que el hombre es virtuoso cuando su voluntad ha adquirido el "hábito" de actuar "rectamente", de acuerdo con un "justo término medio" que evite tanto el exceso como el defecto.... la actuación de acuerdo con el "justo término medio" o conforme a la "virtud" requiere de un cierto tipo de sabiduría práctica a la que Aristóteles llama "prudencia" (phrónesis). Sin ésta, nuestra actuación se verá abocada irremisiblemente al exceso o al defecto o, lo que es igual, al "vicio". ... "La virtud (areté) es un hábito [o disposición adquirida] de la voluntad consistente en un termino medio en relación con nosotros; [termino medio] que es determinado racionalmente por una regla recta (órthos lógos), aquella por medio de la cual lo determinaría un hombre dotado de sabiduría práctica" (phrónimos)El texto entrecomillado, Ética a Nicómaco, II, 6, 1106b 3-6.6
En castellano es habitual citar el tópico con la expresión "en el término medio está la virtud".
... las virtudes morales son un equilibrio entre dos extremos igualmente perniciosos: el exceso o el defecto. Generalmente se dice que "en el término medio está la virtud"; el origen de esta frase es aristotélico pero, a veces, se tuerce el sentido asimilando "término medio" a "mediocridad", falseando el pensamiento de Aristóteles.7
Semejante es el ΜΗΔΕΝ ΑΓΑΝ (Μηδέν άγαν -medén ágan- "nada en demasía", "nada en exceso") que figura entre las máximas inscritas en el pronaos del templo de Apolo en Delfos.8 Su traducción latina sería Ne quid nimis, que se atribuye a Terencio.9
El significado en castellano de la palabra "mediocridad" (derivada de la latina mediocritas) es "cualidad de mediocre", y el de ésta (que deriva de la latina mediocris) es "de calidad media" o "de poco mérito, tirando a malo";10 en una evolución despectiva del uso que también se dio en otras lenguas11 y que es similar al de otras palabras, como "regular".
En el confucianismo chino existe una semejante doctrina de la medianía (中庸, zhōng yōng); y en el budismo el llamado camino medio (madhyamā-pratipad). En la filosofía judía medieval fue Maimónides quien desarrolló el concepto (שביל הזהב , דרך האמצע).12
jueves, 21 de julio de 2016
En sus poéticos “lais”, María de Francia alcanza una de las cimas de la literatura del siglo XII.
Una colección de relatos breves, escritos en verso, como se hacía en una época en que el soporte material (en primer lugar, la tablilla de cera) dictaba sobriedad a la expresión escrita, firmada por una mujer de enigmática identidad, concentra todo el misterio, la belleza y el carácter ancestral de los cuentos maravillosos y las historias de hadas de la Edad Media. Son los doce Lais de María de Francia, una obra profundamente representativa de la literatura de su tiempo, que respira frescura de sentimientos, espontaneidad y sinceridad por todos sus versos octosílabos.
De la vida de la escritora apenas conocemos nombre y lugar de origen. Ella misma nos lo dice en un verso de iluminada sencillez: Marie ai nun, si sui de France (“Me llamo María y soy de Francia”). Lo cual nos hace pensar que venía, sí, del reino de Francia, pero vivía en tierra extranjera: sin duda en Inglaterra, y más en concreto en la corte de Enrique II Plantagenet (1154-1189), seguramente el “noble rey” a quien dedica sus Lais. Así, en esa corte se afanaría en escribir cuentos como Lanval, durante la segunda mitad del siglo XII y en la variedad anglonormanda del antiguo francés.
Las tres obras que de ella se conservan revelan que era una mujer de amplia cultura latina, estaba atenta a varias direcciones de la incipiente literatura románica, pero en nuestros relatos se muestra particularmente sensible a la tradición de las leyendas y los mitos del folclor celta.
Los Lais, según nos dice, nacen de la intención de narrar algunas de las aventuras memorables que María había escuchado a los juglares, y la fuente en que la escritora se inspira para sus relatos pertenece a una materia oral y legendaria: el lai o composición musical interpretada con el arpa o la rota, del género que divulgaban los cantores de Bretaña. En todo caso, la atmósfera bretona, los elementos fantásticos de ese mundo que a menudo se identifica con el del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, conviven en armonía con unaestilizada versión de la sociedad aristocrática, que es el ambiente natural de todos los protagonistas.
Si algo marca el destino de la aventura que vive cada uno de ellos es el amor, un amor que ha de sostener batallas muy diversas: exilios forzados, soledades a causa de oscuras venganzas, nacimientos ilegítimos que hay que esconder... Es un amor que María entiende como sentimiento sincero y espontáneo entre dos seres hechos para amarse, que, por ejemplo, un marido celoso y viejo contraría (Guigemar, Yonec), pero que se muestra indisoluble, igual que las ramas de la madreselva y el avellano que no pueden separarse sin morir (Chèvrefeuille). Es ese sentimiento todopoderoso, que en Lanval se convierte en símbolo de fidelidad eterna, el verdadero leit-motiv de los versos de María de Francia.
Gema Vallín, Profesora de Filología Románica
Lais de María de Francia
Guigemar y la cierva blanca
En la espesura de un gran matorral vio una cierva y su cervatillo. Era un animal enteramente blanco y tenía en la cabeza astas de venado. Con los ladridos del braco dio un salto, y Guigemar tendió el arco y le lanzó una flecha. La hirió por delante, en la testuz, y la cierva se desplomó al instante, pero la flecha salió con fuerza hacia atrás y se le clavó a Guigemar en el muslo, alcanzando incluso al caballo, de tal forma que tuvo que apearse y cayó al suelo sobre la hierba tupida, junto a la cierva que había derribado. La cierva, que estaba malherida, sufría y se lamentaba. Después habló así:
—¡Desgraciada de mí, muerta soy! Y tú, vasallo, que me has herido, que tu suerte sea tal que jamás tengas cura, ni con hierbas ni con raíces (Guigemar, 96-97).
Guigemar y la nave maravillosa
En el puerto había una sola nave. [¼] Subió a bordo. Pensó que dentro iba a encontrar a los hombres que guardaban la embarcación, pero no había nadie y a nadie vio. En medio de la nave encontró un lecho cuyas patas y largueros eran de oro grabado según el arte de Salomón y que tenía incrustaciones de ciprés y de blanco marfil. La colcha que la cubría era de una seda entretejida de oro. [¼] Guigemar estaba muy maravillado por todo esto, se recostó sobre el lecho y descansó, pues le dolía la herida; después se levantó y quería marcharse, pero no pudo volver atrás: la nave estaba en alta mar y se iba con él rauda (Guigemar, 99-100).
Los dos enamorados y el bebedizo
Le quería dar el bebedizo, pero él no pudo hablar. Así murió, tal como os digo. Ella lo lloró con grandes gritos y después derramó y esparció el contenido del frasco en que estaba el bebedizo. El monte quedó rociado de él, y el país y la comarca se beneficiaron con esto, pues después se encontraron allí muchas hierbas medicinales que habían echado raíz a causa del bebedizo (Los dos enamorados, 226-7).
Yonec
Cuando se hubo lamentado así, distinguió a través de una estrecha ventana la sombra de un gran pájaro. Ella ignoraba qué podía ser aquello. Entró volando en la habitación, llevaba unas ligaduras en las patas y parecía un azor de cinco o seis mudas. Se posó junto a la dueña y, cuando hubo permanecido allí un momento y ella lo hubo mirado bien, se convirtió en un caballero apuesto y gentil. La dueña pensó que era un milagro, le dio un vuelco el corazón y se estremeció; tenía mucho miedo y se cubrió el rostro (Yonec, 234).
Amor e igualdad social
Además, el amor entre nosotros sería desigual, y como vos sois un rey poderoso y mi señor depende de vos, me temo que creeríais que tenéis derechos sobre mí. El amor no es bueno si no es igual. Es preferible un hombre pobre y leal, si hay en él juicio y valor; más felicidad procura su amor que el del príncipe o rey que no abriga lealtad. El que tiene un amor más elevado de lo que le permite su rango, sospecha de todo, en tanto que el hombre poderoso está seguro que nadie le quitará a su amiga, que él quiere amar como por derecho (Equitán, 138).
Amor y fidelidad
El amor es una herida dentro del corazón y no se manifiesta en absoluto fuera. Es enfermedad que dura largo tiempo, porque procede de Naturaleza. Muchos lo toman a broma, como los malvados cortesanos, que van por el mundo cortejando a las mujeres y después se jactan de lo que han hecho, pero esto no es amor, sino locura, maldad y libertinaje. El que puede encontrar un amor leal debe servirlo y amarlo mucho y someterse a su voluntad (Guigemar, 113).
—Amigo, prometédmelo. Entregadme vuestra camisa, os haré un nudo en el faldón, y os doy permiso para amar a la que sepa desatarlo, dondequiera que esto sea (Guigemar, 117).
Mostraba gran dolor por la marcha de su marido, pero él le aseguró que le sería fiel, y con esto se separó de ella (Eliduc, 306).
Quería mantener ahora su fidelidad, pero no podía por menos de amar a la doncella, a Guilliadun, que tan bella era, y deseaba verla, hablarle, besarla y abrazarla. Mas no solicitaría amor, que le redundase en deshonra, tanto porque debía serle fiel a su mujer, como porque estaba al servicio del Rey (Eliduc, 324).
Prendas de amor
—Señora –dijo [el chambelán]-, puesto que lo amáis, enviadle un mensajero, y mandadle un cinturón, un lazo o un anillo, pues le será grato. Si lo recibe de buen grado y se muestra gozoso por el envío, estad segura de su amor. ¡No hay bajo el cielo emperador que no debiese estar muy alegre si vos os dignaseis amarlo! (Eliduc, 319).
Le colgaréis del cuello vuestro anillo, y yo le mandaré un mensaje donde estará escrito el nombre de su padre y la historia de su madre (Milón, 265).
Milón admiró el gesto y montó, y cuando aquél le entregó el caballo reconoció en su dedo el anillo (Milón, 281).
Amor oculto
—Amigo –dijo ella-, ahora debo advertiros una cosa: os ruego y os recomiendo que no descubráis esto a nadie. Os diré cuáles serían las consecuencias: si este amor viniese a conocerse me perderíais para siempre. Nunca más me podríais ver ni poseerme (Lanval, 193).
Amor curativo
Ni físico ni poción te podrán sanar de la herida que tienes en el muslo, hasta que te cure aquella que sufrirá por tu amor tan gran pena y dolor como nunca sufrió mujer alguna; y tú, por tu parte, pasarás otro tanto por ella (Guigemar, 97).
El caballero se quedó solo. Estaba pensativo y angustiado, no sabía aún a qué era debido, pero se daba cuenta claramente de que, si no era curado por la dueña, su muerte era cierta y segura (Guigemar, 109).
ed. A.-Mª Holzbacher, Sirmio
MARIA DE FRANCIA
http://jose.navarro.eresmas.net/lais.html
"Los dos amantes" de María de Francia
Sucedió antaño en Normandía una aventura muy famosa de dos jóvenes que se amaron y murieron víctimas de su amor. Los bretones los recordaron en un lai que tuvo por título Los dos amantes.
Fuera de toda duda está que en Neustria, que nosotros llamamos Normandía, hay una montaña maravillosamente alta. En su cumbre yacen los dos jóvenes. En un lugar al pie de esta montaña, un rey, señor de los pitrenses, tras haber reflexionado y con muy buen acuerdo, hizo construir una ciudad. Tomó ésta el nombre de Pitres, en recuerdo de sus pobladores, y ese nombre se ha conservado hasta hoy; aún existen la ciudad y las casas. Bien conocemos la comarca que se llama Valle de Pitres.
El rey tenía una bella hija, doncella muy cortés. No tenía más hijo ni hija. Fue pretendida por nobles caballeros, que mucho hubieran dado por conseguirla. Pero el rey no quería entregarla, pues no podía vivir sin ella ni prescindir de su compañía: día y noche estaba a su lado. La pequeña le consolaba de la pérdida de la reina. Muchos le criticaban por ello; hasta los suyos se lo censuraban.
Cuando el rumor adverso se generalizó, al rey le pesó mucho, y sintió gran tristeza. Comenzó entonces a pensar en cómo podría salir airoso del trance sin entregar a su hija. Para ello, hizo público en todas partes que quien pretendiese desposarla habría de cumplir un requisito: era decisión inquebrantable del monarca que debería llevarla en brazos hasta la cumbre del monte cercano a la ciudad, sin pararse a tomar aliento.
Cuando la nueva fue conocida y difundida por la comarca, muchísimos lo intentaron y no obtuvieron nada a cambio. Alguno hubo que, en su esfuerzo, alcanzó a subirla hasta la mitad del monte, pero no podían llegar más lejos; les era imposible continuar con su preciosa carga entre los brazos. Largo tiempo permaneció así la doncella, sin que nadie intentase solicitarla.
En la comarca había un doncel, gentil y bello, hijo de un conde. Se esforzaba en cosas difíciles, con ánimos de sobresalir. A menudo habitaba en la corte del rey, y llegó a enamorarse de su hija. Muchas veces le suplicó que lo amase y le concediese su amor. Como era esforzado y cortés, y el rey lo tenía en gran estima, ella le otorgó su amor, y él se lo agradeció humildemente. Hablaban juntos con frecuencia y se querían con lealtad, y hacían lo posible por no ser descubiertos. Esto último les pesaba sobremanera, pero el joven pensaba que más valía sufrir estas molestias que precipitarse y echarlo todo a perder. Amarga era, sin embargo, para él esta situación.
Mas ocurrió que en cierta ocasión llegó el doncel, tan sabio y bello, hasta su amiga. Le hizo partícipe de sus pesares y, dolorosamente, le pidió que se fuese con él; no podía resistir más. Si la pedía a su padre, sabía bien que éste la quería tanto que no se la concedería, a no ser que la subiese antes en brazos hasta la cumbre de la montaña.
La doncella le respondió:
-Amigo, bien sé que no podríais llevarme, no sois ni mucho menos tan vigoroso. Si me fuese con vos, mi padre sentiría tanta cólera como dolor, y su vida no sería sino un martirio. Siento por él un cariño tan grande que no quisiera enojarlo. Debéis tomar otra decisión, pues de ésta no quiero ni oír hablar. Tengo una tía en Salerno, mujer rica, de elevadas rentas. Hace más de treinta años que habita allí. Ha practicado tanto el arte de la física que es muy experta en medicinas y conoce numerosas hierbas y raíces. Si vos quisieseis ir a verla, llevarle cartas de mi parte y darle cuenta de vuestra aventura, ella procuraría poner remedio. Os dará tales electuarios y os proporcionará tales bebedizos que os reconfortarán por completo y os proveerán de gran vigor. Cuando volváis a esta región, me solicitaréis a mi padre. Os considerará muy niño aún, y os dirá lo anunciado: que no me entregará a ningún hombre, si no lleva a cabo la hazaña de transportarme en brazos hasta el monte sin descansar. Aceptad esta condición, pues no hay otro remedio.
El doncel escuchó atentamente el consejo de la doncella. Muy alegre está, y agradecido. Después pide a su amiga licencia para partir, y se encamina hacia su casa.
Allí se provee a toda prisa de ricos paños y dineros, de caballos y palafrenes. Consigo se ha llevado a sus hombres más dignos de confianza. Parte, llega a Salerno y, una vez allí, va a visitar a la tía de su amiga. De su parte le da un mensaje escrito. Cuando la dama de Salerno lo ha leído de cabo a rabo, lo retiene a su lado hasta conocer por extenso su situación. Luego, fuerzas le da con sus medicinas, y le suministra un brebaje tal que jamás estará tan agotado y abatido que no pueda refrescarse todo el cuerpo, las venas y los huesos, y que no recobre todo el vigor, tan pronto como lo haya bebido. Él guarda el bebedizo en un pequeño frasco y se lo lleva a su país.
A su regreso, el doncel, alegre y contento, no se detuvo en sus tierras. Fue directamente a pedir al rey la mano de su hija: tomaría a ésta en brazos y la trasladaría hasta la cumbre de la montaña. El rey no le ocultó en modo alguno que lo tenía por gran locura, porque era demasiado joven. ¡Tantos valientes y sabios varones lo habían intentado sin conseguirlo! Por fin, le fija un día para la prueba. Llama a sus hombres y a sus amigos, a cuantos puede encontrar. De todas partes vienen gentes para ver a la joven y al doncel que ha emprendido la aventura de llevarla hasta lo alto del monte. La doncella, mientras tanto, se prepara; se priva de alimentos, ayuna para adelgazar y hacerse más ligera, con el fin de ayudar a su amigo.
El día señalado, el doncel llegó antes que nadie, y no olvidó el brebaje mágico. Por su parte, el rey condujo a su hija a la pradera, junto al Sena, donde una inmensa muchedumbre se había congregado. La doncella no viste sino una túnica. El joven la coge entre sus brazos y le entrega la botellita con todo su preciado líquido. Él piensa que no va a traicionarle tan milagrosa pócima, pero yo temo que le vaya a servir de muy poco, pues no hay en él mesura alguna.
Parte velozmente con ella, y sube la pendiente hasta la mitad. Por lo alegre que está de tenerla en sus brazos, no se acuerda del bebedizo. Ella le va viendo cansado.
-Amigo -dice-, bebed, os lo ruego. Sé bien que os halláis fatigado. ¡Renovad vuestro vigor!
El doncel le responde:
-Bella, siento mi corazón fuerte como al empezar. Por nada del mundo me detendré el tiempo necesario para beber, mientras pueda dar tres pasos más. La multitud nos gritaría, y su clamor acabaría por aturdirme; no tardaría mucho en verme turbado. Por eso no quiero detenerme.
Cuando llevaban subidos los dos tercios de la pendiente, por poco se caen. La doncella le ruega sin cesar:
-Amigo, ¡bebed vuestra medicina!
Pero él no quiere hacerle caso. Con gran angustia continúa la marcha, hasta que al final llega a la cumbre del monte. Pero tan agotado está que allí cae, para no levantarse más: el corazón le ha estallado dentro del pecho. La doncella mira a su amigo, piensa que ha sufrido un desmayo. Se arrodilla a su lado, intenta darle el brebaje. Pero él ya no podía responderle. Así, tal como os lo digo, murió. Ella llora a grandes gritos. Después arroja y hace añicos el frasco que contenía el bebedizo. El líquido se esparce y riega la montaña. Toda la comarca se tornó fértil. Muchas buenas hierbas crecieron por efecto del brebaje.
Ahora os hablaré de la doncella. Nunca tuvo un dolor tan grande como la pérdida de su amigo. A su lado se acuesta, entre sus brazos le retiene y aprieta, de continuo le besa ojos y boca. El duelo le quebranta el corazón. Y allí murió la doncella, la que era tan discreta, sabia y hermosa.
El rey y cuantos esperaban, viendo que no volvían, siguen su pista hasta encontrarlos. A la vista de los cadáveres, el rey cae en tierra, desvanecido. Cuando puede hablar, muestra signos de gran duelo, igual que todos los demás. Tres días los dejaron sobre la tierra. Luego buscaron un sarcófago de mármol, y allí depositaron a ambos jóvenes. El entierro tuvo lugar en la misma cumbre de la colina. Después, todos volvieron a sus casas.
Por la aventura de los jóvenes recibe la montaña el nombre de «Los dos amantes». Todo ocurrió como os he dicho. Los bretones hicieron de ello un lai.
Fuera de toda duda está que en Neustria, que nosotros llamamos Normandía, hay una montaña maravillosamente alta. En su cumbre yacen los dos jóvenes. En un lugar al pie de esta montaña, un rey, señor de los pitrenses, tras haber reflexionado y con muy buen acuerdo, hizo construir una ciudad. Tomó ésta el nombre de Pitres, en recuerdo de sus pobladores, y ese nombre se ha conservado hasta hoy; aún existen la ciudad y las casas. Bien conocemos la comarca que se llama Valle de Pitres.
El rey tenía una bella hija, doncella muy cortés. No tenía más hijo ni hija. Fue pretendida por nobles caballeros, que mucho hubieran dado por conseguirla. Pero el rey no quería entregarla, pues no podía vivir sin ella ni prescindir de su compañía: día y noche estaba a su lado. La pequeña le consolaba de la pérdida de la reina. Muchos le criticaban por ello; hasta los suyos se lo censuraban.
Cuando el rumor adverso se generalizó, al rey le pesó mucho, y sintió gran tristeza. Comenzó entonces a pensar en cómo podría salir airoso del trance sin entregar a su hija. Para ello, hizo público en todas partes que quien pretendiese desposarla habría de cumplir un requisito: era decisión inquebrantable del monarca que debería llevarla en brazos hasta la cumbre del monte cercano a la ciudad, sin pararse a tomar aliento.
Cuando la nueva fue conocida y difundida por la comarca, muchísimos lo intentaron y no obtuvieron nada a cambio. Alguno hubo que, en su esfuerzo, alcanzó a subirla hasta la mitad del monte, pero no podían llegar más lejos; les era imposible continuar con su preciosa carga entre los brazos. Largo tiempo permaneció así la doncella, sin que nadie intentase solicitarla.
En la comarca había un doncel, gentil y bello, hijo de un conde. Se esforzaba en cosas difíciles, con ánimos de sobresalir. A menudo habitaba en la corte del rey, y llegó a enamorarse de su hija. Muchas veces le suplicó que lo amase y le concediese su amor. Como era esforzado y cortés, y el rey lo tenía en gran estima, ella le otorgó su amor, y él se lo agradeció humildemente. Hablaban juntos con frecuencia y se querían con lealtad, y hacían lo posible por no ser descubiertos. Esto último les pesaba sobremanera, pero el joven pensaba que más valía sufrir estas molestias que precipitarse y echarlo todo a perder. Amarga era, sin embargo, para él esta situación.
Mas ocurrió que en cierta ocasión llegó el doncel, tan sabio y bello, hasta su amiga. Le hizo partícipe de sus pesares y, dolorosamente, le pidió que se fuese con él; no podía resistir más. Si la pedía a su padre, sabía bien que éste la quería tanto que no se la concedería, a no ser que la subiese antes en brazos hasta la cumbre de la montaña.
La doncella le respondió:
-Amigo, bien sé que no podríais llevarme, no sois ni mucho menos tan vigoroso. Si me fuese con vos, mi padre sentiría tanta cólera como dolor, y su vida no sería sino un martirio. Siento por él un cariño tan grande que no quisiera enojarlo. Debéis tomar otra decisión, pues de ésta no quiero ni oír hablar. Tengo una tía en Salerno, mujer rica, de elevadas rentas. Hace más de treinta años que habita allí. Ha practicado tanto el arte de la física que es muy experta en medicinas y conoce numerosas hierbas y raíces. Si vos quisieseis ir a verla, llevarle cartas de mi parte y darle cuenta de vuestra aventura, ella procuraría poner remedio. Os dará tales electuarios y os proporcionará tales bebedizos que os reconfortarán por completo y os proveerán de gran vigor. Cuando volváis a esta región, me solicitaréis a mi padre. Os considerará muy niño aún, y os dirá lo anunciado: que no me entregará a ningún hombre, si no lleva a cabo la hazaña de transportarme en brazos hasta el monte sin descansar. Aceptad esta condición, pues no hay otro remedio.
El doncel escuchó atentamente el consejo de la doncella. Muy alegre está, y agradecido. Después pide a su amiga licencia para partir, y se encamina hacia su casa.
Allí se provee a toda prisa de ricos paños y dineros, de caballos y palafrenes. Consigo se ha llevado a sus hombres más dignos de confianza. Parte, llega a Salerno y, una vez allí, va a visitar a la tía de su amiga. De su parte le da un mensaje escrito. Cuando la dama de Salerno lo ha leído de cabo a rabo, lo retiene a su lado hasta conocer por extenso su situación. Luego, fuerzas le da con sus medicinas, y le suministra un brebaje tal que jamás estará tan agotado y abatido que no pueda refrescarse todo el cuerpo, las venas y los huesos, y que no recobre todo el vigor, tan pronto como lo haya bebido. Él guarda el bebedizo en un pequeño frasco y se lo lleva a su país.
A su regreso, el doncel, alegre y contento, no se detuvo en sus tierras. Fue directamente a pedir al rey la mano de su hija: tomaría a ésta en brazos y la trasladaría hasta la cumbre de la montaña. El rey no le ocultó en modo alguno que lo tenía por gran locura, porque era demasiado joven. ¡Tantos valientes y sabios varones lo habían intentado sin conseguirlo! Por fin, le fija un día para la prueba. Llama a sus hombres y a sus amigos, a cuantos puede encontrar. De todas partes vienen gentes para ver a la joven y al doncel que ha emprendido la aventura de llevarla hasta lo alto del monte. La doncella, mientras tanto, se prepara; se priva de alimentos, ayuna para adelgazar y hacerse más ligera, con el fin de ayudar a su amigo.
El día señalado, el doncel llegó antes que nadie, y no olvidó el brebaje mágico. Por su parte, el rey condujo a su hija a la pradera, junto al Sena, donde una inmensa muchedumbre se había congregado. La doncella no viste sino una túnica. El joven la coge entre sus brazos y le entrega la botellita con todo su preciado líquido. Él piensa que no va a traicionarle tan milagrosa pócima, pero yo temo que le vaya a servir de muy poco, pues no hay en él mesura alguna.
Parte velozmente con ella, y sube la pendiente hasta la mitad. Por lo alegre que está de tenerla en sus brazos, no se acuerda del bebedizo. Ella le va viendo cansado.
-Amigo -dice-, bebed, os lo ruego. Sé bien que os halláis fatigado. ¡Renovad vuestro vigor!
El doncel le responde:
-Bella, siento mi corazón fuerte como al empezar. Por nada del mundo me detendré el tiempo necesario para beber, mientras pueda dar tres pasos más. La multitud nos gritaría, y su clamor acabaría por aturdirme; no tardaría mucho en verme turbado. Por eso no quiero detenerme.
Cuando llevaban subidos los dos tercios de la pendiente, por poco se caen. La doncella le ruega sin cesar:
-Amigo, ¡bebed vuestra medicina!
Pero él no quiere hacerle caso. Con gran angustia continúa la marcha, hasta que al final llega a la cumbre del monte. Pero tan agotado está que allí cae, para no levantarse más: el corazón le ha estallado dentro del pecho. La doncella mira a su amigo, piensa que ha sufrido un desmayo. Se arrodilla a su lado, intenta darle el brebaje. Pero él ya no podía responderle. Así, tal como os lo digo, murió. Ella llora a grandes gritos. Después arroja y hace añicos el frasco que contenía el bebedizo. El líquido se esparce y riega la montaña. Toda la comarca se tornó fértil. Muchas buenas hierbas crecieron por efecto del brebaje.
Ahora os hablaré de la doncella. Nunca tuvo un dolor tan grande como la pérdida de su amigo. A su lado se acuesta, entre sus brazos le retiene y aprieta, de continuo le besa ojos y boca. El duelo le quebranta el corazón. Y allí murió la doncella, la que era tan discreta, sabia y hermosa.
El rey y cuantos esperaban, viendo que no volvían, siguen su pista hasta encontrarlos. A la vista de los cadáveres, el rey cae en tierra, desvanecido. Cuando puede hablar, muestra signos de gran duelo, igual que todos los demás. Tres días los dejaron sobre la tierra. Luego buscaron un sarcófago de mármol, y allí depositaron a ambos jóvenes. El entierro tuvo lugar en la misma cumbre de la colina. Después, todos volvieron a sus casas.
Por la aventura de los jóvenes recibe la montaña el nombre de «Los dos amantes». Todo ocurrió como os he dicho. Los bretones hicieron de ello un lai.
FIN
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