lunes, 10 de abril de 2017

MI DISCURSO A LOS GRADUADOS / Woody Allen


Más que en ninguna otra época de la historia, la humanidad se halla ante una encrucijada. De los dos caminos a tomar, uno conduce al desaliento y a la desesperanza más absoluta. Y el otro a la total extinción. Roguemos al cielo sabiduría para elegir lo que más nos conviene. No inspira mis palabras la futilidad, dicho sea de paso, sino un frenético convencimiento en el absurdo irremediable de la existencia, que podría fácilmente parecer pesimismo. No se trata de eso. Se trata, sencillamente, de una sana preocupación ante el trance por el que atraviesa el hombre moderno. (Quede aquí definido el hombre moderno como toda persona nacida después del edicto de Nietzsche "Dios ha muerto", y antes del éxito pop "I Wanna Hold Your Hand"") Tal "trance" puede enunciarse de una manera o de otra, si bien ciertos filósofos del lenguaje prefieren reducirlo a una ecuación matemática, fácil no ya de resolver sino de llevar en la cartera.
     Planteado en su forma más sencilla, el problema es: ¿Cómo es posible que tenga sentido un mundo finito que viene determinado por las medidas de mi cintura y cuello? Esta cuestión se hace particularmente ardua cuando vemos que la ciencia nos ha burlado. Cierto, ha vencido muchas enfermedades, ha roto el código genético, hasta ha enviado seres humanos a la Luna, pero si metemos a un hombre de ochenta años en un dormitorio con dos camareritas de dieciocho, nada ocurrirá. Porque los problemas auténticos no cambian. A fin de cuentas, ¿podemos escrutar el alma humana a través de un microscopio? Tal vez, pero en todo caso será ineludible emplear uno de ésos que son muy caros y tiene dos oculares. Sabemos que la computadora más avanzada del mundo no tiene un cerebro tan complejo como el de una hormiga. Cierto, lo mismo podríamos decir de la mayoría de nuestros parientes, pero no hemos de soportarles más que en las bodas o las grandes ocasiones. En todo momento dependemos de la ciencia. Si noto un dolor en el pecho, he de hacerme una radiografía. Pero ¿y si la radiación de los rayos X me crea un problema mayor? Supongamos que me tienen que operar. Y supongamos que mientras me dan oxígeno, a un interno se le ocurre encender un cigarrillo. La próxima cosa que ocurriría es que yo saldría proyectado en pijama sobre las torres de la Bolsa. ¿Para eso sirve la ciencia? Cierto,  la ciencia nos ha enseñado cómo pasteurizar el queso. Lo cual puede ser divertido en compañía femenina, también es cierto. Pero ¿y qué pasa con la bomba H? ¿Habéis visto alguna vez lo que ocurre cuando una de esas cosas se cae al suelo accidentalmente? ¿Y dónde queda la ciencia cuando uno se interroga sobre los enigmas eternos? ¿Cómo se originó el cosmos? ¿Lleva en danza mucho tiempo? ¿Se formó la materia con una explosión o por la palabra de Dios? Y de ser este último el caso, ¿por qué no puso Él manos a la obra un par de semanas antes, cuando el clima era más templado? ¿Qué queremos dar a entender exactamente al decir "el hombre es moral"? A todas luces no se trata de un cumplido.
     También la religión se ha olvidado de nosotros, por desgracia. Miguel de Unamuno escribe gozosamente sobre "la eterna persistencia del conocimiento", pero no es esto proeza fácil. Sobre todo cuando se lee a Thackeray. Pienso con frecuencia en lo cómoda que debía de ser la vida para el hombre primitivo, gracias a su fe ciega en un Creador todopoderoso y benevolente que veía por sus criaturas. Imaginad su desilusión al ver cómo su mujer se ponía hecha una vaca. El hombre contemporáneo carece de esa paz interior, desde luego. Se descubre sumido en plena crisis de fe. Se halla, como decimos elegantemente, "alienado". Ha visto los desastres de la guerra, ha padecido las catástrofes naturales, ha visitado los bares de enrrolle. Mi buen amigo Jacques Monod solía referirse a la aleatoriedad del cosmos. Estaba convencido de que todo en la existencia ocurría por azar con la posible excepción de su desayuno, el cual atribuía con toda certeza a una iniciativa de su ama de llaves. La fe espontánea en una divina inteligencia inspira tranquilidad. Pero ello no nos libera de nuestras responsabilidades humanas. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Si. En lo que a mi respecta, detalle interesante, comparto tal honor con el zoológico de Prospect Park. Al sentirnos, pues, privados de dioses, hemos convertido a la tecnología en Dios. Pero ¿puede la tecnología constituir la respuesta válida cuando un Buick nuevo, con mi fiel colega Nat Zipsky al volante, embiste la vitrina de un Wimpy, obligando a cientos de clientes a dispersarse? Mi tostadora no ha funcionado bien una sola vez en cuatro años. Según las instrucciones,  meto dos rebanadas de pan en las ranuras, y salen disparadas segundos después. En cierta ocasión le fracturaron la nariz a una mujer que yo quería entrañablemente. ¿Confiamos en las clavijas, los tornillos y la electricidad para resolver nuestros problemas? Sí, el teléfono es una gran cosa —y la nevera— y el aire acondicionado. Pero no todos los acondicionadores de aire. El de mi hermana Henny no, por ejemplo. Hace mucho ruido, pero no enfría. Cuando llega el técnico para arreglarlo, aún es peor. O ocurre eso o le recomienda que se compre uno nuevo. Si mi hermana protesta, él responde que no vuelva a molestarse en llamarle. He aquí un hombre en verdad alienado. Y no sólo está alienado, sino que no puede dejar de sonreir.
     El conflicto radica en que nuestros líderes no nos han preparado para una sociedad mecanizada. Lamentablemente, nuestros hombres políticos o son incompetentes, o son corruptos. Y a veces las dos cosas en el mismo día. El gobierno permanece insensible ante las necesidades de los humildes. Después de las cinco, es rarísimo que nuestro hombre en el Congreso se ponga al teléfono. Y no pretendo negar que la democracia permanezca como la mejor de las formas de gobierno. Las democracias, al menos, defienden la libertad individual. Ningún ciudadano puede, injustificadamente, ser torturado, encarcelado o forzado a presenciar ciertos espectáculos de Broadway. Son derechos que en la Unión Soviética aún se está lejos de conseguir. De acuerdo con el totalitarismo, por el simple hecho de ser sorprendida silbando, una persona puede verse condenada a treinta años de trabajos forzados. Y si a los quince no ha dejado de silbar, es pasada por las armas. A esa manifestación brutal de fascismo hay que unir su homóloga, el terrorismo. En ninguna otra época de la historia ha sido tan aguda en el hombre la prevención de trinchar la chuleta de ternera, por temor a que explote. La violencia engrendra violencia y los pronósticos coinciden en afirmar que hacia 1990 el secuestro será la fórmula imperante de relación social. El exceso de población será causa de que el problema más sencillo tenga consecuencias gravísimas. Las cifras indican que hay ya en el planeta  mucha más gente de la que se precisa para mover hasta el piano más pesado. Si no se pone freno a la natalidad, hacia el año 2000 ya no quedará espacio libre para servir las comidas, como no se monten las mesas encima de desconocidos. Quienes además tendrán que permanecer inmóviles mientras comemos. La energía tendrá que racionarse, naturalmente, y cada coche no tendrá derecho a gasolina más que para retroceder unos centímetros.
     En vez de hacer frente a estos desafíos, nos dejamos arrastrar por pasatiempos tales como la droga y el sexo. Vivímos en una sociedad demasiado tolerante. Nunca la pornografía había llegado a extremos tan desenfrenados. Y esas películas están tan poco iluminadas! No tenemos objetivos claros. Nunca hemos aprendido a amar. Nos faltan líderes y programas coherentes. Carecemos de eje espiritual. Vamos a la deriva en el cosmos, y nos atormentamos mutuamente con una violencia que nace de nuestras frustraciones y de nuestro dolor. Por suerte, no hemos perdido el sentido de la proporción. Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes oportunidades. Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde.


*Woody Allen, PERFILES. Tusquets Editores, 1980.

Más que en ninguna otra época de la historia, la humanidad se halla ante una encrucijada. De los dos caminos a tomar, uno conduce al desaliento y a la desesperanza más absoluta. Y el otro a la total extinción. Roguemos al cielo sabiduría para elegir lo que más nos conviene. No inspira mis palabras la futilidad, dicho sea de paso, sino un frenético convencimiento en el absurdo irremediable de la existencia, que podría fácilmente parecer pesimismo. No se trata de eso. Se trata, sencillamente, de una sana preocupación ante el trance por el que atraviesa el hombre moderno. (Quede aquí definido el hombre moderno como toda persona nacida después del edicto de Nietzsche "Dios ha muerto", y antes del éxito pop "I Wanna Hold Your Hand"") Tal "trance" puede enunciarse de una manera o de otra, si bien ciertos filósofos del lenguaje prefieren reducirlo a una ecuación matemática, fácil no ya de resolver sino de llevar en la cartera. Planteado en su forma más sencilla, el problema es: ¿Cómo es posible que tenga sentido un mundo finito que viene determinado por las medidas de mi cintura y cuello? Esta cuestión se hace particularmente ardua cuando vemos que la ciencia nos ha burlado. Cierto, ha vencido muchas enfermedades, ha roto el código genético, hasta ha enviado seres humanos a la Luna, pero si metemos a un hombre de ochenta años en un dormitorio con dos camareritas de dieciocho, nada ocurrirá. Porque los problemas auténticos no cambian. A fin de cuentas, ¿podemos escrutar el alma humana a través de un microscopio? Tal vez, pero en todo caso será ineludible emplear uno de ésos que son muy caros y tiene dos oculares. Sabemos que la computadora más avanzada del mundo no tiene un cerebro tan complejo como el de una hormiga. Cierto, lo mismo podríamos decir de la mayoría de nuestros parientes, pero no hemos de soportarles más que en las bodas o las grandes ocasiones. En todo momento dependemos de la ciencia. Si noto un dolor en el pecho, he de hacerme una radiografía. Pero ¿y si la radiación de los rayos X me crea un problema mayor? Supongamos que me tienen que operar. Y supongamos que mientras me dan oxígeno, a un interno se le ocurre encender un cigarrillo. La próxima cosa que ocurriría es que yo saldría proyectado en pijama sobre las torres de la Bolsa. ¿Para eso sirve la ciencia? Cierto, la ciencia nos ha enseñado cómo pasteurizar el queso. Lo cual puede ser divertido en compañía femenina, también es cierto. Pero ¿y qué pasa con la bomba H? ¿Habéis visto alguna vez lo que ocurre cuando una de esas cosas se cae al suelo accidentalmente? ¿Y dónde queda la ciencia cuando uno se interroga sobre los enigmas eternos? ¿Cómo se originó el cosmos? ¿Lleva en danza mucho tiempo? ¿Se formó la materia con una explosión o por la palabra de Dios? Y de ser este último el caso, ¿por qué no puso Él manos a la obra un par de semanas antes, cuando el clima era más templado? ¿Qué queremos dar a entender exactamente al decir "el hombre es moral"? A todas luces no se trata de un cumplido. También la religión se ha olvidado de nosotros, por desgracia. Miguel de Unamuno escribe gozosamente sobre "la eterna persistencia del conocimiento", pero no es esto proeza fácil. Sobre todo cuando se lee a Thackeray. Pienso con frecuencia en lo cómoda que debía de ser la vida para el hombre primitivo, gracias a su fe ciega en un Creador todopoderoso y benevolente que veía por sus criaturas. Imaginad su desilusión al ver cómo su mujer se ponía hecha una vaca. El hombre contemporáneo carece de esa paz interior, desde luego. Se descubre sumido en plena crisis de fe. Se halla, como decimos elegantemente, "alienado". Ha visto los desastres de la guerra, ha padecido las catástrofes naturales, ha visitado los bares de enrrolle. Mi buen amigo Jacques Monod solía referirse a la aleatoriedad del cosmos. Estaba convencido de que todo en la existencia ocurría por azar con la posible excepción de su desayuno, el cual atribuía con toda certeza a una iniciativa de su ama de llaves. La fe espontánea en una divina inteligencia inspira tranquilidad. Pero ello no nos libera de nuestras responsabilidades humanas. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Si. En lo que a mi respecta, detalle interesante, comparto tal honor con el zoológico de Prospect Park. Al sentirnos, pues, privados de dioses, hemos convertido a la tecnología en Dios. Pero ¿puede la tecnología constituir la respuesta válida cuando un Buick nuevo, con mi fiel colega Nat Zipsky al volante, embiste la vitrina de un Wimpy, obligando a cientos de clientes a dispersarse? Mi tostadora no ha funcionado bien una sola vez en cuatro años. Según las instrucciones, meto dos rebanadas de pan en las ranuras, y salen disparadas segundos después. En cierta ocasión le fracturaron la nariz a una mujer que yo quería entrañablemente. ¿Confiamos en las clavijas, los tornillos y la electricidad para resolver nuestros problemas? Sí, el teléfono es una gran cosa —y la nevera— y el aire acondicionado. Pero no todos los acondicionadores de aire. El de mi hermana Henny no, por ejemplo. Hace mucho ruido, pero no enfría. Cuando llega el técnico para arreglarlo, aún es peor. O ocurre eso o le recomienda que se compre uno nuevo. Si mi hermana protesta, él responde que no vuelva a molestarse en llamarle. He aquí un hombre en verdad alienado. Y no sólo está alienado, sino que no puede dejar de sonreir. El conflicto radica en que nuestros líderes no nos han preparado para una sociedad mecanizada. Lamentablemente, nuestros hombres políticos o son incompetentes, o son corruptos. Y a veces las dos cosas en el mismo día. El gobierno permanece insensible ante las necesidades de los humildes. Después de las cinco, es rarísimo que nuestro hombre en el Congreso se ponga al teléfono. Y no pretendo negar que la democracia permanezca como la mejor de las formas de gobierno. Las democracias, al menos, defienden la libertad individual. Ningún ciudadano puede, injustificadamente, ser torturado, encarcelado o forzado a presenciar ciertos espectáculos de Broadway. Son derechos que en la Unión Soviética aún se está lejos de conseguir. De acuerdo con el totalitarismo, por el simple hecho de ser sorprendida silbando, una persona puede verse condenada a treinta años de trabajos forzados. Y si a los quince no ha dejado de silbar, es pasada por las armas. A esa manifestación brutal de fascismo hay que unir su homóloga, el terrorismo. En ninguna otra época de la historia ha sido tan aguda en el hombre la prevención de trinchar la chuleta de ternera, por temor a que explote. La violencia engrendra violencia y los pronósticos coinciden en afirmar que hacia 1990 el secuestro será la fórmula imperante de relación social. El exceso de población será causa de que el problema más sencillo tenga consecuencias gravísimas. Las cifras indican que hay ya en el planeta mucha más gente de la que se precisa para mover hasta el piano más pesado. Si no se pone freno a la natalidad, hacia el año 2000 ya no quedará espacio libre para servir las comidas, como no se monten las mesas encima de desconocidos. Quienes además tendrán que permanecer inmóviles mientras comemos. La energía tendrá que racionarse, naturalmente, y cada coche no tendrá derecho a gasolina más que para retroceder unos centímetros. En vez de hacer frente a estos desafíos, nos dejamos arrastrar por pasatiempos tales como la droga y el sexo. Vivímos en una sociedad demasiado tolerante. Nunca la pornografía había llegado a extremos tan desenfrenados. Y esas películas están tan poco iluminadas! No tenemos objetivos claros. Nunca hemos aprendido a amar. Nos faltan líderes y programas coherentes. Carecemos de eje espiritual. Vamos a la deriva en el cosmos, y nos atormentamos mutuamente con una violencia que nace de nuestras frustraciones y de nuestro dolor. Por suerte, no hemos perdido el sentido de la proporción. Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes oportunidades. Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde. *Woody Allen, PERFILES. Tusquets Editores, 1980.

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