‘Una habitación propia’ de Virginia Woolf

Una habitación propia tal vez sea la obra más famosa de Virginia Woolf. Se trata de un célebre ensayo publicado en 1929 cuya tesis fundamental es: «Una mujer tiene que tener dinero y una habitación propia para poder escribir novela». Un clásico sobre escritura y género.

Antes y después de la afirmación de que la mujer debe tener dinero y una habitación propia para escribir novela, siguen subyaciendo las preguntas sobre la verdadera naturaleza de la mujer y de la novela. Virginia Woolf atiende a estas cuestiones en unas conferencias dictadas en 1928 en Cambridge. Un año después se publica este texto que recupera esas conferencias, pero atravesándolas por la ficción: no se publica Una habitación propia como un libro puramente de no-ficción, o un ensayo, sino que Virginia Woolf crea una narradora ficticia (Mary Beton, Mary Seton…) y un espacio también ficticio (Oxbridge, que combina Oxford y Cambridge) para ubicar las conferencias, que se englobaban bajo el título “Mujeres y ficción.

No hace falta que diga que lo que voy a describir carece de existencia; Oxbridge es inventado; también Fernham;“yo” no es más que un término cómodo para alguien que no tiene existencia real. […]

Así pues, estaba yo (llamadme Mary Beton, Mery Seton, Mary Carmichael o con el nombre que más os guste, pues es cosa sin importancia) sentada a la orilla de un río, hace dos o tres semanas, en octubre de buen tiempo, absorta en mi pensamiento.

Fue en octubre de 1928 cuando las conferencias dictadas por Virginia Woolf tuvieron lugar en Cambridge. Es decir, esta ficción que Woolf crea en Una habitación propia toma esa experiencia fielmente, a pesar de ficcionarla, hasta en la referencia del mes.

Todo el comienzo del libro adquiere un tono mucho más poético que el que luego le seguirá y recrea el espacio/tiempo de los pensamientos y elucubraciones de esta narradora Mary para hacerle atravesar la idea, o más bien la denuncia, de que hay lugares en los cuales las mujeres no están permitidas. Atravesar esa triste realidad es solo el comienzo de un camino que acabará en la certeza de que las condiciones para la mujer no son las mismas que para los hombres, y que entonces los resultados jamás podrán ser semejantes hasta tanto no se alcance la igualdad. Pero antes de adelantarnos más, habría que regresar a las primeras páginas del libro, esas en las que la narradora, sumida en reflexiones intelectuales y magnífico entusiasmo, en medio de un ambiente casi bucólico, de jardines y biblioteca de Oxford o Cambridge, es decir, de Oxbridge, intenta entrar en ellos y se encuentra con barreras (masculinas) descritas con un alto grado de carga irónica pero también lírica:

Fue así como me encontré andando a toda velocidad por un césped. Al instante, una figura masculina se alzó para impedirme el paso. Ni me enteré al principio de que las muecas de ese objeto curioso, en frac y camisa de etiqueta, iban dirigidas a mí. Su rostro expresaba horror e indignación. Vino en mi ayuda el instinto más que la razón; él era un Bedel; yo era una mujer.

Y en la página siguiente, otro hombre-valla:

[…] pero yo estaba ya justo ante la puerta de entrada de la propia biblioteca. La debí de abrir, porque al instante compareció, como un ángel guardián impidiendo el paso con un revoloteo de toga negra en vez de alas blancas, un suplicante, plateado y amable caballero, que lamentó en voz baja, mientras me echaba hacia atrás, que las señoras no podían entrar en la biblioteca si no iban acompañadas por un Miembro del Colegio o provistas de una carta de presentación.

Estamos en el capítulo I, el más poético de todos, el que empieza a abrir la cuestión y deja asomar un sentimiento terrible que se va abriendo ante el tema: la ira.

Que una mujer haya maldecido una biblioteca famosa es algo que a una biblioteca famosa le deja del todo indiferente. Venerable y tranquila, con todos sus tesoros bien encerrados en su seno, duerme plácidamente y, si de mí depende, seguirá durmiendo para siempre. Nunca volveré a despertar estos ecos, nunca volveré a pedir esta hospitalidad, –me prometí, mientras bajaba furiosa las escaleras–.

El capítulo avanza sobre la idea de que las mujeres están condenadas a la pobreza, primero material y luego simbólica, en consecuencia. Reflexiona sobre el hecho de que la mujer es reducida a un cuerpo doméstico que solo podrá tener hijos y ocuparse de la casa y que quedará excluido de libertades y derechos. Incluso se refiere a las leyes de 1870 y 1882 como cierto avance, pues antes de ellas, las mujeres no ganaban dinero, o si lo ganaban no podían disponer de él. De pobreza nos habla esta narradora mujer, pero con un léxico riquísimo, con la fortuna de las imágenes, con narrativa millonaria:

[…] y pensé en los curiosos señores mayores que había visto por la mañana, con borlas de pieles encima de los hombros […] y en las puertas cerradas de la biblioteca; y pensé en lo desagradable que es estar excluida; y pensé en que tal vez sea peor ser metida dentro; y, pensando en la seguridad y la prosperidad de un sexo y en la pobreza y la inseguridad del otro, y en el efecto de la tradición y de la falta de tradición en la mente de un escritor o escritora, pensé, finalmente, que ya era hora de enrollar la piel ajada del día, con sus argumentos, sus impresiones, su rabia y su risa, y tirarla al seto. Mil estrellas brillaban por la azul desolación del cielo. Me parecía estar sola con una sociedad inescrutable. Todos los seres humanos se habían echado a dormir: tumbados, horizontales, mudos. Nadie parecía moverse en las calles de Oxbridge. […] ni un portero quedaba para iluminarme el camino a la cama. Tan tarde era.

Las mujeres y la pobreza

El libro avanza y la narradora va, no tanto despejando dudas como sí abriendo preguntas: ¿por qué los hombres beben vino y las mujeres agua?, ¿por qué un sexo es tan próspero y el otro tan pobre?, ¿cuáles son las condiciones necesarias para la creación de obras de arte?, ¿por qué los hombres escriben sobre las mujeres pero las mujeres no escriben (por suerte) sobre los hombres?, ¿por qué son pobres las mujeres? Y entonces la narradora gira un poco el foco de su investigación y cambia el título Las mujeres y la novela (título de la conferencia que la narradora debe dar y que la lleva a estas investigaciones) por Las mujeres y la pobreza.

Quizá una respuesta posible a esa última pregunta sea la afirmación categórica de que «Inglaterra está bajo el dominio del patriarcado». Para llegar a esa conclusión, la narradora no necesita días encerrada en una biblioteca (que tal vez le es prohibida) investigando; le basta, en cambio, con hojear el diario. El dominio del patriarcado está en la vida cotidiana de la Inglaterra de esa época (y un siglo más tarde todavía leemos algo así, a veces, cuando leemos el diario).

Es siguiendo esta línea como la narradora llega a sostener una de las ideas más potentes del libro: que si Shakespeare hubiese nacido mujer, no habría sido Shakespeare.

Aquí estoy yo preguntándome por qué no escribieron poesía las mujeres de la época de la reina Isabel, y no estoy segura de cómo las educaron; si les enseñaron a escribir; si tenían cuartos de estar propios; cuántas mujeres eran madres antes de los veintiún años; en breve, qué es lo que hacían de las ocho de la mañana a las ocho de la noche. Es evidente que dinero no tenían; según el Profesor Trevelyan, las casaban, quisieran o no, antes de que dejaran el cuarto de juegos, muy probablemente a los quince o dieciséis años. Hubiera sido rarísimo que, con semejante panorama, una de ellas hubiese escrito, de pronto, las obras de Shakespeare […].

[…] hubiera sido total y absolutamente imposible que una mujer escribiese las obras de Shakespeare, en tiempos de Shakespeare.

Hubiese sido imposible porque ninguna mujer habría tenido la posibilidad de la “riqueza”. Es decir, la oportunidad de alcanzar ese grado de creación y de genio. Ninguna mujer podría haber desarrollado un talento como ese si estaba condenada a otros trabajos, casi siempre domésticos. Si estaba condenada, en fin. La narradora avanza sobre esta idea refiriéndose a una hermana de Shakespeare, Judith, que no existió realmente. Esa hermana, criada en la misma familia que William, en la misma época que William, es decir, en la misma sociedad y en el mismo hogar, jamás podría haber hecho lo que pudo su hermano porque ella no tuvo acceso a la escuela, por ser mujer, mientras que él sí:

Dejadme imaginar, ya que es tan difícil dar con los hechos, lo que hubiera sucedido si Shakespeare hubiese tenido una hermana maravillosamente dotada, llamada Judith, pongamos. Es muy probable que Shakespeare –su madre era una heredera– fuera a la escuela, donde aprendería latín –Ovidio, Virgilio y Horacio– y los elementos de la gramática y la lógica. Él […] tuvo que casarse, bastante más pronto de lo que hubiera debido, con una chica del barrio que le dio un hijo bastante más deprisa de lo aceptable. Este incidente le llevó a Londres en busca de fortuna. Tenía, al parecer, afición al teatro; empezó sujetando caballos a la puerta del escenario. Muy pronto, encontró trabajo en el teatro, se convirtió en un actor famoso, y vivió en el meollo del universo […]. Entretanto, su hermana de extraordinario talento –supongamos– se quedó en casa. […] no fue a la escuela. No tuvo la oportunidad de aprender gramática y lógica, mucho menos de leer a Horacio y a Virgilio. Cogería un libro de vez en cuando, quizá uno de los de su hermano, y leería unas cuantas páginas. Pero entonces entrarían sus padres y le dirían que zurciera los calcetines, vigilara el cocido y no se distrajera con libros y papeles. […] antes de que acabara la adolescencia, sería prometida al hijo de un tratante de lanas de la vecindad. Diría a gritos que el matrimonio le resultaba odioso, y su padre la azotaría violentamente por ello.

Y da un paso más: dice que la opresión a la mujer es causada hasta por ella misma. Que aun en caso de poder librarse de la condena que su sexo le impone, esa mujer liberada no podría haberse encontrado en un estado de ánimo propicio para la creación:

[…] me pareció a mí al repasar la historia de la hermana de Shakespeare […] que cualquier mujer que naciera con un gran talento en el siglo XVI, con seguridad se volvería loca […] una chica de mucho talento que tratara de hacer uso de su don para la poesía, habría sido tan contrariada e impedida por otra gente, tan torturada y dividida por sus propios instintos contrapuestos, que con seguridad tuvo que perder la salud y la cordura. […]. Vivir una vida libre en Londres en el siglo XVI habría significado, para una mujer poeta y dramaturga, un dilema y una tensión nerviosa que muy bien hubieran podido matarla.

Una habitación propia

Todas estas ideas sobre la mujer y la pobreza que el libro va proponiendo están al servicio de demostrar cómo llegó la narradora (que es, obviamente, alter ego de Virginia Woolf) a la idea principal de que «una mujer tiene que tener dinero y una habitación propia para poder escribir novela»:

[…] las mujeres y la novela siguen siendo, por lo que a mí respecta, problemas no resueltos. Pero, para compensaros en algo, voy a hacer lo que pueda por mostraros cómo he llegado a formarme esa opinión sobre el cuarto y el dinero.

Todo el repaso histórico, sociológico o antropológico que ella (Virginia o Mary) hace está en función de justificar la tesis principal. El cuarto propio es, literalmente, una habitación tranquila donde poder desempeñar el oficio de la escritura. Pero es también una dimensión simbólica que encierra toda la cuestión de género:

En primer lugar, el tener una habitación propia, por no decir un cuarto tranquilo o un cuarto a prueba de ruidos, era impensable incluso a principios del siglo XIX, a no ser que su familia de origen fuera excepcionalmente rica o muy noble.

Luego, la idea del cuarto propio le sirve para responder la pregunta acerca de por qué Charlotte Brontë, Jane Austen, Emily Brontë y George Eliot escribieron todas ellas novelas:

Si una mujer escribía, tendría que hacerlo en el cuarto de estar común. Y, como lamentaría con vehemencia la señorita Nightingale, «las mujeres no tienen nunca media hora… que puedan llamar suya»: les estaban siempre interrumpiendo. Aun así, sería más fácil escribir ahí prosa y novela que poesía o teatro.

El cuarto propio es el “reducto” al que la mujer escritora se ve sometida:

[…] tenemos que aceptar el hecho de que todas esas buenas novelas, VilletteEmmaCumbres borrascosasMiddlemarch, fueron escritas por mujeres sin más experiencia de la vida que la que podía entrar en la casa de un clérigo respetable; y escritas, además, en el cuarto de estar común de esa casa respetable, y por mujeres tan pobres que no se podían permitir el lujo de comprar de una vez más que unos pocos pliegos de papel en los que escribir Cumbres borrascosas o JaneEyre.

Pero esta idea de cuarto o habitación propia, que da lugar a Virginia Woolf a escribir un libro con ese título y un libro que hoy podemos decir que es un clásico de la narrativa inglesa, es, al mismo tiempo, un no-tema o por lo menos un sub-tema para el patriarcado si seguimos el razonamiento de que todo tema que concierne más a las mujeres que a los hombres, o solamente a las mujeres, quedaba relegado. Que los temas estaban marcados por la literatura escrita por los hombres. Por ello, la guerra siempre fue un tema tan literario y no lo fue en absoluto la maternidad. Como si uno fuera más importante que el otro. El cuarto propio es un cuarto (privado) pero es universal, porque implica una lucha de años, una batalla que todavía a día de hoy las mujeres peleamos:

Este libro es importante –da por supuesto el crítico– porque trata de la guerra. Este es un libro insignificante porque trata de los sentimientos de las mujeres en una sala de estar.

La condena al no-cuarto-propio es también la condena a la pobreza. Por eso “habitación propia” y “dinero” son los dos pilares de la tesis fundamental de este ensayo. De lo que habla, en definitiva, es de carencias innatas a un género. De la imposibilidad de la escritura por una pobreza injustamente intrínseca:

La libertad intelectual depende de las cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres han sido siempre pobres, no solo desde hace doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. […] las mujeres no han tenido la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso he insistido tanto en el dinero y en el cuarto propio.

Hacia el final de la conferencia ella da algunos consejos a sus oyentes, que son mujeres: que escriban sobre lo que quieran, aunque piensen que es un tema que será tildado de trivial; que sean libres; que viajen y tengan tiempo para el ocio; que tengan dinero… y eso va mucho más allá de la literalidad material:

[…] cuando os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os estoy pidiendo que viváis en presencia de la realidad: una vida –parece– vigorizante, tanto si puede ser comunicada como si no.

Una habitación propia es considerado un libro feminista, y en cierto sentido lo es, sin lugar a dudas. Porque sus ideas son absolutamente feministas en el sentido más puro del término, y considerando que fue escrito a principios del siglo XX. Y sin embargo, también está bien pensarlo por fuera del feminismo, como si no hiciera falta esa etiqueta, como si ya hubiéramos superado algunos obstáculos. En ese sentido, me regocijo en una de las últimas frases del libro:

Las mujeres… ¿pero no estáis más que hartas de la palabra? Yo os puedo asegurar que lo estoy.

Si no hiciera falta repetirla tantas veces… Como si la habitación ya fuera absoluta e incuestionablemente propia.