Una bandita de música, precaria y de consistencia casi milagrosa, era lo único en Buenos Aires capaz de oponerse sin riesgos a la naturaleza asesina de unos automóviles verdes que llamaban Falcon. El día que Carlos me telefoneó para decirme que yo también había caído en desgracia, que estos halcones husmeaban por toda la ciudad en mi busca y debía esconderme, me sorprendió que mi posible salvación dependiese de unos simples conocimientos musicales.
El refugio era un apartamento en el barrio del Once, apenas ventilado por un tragaluz. Además de material de música, había allí comida enlatada, cebollas y galleta marinera, lo cual me pareció absurdo y anticipo de un desastre. En pocas horas mis vínculos con el mundo habían terminado. Las paredes del departamento vibraban como golpeadas por fuera. Acodado en la mesa que llenaba la mitad del poco espacio disponible me enteraba, por la Teoría de William, de las primeras nociones musicales. Sería de noche y tardísimo cuando por fin tuve ánimo para telefonear y pedir a Carlos que me aclarara el raro asunto de la música. Entonces me contó lo de la bandita.
Le constaba que en Buenos Aires actuaba una banda musical extranjera que una vez por semana elegía un punto diferente para dar su concierto y repartir folletos religiosos. Mientras sus músicos tocaban, los efectos del Estado de Sitio desaparecían y la gente reunida a su alrededor podía opinar, informarse y comprar globos a los chicos como si se tratara de un día de fiesta en un país libre. Y era cosa archisabida que el furgón blanco de los músicos con su graciosa leyenda Salva tu alma, era lo único que podía resistir con éxito las iras de un Falcon verde, acaso por su naturaleza extranjera y vagamente diplomática. Mi obligación era estudiar hasta que se pudiese prever el lugar de aparición de la bandita para esperarla en el momento justo y lograr integrarse a ella como músico. Le dije que estaba loco si pensaba que me iba a poner a estudiar un instrumento musical por algo tan hipotético como integrar la supuesta bandita y me comentó, como si no me hubiese oído, que en un cambalache de la calle Piedras le había echado el ojo a una trompeta muy maltratada que sonaba todavía.
Esa noche llegué hasta la lección 33 del Solfeo de Lemoine y entoné por vía telefónica, para Carlos, algunos intervalos. Me felicitó. Para hallar él la de los coristas seguí su consejo de guiarme por el zumbido del teléfono, que es un sol sostenido. Me sentía músico.
Cené sardinas con cebollas y cuando me acosté tardísimo, las paredes habían dejado de vibrar. Y en el borde del sueño se me fue de la mente la banda problemática anunciada por Carlos y apareció la bandita municipal de la infancia en la pérgola de la plaza del pueblo pampeano, oberturas de Rossini y la pareja que se besa detrás de los ligustros, el gordito del trombón y el placero con la varilla de mimbre espantando aquella vaca atraída por los pastos que crecen en la plaza después de las primeras lluvias. Y en el sueño que tuve había una trompeta.
Que fue la única que tuve, porque el instrumento que me hicieron llegar entre señas y sigilos no era una trompeta. En un estuche negro, tres tubos cromados medio abollados uno de ellos con llaves, otro con embocadura. Los enchufé unos con otros siguiendo la única lógica posible y pude ver, maravillado, que se trataba de una flauta. Nunca había visto ese instrumento desde tan cerca, y ahora lo tenía en la mano. Una delicia.
La bandita de mi pueblo nunca tuvo flautista, nadie tocaba ese instrumento en cinco leguas a la redonda. Los italianos del pueblo la formaron con requintos, clarinetes, trombones y bombardinos traídos de su país veinte años atrás. Había también un gallego que tocaba el sarrusofón, un bicho acústico precioso parecido al oboe. Y don Evaristo, un policía bueno, único criollo del grupo, tocaba los platillos y se lucía en la marcha final, o sea chin chi pum y se acabó. Una flauta hubiera agregado dulzura a aquella banda.
Me habían hecho llegar también un Método, tapas duras y grasientas, de un tal Altés. Y una carta de Carlos explicando cómo debía estudiar y dar mis lecciones por teléfono al maestro Perini. La bandita que, cuando supiera tocar algo, hasta me permitiría salir del país, había vuelto a aparecer un jueves, y por los lugares de actuación conocidos hasta ahora (sus apariciones eran siempre sorpresivas) parecía que la lógica de sus desplazamientos estaba dada por los movimientos de un caballo de ajedrez. Afuera las cosas se ponían cada vez más duras y hasta él, que sólo era un músico, estaba libre y vivo por un puro milagro. En el último párrafo decía: «No te imaginás lo divertido que es oír solfeo cantado por teléfono. Tenés buen oído, aunque en la lección 146 te tragaste el becuadro del sexto compás. ¡Cuidadito!».
La figura que ilustraba la posición correcta del flautista era un franchute lamido, de corbatita, sosteniendo la flauta de un modo que me recordaba a los niños tucumanos comiendo caña de azúcar. Tomé la flauta ante el espejo imitando la actitud de la figura, siguiendo las indicaciones, la cabeza hacia el hombro izquierdo y los brazos separados para no entorpecer los movimientos respiratorios. Acerqué la boca a la embocadura y cubrí la cuarta parte de ella con el labio inferior. Como quien abre con cuidado un paquete con regalos, soplé. Ni flauta, ni siquiera quena, ni sonido: aquello era un viento soplando en la azotea en noche de crudo invierno, rozando la ropa tendida que se hiela, el viento que hace chirriar ventanas entreabiertas y veletas herrumbradas, brr, chicos, cierren esa puerta que se van a helar, y oigan qué feo silba el viento. Días después me enteré de lo del golpe de lengua, la punta sobre los incisivos superiores para evitar escapes de aire y retirarla rápido y sin brusquedad como para pronunciar la sílaba tu. En fin, que fue pasando el tiempo y cuando le toqué a Carlos por teléfono el ejercicio quinto de la séptima lección, que no era difícil pero tenía sus complicaciones, me dijo entusiasmado: «Sos un Rampal, hermano».
La lógica del caballo de ajedrez fracasó y con ella el ingreso a la bandita de algunos desesperados que sin permiso de tenencia de instrumentos (considerados armas) esperaron inútilmente la aparición de la bandita milagrosa en una esquina, donde fueron sorprendidos por los milicos, que los introdujeron en un Falcon verde que partió velozmente con dirección desconocida. Ahora, decía la voz de Carlos, parecía que su desplazamiento era circular. En las últimas semanas había pasado de Barracas a San Telmo y luego a Retiro, de modo que si el jueves siguiente aparecía en Palermo, la teoría circular quedaría demostrada y yo, una vez preparado musicalmente, podría incorporarme a ella sin correr mayores riesgos, siempre que aprobase el examen, por supuesto.
Quizás por el encierro y la permanente luz artificial (la única luz solar entraba indirectamente por el tragaluz que había en la cocinita) me entraron los pensamientos negros. Ninguno de nuestros conocidos había visto esa banda, ni siquiera Carlos. Lo que él sabía se lo habían contado. ¿No se trataría de una alucinación colectiva provocada por la necesidad de algo milagroso ante tanto desastre? Para acercarme a ella con la mente o el deseo no tenía el más mínimo asidero real, y más verdadera era la de mi pueblo, desaparecida en el tiempo, que por lo menos era un recuerdo. De los coches verdes, en cambio, sí tenía nociones y asideros. Los había visto andar a contramano por cualquier calle, cortar el tráfico a su antojo, subir a las veredas, atravesar las plazas pisoteando canteros, entrar en las catedrales y disparar contra gente escondida en los altares. Y suponiendo que esa bandita fuese real, ¿a cuántas personas podría ayudar, entre tantos miles de desgraciados, la mayoría de ellos sin nociones de música?
Huyendo de una lección que no me salía (superarla significaba empezar a tocar de verdad, decía el maestro) me dediqué a investigar el asunto de las paredes que vibraban. Apoyando la oreja en un punto de la pared más grande, adornada con un cuadro de tema marino, comprobé que la vibración se debía a sonidos y no a ruidos de la calle: sucesivos y diferentes, una escala musical a todas luces. Subido a la mesa y corriéndola por la orilla de la pared, recorrí con la oreja pegada las diversas intensidades hasta dar con la fuente: por debajo del cuadro y hacia la izquierda estaba, al otro lado de la pared, el músico. Sonido de tuba. Pude incluso descifrar el ritmo, nítidamente un tres por cuatro. Un principiante como yo, pero con una excelente calidad de sonido.
Una nerviosa llamada de Carlos interrumpe mis investigaciones acústicas. Ese jueves la bandita había confirmado la teoría circular (ya es nuestra, hermano ya es nuestra) apareciendo en una calle de Palermo. No, no la había visto personalmente pero uno de sus espías había conseguido grabar parte del concierto. Escuchá.
Deformada por una cinta barata y la transmisión telefónica escuché la música que significaba nuestro primer contacto real con la bandita milagrosa, especie de himno religioso protestante pero en tiempo de fox-trot que no me produjo la alegría esperada. Pasé el resto del día en un clima donde se mezclaban la música tan pobrecita de la banda, el recuerdo de una muchacha llamada Cristina, acaso desaparecida, y del destino incierto de mi compañero o compañera de estudios al otro lado de la pared, que acaso no tuviese un Carlos que le rastrease los caprichosos giros de la banda. Y todo eso, unido al encierro y a lo difícil de la lección que no podía superar (el maestro la reclamaba diariamente) me hundía en un clima parecido al del Vals triste de Sibelius. «Si no supera esa lección se tendrá que quedar para siempre en esa cueva», sentenciaba el maestro.
Tras las demás paredes había más instrumentos.
Una flauta sonaba ahogada al lado mismo de mi cama. Ubiqué el epicentro del sonido y, hojeando nerviosamente el Método de Altés, sin despegar la oreja de la pared, hallé la lección que ejecutaba, algo muy difícil y muy bien tocado, casi al final del libro. No sólo tocaba limpiamente los pasajes más complicados sino que hacía los matices indicados, con lo cual la lección parecía una pieza de concierto. Cuando acabó golpeé la pared a modo de aplauso. Respondió con un par de golpes secos que me recordaron las reverencias de las bailarinas cuando saludan. Desempolvé mi flauta para intentar la hazaña pero no pude superar el segundo compás, la lección imponía conocimientos técnicos que yo no había alcanzado todavía.
En otra pared había un oboe. Escalas simples, y además el músico perdía el tiempo, acentuaba mal, desafinaba el pobrecito. Por una pared de la cocina se filtraba un corno, un desastre, llevaría una semana escasa de aprendizaje. En cambio yo tenía en mi haber una temporada que había permitido a las cebollas de la casa convertirse en un jardín, unos tallos suaves y de verde cándido inclinados hacia la escasa claridad del tragaluz donde se corporizaba el polvo mañanero. Levanté la alfombra y oí que en el piso de abajo también se hacía música. Parecía un conjunto, imposible determinar los instrumentos. Lo mismo sucedía al otro lado del techo. Trepado en una silla y ésta sobre la mesa, alcancé a pegar la oreja con lo justo: un pie golpeaba rítmicamente contra el suelo, como los principiantes, llevando el ritmo de un instrumento apenas audible, un tres por ocho. Me sentí encerrado en una inmensa caja sonora tocada desde afuera por músicos invisibles, con claras evidencias de que el edificio entero era la madriguera de un centenar de músicos secretos preparándose ante la esperanza de poder integrar algún día la bandita esquiva y saltarina. Acaso media ciudad estaba llena de músicos desesperados que practicaban en secreto mientras la otra mitad buscaba el paradero de la bandita milagrosa.
En música lo peor es desmoralizarse. Esforzaba mi voluntad para superar aquella lección pero nunca podía pasar del décimo compás, donde empezaban las dificultades serias. Cada vez que lo intentaba, al llegar a los compases difíciles, un par de notas antes se me saltaban las lágrimas sin estar lo que se dice llorando: brotaban de puro desconsuelo. Cuando estudiaba en la cama (posición incorrecta, claro) y llegaba a los compases rebeldes, que eran sólo tres pero terribles, y medio los salteaba ejecutando sólo algunas de sus notas aunque sin perder el tiempo, el flauta del otro lado golpeaba la pared recriminándome. En esos momentos lo odiaba, sin considerar sus intenciones de corregirme. Luego, pensando que seguramente no conocía a Carlos y acaso no tuviera quien le informase sobre las apariciones de la banda, y que en consecuencia sus conocimientos resultaran inútiles, me entraba como un remordimiento y se me saltaban las lágrimas, sin llorar, lo mismo que con los compases rebeldes. Para evitar esa situación trasladé mi cama a la pared opuesta.
Llevé las cebollas brotadas a un lugar más próximo a la claridad del tragaluz, renunciando a ellas como alimento para darles un destino de jardín. Por las mañanas las salpicaba con gotas de agua quitándoles el polvo. Algunos tallos, los más crecidos, se abultaban en las puntas formando botones que no tardarían en florecer. Elegí, a modo de una referencia para ellas, un cebollar con unas hermosas flores blancas parecidas a sombrillas, de un huerto que conservaba en la memoria. La flauta, siempre al alcance de mi mano sobre la mesa antes inmaculada y ahora rayada por la silla y los traslados a que la sometía en mis rastreos acústicos, me parecía lejanísima, un tubo acústico sin ningún sentido para mí. La idea de abandonar una salvación individual para entregarme a la suerte colectiva (que relacionaba con una implacable destrucción) me producía una fuerte amargura, pero a la vez, ante la perspectiva de perderme en una nada compartida, sentía una tranquilizante sensación de paz o de alivio, o de olvido, no sabría precisarlo.
El verdadero milagro, a esas alturas, era la bandita de mi pueblo. Tener ocho años y una tía solterona que los jueves nos llevaba a la plaza a la hora de la retreta. Plaza defendida por el placero y los vecinos de los avances de la pampa en las épocas de lluvia, arrancando el sorgo rebelde que brotaba junto a ligustros y rosales. Alguna semilla de cebolla, secretamente arrastrada por el viento desde huertas vecinas brotaba al lado de la pérgola y florecía blanca y joven junto a las glicinas como otra planta de jardín. Bandita de milagros semanales y caseros, con mi tía Sonia sentada a un costado de la banda, peinada y vestida como para una postal, esperando a su novio secreto, el viudo de la esquina que nadie podía mencionar en casa.
Ante las reiteradas exigencias de Carlos e indirectamente del maestro Perini, tuve que grabar por teléfono esa lección crucial. Al llegar a los compases rebeldes que se oponían a mi salvación hubo esguinces y piruetas, agachadas y aceleraciones múltiples, puertas abiertas al puro azar y conciencia absoluta del desastre. Con todo el desparpajo me animé a preguntarle a Carlos qué le había parecido. No sé, no te oí bien, estuve más atento a la grabación, hoy mismo le llevaré la cinta al maestro. ¿Sabés qué pasa Carlos? Los nervios. Normal, dijo Carlos, y con una voz que no tenía el entusiasmo de otras veces me comunicó que la lógica del itinerario de la bandita estaba dominada. La unión, en el mapa, de los puntos donde había actuado la banda, formaba una espiral. Desde la última aparición en Palermo el itinerario había sido Villa Crespo, Caballito, Boedo, San Cristóbal, Balvanera, de modo que estaba cantado que la próxima semana aparecería en el Once, nuestro barrio. Como si la bandita misma nos buscara, ¿te das cuenta?
Mi jardincito estaba en flor. Las varillas con sus flores blancas, inclinadas hacia la luz como si las soplase el viento. Los bulbos, casi tapados por el polvo y las basuritas que les ponía a modo de tierra cada vez que limpiaba los pisos. Siguiendo una costumbre de mi tía Sonia, hablaba con las plantas cada vez que las regaba. Procuraba mencionar cosas que ellas pudieran entender, es decir, relacionadas con ellas: espacios abiertos, huertas regadas por acequias, la inmensa luz del sol a cielo descubierto. Y ellas temblaban, supongo que de algo parecido a la alegría. Cada día tocaba para esas flores la única lección que sabía bien, la más fácil del Método por supuesto. Siempre a la misma hora, para que aprendieran a esperar el sonido. Y en los miedos nocturnos ellas estaban presentes, me aterraba lo que pudiera pasarles en caso de derribo de puerta con irrupción nocturna rotura de muebles e instrumentos. En nuestra escala de relaciones, mis flores tendrían unos nueve o diez años a lo sumo y eran tontas y dulces, igual que las primas que tenía en mi pueblo en tiempos de tía Sonia.
También conseguí dialogar con los músicos lindantes, diferenciar sus voces. El corno de la pared de la cocina usaba golpes cortos y nerviosos, de stacatto, por más que mis mensajes fuesen pausados y tranquilos. Me lo imaginaba petiso y gordito, algo viejón y corto de palabras. A ratos era un hombre, a ratos una mujer. El sarrusofón de la otra pared era un muchacho flaco y metódico, serio y seguramente de bigotes. Cada vez que golpeaba la pared, como preguntando, lo hacía en tiempos binarios. En cambio las respuestas eran siempre ternarias. El flautista (o la flautista, no tengo certezas) se comunicaba a cualquier hora, alguien muy alegre sin duda, en vez de los nudillos usaba las palmas para golpear, con las dos manos a la vez, me parece. Incapaces de perfeccionar el sistema, ninguno de nosotros sabía lo que quería decir con esos golpes. Pero en la intención de diálogo había un contenido secreto que todos compartíamos. Era casi lo mismo que hablar con las plantas, nuestros golpes en la pared eran dulces y tontos como las flores de mi jardincito. Y justo cuando estaba encariñándome con todo llegó, como en un tango que se llama Cuartito Azul, la hora de la triste despedida.
La espiral que describía la bandita se cerró en la plaza Once, según lo previsto. Aquí, justo enfrente, dijo excitada la voz de Carlos. Vi llegar el furgón hace unos minutos, y ahora me lo tapa el monumento. Están armando la tarima. Rubios y grandotes. La gente empieza a amontonarse. ¿Escuchás? Son ellos, están afinando. Es increíble, hermano. Pero hay otra cosa que tengo que decirte, y es un poco fea. Iba a llamarte ayer pero se me pasó. Supongo que vos mismo ya te habrás dado cuenta. El maestro Perini oyó la cinta que grabamos y dice que todavía no estás en condiciones de presentarte a una prueba con posibilidades de éxito, aunque se tratara de una bandita de mala muerte. Que la técnica, el sonido, en fin todo eso. Él es muy minucioso. Dice que si tu vida va a depender de esa prueba, él se opone terminantemente a que corras el riesgo. Yo también oí la cinta y aunque te equivocás mucho, pienso que no es tan desastrosa como él dice. Los maestros siempre exageran un poco. Y francamente no sé qué decirte. Habrá nuevas oportunidades, supongo, y no sé, yo también tengo miedo. Vos lees más o menos bien y sentido del ritmo no te falta. Podríamos probar con percusión, más adelante. La flauta es un instrumento muy difícil. De todos modos el único que puede decidir aquí sos vos.
Sabiendo que la bandita terminaba sus conciertos apenas empezaba a anochecer, hice mis cálculos echándole una ojeada al tragaluz y deduje que disponía casi de una hora. Estaba a un par de cuadras de Rivadavia, después sólo tendría que cruzar la plaza. Seguro que Carlos, que vivía en Rivadavia, estaría asomado a su balcón para avisarme si surgía algún peligro nuevo. Lo importante ahora era no tener miedo y prestar atención a cualquier detalle imprevisto. Llegar a la bandita sin interrupciones ni sorpresas. Actuar con normalidad, como si no pasara nada. Como si se tratara de un jueves cualquiera de otros tiempos y mi tía Sonia me estuviese peinando para ir juntos a la retreta de la plaza pueblerina. Se trataba de una simple mudanza, me iba, y la buena educación aconsejaba despedirse de los vecinos. Di dos o tres palmadas amistosas en cada pared. Sólo recibí respuesta de lo de la flautista, que interrumpió una escala impecable para responder a mi saludo. Me entró el remordimiento: ¿Cómo avisarle que la bandita estaba ahí, al alcance de su mano? Y él (o ella) ni siquiera sabía que mis golpes significaban adiós, que las palmadas con que respondió también eran adiós, creyendo como siempre, en nuestro idioma sin palabras, que simplemente reiterábamos nuestra presencia viva. Y sin embargo yo me iba. «Ya lo ves, todo en el mundo es inquietud»
, dice Cuartito Azul. En ese sentido hablé por última vez con las plantas, con mi jardín en flor. Me disculpé por abandonarlas justo en ese momento, seguro de que ellas habían florecido para mí, y todo eso del marinero de Antonio Machado.
Lo primero que vi al salir de mi encierro fue la sombra de mi valijita, romboidal y tristísima sobre las grandes baldosas de abajo. Acababa de llover, había charcos en la calle. Crucé a la vereda de enfrente para echarle un vistazo al edificio, al balcón que correspondía, según mis cálculos, al compañero de la tuba, pero todas las ventanas estaban cerradas y no se filtraba el más piano de los sonidos. Alcé una mano en despedida a mis compañeros de estudio, aunque no nos conociéramos, aunque no estuviesen asomados a los balcones o espiando por las celosías, aunque, aun asomados, jamás pudieran identificarme con el que tocaba la flauta y se equivocaba siempre en los mismos compases de aquella lección difícil. Pero sentía que de alguna manera ellos se estaban despidiendo de mí y me deseaban buena suerte. Procurando no llamar la atención de nadie pero alzando la voz como para que me escucharan desde el último balcón grité: «¡muchachos, la bandita está tocando en plaza Once!». Y tomé por Urquiza, muy lento, como para darles tiempo a que me alcanzaran y poder llegar juntos al encuentro con el milagro.
Y andando se me cruzó una ilusión por la cabeza: suponiendo que no hubiese sucedido nada de lo sucedido, suponiendo en todo caso que la ferocidad diese una tregua, un tiempo para levantar las cosechas, como en las guerras antiguas, permitiendo de paso que las mujeres pudieran parir fuera de las trincheras hijos no violentos, suponiendo que todo volviese a ser dulce y apacible como la plaza de mi pueblo después de las primeras lluvias, entonces, con los que quedaron encerrados en el edificio practicando inútilmente sus instrumentos, podríamos formar nuestra propia bandita. Para empezar no estaba mal: tuba, corno, sarrusofón y nada menos que dos flautas. Entonces no sería necesario esperar a que un milagro cayese del cielo: estaríamos haciendo nuestro propio milagro, y eso sería una delicia.
Al llegar a la esquina de Rioja divisé a Carlos en su balcón del tercer piso. Él ya me había visto y me hacía señas indicándome la ubicación exacta de la banda, todavía invisible para mí, más o menos por la parada de ómnibus junto a la Estación. Me hizo señas, creyéndome perdido o desorientado, porque yo me había detenido, dudando entre volver o avanzar hacia la banda, porque justo debajo del balcón de Carlos, y fuera de su visión, subido a la vereda y prácticamente recostado contra el edificio, había un Falcon verde.
Imposible saber si había alguien dentro del coche. Los cristales, además de ser oscuros, estaban salpicados por pequeñas hojas apenas verdosas, lo mismo que el techo y el capó. A lo mejor, pensé, lo habían abandonado por alguna avería, en cualquier momento llegaba la grúa y se lo llevaba. Pero en cuanto crucé la calle en dirección a la plaza encendió sus potentes faros antiniebla como avisándome que me había visto y las escobillas del parabrisas se agitaron nerviosas arrancando del cristal las hojas adheridas. Dediqué una rápida mirada al balcón del tercer piso donde seguía gesticulando un Carlos ya inútil, y acto seguido puse todos mis sentidos en la distancia que me separaba de la banda, cuya música, sin llegar a aturdir, se había apropiado enteramente de la plaza.
A pesar de la inutilidad de los gestos de Carlos (para llegar a la bandita entre el gentío no había guía mejor que el sonido mismo), sentí que su mirada me protegía, actuaba como un haz de luz indicadora alumbrando el camino entre el borde de la plaza, donde me había parado tras cruzar la calle, y el sitio ocupado por el conjunto musical. En otro orden de cosas, por lo menos tenía un testigo para lo que sucediera, y él podría contárselo a mis padres y a Cristina en el caso de que me pasara algo malo.
El Falcon pareció serenarse en cuanto me vio inmóvil en el borde de la plaza, las escobillas quietas y los faros apagados, despreocupado de las nuevas hojas que empezaban a cubrir otra vez el parabrisas. Sin moverme de mi sitio fingí esperar un taxi, y en los dos o tres minutos que siguieron el coche no dio ninguna señal de vida, como si se hubiese dormido.
Aproveché para fijar con precisión mi recorrido hasta la banda, evitar los rodeos inútiles al borde de los canteros, y a la vez pasar lo más lejos posible, sin alejarme demasiado de mi meta, del monumento central de la plaza, ese armatoste horrible, donde el instinto me decía que podía ocultarse un segundo Falcon verde, ya se sabe que estos bichos siempre van en yunta.
Elegido mi itinerario, inicié el recorrido caminando lentamente, esquivando con cuidado los charquitos de la reciente lluvia. No bien adivinó mis intenciones el Falcon desperezado, bajó de la vereda y empezó a cruzar tranquilamente Rivadavia, al sesgo, con la trompa apuntando hacia la bandita, mientras varios policías corrían a cortar el tráfico para facilitar su desplazamiento. Sin necesidad, ya que los coches, al ver el Falcon, se detenían para darle paso. Cuando subió a la plaza, la luz de los semáforos mezclada a la última luz solar, alumbró las hojas que cubrían el coche a manera de escamas, que reverberaron en un juego vivísimo de luces encontradas.
Orienté mis pasos en el sentido de obligarlo, si quería mantenerse cerca de mí, a bordear los canteros o a detenerse a cortar los alambres con que muchos de ellos estaban protegidos, alambres que yo podría saltar tranquilamente y ganar tiempo. La banda, todavía a lo lejos, ya era visible sobre su tarima, así como un gran cartel en lo alto donde ondeaba Salva tu alma, como nimbando aquellos instrumentos dorados y redondos, aquellos músicos intactos, sanos, enormes, recién bañados, recién nacidos.
El Verde, al parecer, gozaba con la cacería. Sus movimientos eran armoniosos y respondían a una cautela felina. Si yo me detenía, él también lo hacía y me esperaba, procurando mantener siempre la misma distancia entre nosotros. Parecía un coche solo, sin conductor, que guiado por la costumbre actuaba por su cuenta. En el juego, lo obligué a pasar dos veces por el mismo cantero, aplastando ligustros y otros ornamentos, y hubo un momento en que nos alejamos bastante de la banda, quedamos los dos dándole la espalda y mirando hacia el edificio donde vivía Carlos, casi sobre el borde de la calle. Apenas hacía ruido al deslizarse, y en los momentos de acechanza agitaba las escobillas del parabrisas o encendía los faros antiniebla mirándome fijamente. Estos movimientos me permitieron comprobar que sus ventanillas estaban cerradas, sin traza alguna de caños negros apuntando hacia afuera, y que sus cristales eran oscuros como el parabrisas. Comprendí que sus intenciones eran impedir que yo llegase a la tarima donde actuaba la bandita y mantenerme en ese juego hasta que acabase el concierto. Después no sé, si no me dejaba llegar quedaríamos los dos solos en la plaza, con toda la noche por delante. Su actitud, sin embargo, demostraba también el poder de la bandita, su condición milagrosa de poder mantener a raya a uno de estos monstruos.
Comprobada entonces la posibilidad del milagro, había que pensar urgente una estrategia para poder llegar al lugar donde los músicos tocaban, en esos momentos a no más de cincuenta metros de nosotros. ¡El monumento!, me dije, y hay que ver qué hermosa me sonó por dentro esta palabra a pesar de lo feo de ese adefesio solitario. Si lograba obligar al Falcon a dar la vuelta a su alrededor persiguiéndome, y yo en un brusco cambio de dirección volvía sobre mis pasos, mientras él, embalado, diera la vuelta completa alrededor de la estructura faraónica, yo ganaría la tarima de la banda antes de que él tuviera tiempo de completar la vuelta y colocarse nuevamente entre la bandita y yo.
Me encaminé lentamente hacia el monumento procurando que el coche acortara la distancia invariable que le interesaba mantener. Cuando conseguí que se pusiera a escasos metros de mi espalda salí corriendo de golpe iniciando un giro alrededor del monumento. Al perderme de vista durante unos segundos aceleró, y entonces me detuve bruscamente, pegando mi cuerpo contra la mole de cemento, y lo dejé pasar muy embalado, casi rozándome, al tiempo que iniciaba mi marcha en dirección contraria. En el brevísimo cruce, lo único que pude ver del coche fue el parabrisas salpicado de hojas y las escobillas enloquecidas agitándose. En la carrera se abrió el estuche de la flauta dentro de la valija, el tintineo de los tubos sueltos se mezclaba al ruido del motor del Falcon al otro lado del monumento. Al comprender mi treta aceleró más dando bufidos, corriendo inútilmente sobre terreno falso, mientras yo ganaba en línea recta el sagrado lugar ocupado por la bandita.
Unas trescientas personas, intocables mientras durara el concierto, rodeaban la tarima. Trataba de abrirme paso entre ellas cuando el Falcon apareció por el otro costado del monumento, mermó la marcha y se acercó a nosotros casi hasta rozarnos. Allí se detuvo. Los que estaban más próximos al coche se abrieron respetuosamente y siguieron escuchando el concierto como si no pasara nada. El Falcon, impaciente, dio un bocinazo pidiendo paso. Una bocina ronca, destemplada, de viejo coche de los años treinta, que hizo vacilar la armonía de la banda. La gente, atemorizada, se abrió en dos grupos dejando un espacio libre entre el coche y la bandita. El movimiento humano me dejó contra la tarima, protegida por una soga. El Falcon no se atrevió a avanzar por el camino que se le había abierto. Sin moverse, encendió un sinnúmero de luces adicionales, giratorias que destellaban en chisporroteos de diversos colores. El director, alcanzado por las lumbraradas, volvió un momento la cabeza hacia las luces y siguió dirigiendo, sin dar mayor importancia a esa presencia. Entonces el Falcon encendió los faros y concentró los chorros de luz sobre la banda. Envueltos en un incendio artificial, los músicos perdieron sus colores, los instrumentos se pusieron grises y el conjunto en general pasó a ser una foto velada, una diapositiva mal proyectada, algo como muy triste y muy abandonado, bandita zaparrastrosa en la plaza reseca de un pueblo polvoriento. El director, un rubio grandote, se volvió airado hacia el Falcon gesticulando y alzando la batuta. El coche retrocedió un par de metros, apagó todas sus luces y el motor, y esperó.
En cuanto quiso anochecer llegaron las patrullas, que nos rodearon tratando de retener a sus perros amaestrados, irascibles ante la música, que gemían por correr hacia nosotros y dispersarnos por todos los rumbos. Según el programa del concierto, impreso en la contratapa del folleto religioso, la banda estaba ejecutando la última pieza. En realidad la estaba repitiendo, por tercera o cuarta vez, para prolongar la libertad momentánea y, eventualmente, la vida de los más desgraciados. Da capo, da capo, gritaba el director tratando de hacer infinito algo tan perecedero como la música, que tiene estrictas limitaciones en el tiempo. La presencia descarada del Falcon volvía más celoso y moroso al director, que parecía dispuesto a seguir toda la noche con su concierto, violando acuerdos o tratados.
Un oficial se acercó con su perro a la tarima diciendo que el concierto debía terminar, pues ya era de noche. El Falcon, discretamente, encendió las luces de posición. El grandote de la batuta, sin dejar de moverla, asintió con la cabeza y ordenó a uno de los requintos que enfundara. El requinto obedeció, plegó las partituras y el atril, bajó de la tarima y salió hacia el furgón entre las cuerdas de un andarivel que unía la banda con el vehículo. Sucesivamente, según avanzaba la noche y llegaban más patrullas, los músicos fueron plegando sus atriles. Quedó un requinto solo, un trompa, un bombardino y el redoblante. El tema de la pieza, a cargo del único requinto, sonaba tristísimo. Pero dulce, como la lección fácil que yo tocaba para las flores de mi jardín abandonado.
El grandote movía la batuta sin control, hablando en voz baja con los músicos, atento más al Falcon que a la partitura. Conseguí ponerme a su lado y le oí comentar que se trataba de un abuso de autoridad. Entonces aproveché para decirle que yo era músico y que el Falcon estaba ahí por mí. El rubio me enfocó entonces con unos grandes ojos azules, incrédulos y fríos. El oficial y su perro gimiente se acercaron más, aunque siempre respetuosos de la autoridad de la bandita extranjera, sin duda para tenerme a mano en el momento preciso. Mientras los dos hombres se miraban fríamente contrapesando autoridades y poderes, aproveché para sacar la flauta de la valija y armarla, en tanto el Falcon, acaso para intimidarme, lanzaba un par de parpadeos de sus faros. Esto, y supongo que la presencia de la flauta decidieron al director, que de un manotazo me subió a la tarima sin dar tiempo al oficial a que atinase a nada con su neurótico perro.
¡Toque!, me ordenó enfrentándome al atril del requinto, quien me señaló el compás por donde iban que ni siquiera pude ver. ¡Toque, caramba!, insistió el grandote, seguro de que si no lograba hacerlo, él se vería en la obligación de entregarme al oficial y éste al Falcon verde. El requinto me señaló otro compás de la partitura, mientras yo luchaba todavía con mis nervios para poner los dedos en la flauta. Da capo, arriesgó el rubio, y viendo que el resto de la bandita repetía la partitura desde el comienzo para darme oportunidad de entrar mientras yo todavía vacilaba, se acercó y me colocó los dedos en la posición necesaria para tocar un re. «Ahora sople y toque siempre ese re hasta que esto se acabe», dijo muy agitado.
Mi re, limpio y cristalino, concordaba maravillosamente con las notas que tocaban los demás instrumentos. «Muy bien», dijo el grandote dejando que sus palabras se mezclaran a un destello satisfecho de sus ojos azules. «Genial», dijo el bombardino aprovechando un compás de espera, para darme ánimo. Algunos, entre el público, aplaudieron y hasta se oyó algún «bravo». Aplaudían mi salvación, claro, no la presencia regalada de mi nota. Acaso entre ellos estuviese Cristina, o el maestro Perini, o el propio Carlos, quién lo sabe. Yo sólo veía, en mi aturdimiento, un conjunto de óvalos faciales, cenicientos y desamparados.
Mientras soplaba mi nota solitaria, intuí que sin la presencia del Falcon difícilmente me hubieran admitido en la bandita. Qué director que se precie acepta a un músico de una sola nota. Como para creer que ese coche, aparentemente sin conductor y librado a sus propios instintos persecutorios, formaba parte de un milagro. Acaso su presencia fue urdida por la dinámica del milagro mismo.
El Falcon, cuando me vio integrado y por lo tanto fuera de su alcance, empezó a degradarse rápidamente, como si mi solitario re lo hubiese herido de muerte, como atacado por sustancias químicas. Giró torpemente dándonos la espalda, con intenciones evidentes de volver a su escondite de la calle Rivadavia. Pero la dirección no le respondía. Con una bujía desconectada, los cristales rotos, sonando en falso, pinchando ruedas, perdiendo escamas, derrotado, a tumbos y dando bandazos, vieja carreta en medio de un pedregal, fue a chocar contra el monumento, donde los vientos y las lluvias de un otoño súbito acabarían pudriéndolo, donde sería desguazado por los menesterosos y vendido por piezas en oscuros cambalaches.
Ante una señal del director dejé de tocar y me dirigí al furgón blanco por el andarivel, desde donde vi que las patrullas, aun antes de que acabase la música (el trompa y el bombardino seguían tocando), obligaban con sus perros a circular a la gente, detenían a los sospechosos y los llevaban a sus propios furgones.
Y más allá de los restos del Falcon aplastado contra el monumento y ya bajo piadosas lluvias, más allá de los aullidos de los perros que con obcecada irracionalidad mordían odiando sin saber lo que hacían en clara situación de milagro pude ver, desde el andarivel, el sendero que conducía a la plaza pueblerina. Bajo la glicina de la pérgola los instrumentos, redondos y dorados, brillaban al sol y llenaban el aire de una tranquila musiquita antigua. Mi tía Sonia, como en una postal, desplegaba sobre el banco de madera la campana ondulante de su vestido blanco.
«Vamos, pronto», dijo un requinto desde el extremo del andarivel. Y me tendió una mano para ayudarme a subir al furgón de la bandita.
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