lunes, 8 de junio de 2009

6. La consideración de la mujer

Dama escribiendoEl siglo XII, que en tantos aspectos se nos presenta como un escenario privilegiado en el que hacen su aparición novedosos personajes y doctrinas, o bien cobran nueva vigencia teorías antiguas y formas de vida ya existentes, también nos aporta una revalorización de la figura de la mujer, que tan necesaria se hace frente a la muy negativa prédica de los cátaros.

6.1. La veneración de la Virgen María: en el siglo de los caballeros, la Virgen María es la invocada Dama de los caballeros y de los monjes (muchos de los cuales, no lo olvidemos, provenían de la nobleza), la Reina y Madre de misericordias, según la proclama San Bernardo de Claraval, el Doctor de Nuestra Señora.

Su glorificación, todas sus prerrogativas están fundadas en su maternidad divina: es la Madre del Rey, del Emperador, del Todopoderoso, del Justo Juez, pero también del Cordero de Dios. Por esa maternidad es proclamada Reina de cielos y tierra, Abogada, Auxilio, Refugio, Consuelo, Señora y dulcísima Mediadora....; poco se habla por entonces de la "esclava del Señor". San Anselmo de Aosta (1033-1109) le dedica un poema que resume todos estos conceptos(30), los que desarrollará luego San Bernardo con el vuelo de un místico y la sabiduría de un teólogo. Finalmente, como dice Enrique Bagué: "Y si la Virgen era venerada y amada en aquella sociedad, ¿cómo no habían de serlo las mujeres?"(31)

6.2. El amor cortés: es el otro amor de los caballeros, a su otra dama; es el amor cantado por la poesía trovadoresca, el amor que transcurre en el ambiente de la nobleza, un amor que de alguna manera nos recuerda el amor profano que en el siglo XVI el Tiziano opondrá al amor sagrado.

Este amor expresa una idealización –y la consiguiente veneración– de la mujer(32), de la dama, que es objeto de inspiración para los trovadores, y para su amado es el objeto de todos sus desvelos. Pero lamentos, súplicas y la hazaña de una voluntad rendida ante todo y cualquier querer de su señora no la hacen menos inaccesible; sólo de ella depende la concreción de un amor que presenta múltiples facetas, entre las que se cuenta el hecho de ser casi siempre prohibido(33) y de infeliz desenlace. El amor cortés reinó en cortes como la de Champagne, en la que André le Chapelain compuso su De arte amatoria o Tractatus amoris, o la de Aquitania, con Guillermo IX –primer trovador conocido– y con su nieta Leonor, la Reina de los trovadores.

6.3. El sentir de la Iglesia: no ya referido a la Virgen María, ni a la idealizada dama de los caballeros, sino a la mujer cotidiana y desde diversas consideraciones, la Iglesia aporta testimonios que señalan la vigencia –si bien no absoluta ni universal– de un concepto de la mujer muy diferente del que comúnmente se le atribuye(34).

6.3.1. El pensamiento monástico: Jean Leclercq trae ciertas precisiones que nos interesan sobremanera, en función del pensamiento de Hildegarda sobre el tema. En primer término y refiriéndose concretamente al concepto que de la mujer se tenía en el siglo XII, distingue entre el que sustentaban los maestros escolásticos, y el que manifestaban los monjes en sus escritos y en sus predicaciones. Los primeros, influidos por la tradición helenístico-romana (Aristóteles, el estoicismo filosófico y la literatura satírica), se inclinan a considerar negativamente a la mujer. Juan de Salisbury, por ejemplo, y también Hildeberto de Lavardin (1133) abogan por el celibato como la mejor condición para el filósofo, opinión que es compartida por Abelardo(35) y por Marbodo, obispo de Tours (1123). Por el contrario, la gran mayoría de los monjes, desde la tradición bíblica y patrística y su elaboración teológica, valoran a la mujer y proclaman su igualdad con el hombre a los ojos de Dios. En este sentido recuerda Leclercq a San Bernardo de Claraval, quien se refiere a la mujer desde la figura de María, Madre de Dios, suma y modelo de virtudes, símbolo de la Iglesia; la mujer entra así en el designio eterno de Dios hacia la humanidad. Pero también menciona el santo la presencia femenina en Dios mismo: en la imagen de la madre cuyo amor no le permite olvidarse de su hijo (Is. 49,15), en la Sabiduría de Dios que preside el acto creador... Cuando habla de Eva, no le atribuye la totalidad de la culpa primera y dice que ella pecó por ignorancia, en tanto Adán lo hizo por debilidad, y porque prefirió cumplir los deseos de su esposa antes que los de su Creador y Señor(36). Y reiteradamente trae el ejemplo de las virtudes y las conductas de diversas mujeres de la Sagrada Escritura. También Aelredo de Rievaulx habla de un Cristo-Madre, que alimenta en su seno a todos sus hijos(37). Y los ejemplos se multiplican.

En segundo lugar encontramos la referencia positiva al amor conyugal, de gran importancia frente a las afirmaciones de los cátaros, y en abierto contraste con las generalizaciones provenientes del amor cortés, que darían la expresión "amor conyugal" como una contradictio in terminis. También aquí los escolásticos aparecen considerando el matrimonio como un remedio contra el desorden de la concupiscencia, en tanto los monjes continuamente recurren a la imagen del matrimonio para expresar la relación mística que une al alma con su Dios. Leclercq trae un maravilloso texto atribuido a Aelredo de Rievaulx, en el que la metáfora sirve para explicar la acción del Espíritu Santo en María, cuyo fruto es la Encarnación del Verbo: "En la unión carnal entre el hombre y la mujer acontece una generación por obra de ambos, pero sólo a condición de que entrambos reine el amor, la unión de voluntad y placer". Entre los teólogos, el término "amor" se aplicaba únicamente al sentimiento propio de los cónyuges, que resulta aquí enaltecido por la presencia conjunta de la voluntad y del deleite. El amor así concebido es plena realización de lo humano.

6.3.2. El monacato femenino: si bien su existencia data de antiguo, en el siglo XII presenta determinadas características que se relacionan con la consideración de la mujer en dicha época. Un monasterio, el de Santa María de Fontevraud, puede servirnos de punto de referencia al respecto. Fue fundado por Roberto de Arbrissel en el año 1096, como una orden mixta, es decir, de religiosos y religiosas que habitan casas separadas y se reúnen tan sólo en la abadía –situada entre ambas– para la oración y los oficios litúrgicos. Régine Pernoud nos dice que pocos años después contaba ya con trescientas monjas y unos setenta frailes(38), regidos, por disposición del fundador, por una abadesa a quienes tanto varones cuanto mujeres debían obediencia. Además esta abadesa tenía que ser una viuda, es decir, una mujer con experiencia de matrimonio. Tan peculiar monasterio ganó pronto gran fama y atrajo a numerosos miembros de la nobleza y a mujeres que signaron la historia de Francia y de Inglaterra, como Leonor de Aquitania, quien halló en Fontevraud la morada de su último descanso, junto a su esposo Enrique y su hijo Ricardo. La estatua yacente de Leonor nos la presenta con un libro abierto entre las manos, y la alusión no es sólo a la cultura de la reina.

6.4. La educación de la mujer: en efecto, en el siglo XII no era extraño ni mucho menos encontrar mujeres que supieran leer y escribir, y que cultivaran la literatura clásica.

La fuente de tales conocimientos eran los monasterios femeninos, en los que se admitía a niñas y niños (éstos, sólo hasta los doce años) y se les enseñaba a leer y a cantar, dándoles así la posibilidad de participar en la liturgia(39). Las niñas que luego continuaban sus estudios –las futuras religiosas– aprendían por lo general a escribir, a pintar, avanzaban en el conocimiento de la Sagrada Escritura, y recibían una buena formación en artes liberales (según los lineamientos proporcionados por San Agustín para la formación del cristiano) y en la cultura patrística. Precisamente en el monasterio de Argenteuil recibió Eloísa la esmerada educación que asombró luego a sus contemporáneos, y que continuó con su por entonces maestro Abelardo; abundan en sus cartas las citas y las referencias a Séneca, Ovidio, Lucano, Horacio, Cicerón, San Agustín, San Jerónimo, Aristóteles, Boecio y, por supuesto, las Sagradas Escrituras(40). "Famosa por sus poesías fue María de Francia; la reina Matilde, esposa del rey de Inglaterra Enrique I, mujer de notable instrucción, protegió a estudiosos y poetas como Marbodo de Rennes e Hildeberto de Le Mans, que le dedicaron varias de sus obras. En la vida religiosa destacan la monja Hrotswitha, abadesa de Gandersheim, poseedora de una cultura clásica exquisita, que escribió comedias imitando a Terencio(41), además de una gesta histórica sobre el emperador Otón I; Gertrudis la Grande, autora de El Heraldo del Amor Divino; Herrada de Landsberg escribió una enciclopedia, El jardín de las delicias, para la instrucción de sus monjas. Así, la mujer hermosa, culta, piadosa y de múltiple actuación en el mundo(42) se convierte en una figura ideal que inspirará al hombre –caballero, monje o sacerdote– ese sentir cortesano tan propio del siglo XII, y para el que la literatura clásica proporciona modelos y formas de expresión adecuados (aun con la peligrosa secuela de paganismo y de erotismo que sus imágenes traen consigo)"(43).

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