Leonor De Aquitania
Fue la precursora del feminismo en una época en la que las mujeres vivían auténticamente sometidas a los dictados de los hombres. Ella, además, lideró su revolución en el seno de la realeza francesa, lo que todavía da más mérito a su enorme labor. Sufrió el descrédito personal de sus enemigos, pero el tiempo y los siglos le han devuelto a su lugar de honor como una de las mujeres más importantes y decisivas de la historia…
Juan Antonio Cebrián
Nos encontramos ante una de las grandes agitadoras culturales del medievo europeo. Su aparición provocó que los cimientos de la historia tiritaran trémulos ante su inusitada rebeldía. Gracias a ella hoy conocemos mejor a Camelot y su maravilloso universo de personajes y aventuras, algo impagable para las diversas generaciones de soñadores que han visto el discurrir de la humanidad.
Nacida en el año 1122, era descendiente del duque Guillermo X de Aquitania y de la cortesana Dangeraus, nobles gobernantes de un inmenso territorio en el sur de Francia. La pequeña creció bajo el amparo de tutores que le inculcaron un amor pasional por las bellas artes. Así, desde muy temprana edad, mostró dotes excepcionales para la música y las lenguas. Por desgracia, su juventud quedó truncada al cumplir los quince años de edad, cuando falleció su padre, lo que la convirtió en la heredera única de aquel ducado tan ambicionado por Francia. La situación política generada tras el óbito ducal no invitaba a pensar en nada halagüeño para aquellos lares sureños. Así, la solución más razonable pasaba por entroncar los dos principales linajes galos. De ese modo y, sin consulta previa, se vio obligada, por bien de su patria, a unir su destino al del futuro rey de Francia, Luis VII, si bien el matrimonio entre el inminente monarca y la poderosa noble generaba dudas, entre otras cosas porque las personalidades de los contrayentes eran antagónicas: por un lado, Luis era recatado, piadoso y fervoroso creyente; por otro, la culta y hermosa Leonor llegó a París dispuesta a revolucionarlo todo. Sus bríos, inquietudes y alboroto sexual desataron toda suerte de críticas incendiarias sin que ella pudiera o quisiera evitarlo.
Rumbo a las cruzadas
En 1145, tras casi ocho años de matrimonio, nació la primogénita Marie. Por desgracia, no llegaba varón a la familia. En cambio, lo que sí llegó fue la Segunda Cruzada en Tierra Santa; una vez más, para sorpresa de todos, Leonor se destapó con otra de sus brillantes genialidades: organizó un regimiento de mujeres para que acompañasen a las huestes de Luis VII en aquella aventura por el control y dominio de Jerusalén. Ella misma se puso al frente de unas mil damas y plebeyas que, desde luego, asombraron allá donde fueron.
En el año 1147, el ejército cruzado hizo acto de presencia en los territorios orientales y Leonor se reunió con su tío Raimundo de Poitiers, príncipe de Antioquía. El efusivo encuentro entre tío y sobrina no pasó desapercibido para el receloso rey galo. Finalmente, la tensión emocional se adueñó del momento hasta desatar la furia incontrolada del monarca, que originó una feroz riña que terminó cuando el piadoso agarró por la melena a la occitana, a la que sacó a la fuerza del recinto palaciego donde se hallaba. La violencia con la que fue tratada motivó otra reacción de nuestra heroína, inusual para esos tiempos machistas: Leonor se fue de Tierra Santa, pero no a Francia, sino a Roma, donde se entrevistó con el mismísimo Papa Eugenio III para solicitarle el divorcio. El Pontífice consiguió calmar la tempestad, pero la leyenda generada por Leonor en cuanto a sus continuas infidelidades, sumada a su incuestionable personalidad fueron un obstáculo insalvable para Luis VII, y en 1152, él mismo solicitó la disolución del vínculo matrimonial. Entonces, el Papa no tuvo más remedio que acceder y Leonor, a sus treinta años, fue liberada del compromiso.
Al poco reparó en un jovencito que había conocido tiempo atrás en la corte parisina. Se llamaba Enrique Plantegenet; era el futuro rey Enrique II de Inglaterra. La elección era tan acertada como provocadora, dado que el mozalbete gozaba de buena posición y espléndido aspecto gracias a sus cabellos rojos, cara pecosilla y, sobre todo, a sus dieciocho vigorosos años, que prometían magníficas sensaciones a la seductora noble francesa, quien si dilación, se puso manos a la obra en el empeño de conseguir cautivar el corazón del apuesto heredero.
Desde Poitiers envió una carta de amor donde se declaraba sin tapujos al inglesito, que se mostró bien receptivo. Las cosas se arreglaron para propiciar un flamígero encuentro entre los dos que desembocó en boda ese mismo año, lo que dejó a media Europa con la boca abierta, en especial al piadoso Luis VII, que lo interpretó como una bofetada contra la propia Francia. Desde entonces, las dos potencias se convirtieron en naciones enemigas y se enzarzaron en una disputa territorial que se prolongó durante tres siglos y que concluyó con la llamada Guerra de los Cien Años.
Leonor, primero reina de Francia y ahora de Inglaterra, se convirtió en un personaje odiado por los franceses y denostado por escritores y juglares afines a la monarquía gala. De ella se decía que pasaba de cama en cama con una vorágine lasciva y casi infernal que confundía la mente y el alma de sus amantes. Se le atribuyeron miles de ellos, de toda clase, condición y raza, desde altivos nobles hasta esclavos negros.
Lejos de ofenderse con las injurias siguió entregada a su nuevo amor, con el que tuvo ocho hijos. Por cierto, dos de ellos, Ricardo Corazón de León y Juan “sin Tierra”, llegarían a reinar siempre bajo la atenta mirada de su madre, la cual no se contuvo a la hora de opinar sobre cómo debía conducirse ese inmenso reino separado por las aguas del Canal de la Mancha.
La leyenda del rey Arturo
En 1169, Enrique II, harto de intromisiones femeninas, envió a Leonor a sus posesiones de Aquitania. Una vez establecida en Poitiers, recuperó el tiempo perdido y creó una espléndida corte que pasaría a la crónica de la luminosidad creativa. Con la complicidad de su hija mayor, Marie de Champagne, considerada la primera poetisa de Francia, instauró protocolos originales que potenciaron la caballerosidad galante y un amor puro y sincero. Así nació el amor cortés, un auténtico símbolo romántico del medievo a cuyos cánones se aferraron los amantes más gozosos de tan brumosa y sangrienta época.
Pero, sin duda, el suceso literario más destacado de este periodo vino de la mano de una reina siempre soñadora y amante de las viejas tradiciones. Gracias a su generoso mecenazgo, múltiples creadores pudieron dedicar sus principales esfuerzos a la recuperación de pretéritas leyendas ancestrales, la composición de bellas poesías, así como exquisitas músicas y baladas. Lo más destacado se alcanzó cuando Leonor empeñó su corazón en la recopilación de las antiguas narraciones orales celtas. Esa gozosa misión le fue encomendada a los mejores trovadores y escritores del momento, como son los casos, entre otros intelectuales de elevada condición cultural, de Chrétien de Troyes o André Le Chapelain.
Los trabajos se prolongaron durante largos meses en los que los reputados investigadores sondearon aquí y allá buscando el alma de una de las más formidables y asombrosas historias épicas que vieron los tiempos. Y, poco a poco, resurgieron con fuerza lugares y personajes tales como el rey Arturo, Camelot o los doce caballeros de la Tabla Redonda, al igual que nobles ideales encarnados en la búsqueda de la pureza a través del Santo Grial.
El 31 de marzo de 1204, Leonor fallecía tras mil vicisitudes humanas y estratégicas sin proferir un solo lamento, sin haber perdido un diente y con el pelo blanco y sedoso como el lino. Su imagen reflejaba la serenidad de aquel que ha cumplido una magnífica misión. Había muerto una gran reina, pero sobre todo, una inmensa mujer. Su cuerpo encontró una última morada en la abadía de Fontevrault. Desde entonces reposa al lado de su querido hijo Ricardo Corazón de León. En ese momento, caballeros heroicos, románticas damas, fieros dragones y gentes de toda clase, raza o condición derramaron sus lágrimas por la mujer que supo entenderlos a todos. Fue la precursora del feminismo y una luchadora como jamás se había visto, defensora de la igualdad entre sexos e instigadora de una original revolución cultural que fue semilla y origen de los mejores sentimientos humanos.
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