OCÉANO MAR, DE ALESSANDRO BARICCO
Aunque Seda sea el libro que haya consagrado a Baricco en el mercado editorial español, un libro que ha sido y es referencia constante en librerías de todo el país, el verdadero salto al panorama literario internacional lo dio con Océano mar, que le valió el premio Viareggio y que le ha convertido en uno de los escritores contemporáneos italianos más leídos de todo el mundo. En realidad, el vínculo entre los dos libros es bastante fuerte, cimentado en un estilo narrativo muy característico. Baricco tiende a un uso del lenguaje con intención estética que bien podría calificarse de exquisito. En algunos momentos roza la prosa poética, aunque a diferencia de Seda, no mantiene el tono a lo largo de todo el libro, sino que más bien utiliza la novela como un laboratorio de experimentación narrativa en el que hace del género lo que le place.
La estructura de la novela está divida en tres partes muy distintas pero complementarias. En la primera de ellas, titulada «Posada de Almayer», Baricco introduce a los personajes con una polifonía de voces que entremezcla las historias personales de cada uno. El punto de unión entre todos ellos es el lugar donde al final acaban acudiendo, como atraídos por una especie de imán. En este caso la fuerza es centrípeta, todos, tan distintos al comienzo, confluyen en un mismo punto que de alguna manera los hermana. Ese punto de confluencia es la posada de Almayer, que es un espacio mágico y mítico, prácticamente secreto, que tiene capacidades curativas debido a su cercanía con el mar. Es un mundo intermedio, que ya no es tierra pero que todavía no es mar, que es tiempo en definitiva. Es un lugar que no existe y donde el tiempo se ha anulado. Algunos de los habitantes de la posada tienen la sensación de haber estado en ella desde siempre.
Y es que una vez allí los personajes cambian radicalmente su manera de entender el mundo, tanto que uno de ellos reconoce que «este es un lugar donde te despides de ti mismo», que en realidad es como encontrar la paz con uno mismo. El salto de un personaje a otro es rápido, las historias se describen con brevísimas pinceladas, tan poéticas a veces que es difícil captar toda la información.
Lo que les une a todos, más que la posada de Almayer, es su atracción hacia el mar. Los personajes más interesantes son Plasson y Bartleboom, que de alguna manera se complementan, tanto que «si alguien los acoplara a los dos, obtendría un loco único y perfecto». Plasson es un pintor de éxito que decide abandonar su carrera para dedicarse a pintar un retrato del mar. Para conseguirlo tiene que encontrar la forma de empezar la pintura ―encontrar los ojos del mar―, lo que le lleva a la búsqueda de sus orígenes. Bartleboom, en cambio, busca exactamente lo contrario: está haciendo una obra enciclopédica sobre los límites del mundo, una obra fantasiosa y gigantesca que no puede dejar de contener los límites del mar. Ambos forman un círculo cerrado en torno al mar que tiene como resultado una fuerte amistad que los unirá mientras vivan. Bartleboom parece que llega a obsesionarse con los cuadros de Plasson, donde el mar aparece sobre todo como lienzo en blanco, como si fuera consciente de la imposibilidad de cercar un concepto tan inefable como el mar. Como si supiera que, después de todo, el mar carece de inicio y de final.
Otro de los personajes imprescindibles en Océano mar es Elisewin, la joven delicada y llena de fuerza. Frente a la enfermedad que está a punto de llevarla a la tumba el mar se plantea como la única y última salvación posible. El mar podrá salvarla o matarla, pero lo incomprensible para su padre, el barón de Carewall, siempre será que esas dos opciones, casi mágicas, estén contenidas en una palabra tan simple y al mismo tiempo tan infinita. Su camino se cruza con el del misterioso Adams, que es capaz de transmitirle sus conocimientos a través de la relación sexual, una idea platónica del amor como acceso al conocimiento. Esta transmisión es lo que permite rescatar para Langlais las historias que estaban perdidas en algún lugar del interior de Adams.
La vida de Adams, en realidad, sólo toma sentido tras la lectura de la segunda parte de Océano mar, el pasaje más intenso y maravilloso del libro y uno de los más impresionantes de toda la literatura de finales del siglo XX. Se trata del naufragio, del desolador e infernal descenso a los infiernos representados en el mar. La experiencia brutal cambiará para siempre a los pocos marinos que consigan sobrevivir, creando un vínculo irreconciliable de venganza entre dos de ellos. Aunque lo magistral del fragmento es la forma en la que está narrada: el lector va siguiendo el cada vez más rudimentario hilo mental de los supervivientes, con sus idas y venidas, como si fueran olas de ese mar en el que sus vidas están perdidas. Poco a poco la narración va perdiendo coherencia, a medida que los supervivientes pierden la cordura. La situación se va volviendo cada vez más cruda. Y detrás de toda esta violencia la revelación más sorprendente del libro: el mar es en realidad un símbolo de una verdad superior que prácticamente se diviniza, y a la que se dedica una oración. No puede ser de otra forma, ya que se trata de un elemento en cuyas manos está la vida o la muerte de los supervivientes. Su supervivencia pende de un hilo que es muy frágil y que está sometido a posibles tormentas, a su inmensidad, o su falta de alimentos y de bebida.
El mar, que en la posada de Almayer había representado un camino posible para la curación de Elisewin, y prácticamente para todos los habitantes de la posada, se muestra casi como una entidad demoníaca a la que el ser humano no puede menos que someterse. Y es precisamente este mar, nueva divinidad del panteón humano, la encarnación de la Verdad. El puñado de supervivientes, después de haberse agarrado con uñas y dientes a la vida, después de haber asesinado y comido carne humana cruda, han conocido la naturaleza de esa Verdad representada por el mar. Y jamás podrán volver a ser los mismos, porque «quien ha visto la verdad permanecerá para siempre inconsolable». Hay un momento en el que ya son conscientes de que no existe salvación posible, de que aunque les encuentren y les lleven de nuevo de vuelta a tierra firme habrán perecido en el viaje, o al menos una parte importante de ellos, como puede verse en Adams.
El contacto con la Verdad hace que los personajes permanezcan para siempre inconsolables. Es una vieja idea que se remota al Antiguo Testamento, en el que nadie podía contemplar el rostro de Dios sin que se produjera su muerte fulminante. Otros hitos importantes en esta tradición son Ovidio en sus Metamorfosis con el mito de Apolo y Dafne, Thomas Mann con Muerte en Venecia o el cuento de Borges “La máscara y el espejo”. Aunque en todos estos casos hay que señalar que la Verdad se identifica con la Belleza, y sólo en el caso de Borges se plantea una situación más ambigua. El punto de vista de Baricco es bastante más negativo: la Verdad simbolizada en el mar, la Verdad a la que accede el ser humano, es absoluta y tremendamente desoladora.
En la última parte se vuelve una vez más a la historia inicial después del paréntesis del naufragio. El estilo vuelve a cambiar radicalmente, conformando a partir de aquí un conglomerado bastante heterogéneo. Hay una unidad, por encima de la multiplicidad de estilos, que da coherencia al conjunto. En esta parte se resuelve el final de la vida de cada uno de los personajes: si la primera parte era centrípeta en esta tenemos un movimiento centrífugo, de fuga de la posada de Almayer. Su relación con el mar, como les ocurre a los náufragos, les ha cambiado para siempre y les ha condicionado el resto de sus vidas, no siempre para mejor. Lo que sí es cierto es que el mar que ellos han conocido no se corresponde exactamente con el mar de los náufragos, con el mar de Adams. Su contacto, simbolizado en ese paseo nocturno, está más bien cargado de connotaciones positivas, lo que indica la ambivalencia del mar, que se presta a interpretaciones contradictorias.
¿Cuál es el concepto del mar que más se acerca a la Verdad? Pues posiblemente el de los náufragos. Todos los intentos por aproximarse al concepto de mar de la pareja formada por Plasson y Bartleboom, el primero a través de la pintura y el segundo con la búsqueda de sus límites, no parecen dar frutos tan evidentes como la traumática experiencia vivida en alta mar por Adams. Los lienzos completamente blancos de Plasson y comprendidos perfectamente por Bartleboom parecen incidir en la imposibilidad de dar con esa Verdad o al menos con su representación. Bartleboom tampoco consigue dar con los límites del mar y su obra no verá la luz. Frente a eso el naufragio es algo real y tangible que parece decir mucho más sobre el mar que un lienzo blanco.
Es esa exactamente la intención del misterioso personaje alojado en la posada de Almayer y del que sólo se informa al final del libro. Ese «decir el mar», con imágenes Plasson, con palabras Bartleboom y con vivencias Adams, parece ser en el fondo el objetivo de Baricco con Océano mar. Como si la verdad pudiera contenerse en una única palabra, al modo del poeta borgeano de “La máscara y el espejo”. Como si esa sola palabra que contuviera la verdad, sílaba a sílaba, fuera tan simple y al mismo tiempo tan infinita como la palabra “mar”. Es eso lo que Baricco pretende en su novela: decir el mar. Pero para decir el mar, para expresarlo en su totalidad, hay que dar cuenta de ese mar benéfico que se ha utilizado como cura para muchas enfermedades desde antiguo ―y que ha proporcionado alimentos―, y de ese mar maléfico bajo cuyo capricho se encuentran las vidas de aquellos que osan adentrarse en sus entrañas.
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