miércoles, 4 de marzo de 2009

OPINIÓN

Aventuras, desventuras y lectores

Investigadora y docente de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, la autora plantea el debate de la eventual extinción del libro tradicional ante el avance del electrónico. A su vez, descubre las posibilidades de la lectura en tiempos de crisis.

Por Liliana Lotito*
Especial para Segundo Enfoque

“Desde hacía un tiempo Amedeo tendía a reducir al mínimo su participación en la vida activa. No es que no le gustara la acción y, sin embargo, de año en año, el furor de ser él quien actuaba iba disminuyendo (...) No obstante, el interés por la acción sobrevivía en el placer de la lectura: su pasión eran siempre las narraciones de hechos, las historias, la trama de las vicisitudes humanas.”
Este fragmento pertenece al cuento “La aventura de un lector” de Italo Calvino, y retoma de manera particular –eso es lo que suele hacer la literatura: retomar temas conocidos desde perspectivas originales- la vieja tradición del lector apasionado de novelas que llega al punto de no reconocer los límites entre ficción y realidad (el Quijote lleva la confusión hasta las últimas consecuencias). “Nada iguala el sabor a vida que hay en los libros”, piensa Amedeo.
En el cuento de Calvino, el personaje no puede atender al interés que despierta en él –y que él despierta en ella- una mujer a la que conoce casualmente en una playa porque lo tironea la novela que está leyendo. A Amedeo le gusta la acción pero para él la acción está en las novelas que lee, no en lo que puede suceder con esa mujer que está a su lado. Para él la cuestión es simple: las historias de los libros son su historia. Vive para leer, vive porque lee.

Si se vira bruscamente el rumbo de estas reflexiones, la contracara de estos casos de pasión por la lectura, de pasión por la literatura, parecen ser los alumnos de las escuelas –aunque las generalizaciones sean, siempre, poco confiables-, acusados permanentemente de ser lectores desinteresados, irreductibles en su afán de no querer descubrir el placer por la lectura, el placer que les generan las ficciones a aquellos que sí lo descubrieron.
Grandes debates se han dado y se siguen dando en torno a las causas de ese desinterés: la televisión fue siempre la principal sospechosa pero también la imagen en general, que compite con la letra escrita. “En un mundo dominado por la imagen, nadie lee libros”; “mirar es más fácil que leer”, se argumenta pero no se fundamenta. También se mencionan otras causas: la despreocupación de los padres, que no “incentivan” a los niños para que lean; o, concretamente, la falta de libros.
Definitivamente, los chicos leen poco, las estadísticas parecen confirmarlo y la escuela se empecina en buscar afuera las causas. Pero también se dice que los adultos leen poco. ¿Cómo se explica, entonces, el fenómeno Harry Potter (ahora también el caso Tolkien) y las novelas que lo tienen como protagonista -devoradas por chicos y adultos que se convierten así en fanáticos consumidores de literatura-, que agotan ediciones, una tras otra...? Contradicciones alrededor de la lectura literaria difíciles de explicar.

Aunque todos estos debates han perdido terreno en los últimos tiempos frente a otro tema, también polémico: el de “la lectura y los cambios tecnológicos”.
La posible desaparición de los libros tal como los conocemos; la sustitución de esos objetos de papel –casi sagrados para algunos- por una pantalla o por libros electrónicos y, además, la lógica y previsible consecuencia de que, al cambiar las características del objeto de lectura cambiará la forma de leer, son cuestiones que hicieron correr ríos de tinta en los últimos tiempos.
Libros, diarios y revistas recogieron el debate. En la introducción del libro El futuro del libro. ¿Esto matará eso?, Geoffrey Nunberg escribe: “Las discusiones públicas se han visto dominadas por las profecías de personas a las que la prensa suele definir como: ‘visionarios de la informática’. Nos ofrecen un futuro donde los libros impresos, las bibliotecas de ladrillo y cemento, las librerías y los editores tradicionales han sido sustituidos por instituciones y géneros electrónicos; donde la narrativa tradicional ha cedido todas sus importantes funciones al hipertexto o a los multimedia (...)”. Nunberg se pregunta si esas profecías no serán en realidad “una visión calculada” destinada a provocar “la indignada reacción de bibliófilos” y cita la declaración de la novelista E. Annie Proulx: “Nadie va a sentarse a leer una novela en una ridícula pantallita. Nunca”.
Si Amedeo participara de este debate, seguramente se plegaría a esta idea de la novelista: es de los lectores que todo lo dejan por la lectura, de esos que leen en cualquier lugar y a pesar de todo: acostados sobre una roca, sentados o parados en un tren repleto de gente, mientras abrazan a una mujer...
El hecho es que existen y conviven los defensores de la lectura en pantalla y los que se aferran a la idea de que el libro nunca morirá. El tema mereció –merece- el interés de estudiosos y también de los medios (si se rastrean diarios y revistas publicados en los últimos cinco años se encontrará un número importante de notas dedicados al mismo). No hay duda de que es un tema fascinante.

Para los argentinos, “era” un tema fascinante. La crisis –un nombre genérico para designar lo que nos sucede- vino a cubrirlo todo: los discursos cotidianos, los discursos periodísticos. La corrupción, la violencia y la inseguridad consecuente, la desocupación, el hambre de tanta gente son los temas que llenan las conversaciones, las notas de los diarios, los programas periodísticos radiales y televisivos.
¿Y la lectura? ¿Tiene algún lugar la lectura de literatura en la vida de las personas en tiempos de crisis? Me pregunto qué les pasa a las personas frente a un cuento o una novela hoy, en tiempos de profunda crisis. Puedo imaginar que los lectores se desconcentran (pierden el hilo de la narración) pensando en el trabajo que no consiguen porque ya no buscan; en los que se fueron y aceptan cualquier trabajo en otros países; en los personajes corruptos que llevaron al país al lugar en el que está; en la sensación de miedo de la que nadie parece salvarse; en las imágenes terribles que arroja el televisor todo el día. Tal vez toman el libro, pero luego, distraídos y angustiados, lo dejan.
En tiempos de crisis se hace difícil leer ficción. ¿Por qué? Tal vez porque leer ficción es leer el mundo en los libros, es leer el mundo en que se vive a través de los mundos posibles creados en los libros. La posibilidad infinita de creación de ficciones deriva de la posibilidad inagotable del ser humano de crear mundos alternativos, otros mundos posibles. En tiempos de crisis a los lectores nos cuesta encontrar un sentido para las ficciones que leemos y por eso perdemos su hilo (nos perdemos); pero (o porque) también estamos perdidos en nuestra realidad, para la que tampoco encontramos sentido.

Una última vuelta de tuerca. Mientras alguien escribe estos comentarios sueltos sobre el tema de la lectura y luego, mientras algún lector los lea, seguramente Amedeo seguirá pasando las páginas de alguna novela, seguirá prefiriendo que actúen los personajes de ficción a actuar él.
Amedeo es un apasionado lector, pero no lleva a la vida lo que lee. Por el contrario, deja de vivir por leer. Le falta saber algo: que el lector de literatura conoce a través de lo que lee, aprende al confrontar su propia vida con las vidas que conoce a través de la lectura, y, de ese modo, vive más, tiene una “milagrosa ampliación de la experiencia”, como dice Henry James. Y porque aprende luego actúa, se mueve en su mundo, convierte lo que sabe en acción y modifica y se modifica. ¿No habrá alguna esperanza para nosotros semioculta en estas ideas?
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*Liliana Lotito es profesora en Letras.

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