miércoles, 4 de marzo de 2009

El Lector: Construcción, modalidades y tipologías*

Reader, Construction, Modalities and Typologies

Carlos O. Antognazzi1

1. Santo Tomé, Santa Fe, República Argentina

Resumen

El papel del lector en la organización del texto. Se consideran tres formas posibles de participación del lector: a. el lector construye al texto que lee; b. el texto leído construye al lector; y/o c. el escritor construye al lector.

Palabras clave: Lector, texto, construcción, organización.

Abstract

The role of the reader in the organization of the text. Three possible forms of participation of the reader are considered: a) the reader constructs the text that he reads; b) the text read constructs the reader; and c) the writer constructs the reader.

Key words: Reader, text, construction, organization.

Recibido: 18-01-05 • Aceptado: 20-02-05

«El lector es un conjunto de condiciones de felicidad»

Umberto Eco

«Un puente es un puente con un hombre arriba»

Julio Cortázar

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Cuentan que en Sudán se establece un rito cada vez que el narrador va a hablar; el narrador dice:

—Voy a contarles un cuento.

A lo que los asistentes, infaliblemente, contestan:

—¡Namún! (quiere decir: ¡claro que sí!).

El diálogo prosigue:

—No todo es verdad.

—¡Namún!

—Pero no todo es mentira.

¡Namún! (Taller de escritura, p. 253).

Es decir: los que van a escuchar saben que entran, de esa manera, en un ámbito fuera del tiempo, fuera de lo real, y que eso implica aceptar una suspensión de la realidad, y acatar otras reglas que no son las del mundo físico concreto en que viven. Los oyentes se vuelven cómplices del orador. Así los lectores, también, cuando toman un texto en sus manos. Quizás el ejemplo más claro (y el deseo de todo autor, sin dudas) sea el planteado por Calvino en el cuento «La aventura de un lector», donde el personaje se resiste a la seducción de una bañista pues «mientras pudiera, quería seguir adelante con la lectura. Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una relación de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes» (Calvino, a, 111-112).

La lectura no es un hecho natural, como “ver”. Requiere de un proceso mental, es un producto social, está ligada a la civilización y a la cultura. Por eso leer es difícil, exige un esfuerzo, y supone en el lector una cuota de conocimiento, una competencia, que le permita entender lo que lee, procesarlo, y utilizarlo luego en consecuencia. Por eso leer es participar: se participa de un juego, de una idea, de un proceso. Es un hecho activo, no pasivo. Para algunos incluso (quizás más todavía en esta época) constituye «un acto subversivo» (Pennac, 13).

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En la relación escritor-texto-lector existen tres figuras posibles que no necesariamente se dan por separado; de hecho lector y texto se construyen mutuamente, en un ida y vuelta, pero para el caso que nos ocupa vale la división:

El lector construye al texto

El texto construye al lector

El escritor construye al lector

A. El lector construye al texto

Lector y escritor van juntos. No existe uno sin el otro. En cierta medida leer es escribir, como sostenía Barthes, y es también hacer, como sostiene Jitrik ya desde un título, Cuando leer es hacer. Hay, así, un acto, una voluntad, y una construcción de una esfera lúdica, de sentido, por parte del lector. Yo como lector acepto construir un mundo que la lectura me sugiere. De allí que haya tantas posibilidades de lectura para un mismo texto como lectores existen. Es lo que plantea Borges en «Pierre Ménard, inventor del Quijote»: al leer se reelabora la propuesta original del escritor, se potencia, se la vuelve activa, gerundio. «Somos nosotros los verdaderos Pierre Ménard de Borges; nosotros, quienes las hacemos (a las obras) nuevas en la lectura», afirma Tacca (p. 9). Así, «con cada acto de lectura y con cada lector surge para el texto una situación distinta. (...) De esta manera ocurre que la experiencia estética, que tiene lugar con esta actividad de cooperación, surge a partir de una relación de la realidad del texto con la vida extratextual de todos los días. La labor de constitución que realiza el receptor se apoya y configura en la referencia con los problemas de la vida diaria» (Acosta Gómez, 168-169).

Si estamos de acuerdo en que el lector lee desde un posicionamiento determinado por el medio y sus circunstancias, hay que reconocer que el autor también escribe determinado por su propio medio y sus propias circunstancias. La situación de la producción del texto determina al autor, y la situación de la recepción del texto determina al lector (Spillner, 110). El texto será reelaborado desde esa situación de recepción en que se encuentre el lector en el momento de la lectura.

Hay tres buenos ejemplos que señalan las particularidades del lector: Berti, como lector de Hawthorne, hace una reelaboración y escribe la novela La mujer de Wakefield, que coquetea con el cuento y algunas ideas de Hawthorne y es, además, un texto nuevo, que Hawthorne no imaginó y que completa al cuento original al funcionar como un reflejo especular: Hawthorne narra desde el punto de vista de Wakefield, y Berti desde el punto de vista de la mujer de Wakefield.

El segundo ejemplo es el de Shields, en El misterio de Mary Swann: en un simposio sobre literatura han desaparecido los ejemplares del libro sobre el cual versa, justamente, el simposio, y los asistentes deben apelar a su buena o mala memoria para recordar los poemas. Como sólo recuerdan palabras o versos incompletos, el resultado final se asemeja a un Frankenstein literario que en nada recuerda al libro robado. Y como Shields en ningún momento presenta alguno de los poemas tal cual fuera escrito por Mary Swann, el lector permanece perdido en la “oscura selva” de la verborragia académica, sin asidero que le permita, siquiera, saber qué escribió la difunta Swann. Toda ironía sobre los congresos de literatura no es casualidad, en especial porque Shields sabe de qué escribe: es catedrática de literatura en la Universidad de Manitoba, en Canadá.

El tercer ejemplo es el de Saramago en Historia del cerco de Lisboa, en donde el corrector de pruebas de una editorial, al revisar el texto de un libro, decide cambiarlo, provocando una nueva “Historia” de Portugal. Es decir, el personaje, desde su lectura, genera (casi) una ucronía.

En los tres casos la figura del lector es más importante que la del escritor, porque es el lector, en definitiva, quien va a darle sentido o no a un texto, quien colabora en su construcción (Berti), su fragmentación (Shields), o en su modificación (Saramago). Bien mirado, no obstante, los tres son casos de construcción: en todos el escritor sólo elaboró una versión de las múltiples posibilidades que tenía, abrió el juego, pero es el lector quien elige leer y, al hacerlo, selecciona una posibilidad. Y es ese lector quien puede multiplicar un mismo texto en infinitas posibilidades: con cada nueva lectura el texto se expande y “dice” cosas diferentes. Roa Bastos sostiene, así, que «un lector nato siempre lee dos libros a la vez: el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso, y el que él escribe interiormente con su propia verdad» (p. 159).

B. El texto construye al lector

Piglia postula otra característica del lector, que supone también un acto participativo, aunque de orden diferente: «El lector ideal es aquél producido por la propia obra. Una escritura también produce lectores, y es así como evoluciona la literatura. Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer» (Roca, 77). Es decir que no sólo es el lector quien le da sentido a una obra con el acto voluntario de la lectura, sino que hay ciertas obras que moldean al lector para que las entienda. Se establece así un ida y vuelta, que bien puede generar una retroalimentación ascendente.

Se puede bosquejar este camino en cinco pasos en donde, como la serpiente Ouroboros, el final se entronca con el principio: 1º) yo leo y por lo tanto escribo; 2º) escribo y por lo tanto construyo al lector; 3º) construyo al lector y por lo tanto mi obra adquiere sentido; 4º) mi obra adquiere sentido y por lo tanto yo lo adquiero, y en consecuencia escribo; 5º) yo escribo y por lo tanto leo.

No todo libro tiene lectores cuando se publica, así como no es lo mismo leer un libro en el momento de su publicación que leerlo décadas más tarde. Hay libros que sólo se comprenden tiempo después de haber sido publicados, como ocurrió con el Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido, de Proust. Lo mismo puede decirse de las novelas de Kafka, que se conocieron gracias a Brod, cuando el autor ya había fallecido. Y esto cabe no sólo cuando se trata de una misma obra leída por diferentes lectores, sino por una misma obra cuando es leída por el mismo lector pero en diferente época (Wellek y Warren, 173): nadie se baña dos veces en el mismo río, y nadie lee dos veces el mismo libro. El lector cambia, y cambiará, por ende, su apreciación del texto. «De este modo, cierta forma de ver o de interpretar, asumida en una época o propia de un conjunto de sujetos por razones de cultura, de clase o de generación, da lugar a tipos de lectura, en el sentido de sistema de leer o de lo que se busca en un texto, vinculados también a la eficacia en la producción de conocimiento» (Jitrik, 45).

Estos libros han exigido cierto tipo de lectura, es decir, cierto tipo de lector, que no existía en la época en que fueron escritos. Es posible que tanto Joyce como Proust o Kafka imaginaran un lector que aún estaba por formarse, y contribuyeron a esa formación desde el texto. La retroalimentación fue clara: estas obras enriquecieron a la literatura por plantear algo nuevo, y para que eso nuevo pudiera comprenderse formaron lectores, que a su vez enriquecieron a la sociedad y, por ende, a los futuros escritores. Los futuros escritores tenemos entonces la posibilidad de crear obras nuevas para enriquecer a la literatura. Se ha dado un paso adelante, una vuelta en la espiral ascendente. Esta evolución supone, entre otras cosas, la pérdida de la inocencia por parte del lector. El lector se vuelve “avisado”, participa de guiños, se vuelve más cómplice del autor. En otras palabras, aprende a jugar.

Es paradigmático el caso de El nombre de la rosa, de Eco, en donde se invita al lector a participar de un juego de guiños y alusiones veladas que remiten a otros textos y autores. La fuerza del texto es provocativa y quien lee se ve arrastrado a detectar los referentes en las múltiples lecturas que permite la novela. Así, no se puede obviar en la trama las alusiones a los cuentos «La biblioteca de Babel» y «La muerte y la brújula», de Borges, como tampoco se pueden obviar los policiales ingleses con Doyle y su Sherlock Holmes.

Este ejemplo de Eco también sirve, como puede apreciarse, para el tópico anterior, en que el lector construye al texto, porque en ese ahondar en las claves de la novela el lector está permitiendo que el texto exprese toda su riqueza y posibilidades.

C. El escritor construye al lector

Ahora bien, yo escribo, y por lo tanto tengo en mente un lector, ya que la escritura posee una connotación social, es un hecho que comunica. Pero como bien hace notar Calvino, no se escribe para un lector determinado, sino que se «escribe para los unos y para los otros. Todo libro (...) es leído por sus destinatarios y por sus enemigos» (Calvino, b, 184). El lector que se tiene en mente cuando se escribe es entonces un lector ideal, abstracto, suerte de alter ego del mismo autor, que proyecta sobre ese “lector ideal” sus mismas apetencias literarias y sus mismos conocimientos. Aunque Calvino se encargue de precisar que se debepresuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar a la alza, apostar al encarecimiento, doblar la apuesta (Calvino, b, 184).

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Un aspecto importante en la relación escritor-texto-lector es el de las estructuras de poder, que son las que pueden crear formas o modelar ciertas características o conductas sociales, como “gusto”, “moda” o “canon”. El poder en relación al lenguaje fue señalado hace ciento treinta años por Carrol a través de su personaje Zanco Panco, cuando le dice a Alicia que no importa el significado de las palabras, sino lo que él quiere que signifiquen:

Cuando yo uso una palabra (...) quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos (Carrol, 116).

Este concepto de poder, entroncado con el sistema de valores que posee una sociedad, a su producción de conocimiento y, por ende, su cultura, es quien va a modelar el lenguaje y las apetencias. Y no se trata necesariamente de un poder totalitario, sino de algo más sutil: todo lector lee desde un posicionamiento que quizás no conoce, pero que existe, es real y le hace ver (leer) el mundo de determinada manera.

Jitrik establece tres tipos básicos de lectura, que suponen otros tantos tipos (o conductas) de lector: 1) literal; 2) indicial y 3) crítica. Cada una de estas lecturas es más profunda que la anterior, de manera que la lectura de tipo literal es superficial y meramente informativa; en la del tipo indicial se intuye una trama de mayor complejidad, aunque el lector no se adentra en ella; y la lectura crítica, a la que «se debería tender de modo que llegue a ser la lectura de todos» (Jitrik, 60), con la cual la complejidad del texto es puesta en evidencia, es analizada, reelaborada y asimilada por el lector.

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Pero leer es también elegir, como sugiere Fuentes en Cristóbal nonato, cuando habla de «Elector», fusionando el artículo con el adjetivo. Con tono bromista Fuentes da algunas pautas:

las posibilidades del Autor (quien obviamente ya concluyó la novela que el lector tiene entre sus manos) y las de Elector (quien obviamente aún no conoce la totalidad de esta novela, sino sus primeros meses apenas), así como las del Autor-Lector que serás Tú al terminar de leer la novela, dueño de un conocimiento que aún no tiene Elector potencial que algún día lea la novela o acaso nunca la lea, conociendo su existencia y aun proponiéndose leerla, para distinguirlo de Elector potencial que sabe de ella pero se niega a leerla porque desprecia al Autor, le aburre y se niega a aceptar su invitación a Ludectura y también de Elector que ignora totalmente la existencia de este libro y nunca tendrá ese conocimiento, lo cual incluye las posibilidades de que Elector ya esté muerto o aún no nazca pero, naciendo, nunca se entere, se entere pero no quiera, quiera pero no pueda, o simplemente, la siniestra novela haya cumplido ya su destino terráqueo y se encuentre, para siempre, agotada, fuera de circulación o excluida de las bibliotecas (...) (p. 150-151).

Y más adelante dirá: «quién sabe el orden de las cosas? tú lo sabes, sublime Elector, padre e hijo mío» (Fuentes, 279), posicionando al lector, en una fórmula no exenta de ironía, simultáneamente como padre e hijo del escritor.

Y así como los grandes textos pueden construir un lector, es derecho del lector el no leer, porque «la libertad de escribir no podría acomodarse a la obligación de leer» (Pennac, 145). Si bien «escribir» y «leer» son actos que se implican, no son necesariamente causa y efecto, sino acciones independientes.

Es el lector quien elige, una vez más. Y lo hace sabiendo que participa de un juego: el escritor propone, pero el lector, que acepta o no el juego, dispone. Quien lee sabe que asistirá a una mentira, pero acepta el desafío de dejarse engañar y simula que cree en la historia que le están contando. Mientras dura el texto dura el sortilegio, la realidad se suspende y el lector se vuelve también actor, personaje de la historia que lee. La realidad real se imbrica con la realidad de la ficción, y el lector, que al elegir leer inicia el camino lúdico, es juez y parte. El juego termina (y recomienza) en el final del texto, cuando el círculo se cierra a la espera de una nueva convocatoria de lectura. En esa sístole y diástole se desarrolla la actividad de escritura y lectura, como dos pulsiones diferentes pero siempre complementarias. ¡namún!

Bibliografía

1. ACOSTA GÓMEZ, Luis A. (1989). El lector y la obra. Teoría de la recepción literaria. España, Gredos, 1989.

2. BARTHES, Roland (1966). Crítica y verdad. México, Siglo XXI Editores, 1996. 12º edición.

3. BERTI, Eduardo (1999). La mujer de Wakefield. Buenos Aires, Tusquets, 1999.

4. BORGES, Jorge Luis (1944). Ficciones. Buenos Aires, Emecé, 1944.

5. CALVINO, Ítalo (a). (1970). Los amores difíciles. España, Tusquets (col. Fábula), 1993.

6. CALVINO, Ítalo (b). Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad. España, Tusquets, 1995.

7. CARROLL, Lewis (1871). Alicia a través del espejo. España, Alianza Editorial, 1991. 11º reimpresión.

8. ECO, Umberto (1980). El nombre de la rosa. Buenos Aires, Lumen/ De la Flor, 1986. 7º edición.

9. FUENTES, Carlos (1987). Cristóbal nonato. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1987. 1º reimpresión argentina.

10. HAWTHORNE, Nathaniel. El holocausto del mundo. Colombia, Norma, 1990.

11. JITRIK, Noé (1987). Cuando leer es hacer. Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, 1987.

12. PENNAC, Daniel (1992). Como una novela. Colombia, Norma, 1993.

13. ROA BASTOS, Augusto (1992). Vigilia del Almirante. Buenos Aires, Sudamericana, 1992.

14. ROCA, Mónica A. (1998). Zapping lector. Buenos Aires, Ediciones Novedades Educativas, 1998.

15. SARAMAGO, José (1989). Historia del cerco de Lisboa. Buenos Aires, Seix Barral, 1990. 1º reimpresión.

16. SHIELDS, Carol (1987). El secreto de Mary Swann. España, Tusquets, 1997.

17. SPILLNER, Bernd (1974). Lingüística y literatura. Investigación del estilo, retórica, lingüística del texto. España, Gredos, 1979.

18. TACCA, Oscar (1980). Instancias de la novela. Buenos Aires, Marymar, 1980.

19. Taller de escritura (1996). España, Salvat Editores, 1996. Fascículo Nº 26.

20. WELLEK, René, y WARREN, Austin (1953). Teoría literaria. España, Gredos, 1953. 4º edición, 1966; 5º reimpresión, 1985.


Nota: el autor agradece a Telmo G. Spies y Silvia C. Visciglio el material aportado para el presente trabajo.

* El texto fue presentado como ponencia en las Quintas Jornadas «La Universidad Nacional del Nordeste en la Educación, Literatura y Comunicación a través de sus Creadores». Corrientes capital, República Argentina, 26 al 28 de junio de 2003.



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Fuente: http://www.serbi.luz.edu.ve/scielo.php?pid=S0252-90172005006000002&script=sci_arttext




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