Tres ciudades de soledad
El contexto de los lugares donde nacieron y vivieron Jorge Luis Borges, Fernando Pessoa y Flann O’Brien sellaron de algún modo su literatura. “Estas ciudades los desarmaron y les dieron inmensa fuerza imaginativa, los envenenaron y nutrieron”, reflexiona Colm Tóibín, uno de los más consagrados novelistas irlandeses de la actualidad.
POR COLM TOIBIN
Eran tres ciudades, cada una de las cuales había conocido cierta gloria. En cada una de ellas se sentía que la gloria estaba ausente o era fantasmal, que el mundo real estaba en otra parte, que las ciudades en las que había emoción, integridad cultural o editoriales y lectores estaban en otro lado. La Segunda Guerra Mundial dejó intactas las tres ciudades; no se las bombardeó, ni las transformó la reconstrucción cuando la guerra terminó. Hasta en los años 80 y 90 era posible caminar por muchas partes de esas ciudades y advertir que nada había cambiado gran cosa durante muchas, muchas décadas.
Eran tres capitales en las cuales la mejor manera de abordar la política y la cultura era como un chiste, o un juego entre grupos torpes, en las que un grupo predominaba de forma latente o, en cierto sentido, indigna, durante muchos años. Eran ciudades difíciles para jóvenes con ambiciones literarias; eran lugares donde tanto el presente como el futuro parecían cien años de soledad. Esas tres ciudades, en las que tres genios se sintieron atrapados, aislados y consternados, ingresaron, de forma lenta e inevitable, a la esencia del trabajo de los escritores. Las ciudades los desarmaron y les dieron inmensa fuerza imaginativa, los envenenaron y nutrieron, les dieron un espíritu travieso pero llevaron a dos de ellos a ocultar parte de su mejor trabajo, a dejar que se cubriera de polvo.
La sensación de que no había quien leyera el trabajo que esos escritores producían se abrió paso en el tono y la estructura de su propio trabajo. Sus libros no procedían del mundo, sus libros pasaban a ser el mundo. En el principio fue el verbo, pero con frecuencia no había nada excepto el verbo y sus ecos vacíos, y eso dio a sus espíritus un sesgo a menudo melancólico, a menudo obsesivo. El hecho de que esas ciudades fueran las capitales de países ostensiblemente católicos no ayudaba. Sin embargo, a partir de la vacuidad, de la profanidad, en el corazón de donde se encontraban, los tres escritores hallaron palabras y formas literarias, viejas e híbridas, fascinantes. Algún sueño los animaba a trabajar, a producir trabajos que terminarían por hacerlos famosos.
Para ellos, la idea de lo que se encontraba entre lo viejo y lo híbrido, sin embargo, era un problema. Una gran tradición de ficción en la cual los personajes tenían opciones, oportunidades y posesiones, sí como destinos a cumplir, era para ellos un gran chiste, una locomotora en una vía muerta con el motor oxidado. Empezaron por desmantelar las rutas de escape y luego retiraron las ruedas. Para ellos, el concepto de personaje, y hasta el de identidad, debía subvertirse o eliminarse. Luego se dispusieron a socavar no sólo las opciones, la oportunidad y el destino, sino la idea del tiempo y, de hecho, del espacio –el infinito y la eternidad les fascinaban–, y también la idea de forma. No era casual que esos tres hombres no tuvieran hijos, que no escribieran sobre mujeres y que, en el caso de dos de ellos, incurrieran en una misoginia entre más o menos leve y pronunciada. Cuando dos de ellos se casaron, fue una gran sorpresa para sus amigos; parecían sentirse más cómodos (o más felizmente resignados) como solterones incómodos que como padres o esposos. Los tres, de hecho, si es que es asunto nuestro, pueden haber muerto vírgenes. Uno de ellos adoptó la posición de que “no tengo ambiciones ni deseos. Ser poeta no es mi ambición; es mi forma de estar solo.”
Las ciudades en las que estaban solos eran Lisboa, Buenos Aires, Dublín. Los escritores eran Fernando Pessoa (1888-1935); Jorge Luis Borges (1899-1986); Flann O’Brien (1911-1966). Los tres crecieron no sólo en un país y una ciudad en sombras, o un lugar que parecía vivir en sombras, sino también con dos o más lenguas y con una relación a menudo tensa entre las lenguas. El lenguaje no era para ellos naturaleza, sino cultura; era extraño y tenso; significaba desplazamiento, desarraigo. Llegaron a la edad adulta atrapados en un punzante recuerdo de una Torre de Babel en la que alguna vez había existido fluidez. La idea de una lengua materna era una especie de chiste. Durante un tiempo, los tres se educaron en la casa o en bibliotecas, apartados de la compañía de otros chicos y de la influencia de maestros. Conformaron su propio mundo a través de sus sueños y desplazamientos. Pessoa vivió en Durban, en Sudáfrica, desde los siete a los diecisiete años. Volvió a Lisboa hablando inglés mejor que portugués. Escribió poemas en inglés. Borges tenía una abuela inglesa que vivía con la familia, y creció hablando inglés y castellano. Vivió en Ginebra de los quince a los veintidós años, hablando inglés, francés y castellano. O’Brien sólo habló irlandés hasta los nueve o diez años, cuando empezó a hablar también inglés. Escribió en inglés y en irlandés.
Cada uno de esos escritores se dio nuevos nombres. Pessoa se convirtió, entre otros, en Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Alvaro de Campos, Bernardo Soares. Borges pasó a ser, entre otros, B. Suárez Lynch y H. Bustos Domecq. El verdadero nombre de O’Brien era Brian Ó Nualláin, y también escribió con el nombre de Myles na gCopaleen. En distintos momentos, los tres articularon estrategias para presentar un nuevo personaje al mundo, así como ficción en la que crearon nuevos personajes y nuevos mundos.
Borges tenía una aguda conciencia de que el mundo del que procedían él y Flann O’Brien, la cultura estrecha, aislada e híbrida que los produjo y en la que lucharon, era al mismo tiempo limitadora y liberadora. En una conferencia de 1951 titulada “El escritor argentino y la tradición”, analizó la energía y el sentido de innovación que procedían de las orillas. Pensaba, escribió, que la tradición argentina “es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental.” A continuación consideró un ensayo de Thorstein Veblen sobre “la preeminencia de los judíos en la cultura occidental.” Veblen se preguntaba, escribió Borges, si esa preeminencia nos autoriza a plantear una superioridad judía innata, y contesta que no. Dice que los judíos se destacan en la cultura occidental porque actúan en esa cultura y, al mismo tiempo, no sienten que ninguna devoción especial los vincule a ésta. Por lo tanto, dice, a un judío siempre le resultará más fácil que a alguien que no lo es hacer innovaciones en la cultura occidental.
Borges consideró luego la posición de los escritores irlandeses en ese contexto. “Lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra”, escribió.
En lo que respecta a los irlandeses, no tenemos motivos para suponer que la profusión de nombres irlandeses en la filosofía y la literatura británicas se deba a preeminencia social alguna, dado que muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) eran descendientes de ingleses, hombres sin sangre celta. De todos modos, el hecho de sentirse irlandeses, de sentirse diferentes, bastó para permitirles hacer innovaciones en la cultura inglesa. Pienso que los argentinos, y los sudamericanos en general, se encuentran en una situación análoga. Podemos abordar todos los temas europeos, abordarlos sin superstición y con una irreverencia que puede tener, y ya ha tenido, consecuencias afortunadas.
La teoría de que el modernismo en literatura fue invención de escritores irlandeses, judíos o sudamericanos (o de homosexuales o expatriados), no comenzó como teoría sino como práctica. No empezó como un plan, sino que lo hizo como por necesidad, ya que para muchos escritores no parecía haber otra opción. El tono de los primeros relatos de Borges y de la primera novela de O’Brien, At Swim-Two-Birds (Dos pájaros a nado), surgió como un oasis, y la vegetación que lo rodea, sólo pueden aparecer en un desierto. Un oasis no surge en una llanura fértil. Es imposible escribir una ficción llena de opciones y oportunidades en una sociedad en la que esas cosas no están extendidas. En una sociedad donde no hay un conjunto de lectores no es fácil escribir pensando en un lector, en un lector que quiere una historia en la que el tiempo tenga una representación rectilínea, en la cual los personajes abunden en sentimientos y anhelos, en la que la trama satisfaga una amplia serie de reglas que insistan en una completitud, en que las palabras representen lo que el diccionario indica que representan, y en la cual el lenguaje sea natural y parte de una cultura común. Es mucho más fácil producir un cuento o una novela en la que el lector ya esté incorporado y que desestabilice o hasta usurpe la idea de la lectura. Los novelistas que escribían en sociedades establecidas, consolidadas y complejas presentan a esas sociedades un espejo de toda su variedad o de las vicisitudes del corazón humano, mientras que Borges, O’Brien y Pessoa le presentaron un espejismo a un oasis, el extraño lugar del que procedían y que les dio su primera experiencia de la sed. No es casualidad ni mero capricho de los escritores que no haya novela irlandesa alguna que termine con una boda. Para O’Brien, ni siquiera era una cuestión de cómo finalizar o comenzar una novela, sino de una urgente necesidad de frustrar las exigencias de la novela, de eliminar la miseria de los trucos que usa el novelista mediante el recurso de revelarlos.
El fantasma de Joyce
Mientras trabajaban, un espectro acosaba tanto a Borges como a O’Brien, el espectro de un hombre que había encarado el problema de hacer transcurrir una novela en una sociedad que no tenía la posibilidad del progreso, o donde una persona joven no podía enfrentar con facilidad su destino sin muchos obstáculos, algunos de ellos cómicos; otros, relacionados con la raza más que con la clase, o con la violencia más que con el amor. El espectro de un hombre que había usado el silencio, el exilio y la astucia como forma de manejar la parálisis social y las demandas nacionales. Ambos se veían acosados por el fantasma de James Joyce. Borges fue, escribió con orgullo en 1925, “el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce”. Eso, sin embargo, no es del todo cierto. Pero fue, tal como admitió, uno de los primeros de las multitudes que habían leído la novela, aunque no personalmente. “Confieso –escribió– no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran. Confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.” Dado que nunca escribió nada extenso, tal vez pueda disculpárselo por no haber leído tampoco nada extenso. Por otra parte, escribía apenas tres años después de la publicación del Ulises. Supo qué era lo que buscaba cuando leyó determinados capítulos del libro: una forma de romper con la narrativa de ficción impuesta, un tema que constituiría una gran preocupación durante toda su vida. Lo consideraba parte de una tradición irlandesa, y mencionaba a Swift, a Sterne y a Shaw. “James Joyce es irlandés”, escribió.
Los irlandeses siempre han tenido fama de ser los iconoclastas de las islas británicas. Menos sensibles al decoro verbal que los lords que detestaban, menos inclinados a poner los ojos en la suave luna o a descifrar la impermanencia de los ríos en largos lamentos en verso libre, hicieron profundas incursiones en el territorio de las letras inglesas y podaron toda exuberancia retórica con franca impiedad.
Necesitaba que Joyce fuera irlandés; necesitaba un mentor alejado del centro, que fuera un escritor que, por necesidad, rompiera moldes. Eso podía justificar de algún modo a la Argentina y su terrible distancia de donde comenzaban la vida o las letras.
Las mentiras de O’Brien
La columna de diario de Flann O’Brien se llamaba “Cruiskeen Lawn”. La escribió para el Irish Times entre 1940 y su muerte en 1966. En la columna hay cerca de cien referencias a Joyce. Durante sus años de estudiante en el University College Dublin, al que también había asistido Joyce, O’Brien obtuvo un ejemplar del Ulises de un poeta llamado Donagh MacDonagh, conocido como el huérfano nacional, dado que los británicos habían ejecutado a su padre, Thomas MacDonagh, por su participación en la rebelión de 1916. Más adelante, O’Brien visitó al padre de Joyce, que en ese entonces vivía en Drumcondra, donde se habla el mejor inglés, quien expresó la opinión de que su hijo James debería haberse labrado una carrera como cantante. Sobre el final de su vida, O’Brien le dijo a un entrevistador que Joyce “no (era) un santuario ante el cual arrodillarse sino un hombre a elogiar”, haciendo también referencia a él en términos de un hombre que “consumía a la gente”. Luego agregó: “Estuve con él en París varias veces. Era un hombrecito taciturno e independiente. Me producía curiosidad. Admiraba algunos aspectos de su trabajo.” A otro entrevistador le dijo que tenía cartas de Joyce, “que hace unos años me pidió que hiciera algunas averiguaciones confidenciales sobre negocios y cuestiones relacionadas (…) No me parece apropiado difundirlas.”
La afirmación de que había estado con Joyce varias veces en París era por completo falsa. O’Brien nunca conoció a Joyce ni recibió cartas suyas. Por supuesto, mantenía una relación tensa con él, dado que Joyce era la figura con la que más se lo comparaba y había tenido para él una importancia enorme cuando empezó a escribir y era, por lo tanto, la figura de la que más quería deshacerse, la que más quería obviar y minimizar, con la cual insistir en que tenía una relación y respecto de la cual desorientar a quienes lo entrevistaban. Después de todo, para eso están los entrevistadores.
También es por eso que tenemos mentiras (“la mentira es simplemente el lenguaje ideal del alma”, escribió Pessoa); las mentiras son formas honestas de decir la verdad, sobre todo si se es un novelista de Dublín y se tiene un primer libro que es una obra maestra y del que se vendieron sólo 244 ejemplares antes de que una bomba alemana destruyera el depósito donde se guardaba el resto dieciocho meses después de su publicación. En esas circunstancias, la verdad nunca es fácil.
Cuando se publicó At Swim-Two-Birds, en 1939, O’Brien se enteró de que un amigo, que conocía a Joyce, viajaría a París. Acompañó a su amigo al barco y en la pasarela le dio con timidez un ejemplar de su libro y le pidió que se lo entregara a Joyce. Había escrito: “Para James Joyce, del escritor Brian O’Nolan con mucho de lo que está en la página 305”. En la página 305 estaba subrayada la frase “inseguridad del autor”. Cuando le mencionaron el libro a Joyce, éste señaló que Samuel Beckett ya lo había leído y que lo había elogiado mucho. Cuando luego leyó el libro, que fue la última novela que leyó en su vida, Joyce dijo: “Es un verdadero escritor y tiene un auténtico espíritu cómico. Un libro en verdad gracioso”. Habló con un crítico francés para que se lo reseñara.
O’Brien expresó su gratitud hacia Joyce mordiéndole la mano a intervalos periódicos en las siguientes tres décadas y media. Beckett recordó que había estado con O’Brien en Dublín y que le había vuelto a decir que Joyce había leído su libro y le había gustado. En 1967, cuando le preguntaron sobre la respuesta de O’Brien, Beckett señaló que era mejor olvidarla, pero le comentó al novelista Aidan Higgins lo que O’Brien había dicho con lo que Higgins calificó de “marcado mal gusto”. O’Brien, que seguramente sabía que la esposa de Joyce había sido mucama de un hotel, había llamado a Joyce “ese reciclador de historias de criadas”. Como bien destacó el biógrafo de O’Brien, Anthony Cronin, “es caritativo pensar que O’Nolan ya había empezado a oír hablar demasiado a sus lectores de Dublín, ya se tratara de amigos o de enemigos, sobre la influencia de Joyce en su libro.” En 1961, O’Brien le escribió a su editor: “Si vuelvo a escuchar la palabra Joyce voy a echar espuma por la boca”. En su columna, con frecuencia se refirió a Joyce como “el pobre Joyce” o “el pobre Jimmy Joyce”, y en el quincuagésimo aniversario de Bloomsday escribió que las escasas “incursiones (de Joyce) en el griego estaban equivocadas y sus intentos de frases en gaélico son una completa monstruosidad”. No obstante, en una columna posterior elogió el Ulises e insistió en que para entender el libro lo único que hacía falta era “inteligencia, madurez y cierto conocimiento de la vida y de las letras.”
En un ensayo de 1951, O’Brien desplegó sus vehementes sentimientos ambiguos de toda una vida respecto del Ulises y su autor, el hombre que, a diferencia de O’Brien, había escapado. “Es posible que la verdadera fascinación de Joyce resida en su reserva, su ambigüedad (¿su poligüidad, tal vez?), sus bromas, sus deshonestidades, su habilidad técnica, su atracción por los estadounidenses”. Agregó que la rebelión de Joyce contra el catolicismo irlandés, si bien “noble en sí misma, lo pierde.” Luego escribió sobre uno de los aspectos de Joyce que más le importaban, su “capacidad para el humor”. “El humor”, escribió, “la sirvienta de la tristeza y el miedo, se respira constantemente en todo el trabajo de Joyce. Lo usa como lo hace Shakespeare, pero de manera menos formal, para atenuar el temor de quienes creen y en verdad piensan que pronto, y tal vez muy pronto, estarán en el cielo o en el infierno. Suaviza con risas la sensación de condena que ha heredado el católico irlandés. El verdadero humor necesita esa urgencia de fondo.”
En su última novela, The Dalkey Archive, O’Brien trató de resucitar a Joyce encontrándole trabajo como barman en Dalkey. “Hace mucho que se la tengo jurada a ese hijo de puta”, le escribió a su editor en Londres.
El libro y el universo
En el primer cuento de Ficciones de Borges, el narrador descubre que su amigo Bioy Casares tiene una edición muy especial de la Anglo-American Cyclopedia en la cual Dios, o un impresor, o alguien a medio camino entre ambos dedicado a la misma actividad que dioses e impresores de producir mundos, había creado un territorio especial llamado Uqbar. Así, también en una de sus columnas del Irish Times escrita con el nombre de Myles na gCopaleen, O’Brien ofrecía un servicio a los lectores que tenían libros que no abrían. Por cierta suma se manipularían los libros, se subrayarían pasajes, se dañarían los lomos o se escribirían en los márgenes palabras como “Basura”, “Sí, pero cf Homero, Od. iii, 151” o “Recuerdo que el pobre Joyce me decía lo mismo”, o se harían inscripciones en la primera página del tipo de “De su devoto amigo y admirador. K. Marx”.
Hasta ofrecía a sus lectores ser miembros del Club de Lectores Myles na gCopaleen. “Si ustedes se incorporan –escribió–, se liberan de la agotadora molestia de elegir sus propios libros. Nosotros los elegimos por ustedes y, cuando reciben el libro, ya está manoseado, vale decir, sometido sin cargo a nuestros expertos manipuladores”.
Así como los novelistas del siglo XIX habían hecho del mundo un fetiche –de cosas (o palabras) como amor, destino, matrimonio o dinero–, Borges, Pessoa y O’Brien hicieron un fetiche del libro. El héroe solitario de Balzac y Stendhal, la figura de Henry James que enfrentaba su destino, Madame Bovary, David Copperfield o hasta Moby Dick se convertían ahora en el libro no leído o no escrito, en el pasaje recién descubierto o en la parte en que el autor había perdido el control, o renunciado. En El libro del desasosiego, de Pessoa, nuestro héroe reflexiona: “¿Por qué preocuparme de que nadie lea lo que escribo? Escribo para olvidarme de la vida, y publico porque esa es una de las reglas del juego. Si mañana se perdiera todo lo que escribí, lo lamentaría, pero no sentiría una pena violenta y avasalladora”. Más adelante escribe: “Tal vez la novela sea una realidad y una vida más perfecta que Dios crea a través de nosotros. Tal vez sólo vivimos para crearla”. Luego se refiere a la vida en términos de “la novela sin trama”. La Biblioteca de Babel de Borges comienza diciendo: “El universo (que otros llaman la Biblioteca)”.
La cuestión del libro como objeto que contiene el mundo y, por lo tanto, no exige lectores porque también contiene a sus lectores, dado que éstos no son más que partes del mundo, circunda a O’Brien de forma irónica, misteriosa y, en ocasiones, feroz. Misteriosa, porque uno de los 244 ejemplares que se vendieron de At Swim-Two-Birds antes del bombardeo del depósito llegó a la Argentina. Fue en 1939. Irlanda, Portugal y Argentina se volvían aun más marginales. Dublín, Lisboa y Buenos Aires se hacían aun más extrañas. Sin embargo, dos meses después de su publicación, Borges reseñó en Buenos Aires At Swim-Two-Birds en castellano en la revista El Hogar. Escribió:
“Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figurará el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas.
Forman el libro los muy diversos manuscritos de esas personas reales o imaginarias, copiosamente anotados por el estudiante. At Swim-Two-Birds no sólo es un laberinto: es una discusión de las muchas maneras de concebir la novela irlandesa y un repertorio de ejercicios en verso y prosa, que ilustran o parodian todos los estilos de Irlanda. La influencia magistral de Joyce (arquitecto de laberintos, también; Proteo literario, también) es innegable, pero no abrumadora en este libro múltiple”.
Arthur Schopenhauer escribió que el sueño y la vigilia son las páginas de un único libro, y que leerlas en orden es vivir, mientras que recorrerlas al azar es soñar. Las pinturas dentro de pinturas y los libros que se ramifican en otros libros nos ayudan a percibir esa unidad. Fue así que un ejemplar del libro vivió en Buenos Aires, y tal vez otro más, ya que un amigo de Borges y Bioy, Juan Rodolfo Wilcock, que desplazó su empresa literaria como poeta, novelista y traductor del castellano al italiano en 1951, tradujo luego At Swim-Two-Birdsal italiano.
Después de At Swim-Two-Birds, O’Brien escribió con rapidez The Third Policeman (El tercer policía). Las editoriales lo rechazaron en 1940 y no se publicó hasta 1967, un año después de la muerte de su autor. Una vez que se rechazó el libro, O’Brien difundió muchos rumores falsos sobre éste. Le dijo a un amigo que lo había dejado en un tren; a otro, que lo habían perdido en el Dolphin Hotel de Dublín; y a otro, que lo había lanzado al aire, una hoja tras otra, desde el auto en que se trasladaba a Donegal.
O’Brien conservó el manuscrito y tomó algunas partes para The Dalkey Archive, que publicó en 1964. A pesar de que necesitaba dinero y de que su esposa le señalaba que tenía en su poder una novela sin vender, no permitió que nadie la viera. Siguió adelante con un trabajo periodístico brillante y bebiendo como un loco.
Es probable que el libro rechazado le produjera temor y no viera razón alguna por la que esperar que se lo rechazara una vez más, como seguramente sucedería. Pero hay otras razones más interesantes por las que guardar el libro en un armario o un cajón, juntando polvo, con un contenido que desconocían todos menos el autor, que avanzaba lentamente hacia la muerte.
En lugar de sentirse asustado ante la proximidad del manuscrito de The Third Policeman mientras yacía en la cama como Dermot Trellis, la idea de que los personajes de The Third Policeman habían dado un paso más hacia la pura autonomía que los personajes de At Swim-Two-Birds, debe haberle producido cierta satisfacción como artista. Es posible que en esos momentos el libro no lo preocupara ni lo atemorizara, sino que lo llenara de la misma gran satisfacción que les producía el silencio a Beckett y a John Cage, o las ideas de eternidad e infinito a Borges y las de monotonía y hastío a Pessoa. Mientras O’Brien vivió, sus personajes tuvieron su propia vida en marcas negras en las páginas del libro. Vivieron ahí día y noche, en su mutua compañía, y la liberación sólo les llegó cuando su creador murió en el último sueño el día de los Santos Inocentes de 1966.
Traducción de Joaquín Ibarburu
© Colm Toibin, London Review of Books, RCW Agency
Eran tres capitales en las cuales la mejor manera de abordar la política y la cultura era como un chiste, o un juego entre grupos torpes, en las que un grupo predominaba de forma latente o, en cierto sentido, indigna, durante muchos años. Eran ciudades difíciles para jóvenes con ambiciones literarias; eran lugares donde tanto el presente como el futuro parecían cien años de soledad. Esas tres ciudades, en las que tres genios se sintieron atrapados, aislados y consternados, ingresaron, de forma lenta e inevitable, a la esencia del trabajo de los escritores. Las ciudades los desarmaron y les dieron inmensa fuerza imaginativa, los envenenaron y nutrieron, les dieron un espíritu travieso pero llevaron a dos de ellos a ocultar parte de su mejor trabajo, a dejar que se cubriera de polvo.
La sensación de que no había quien leyera el trabajo que esos escritores producían se abrió paso en el tono y la estructura de su propio trabajo. Sus libros no procedían del mundo, sus libros pasaban a ser el mundo. En el principio fue el verbo, pero con frecuencia no había nada excepto el verbo y sus ecos vacíos, y eso dio a sus espíritus un sesgo a menudo melancólico, a menudo obsesivo. El hecho de que esas ciudades fueran las capitales de países ostensiblemente católicos no ayudaba. Sin embargo, a partir de la vacuidad, de la profanidad, en el corazón de donde se encontraban, los tres escritores hallaron palabras y formas literarias, viejas e híbridas, fascinantes. Algún sueño los animaba a trabajar, a producir trabajos que terminarían por hacerlos famosos.
Para ellos, la idea de lo que se encontraba entre lo viejo y lo híbrido, sin embargo, era un problema. Una gran tradición de ficción en la cual los personajes tenían opciones, oportunidades y posesiones, sí como destinos a cumplir, era para ellos un gran chiste, una locomotora en una vía muerta con el motor oxidado. Empezaron por desmantelar las rutas de escape y luego retiraron las ruedas. Para ellos, el concepto de personaje, y hasta el de identidad, debía subvertirse o eliminarse. Luego se dispusieron a socavar no sólo las opciones, la oportunidad y el destino, sino la idea del tiempo y, de hecho, del espacio –el infinito y la eternidad les fascinaban–, y también la idea de forma. No era casual que esos tres hombres no tuvieran hijos, que no escribieran sobre mujeres y que, en el caso de dos de ellos, incurrieran en una misoginia entre más o menos leve y pronunciada. Cuando dos de ellos se casaron, fue una gran sorpresa para sus amigos; parecían sentirse más cómodos (o más felizmente resignados) como solterones incómodos que como padres o esposos. Los tres, de hecho, si es que es asunto nuestro, pueden haber muerto vírgenes. Uno de ellos adoptó la posición de que “no tengo ambiciones ni deseos. Ser poeta no es mi ambición; es mi forma de estar solo.”
Las ciudades en las que estaban solos eran Lisboa, Buenos Aires, Dublín. Los escritores eran Fernando Pessoa (1888-1935); Jorge Luis Borges (1899-1986); Flann O’Brien (1911-1966). Los tres crecieron no sólo en un país y una ciudad en sombras, o un lugar que parecía vivir en sombras, sino también con dos o más lenguas y con una relación a menudo tensa entre las lenguas. El lenguaje no era para ellos naturaleza, sino cultura; era extraño y tenso; significaba desplazamiento, desarraigo. Llegaron a la edad adulta atrapados en un punzante recuerdo de una Torre de Babel en la que alguna vez había existido fluidez. La idea de una lengua materna era una especie de chiste. Durante un tiempo, los tres se educaron en la casa o en bibliotecas, apartados de la compañía de otros chicos y de la influencia de maestros. Conformaron su propio mundo a través de sus sueños y desplazamientos. Pessoa vivió en Durban, en Sudáfrica, desde los siete a los diecisiete años. Volvió a Lisboa hablando inglés mejor que portugués. Escribió poemas en inglés. Borges tenía una abuela inglesa que vivía con la familia, y creció hablando inglés y castellano. Vivió en Ginebra de los quince a los veintidós años, hablando inglés, francés y castellano. O’Brien sólo habló irlandés hasta los nueve o diez años, cuando empezó a hablar también inglés. Escribió en inglés y en irlandés.
Cada uno de esos escritores se dio nuevos nombres. Pessoa se convirtió, entre otros, en Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Alvaro de Campos, Bernardo Soares. Borges pasó a ser, entre otros, B. Suárez Lynch y H. Bustos Domecq. El verdadero nombre de O’Brien era Brian Ó Nualláin, y también escribió con el nombre de Myles na gCopaleen. En distintos momentos, los tres articularon estrategias para presentar un nuevo personaje al mundo, así como ficción en la que crearon nuevos personajes y nuevos mundos.
Borges tenía una aguda conciencia de que el mundo del que procedían él y Flann O’Brien, la cultura estrecha, aislada e híbrida que los produjo y en la que lucharon, era al mismo tiempo limitadora y liberadora. En una conferencia de 1951 titulada “El escritor argentino y la tradición”, analizó la energía y el sentido de innovación que procedían de las orillas. Pensaba, escribió, que la tradición argentina “es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental.” A continuación consideró un ensayo de Thorstein Veblen sobre “la preeminencia de los judíos en la cultura occidental.” Veblen se preguntaba, escribió Borges, si esa preeminencia nos autoriza a plantear una superioridad judía innata, y contesta que no. Dice que los judíos se destacan en la cultura occidental porque actúan en esa cultura y, al mismo tiempo, no sienten que ninguna devoción especial los vincule a ésta. Por lo tanto, dice, a un judío siempre le resultará más fácil que a alguien que no lo es hacer innovaciones en la cultura occidental.
Borges consideró luego la posición de los escritores irlandeses en ese contexto. “Lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra”, escribió.
En lo que respecta a los irlandeses, no tenemos motivos para suponer que la profusión de nombres irlandeses en la filosofía y la literatura británicas se deba a preeminencia social alguna, dado que muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) eran descendientes de ingleses, hombres sin sangre celta. De todos modos, el hecho de sentirse irlandeses, de sentirse diferentes, bastó para permitirles hacer innovaciones en la cultura inglesa. Pienso que los argentinos, y los sudamericanos en general, se encuentran en una situación análoga. Podemos abordar todos los temas europeos, abordarlos sin superstición y con una irreverencia que puede tener, y ya ha tenido, consecuencias afortunadas.
La teoría de que el modernismo en literatura fue invención de escritores irlandeses, judíos o sudamericanos (o de homosexuales o expatriados), no comenzó como teoría sino como práctica. No empezó como un plan, sino que lo hizo como por necesidad, ya que para muchos escritores no parecía haber otra opción. El tono de los primeros relatos de Borges y de la primera novela de O’Brien, At Swim-Two-Birds (Dos pájaros a nado), surgió como un oasis, y la vegetación que lo rodea, sólo pueden aparecer en un desierto. Un oasis no surge en una llanura fértil. Es imposible escribir una ficción llena de opciones y oportunidades en una sociedad en la que esas cosas no están extendidas. En una sociedad donde no hay un conjunto de lectores no es fácil escribir pensando en un lector, en un lector que quiere una historia en la que el tiempo tenga una representación rectilínea, en la cual los personajes abunden en sentimientos y anhelos, en la que la trama satisfaga una amplia serie de reglas que insistan en una completitud, en que las palabras representen lo que el diccionario indica que representan, y en la cual el lenguaje sea natural y parte de una cultura común. Es mucho más fácil producir un cuento o una novela en la que el lector ya esté incorporado y que desestabilice o hasta usurpe la idea de la lectura. Los novelistas que escribían en sociedades establecidas, consolidadas y complejas presentan a esas sociedades un espejo de toda su variedad o de las vicisitudes del corazón humano, mientras que Borges, O’Brien y Pessoa le presentaron un espejismo a un oasis, el extraño lugar del que procedían y que les dio su primera experiencia de la sed. No es casualidad ni mero capricho de los escritores que no haya novela irlandesa alguna que termine con una boda. Para O’Brien, ni siquiera era una cuestión de cómo finalizar o comenzar una novela, sino de una urgente necesidad de frustrar las exigencias de la novela, de eliminar la miseria de los trucos que usa el novelista mediante el recurso de revelarlos.
El fantasma de Joyce
Mientras trabajaban, un espectro acosaba tanto a Borges como a O’Brien, el espectro de un hombre que había encarado el problema de hacer transcurrir una novela en una sociedad que no tenía la posibilidad del progreso, o donde una persona joven no podía enfrentar con facilidad su destino sin muchos obstáculos, algunos de ellos cómicos; otros, relacionados con la raza más que con la clase, o con la violencia más que con el amor. El espectro de un hombre que había usado el silencio, el exilio y la astucia como forma de manejar la parálisis social y las demandas nacionales. Ambos se veían acosados por el fantasma de James Joyce. Borges fue, escribió con orgullo en 1925, “el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce”. Eso, sin embargo, no es del todo cierto. Pero fue, tal como admitió, uno de los primeros de las multitudes que habían leído la novela, aunque no personalmente. “Confieso –escribió– no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran. Confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye.” Dado que nunca escribió nada extenso, tal vez pueda disculpárselo por no haber leído tampoco nada extenso. Por otra parte, escribía apenas tres años después de la publicación del Ulises. Supo qué era lo que buscaba cuando leyó determinados capítulos del libro: una forma de romper con la narrativa de ficción impuesta, un tema que constituiría una gran preocupación durante toda su vida. Lo consideraba parte de una tradición irlandesa, y mencionaba a Swift, a Sterne y a Shaw. “James Joyce es irlandés”, escribió.
Los irlandeses siempre han tenido fama de ser los iconoclastas de las islas británicas. Menos sensibles al decoro verbal que los lords que detestaban, menos inclinados a poner los ojos en la suave luna o a descifrar la impermanencia de los ríos en largos lamentos en verso libre, hicieron profundas incursiones en el territorio de las letras inglesas y podaron toda exuberancia retórica con franca impiedad.
Necesitaba que Joyce fuera irlandés; necesitaba un mentor alejado del centro, que fuera un escritor que, por necesidad, rompiera moldes. Eso podía justificar de algún modo a la Argentina y su terrible distancia de donde comenzaban la vida o las letras.
Las mentiras de O’Brien
La columna de diario de Flann O’Brien se llamaba “Cruiskeen Lawn”. La escribió para el Irish Times entre 1940 y su muerte en 1966. En la columna hay cerca de cien referencias a Joyce. Durante sus años de estudiante en el University College Dublin, al que también había asistido Joyce, O’Brien obtuvo un ejemplar del Ulises de un poeta llamado Donagh MacDonagh, conocido como el huérfano nacional, dado que los británicos habían ejecutado a su padre, Thomas MacDonagh, por su participación en la rebelión de 1916. Más adelante, O’Brien visitó al padre de Joyce, que en ese entonces vivía en Drumcondra, donde se habla el mejor inglés, quien expresó la opinión de que su hijo James debería haberse labrado una carrera como cantante. Sobre el final de su vida, O’Brien le dijo a un entrevistador que Joyce “no (era) un santuario ante el cual arrodillarse sino un hombre a elogiar”, haciendo también referencia a él en términos de un hombre que “consumía a la gente”. Luego agregó: “Estuve con él en París varias veces. Era un hombrecito taciturno e independiente. Me producía curiosidad. Admiraba algunos aspectos de su trabajo.” A otro entrevistador le dijo que tenía cartas de Joyce, “que hace unos años me pidió que hiciera algunas averiguaciones confidenciales sobre negocios y cuestiones relacionadas (…) No me parece apropiado difundirlas.”
La afirmación de que había estado con Joyce varias veces en París era por completo falsa. O’Brien nunca conoció a Joyce ni recibió cartas suyas. Por supuesto, mantenía una relación tensa con él, dado que Joyce era la figura con la que más se lo comparaba y había tenido para él una importancia enorme cuando empezó a escribir y era, por lo tanto, la figura de la que más quería deshacerse, la que más quería obviar y minimizar, con la cual insistir en que tenía una relación y respecto de la cual desorientar a quienes lo entrevistaban. Después de todo, para eso están los entrevistadores.
También es por eso que tenemos mentiras (“la mentira es simplemente el lenguaje ideal del alma”, escribió Pessoa); las mentiras son formas honestas de decir la verdad, sobre todo si se es un novelista de Dublín y se tiene un primer libro que es una obra maestra y del que se vendieron sólo 244 ejemplares antes de que una bomba alemana destruyera el depósito donde se guardaba el resto dieciocho meses después de su publicación. En esas circunstancias, la verdad nunca es fácil.
Cuando se publicó At Swim-Two-Birds, en 1939, O’Brien se enteró de que un amigo, que conocía a Joyce, viajaría a París. Acompañó a su amigo al barco y en la pasarela le dio con timidez un ejemplar de su libro y le pidió que se lo entregara a Joyce. Había escrito: “Para James Joyce, del escritor Brian O’Nolan con mucho de lo que está en la página 305”. En la página 305 estaba subrayada la frase “inseguridad del autor”. Cuando le mencionaron el libro a Joyce, éste señaló que Samuel Beckett ya lo había leído y que lo había elogiado mucho. Cuando luego leyó el libro, que fue la última novela que leyó en su vida, Joyce dijo: “Es un verdadero escritor y tiene un auténtico espíritu cómico. Un libro en verdad gracioso”. Habló con un crítico francés para que se lo reseñara.
O’Brien expresó su gratitud hacia Joyce mordiéndole la mano a intervalos periódicos en las siguientes tres décadas y media. Beckett recordó que había estado con O’Brien en Dublín y que le había vuelto a decir que Joyce había leído su libro y le había gustado. En 1967, cuando le preguntaron sobre la respuesta de O’Brien, Beckett señaló que era mejor olvidarla, pero le comentó al novelista Aidan Higgins lo que O’Brien había dicho con lo que Higgins calificó de “marcado mal gusto”. O’Brien, que seguramente sabía que la esposa de Joyce había sido mucama de un hotel, había llamado a Joyce “ese reciclador de historias de criadas”. Como bien destacó el biógrafo de O’Brien, Anthony Cronin, “es caritativo pensar que O’Nolan ya había empezado a oír hablar demasiado a sus lectores de Dublín, ya se tratara de amigos o de enemigos, sobre la influencia de Joyce en su libro.” En 1961, O’Brien le escribió a su editor: “Si vuelvo a escuchar la palabra Joyce voy a echar espuma por la boca”. En su columna, con frecuencia se refirió a Joyce como “el pobre Joyce” o “el pobre Jimmy Joyce”, y en el quincuagésimo aniversario de Bloomsday escribió que las escasas “incursiones (de Joyce) en el griego estaban equivocadas y sus intentos de frases en gaélico son una completa monstruosidad”. No obstante, en una columna posterior elogió el Ulises e insistió en que para entender el libro lo único que hacía falta era “inteligencia, madurez y cierto conocimiento de la vida y de las letras.”
En un ensayo de 1951, O’Brien desplegó sus vehementes sentimientos ambiguos de toda una vida respecto del Ulises y su autor, el hombre que, a diferencia de O’Brien, había escapado. “Es posible que la verdadera fascinación de Joyce resida en su reserva, su ambigüedad (¿su poligüidad, tal vez?), sus bromas, sus deshonestidades, su habilidad técnica, su atracción por los estadounidenses”. Agregó que la rebelión de Joyce contra el catolicismo irlandés, si bien “noble en sí misma, lo pierde.” Luego escribió sobre uno de los aspectos de Joyce que más le importaban, su “capacidad para el humor”. “El humor”, escribió, “la sirvienta de la tristeza y el miedo, se respira constantemente en todo el trabajo de Joyce. Lo usa como lo hace Shakespeare, pero de manera menos formal, para atenuar el temor de quienes creen y en verdad piensan que pronto, y tal vez muy pronto, estarán en el cielo o en el infierno. Suaviza con risas la sensación de condena que ha heredado el católico irlandés. El verdadero humor necesita esa urgencia de fondo.”
En su última novela, The Dalkey Archive, O’Brien trató de resucitar a Joyce encontrándole trabajo como barman en Dalkey. “Hace mucho que se la tengo jurada a ese hijo de puta”, le escribió a su editor en Londres.
El libro y el universo
En el primer cuento de Ficciones de Borges, el narrador descubre que su amigo Bioy Casares tiene una edición muy especial de la Anglo-American Cyclopedia en la cual Dios, o un impresor, o alguien a medio camino entre ambos dedicado a la misma actividad que dioses e impresores de producir mundos, había creado un territorio especial llamado Uqbar. Así, también en una de sus columnas del Irish Times escrita con el nombre de Myles na gCopaleen, O’Brien ofrecía un servicio a los lectores que tenían libros que no abrían. Por cierta suma se manipularían los libros, se subrayarían pasajes, se dañarían los lomos o se escribirían en los márgenes palabras como “Basura”, “Sí, pero cf Homero, Od. iii, 151” o “Recuerdo que el pobre Joyce me decía lo mismo”, o se harían inscripciones en la primera página del tipo de “De su devoto amigo y admirador. K. Marx”.
Hasta ofrecía a sus lectores ser miembros del Club de Lectores Myles na gCopaleen. “Si ustedes se incorporan –escribió–, se liberan de la agotadora molestia de elegir sus propios libros. Nosotros los elegimos por ustedes y, cuando reciben el libro, ya está manoseado, vale decir, sometido sin cargo a nuestros expertos manipuladores”.
Así como los novelistas del siglo XIX habían hecho del mundo un fetiche –de cosas (o palabras) como amor, destino, matrimonio o dinero–, Borges, Pessoa y O’Brien hicieron un fetiche del libro. El héroe solitario de Balzac y Stendhal, la figura de Henry James que enfrentaba su destino, Madame Bovary, David Copperfield o hasta Moby Dick se convertían ahora en el libro no leído o no escrito, en el pasaje recién descubierto o en la parte en que el autor había perdido el control, o renunciado. En El libro del desasosiego, de Pessoa, nuestro héroe reflexiona: “¿Por qué preocuparme de que nadie lea lo que escribo? Escribo para olvidarme de la vida, y publico porque esa es una de las reglas del juego. Si mañana se perdiera todo lo que escribí, lo lamentaría, pero no sentiría una pena violenta y avasalladora”. Más adelante escribe: “Tal vez la novela sea una realidad y una vida más perfecta que Dios crea a través de nosotros. Tal vez sólo vivimos para crearla”. Luego se refiere a la vida en términos de “la novela sin trama”. La Biblioteca de Babel de Borges comienza diciendo: “El universo (que otros llaman la Biblioteca)”.
La cuestión del libro como objeto que contiene el mundo y, por lo tanto, no exige lectores porque también contiene a sus lectores, dado que éstos no son más que partes del mundo, circunda a O’Brien de forma irónica, misteriosa y, en ocasiones, feroz. Misteriosa, porque uno de los 244 ejemplares que se vendieron de At Swim-Two-Birds antes del bombardeo del depósito llegó a la Argentina. Fue en 1939. Irlanda, Portugal y Argentina se volvían aun más marginales. Dublín, Lisboa y Buenos Aires se hacían aun más extrañas. Sin embargo, dos meses después de su publicación, Borges reseñó en Buenos Aires At Swim-Two-Birds en castellano en la revista El Hogar. Escribió:
“Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figurará el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas.
Forman el libro los muy diversos manuscritos de esas personas reales o imaginarias, copiosamente anotados por el estudiante. At Swim-Two-Birds no sólo es un laberinto: es una discusión de las muchas maneras de concebir la novela irlandesa y un repertorio de ejercicios en verso y prosa, que ilustran o parodian todos los estilos de Irlanda. La influencia magistral de Joyce (arquitecto de laberintos, también; Proteo literario, también) es innegable, pero no abrumadora en este libro múltiple”.
Arthur Schopenhauer escribió que el sueño y la vigilia son las páginas de un único libro, y que leerlas en orden es vivir, mientras que recorrerlas al azar es soñar. Las pinturas dentro de pinturas y los libros que se ramifican en otros libros nos ayudan a percibir esa unidad. Fue así que un ejemplar del libro vivió en Buenos Aires, y tal vez otro más, ya que un amigo de Borges y Bioy, Juan Rodolfo Wilcock, que desplazó su empresa literaria como poeta, novelista y traductor del castellano al italiano en 1951, tradujo luego At Swim-Two-Birdsal italiano.
Después de At Swim-Two-Birds, O’Brien escribió con rapidez The Third Policeman (El tercer policía). Las editoriales lo rechazaron en 1940 y no se publicó hasta 1967, un año después de la muerte de su autor. Una vez que se rechazó el libro, O’Brien difundió muchos rumores falsos sobre éste. Le dijo a un amigo que lo había dejado en un tren; a otro, que lo habían perdido en el Dolphin Hotel de Dublín; y a otro, que lo había lanzado al aire, una hoja tras otra, desde el auto en que se trasladaba a Donegal.
O’Brien conservó el manuscrito y tomó algunas partes para The Dalkey Archive, que publicó en 1964. A pesar de que necesitaba dinero y de que su esposa le señalaba que tenía en su poder una novela sin vender, no permitió que nadie la viera. Siguió adelante con un trabajo periodístico brillante y bebiendo como un loco.
Es probable que el libro rechazado le produjera temor y no viera razón alguna por la que esperar que se lo rechazara una vez más, como seguramente sucedería. Pero hay otras razones más interesantes por las que guardar el libro en un armario o un cajón, juntando polvo, con un contenido que desconocían todos menos el autor, que avanzaba lentamente hacia la muerte.
En lugar de sentirse asustado ante la proximidad del manuscrito de The Third Policeman mientras yacía en la cama como Dermot Trellis, la idea de que los personajes de The Third Policeman habían dado un paso más hacia la pura autonomía que los personajes de At Swim-Two-Birds, debe haberle producido cierta satisfacción como artista. Es posible que en esos momentos el libro no lo preocupara ni lo atemorizara, sino que lo llenara de la misma gran satisfacción que les producía el silencio a Beckett y a John Cage, o las ideas de eternidad e infinito a Borges y las de monotonía y hastío a Pessoa. Mientras O’Brien vivió, sus personajes tuvieron su propia vida en marcas negras en las páginas del libro. Vivieron ahí día y noche, en su mutua compañía, y la liberación sólo les llegó cuando su creador murió en el último sueño el día de los Santos Inocentes de 1966.
Traducción de Joaquín Ibarburu
© Colm Toibin, London Review of Books, RCW Agency
No hay comentarios:
Publicar un comentario