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Qué se lee en un velo
(Notas sobre lo prohibido y las veleidades laicas de los Estados)
Por María Moreno
Probablemente, y en nombre del 57 por ciento de los ciudadanos, se aprobará en Francia una ley que prohíba el velo islámico en las escuelas y los espacios donde la república tenga derecho a dejar su impronta laica. Y, como siempre, detrás del velo está menos el rostro de la mujer árabe que la coalición política y sus necesidades electorales del 2007. Porque las encuestas que le bajaron el dedo a Chirac cuando se opuso a la guerra de Irak ahora lo subieron en 8 puntos, seguramente debido a la aprobación de los racistas de Le Pen y los musulmanes enfrentados con los sectores más fundamentalistas de sus filas. Mientras, el ministro Jean-Pierre Raffarin se blanquea de todo ese asunto de los ancianos muertos de calor que pusieron en la mira su responsabilidad. Y el alineamiento de los pro-prohibición es aún más extraño que el que unió en los años ‘80 a feministas radicales norteamericanas junto a Ronald Reagan en pos de una ley antipornografía. Intelectuales pro-prohibición del velo islámico como Julia Kristeva no pueden ignorar que la prohibición de un símbolo no es un acto simbólico sino jurídico, aunque la actualidad político-cultural sea homologar ambas categorías. Y que toda prohibición favorece la transgresión y la vía clandestina. Como búlgara integrada a título de excepción dentro de la comunidad intelectual francesa, adonde su presencia siempre pareció útil como suficiente vacuna de otredad, y que nunca eligió el victimismo como estrategia para definir sus primeros años en París, ahora parece todavía necesitar asegurarse su marsellesa. Hoy ella, que sospechó siempre de lo que llama el feminismo de masas, coincide con la revista Elle, que viene haciendo una abierta campaña pro-prohibición: el velo es signo de inadmisible discriminación sexual. “El uso de foulard impuesto por las corrientes fundamentalistas significa que una mujer debe esconder sus cabellos para no ser objeto de deseo. Es una señal de que es inabordable e intocable para todos los hombres que no sean de la familia. Sin él, no sólo es provocadora sino que carga con la responsabilidad de esa provocación y de sus consecuencias. Para empezar, la mujer es culpable de provocar deseos impuros mientras que se exculpa al hombre que los siente. Su cuerpo no tiene el mismo valor que el del hombre. Es una amenaza que hay que disimular para asexuarlo y volverlo inofensivo”, cacarea Elisabeth Badinter en su libro Fausse route, y la afirmación nos provoca un inconsciente movimiento de barbilla de arriba hacia abajo como toda idea de lógica demócrata abstracta. Pero hay que recordar que en los años ‘70 gran parte de la intelectualidad francesa concentró su inteligencia en declarar la autonomía de los discursos de sus referentes y de las intenciones de los autores, pero tuvo que invertir más inteligencia para reconocer que no todo es discurso y que sí importa quien habla. O sea: qué bonita frase. Pero sucede que un símbolo no es impermeable a la historia. Porque existe un feminismo musulmán que no se reconoce en los slogans paternalistas de las mujeres del iluminismo que a menudo hablan del velo en términos de barbarie ejercida sobre salvajes ignorantes. Este feminismo se apropia, en cambio, de una tradición del feminismo occidental y, en general, de las políticas de minorías: la de resignificar el estigma o lo impuesto como insulto por la discriminación. Por ejemplo, la palabra “lesbiana” o la palabra “queer”. Para estos movimientos de mujeres árabes que también reinterpretan los libros religiosos para denunciar precisamente el uso totalitario de textos de fecunda ambigüedad, el velo tiene hoy otro rostro. Por ejemplo, el de la identidad cultural de ese otro al que la Francia que necesitaba mano de obra barata dio una bienvenida multiculturalista y hoy empuja a los bordes de su sociedad, a sus barracas y sus guetos. Siete millones de musulmanes. En ese contexto, poder verle la cara a sus mujeres no puede confundirse con justicia de género sino con identificar, en el sentido policial del término, a parte de aquellos a quienes se les niega documentación, es decir su condición de ciudadanos.
Reforzar el laicismo es que el Estado no intervenga, no que transforme las tres palabras emblemáticas de la Revolución Francesa en igualdad para prohibir la kippa, la cruz y el velo, y libertad para abrir colegios privados, lo cual no garantiza la fraternidad de los excluidos, divididos, por ejemplo, ante la guerra de Medio Oriente.
Badinter pretende que, según testimonio de mujeres musulmanas, el permiso al velo refuerza la violencia de los varones árabes contra sus mujeres y que en sus barrios han aumentado las palizas y los crímenes. ¿Por qué un símbolo naturalizado de los derechos de los hombres sobre las mujeres constituiría un refuerzo? ¿Quién necesita reforzar lo instituido por Dios en manos de quienes deciden? No se puede reducir la violencia contra las mujeres árabes al uso de un derecho patriarcal significado por el velo. Pero es probable que la prohibición de su uso desate en los sectores más fundamentalistas –entre otras violencias– la de atacar el derecho de las mujeres a la educación y al espacio público. Entonces, ¿dónde está la justicia de género de quienes creen ver en la prohibición del velo la garantía de la “igualdad de los sexos en todo el territorio nacional”?
Este debate, un signo superficial del estatuto que ha logrado la religión en la política, ahora traducida en términos del bien y del mal donde siempre se está al borde de una justificación del exterminio, suena bizantino en la Argentina. Hace unas semana, la declaración de ateísmo por parte de una candidata a formar parte de la Corte Suprema de Justicia desencadenó una serie de reacciones donde quedó demostrado no sólo que la separación de Iglesia y Estado siempre es aquí una ilusión sino que parecería que la Iglesia siempre tiene sus pies sobre el Estado. Por eso se tardaron dos años en advertir que Nuestra Señora del Rosario estaba a la entrada del Palacio de los Tribunales paseando su mirada vacía de estatua sobre, por ejemplo, los manifestantes que exigen el esclarecimiento del atentado a la AMIA, en lugar de aparecer en San Nicolás donde se le saca jugo turístico, es ocasión de changas para desocupados y esperanza para los dejados de la mano de Dios. Y Dios quiera que, según la costumbre nacional de mirarse en Francia, a nadie se le ocurra, en un exabrupto democrático, pedir una ley que prohíba el uso del pañuelo y el pasamontañas a los piqueteros en nombre de un país que debería garantizar que la protesta se haga a cara descubierta, puesto que la lucha y el pedido de justicia son honorables, por lo que debería dejar de lado los atuendos de la clandestinidad. La radicalidad –que en la Argentina adquiere un confuso sentido– da para todo.
Reforzar el laicismo es que el Estado no intervenga, no que transforme las tres palabras emblemáticas de la Revolución Francesa en igualdad para prohibir la kippa, la cruz y el velo, y libertad para abrir colegios privados, lo cual no garantiza la fraternidad de los excluidos, divididos, por ejemplo, ante la guerra de Medio Oriente.
Badinter pretende que, según testimonio de mujeres musulmanas, el permiso al velo refuerza la violencia de los varones árabes contra sus mujeres y que en sus barrios han aumentado las palizas y los crímenes. ¿Por qué un símbolo naturalizado de los derechos de los hombres sobre las mujeres constituiría un refuerzo? ¿Quién necesita reforzar lo instituido por Dios en manos de quienes deciden? No se puede reducir la violencia contra las mujeres árabes al uso de un derecho patriarcal significado por el velo. Pero es probable que la prohibición de su uso desate en los sectores más fundamentalistas –entre otras violencias– la de atacar el derecho de las mujeres a la educación y al espacio público. Entonces, ¿dónde está la justicia de género de quienes creen ver en la prohibición del velo la garantía de la “igualdad de los sexos en todo el territorio nacional”?
Este debate, un signo superficial del estatuto que ha logrado la religión en la política, ahora traducida en términos del bien y del mal donde siempre se está al borde de una justificación del exterminio, suena bizantino en la Argentina. Hace unas semana, la declaración de ateísmo por parte de una candidata a formar parte de la Corte Suprema de Justicia desencadenó una serie de reacciones donde quedó demostrado no sólo que la separación de Iglesia y Estado siempre es aquí una ilusión sino que parecería que la Iglesia siempre tiene sus pies sobre el Estado. Por eso se tardaron dos años en advertir que Nuestra Señora del Rosario estaba a la entrada del Palacio de los Tribunales paseando su mirada vacía de estatua sobre, por ejemplo, los manifestantes que exigen el esclarecimiento del atentado a la AMIA, en lugar de aparecer en San Nicolás donde se le saca jugo turístico, es ocasión de changas para desocupados y esperanza para los dejados de la mano de Dios. Y Dios quiera que, según la costumbre nacional de mirarse en Francia, a nadie se le ocurra, en un exabrupto democrático, pedir una ley que prohíba el uso del pañuelo y el pasamontañas a los piqueteros en nombre de un país que debería garantizar que la protesta se haga a cara descubierta, puesto que la lucha y el pedido de justicia son honorables, por lo que debería dejar de lado los atuendos de la clandestinidad. La radicalidad –que en la Argentina adquiere un confuso sentido– da para todo.
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