CORREO DE PARÍS
París por entregas
I. Sobrevivencia
William Navarrete
El Jardín de las Tullerías pudiera ser el centro de París. Si las hojas verdes del verano y las ramas secas del invierno llegan a sobrevivir a la densa circulación de coches en sus flancos norte y sur puede que sea también el pulmón de la ciudad. Un mundo animal fluye hacia las hileras de olmos. Algunos de esos olmos pudieran ser los únicos testigos vivos de la noche incendiaria de la Comuna, en 1871, ante la que sucumbiera el palacio que le da nombre. Aún en pie, luchan por vencer a los parásitos que roen sus cortezas. La enfermedad se llama grafiosis y deja una secuela de estrías negras en sus troncos. En tiempos en que abundan los grafitos que muchos insisten en vendernos como tendencias del arte urbano, imagino que los insectos reivindican sobre los troncos de los viejos olmos su derecho a la expresión pública. Los ejemplares sanos poco pueden contra los portadores alados del hongo y esperan angustiados la estación de la danza incestuosa en que el verdor altanero de sus hojas terminará cediendo al tono mustio que provoca la enfermedad.
Indiferentes a la batalla de los olmos los hombres pasean su soledad por los parterres. La naturaleza siempre mezquina de París ha dejado que unos rayos de sol aviven, si los hubiere, los recuerdos de una temporada estival en el Sur. Una extraña camaradería se establece entre los perros que cada amo, creyendo poseer al animal de mejor raza, exhibe. Tener un perro para pasearse bajo los olmos significa tener a alguien a quien hablar. Los amos se conocen –aunque mejor conocen a los canes de los otros amos que a sus dueños– pero no se hablan. A lo sumo lanzan monosílabos que nadie sabe si son órdenes que el perro debe acatar o fórmulas mecánicas de comunicación entre amos, sonidos guturales sin respuesta. En ese mundo selecto de amos, perros y monosílabos ásperos, sólo participa quien se ande correa en mano. En él no participa la lectora sempiterna de los estanques, aún cuando leyera, en este justo instante, en su libro siempre abierto, el rostro embadurnado de cremas protectoras hasta el próximo sol, una historia de perros y amos. De poco le valdría interrumpir la lectura que dicta la imprenta como no fuera para arriesgarse a entrar en el dominio de algún malentendido, de algún imprevisto embarazoso, que un buen francés detesta.
En el Jardín de las Tullerías todo ese mundo animal se entrega resignado a su soledad. El visitante de provincias y el extranjero no lo ven, ni son vistos. Ajenos, forman parte de un mundo superpuesto, transitorio. De cualquier modo no puede ser de otro modo: la exigencia del turismo contemporáneo impone amortiguar el precio pagado. El maratón que emprenden ha dejado sobre la pantalla digital de sus cámaras la marca de una estría negra sobre el tronco de un olmo. El corrector de imagen les devolverá, de vuelta a casa, la imagen que desean de tarjeta postal.
En este universo que de tanta historia se ha quedado sin nada qué contar la lucha despiadada del reino animal tras las altas rejas de las Tullerías se vuelve imperceptible. Como picas que ya no enseñan cabezas guillotinadas la rejería uniforme y perfectamente armoniosa del jardín encierra una invisible danza de sobrevivencia.
Yo, sin perro, sin libro y sin la premura del visitante que amortigua precios, atravieso siempre las Tullerías buscando el cielo entre la soldadesca de olmos en filas. Tal vez para mostrarme indiferente sólo necesito pintar de azul los claros de las enramadas. Así lo anduve siempre hasta que di con las fieras sobre pedestales pétreos, las patas poderosas imitando una acrobacia que parece rasgar los velos del tiempo, las fauces abiertas, rugientes, mostrando colmillos afilados para vencer en la jungla.
Son las esculturas de Auguste Cain (1821-1894). Allí, a ambos lados de la entrada que se abre al final de la calle Castiglione, dos tríadas de fieras fundidas en bronce combaten encarnizadamente por la sobrevivencia. En el primer grupo un león melenudo descarga su hambre sobre un jabalí que yace vencido mostrando en su estertor los punzantes colmillos, últimos destellos de su fiereza. Junto al león, fundida en la misma pieza, la hembra, empequeñecida por la talla y por el peso de la pata izquierda del macho que le presiona el cuello mostrando quién domina, apartándola de la presa, espera poder participar del festín. En el segundo grupo, fechado en 1882, un rinoceronte aplasta con una de sus patas delanteras el vientre de una leona. De la herida afloran las vísceras de la fiera que intenta defenderse inútilmente, patas arriba, mientras que otra hembra de su misma especie clava sus colmillos y garras en la coraza del descomunal animal. El acto podría interpretarse como un gesto de defensa generosa de su compañera. Pero tal vez se aproveche simplemente del momento en que la bestia está ocupada para salir vencedora y alimentarse a sus anchas.
La lid que libran las bestias de Cain, intemporal, suspendida en el instante más dramático del enfrentamiento, más que reflejo de un estilo a tono con el gusto de finales del siglo XIX, evoca el orden natural generador de desórdenes temporales para garantizar paradójicamente la prolongación de la vida. Por puro instinto las tríadas de animales de la puerta de Castiglione defienden el equilibrio de su entorno, condición indispensable para la sobrevivencia en (y de) la jungla. El desenlace del combate poco importa cuando lo que cuenta es mostrar la fuerza con que un ser vivo se aferra a la vida, aún en detrimento de otras vidas.
En el jardín de las Tullerías el combate por la sobrevivencia se lleva a cabo a diario. Con mayor o menor fiereza, en esa jaula ajardinada de animales detrás de las picas, los seres vivos intentan vencer sus miedos y escapar de aquella otra jungla: la ciudad, quizás más áspera y hostil que el medio que suponen los conjuntos escultóricos de Cain. Es posible entonces que al levantar sus ojos de la guía que le cuenta los horarios y los precios, el visitante vea que en ese combate tenaz luchan por la subsistencia el amo del perro, la lectora del estanque, e incluso, quien busca pintar entre las ramas del follaje un claro de cielo.
París, 4 de junio de 2006.
© William Navarrete
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