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Agua
Eduardo Berti
da una vuelta de tuerca al famoso relato Wakefield de Nathaniel Hawthorne,
otorgándole una perspectiva nueva y conmovedora al convertir, con extrema
destreza, a la esposa abandonada y sumisa en protagonista de una historia de
indudable actualidad.
En el seno de
un respetable matrimonio londinense del siglo XIX ocurre un día un hecho
insólito: Charles Wakefield, el marido, le dice a su esposa, Elizabeth, que
debe salir de viaje por unos días. Al poco tiempo, Elizabeth descubre la
absurda realidad: su marido lleva una vida furtiva a pocas calles de su casa.
En una sociedad en que una mujer sin marido no es bien vista —y en la que, como
trasfondo, aparece el «movimiento luddita» contra las máquinas de la Revolución
Industrial—, la mujer de Wakefield descubre que debe valerse por sí misma, y decide
desentrañar qué ha motivado la huida de Charles. En sus pesquisas, y durante la
espera, que será de años, la esposa abandonada aprende a medir el paso de los
días y el peso de la vida.
Leí con mucho agrado la novela La
mujer de Wakefield, de Eduardo Berti. Es un proyecto de una sabiduría tan
extraña. Está tan armónicamente resuelto ese sobrenadar sobre la angustia. De
ninguna manera soy un escéptico sobre la literatura actual.
(Noé Jitrik)
SOBRE LA MUJER DE WAKEFIELD
Talentosa reescritura
La historia dos veces contada
Por Guillermo Piro
(Clarín, Suplemento Cultura y Nación, 8
de agosto de 1999)
Nathaniel Hawthorne escribió un relato, Wakefield, la "historia
conjetural" de un desterrado, considerado unánimemente, es decir, por
Borges, como el más grande y perfecto artilugio narrativo de la historia,
antecesor directo de los relatos de Melville y Franz Kafka. Wakefield es un
hombre sosegado, vanidoso, egoísta, propenso a crear misterios pueriles, a
guardar secretos insignificantes; un hombre imaginativo, capaz de largas y
vagas meditaciones. Un día dice a su mujer que va a emprender un viaje de
negocios y que regresará en dos días. La mujer, que lo sabe propenso a
misterios inofensivos, no le pregunta las razones del viaje. Wakefield sale de
su casa con la intención más o menos firme de inquietar a su esposa faltando
una semana entera de casa. Llega entonces al alojamiento que tenía listo, a la
vuelta de su casa, sonríe y da por concluido el viaje. Duda, se felicita, teme
que lo hayan visto y lo denuncien. Duerme. Al día siguiente se pregunta qué va
a hacer. Sabe que tiene algún propósito, pero le cuesta definirlo. Finalmente
descubre que su propósito es averiguar la impresión que causará una semana de
viudez en la ejemplar señora Wakefield. La curiosidad lo impulsa hacia la
calle. Camina, se distrae, y de pronto se da cuenta de que la costumbre lo ha
llevado hasta su propia puerta. Retrocede. Entonces comienza la gran aventura
que lo mantendrá alejado de ella veinte largos años: cambia de ropa, adquiere
una peluca rojiza y establece una nueva rutina. Lo aqueja la sospecha de que su
ausencia no ha transformado lo suficiente a la señora Wakefield. Decide no
volver hasta haberle dado un buen susto. Un día ve entrar en su casa al médico.
Pospone su reaparición, temiendo por la salud de su esposa. El tiempo pasa. Una
tarde Wakefield mira su casa. A través de la ventana ve que en el primer piso
han encendido el fuego. Comienza a llover. Le parece ridículo mojarse cuando ahí
tiene su casa, su hogar. Sube las escaleras y abre la puerta. Han pasado veinte
años desde su "desaparición". En un momento del relato Hawthorne se
lamentaba: "~Ojalá tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo
de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que
escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos, y
cómo urde sus consecuencias un férreo tejido de necesidad".erti parece
encontrar allí, en la tarea de hacer realidad el sueño de Hawthorne, la razón
de ser de este libro admirable, y lleva a cabo un ejercicio de ampliación, o
mejor, de agigantamiento de la trama, estableciendo el punto de vista de su
narrador en las mismas circunstancias, pero prestando más atención a lo que
ocurre dentro de la casa, donde Elizabeth Wakefield "espera" su
regreso. La vuelta de tuerca, como un ejemplar desencadenamiento mecánico, está
dado por el hecho de que si en el relato de Hawthorne la señora Wakefield
aparecía sumisa y sencillamente expectante, en el de Berti su voluntad cobra
mayor relevancia, habiendo descubierto a los pocos días de su
"desaparición" la secreta morada del marido. El éxito de la operación
no tiene muchos precedentes. Orson Welles había recurrido, con El proceso, de
Kafka, a una obsesiva literalidad que concluía abandonando a su héroe, Joseph
K., en los brazos de la rebeldía, don éste que Kafka no sólo no le había en
ningún momento adjudicado, sino que, probablemente, ni siquiera había
conseguido imaginar para él. Tanto en Welles como en Berti la "c En La
mujer de Wakefield, al mismo tiempo, se agiganta el entorno, la compañía
irrelevante del relato: Amelia (la criada), Franklin (el paje), Georgiana (la
hermana de Elizabeth), Dorothy (la madre de Franklin), Ashley (el cuñado de Elizabeth).
El espectro histórico, como un espejismo, contamina la trama: en plena carrera
de industrialización cobran importancia los ludditas, los obreros destructores
de las máquinas que los habían dejado sin trabajo. Hay un viraje sutil, una
puesta en marcha de otra "máquina" que echa a andar la historia en
una carrera loca. Si toda reescritura carga consigo una "angustia de las
influencias", Berti no sólo sale victorioso del trance, sino que lleva las
cosas al punto de hacer del maravilloso relato de Hawthorne un sucedáneo, una
continuación, una segunda parte. Esta teoría se confirma con las palabras que
cierran la novela: "Alguien dirá otras tantas cosas, casi las mismas pero
diferentes, porque si toda historia (...) todavía está por escribirse, la que
acaba de ocupar este libro muy pronto ha de tornarse -si no ha ocurrido ya- en
una historia dos veces contada". Berti hace en esa frase final alusión
directa al libro Twice Told Tales (Historias dos veces contadas), en el que
Hawthorne incluyó, en 1837, el relato en cuestión. Hubo que esperar 162 años
para saber la verdad, para ser testigos de una coreografía de la viudez, que
sólo aspira a no levantar sospechas de las visitas de un reverendo que si algo
tiene son pretenciones matrimoniales y no deseos de purificar almas.
Pero lo verdaderamente mágico, lo que por definición debía seguir siendo
inexplicable, sigue en pie: ¿qué llevó a Wakefield a abandonar su casa? Nunca
lo sabremos. Y si en el relato de Hawthorne el narrador abandonaba a su suerte
al personaje una vez que, veinte años después, volvía a atravesar el umbral de
su casa para refugiarse al lado de su mujer, junto al fuego, sin hacer
referencia a su destino ulterior (Hawthorne deja adivinar que, en cierto
sentido, cuando Wakefield vuelve a su casa ya está muerto) en la novela de
Berti éste seguirá siendo el poseedor de un secreto que llevará consigo a la
tumba. Berti se toma la libertad (¿y para qué sirve la literatura sino para
tomarse libertades?) de dotar a la sumisa actriz secundaria del relato original
de un papel protagónico y de modificar drástica, magistralmente, el final de la
historia.orges decía que Wakefield prefiguraba a Kafka. Si Kafka hubiera
escrito esta historia, Wakefield no hubiera conseguido, jamás, volver a su
casa. Hawthorne le permitía volver. Berti, discípulo declarado de los dos,
también, pero su vuelta es mucho más atroz que su larga e inexplicable
ausencia.
Una historia contada dos veces
Por Sylvia Iparraguirre
(Página/12, 8 de agosto de 1999)
El siglo XIX es el paraíso perdido de
la literatura. La relación sin culpa que edificó ese tiempo entre el
escritor y la realidad y que hoy ya no es posible -es justamente su gracia. El
siglo XIX ha modelado nuestra conciencia literaria, los mitos que construyó la
novela en su momento de mayor esplendor siguen allí como momentos
incorruptibles. Sin embargo esta monumentalidad no paraliza. Leído
restrospectivamente (y a la seducción de este resplandor sucumbió Eduardo Berti
cuando escribe La mujer de Wakefield), el XIX toma la forma de una
inmensa página en blanco donde todo fue posible: la representación del mundo
creado por el hombre y la representación de la multiplicidad del hombre, en sus
ideas y conflictos individuales, y en las formas que adquirió el sueño
colectivo.
Nathaniel Hawthorne fue uno de los
escritores que revelaron en el XIX la contracara del optimismo norteamericano,
donde la inventiva mitológica de Whitman alcanzaba la dimensión de un sueño
nacional. De la otra vereda de ese gran sueño colectivo existió la opinión de
que esa sociedad era espiritualmente un desierto, y en ese desierto predicaron
Poe, Melville y Hawthorne. En el libro Twice-told tales (Historias
contadas dos veces, 1847), Hawthorne incluye el cuento
"Wakefield": la historia de un hombre que dijo adiós a su esposa, se
instaló a vivir a la vuelta de su casa y veinte años después, sin una
explicación de por medio, regresa a su hogar y a la abnegada señora Wakefield.
Si le creemos a Hawthorne, leyó en un periódico este suceso ocurrido en
Londres. La anécdota, leída como un "caso" (el hombre que puede
ocultarse en la multitud) lo impresionó vivamente y sucumbió a la tentación de
armar un cuento con ella.
Lo que nos interesa ahora es la
tentación de Eduardo Berti, que ha sentido la curiosidad de saber no ya sobre
Wakefield sino sobre quién era la señora Wakefield y cuál fue su reacción ante
la extravagancia de su marido. Para el lector que sabe del otro Wakefield,
seguir las aventuras de Elizabeth se vuelve un juego complejo en el que
participan dos siglos, dos autores y dos textos: uno breve, otro extenso. La
literatura dentro de la literatura, como en "El fin" de Borges o en
la "Biografía de Isidoro Tadeo Cruz", que tienen el mismo
propósito pero invirtiendo los términos o las dimensiones: del largo poema al
cuento. Estamos en 1811, en un apacible hogar burgués londinense y tenemos un
personaje central que, en el cuento original, no tenía relieves, era
dependiente de su marido y tan anodino como cualquier personaje de segunda fila
en la copiosa novelística de la época. Pero, ante nuestra agradecida sorpresa,
la señora Wakefield comienza a desarrollarse, de una manera muy segura, hacia
su propia definición como personaje, con humor, con ideas muy propias que va
plasmando en un diario: "La gente se divide entre aquella que se siente a
salvo del mundo y aquella otra que, por más que quiera, no consigue sentirse de
ese modo". Bajo su aparente simpleza, ese diario oculta un incisivo
sentido de la realidad y de los seres humanos. De golpe, Elizabeth ya es tan personaje
como su marido. Wakefield, que creyó haber engañado a su mujer y está oculto a
la vuelta de su casa, es ahora el engañado: con la impremeditación de los actos
desesperados, Elizabeth también se disfraza, acecha la casa a la cual se ha ido
a vivir su incomprensible marido y, en el colmo de la persecución, un día se
cruzan (los dos siguen su camino arrastrados por la multitud).
La gran incógnita del cuento de
Hawthorne (¿por qué se fue Wakefield?) pasa a se aquí ¿qué hará, que será capaz
de hacer ahora la señora Wakefield? La novela se abre hacia escenas de la vida
conyugal. Esta pareja, tan apoltronada en su casa burguesa, que habla y se
interroga muy poco y que ya hace rato que ha pasado el estado de la pasión, es
lanzada por el acto del marido a un escenario incierto de actitudes y
decisiones súbitas, sobre las que hay que improvisar sobre la marcha. La
pareja, pero sobre todo ella, la señora Wakefield, empieza a mostrar hasta
dónde puede llegar cada uno con independencia del otro, hasta dónde conduce la
libertad. Sorpresa: estos actos, sobre los que la señora Wakefield reflexiona,
le darán una medida de sí misma que ni soñaba tener, aunque potencialmente los
contenía. La mujer de Wakefield cumple con su propósito
reparador: las entrelíneas en las que apenas existía se han abierto en un
enorme espacio de existencia. El siglo XIX, como los clásicos leídos por Italo
Calvino, nunca termina de decir lo que tiene que decir. La mujer de
Wakefield existe en el hueco dejado por Hawthorne y encuentra su
culminación en una cita de Don Quijote, libro al que Wakefield parece haber
leído sin cesar en su destierro. De este modo la novela va de la literatura a
la literatura, y se diría que en este gesto final está la voluntad, la
honestidad, que cierra esta historia contada dos veces.
El amor y la cotidianeidad como
territorios para la especulación
Por Eva Grinstein
(El Cronista, 15 de junio de 1999)
Tusquets acaba de publicar "La
mujer de Wakefield", novela de Eduardo Berti que cita y reconstruye un
relato breve de Nathan¡el Hawthorne.
Con la misma meticulosidad invertida en
la construcción de su primera novela, Agua (Tusquets, 1994),
el escritor Eduardo Berti hilvanó la morosa sucesión de pequeños hechos y
grandes observaciones que estructuran su nueva obra, La mujer de
Wakefield. Subyugado por el planteo básico de Wakefield, relato
breve de Nathaniel Hawthorne, Berti reescribe la historia original apropiándose
de diversas posibilidades narrativas hipotéticamente contenidas en el lapso de
veinte años que proponía el cuento. Berti celebra la literatura como reino de
las decisiones, como territorio de la duda en el que a cada instante es preciso
optar. Mediante múltiples reflexiones metatextuales que abordan los deliciosos
avatares del oficio, Berti rinde varios homenajes y también exalta su propia
condición de escritor.
La mujer Wakefield es una respetable
ama de casa londinense que, un día cualquiera a principios del siglo pasado, es
abandonada por su marido. El señor Wakefield, parco y misterioso, aduce un
viaje urgente y parte con una valijita. Poco después, la mujer descubre una
absurda verdad: su esposo se ha mudado a la vuelta de su casa. Berti se
entromete en esa extraña relación que unirá al matrimonio durante los
veinte años siguientes hasta que el hombre decida regresar, tan silencioso como
se fue.
Auténtica estratega de la
cotidianeidad, la señora Wakefield urde planes para destrabar la
situación delirante en la que la ha sumido Wakefield. Persigue a
distancia a su marido en sus erráticas caminatas por la ciudad; pasa
una temporada como huésped de su hermana, en las afueras; traba
relación con la encargada de la casa donde vive Wakefield; adopta el crespón
negro de viuda y hasta evalúa la perspectiva de aceptar a otro hombre que se ha
enamorado de ella. Las elucubraciones solitarias de la señora nutren la novela
y acentúan cierta frialdad de una compleja historia de amor en la que el amor
se reduce a un ejercicio especulativo.
Como trasfondo, Berti
delinea -aunque no desarrolla en profundidad- la resistencia del
movimiento luddita contra las máquinas de la Revolución Industrial. La lucha
encabezada por Ludd funciona como denuncia de las primeras fisuras de un
sistema socio-económico tendiente a la alienación. La señora Wakef¡eld, cuyo
máximo devaneo intelectual consiste en el registro de sus pensamientos en un
diario íntimo, no comparte la desesperación de los obreros relegados por el
"progreso", pero se deja sensibilizar por su protesta y tratará,
incluso, de evitar que ajusticien a los rebeldes.
En su utilización de los recursos del
lenguaje, Berti vuelve a permanecer a salvo de costumbrismos y subjetivismos.
Como en Agua -que transcurría en Portugal, al
ritmo del descubrimiento de la electricidad-, aquí reaparece una valiosa
neutralidad que recupera hechos e ideas por su propio peso. Menos hilarantes y
más melancólicas, las palabras de Berti acompañan a la mujer de Wakefield y se
ofrecen en medidas exactas para hacer el seguimiento de sus pasos. Sin caer en
excesivos lirismos, y sin desapasionarse del todo, el escritor presenta su
novela: un péndulo siempre equilibrado en el que las explicaciones se
alternan con lo que de ninguna manera puede ser explicado.
Si bien el autor, en declaraciones, ha
sostenido que la curiosidad es lo que motiva la partida -a medias- de
Wakefield, afortunadamente para el lector es éste uno de los aspectos que
permanecen en la oscuridad. Ni Wakefield, ni su mujer, ni sus allegados
comprenden ese gesto que, sin embargo, condiciona todos sus movimientos
posteriores. La existencia de secretos no revelados refuerza el interés de una
trama que invita a cultivar la perplejidad y la incertidumbre.
Berti, afianzado en su calidad de
novelista, crea una ficción verosímil con menos aventuras, humor y sorpresas
que en su publicación anterior. La mujer de Wakefield, afecta a una sencilla
cosmovisión dialéctica, divide siempre el mundo en un par de opuestos.
Parafraseándola, se podría decir que los escritores se dividen entre los que
sucumben a la parafernalia estilística, y los que se devanan los sesos por
pensar argumentos originales. Curiosamente, Berti es un gran escritor y no
encaja e
ninguna de las dos categorías.
ecreación del cuento del escritor
norteamericano
La pista de Hawthorne
Por María Esther de Miguel
(La Nación, 21 de julio de 1999)
En el juego
literario, el recurso a claves ocultas suele ser uno de los atractivos que
intrigan y operan como acicates para el interés de la lectura. Pero hay autores
que, desde el vamos, desdeñan frágiles ardides y pasan a señalar las pistas
sobre las que levantaron sus obras. En Jugar en serio. Aventuras de
Borges, libro póstumo de Ezequiel de Olaso, el recordado filósofo señalaba
un rasgo decisivo en la obra del autor de El Aleph: el ejercicio
artístico de la reescritura. Pues bien, a esa tendencia pareciera sumarse el
joven escritor Eduardo Berti. En La mujer de Wakefield, no
hace nada más (ni nada menos, y esto está explícitamente sentado) que retomar
la historia planteada por Hawthorne en el texto ya clásico en que se relata la
historia de un hombre que parte de su casa para entregarse, cerca de ella, a
una vida distinta.
Sobre ese andarivel,
Berti, autor de la novela Agua (1997) que tuvo buena acogida,
traza los días que le tocan vivir a la señora Elizabeth Wakefield cuando
Charles, su marido, después de diez años de apacible matrimonio, le dice con
calma: "A propósito, esta misma noche debo partir en viaje de negocios, no
creo que vuelva antes del viernes". Y abandona su casa... por veinte años.
Pero si la historia es similar a la de Hawthorne, ahora lo que importa -en la
versión bertiana- es la mirada de la mujer.
Todo sucede en la
segunda década del siglo XIX: las costumbres son distintas, las mujeres apenas
si están enteradas de las cuestiones en que andan los maridos, la prudencia y
el pudor conllevan un régimen de silencio y ocultamiento que Elizabeth cumple
religiosamente a lo largo de los meses. Si primero pesan sobre su ánimo leves
sospechas que se acentúan con el paso del tiempo, pronto ya no cabe más que una
única certeza: el marido se ha marchado para no volver. Cuando la señora
Wakefield descubre el paradero de su esposo (en una casa vecina y semioculto
tras una peluca colorada), no son muchas las cosas que pueden cambiar. Y siguen
los días, entre las reflexiones que le provocan las mutaciones del alma y de la
vida, que vuelca en su diario, el acomodamiento a las circunstancias, los
problemas coyunturales con la familia y el servicio. Hasta que llega a su fin
la furtiva errancia marital y existencial de Wakefield.
Inútil sería plantear divergencias,
puntos de contacto y actualizaciones (como la intromisión de bandas de jóvenes
contestatarios que destrozan las máquinas de las fábricas que los han dejado
sin trabajo) de esta novela respecto del cuento que la inspiró. Sí debe decirse
que, dueño de una manera de narrar coloquial, serena e intimista, lejos de toda
incontinencia verbal u otras tentaciones lamentables, Berti consigue que la
historia se deslice sin estridencias y con notable encanto. Por lo demás, pinta
el alma de una mujer y una época. Si por ahí llega a cansar el repetido
"estimado lector" al que recurre, la apelación conlleva un tono de
complicidad acertado. En muchos momentos, La mujer de Wakefield trae
el eco de Seda, aquella novela tan buena de Alessandro
Baricco. Pero este vago parentesco no hace más que poner de relieve los
quilates de este último libro de Eduardo Berti, escritor en el cual, sin duda,
hay que reparar.
