El cuento fantástico es uno de los productos más característicos de la
narrativa del siglo XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues
es el que más nos dice sobre la interioridad del individuo y de la simbología
colectiva. Para nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el
centro de estas historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión
de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo alejado de nuestra
atención racional. En esto se ve la modernidad de lo fantástico, la razón de su
triunfal retorno en nuestra época. Notamos que lo fantástico dice cosas que nos
tocan de cerca, aunque estemos menos dispuestos que los lectores del siglo pasado
a dejarnos sorprender por apariciones y fantasmagorías, o nos inclinemos a
gustarlas de otro modo, como elementos del colorido de la época.
El cuento fantástico nace entre los siglos XVIII y XIX sobre el mismo
terreno que la especulación filosófica: su tema es la relación entre la
realidad del mundo que habitamos y conocemos a través de la percepción, y la
realidad del mundo del pensamiento que habita en nosotros y nos dirige. El
problema de la realidad de lo que se ve: caras extraordinarias que tal vez son
alucinaciones proyectadas por nuestra mente; cosas corrientes que tal vez
esconden bajo la apariencia más banal una segunda naturaleza inquietante,
misteriosa, terrible, es la esencia de la literatura fantástica, cuyos mejores
efectos residen en la oscilación de niveles de realidad inconciliables.
Tzvetan Todorov, en su Introduction à la littérature fantastique (1970),
sostiene que lo que distingue a lo «fantástico» narrativo es precisamente la
perplejidad frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación
racional y realista, y una aceptación de lo sobrenatural. El personaje del
incrédulo positivista que interviene a menudo en este tipo de cuentos, visto
con compasión y sarcasmo porque debe rendirse frente a lo que no sabe explicar,
no es, sin embargo, refutado por completo. El hecho increíble que narra el
cuento fantástico debe dejar siempre, según Todorov, una posibilidad de
explicación racional, a no ser que se trate de una alucinación o de un sueño
(buena tapadera para todos los pucheros). En cambio, lo «maravilloso», según
Todorov se distingue de lo «fantástico» por presuponer la aceptación de lo
inverosímil y de lo inexplicable, como en las fábulas o en Las mil y
una noches (distinción que se adhiere a la terminología literaria
francesa, donde «fantastique» se refiere casi siempre a elementos macabros,
tales como apariciones de fantasmas de ultratumba. El uso italiano, en cambio,
asocia más libremente fantástico a fantasía; en efecto, nosotros hablamos de lo
fantástico ariostesco, mientras que según la terminología francesa se debería
decir «lo maravilloso ariostesco»).
El cuento fantástico nace a principios del siglo XIX con el romanticismo
alemán, pero ya en la segunda mitad del XVIII la novela «gótica» inglesa había
explorado un repertorio de motivos, de ambientes y de efectos (sobre todo
macabros, crueles y pavorosos) que los escritores del Romanticismo emplearon
profusamente. Y dado que uno de los primeros nombres que destaca entre éstos
(por el logro que supone su Peter Schlemihl) pertenece a un autor alemán nacido
francés, Chamisso, que aporta una ligereza propia del XVIII francés a su
cristalina prosa alemana, vemos que también el componente francés aparece como
esencial desde el primer momento. La herencia que el siglo XVIII francés deja
al cuento fantástico del Romanticismo es de dos tipos: por un lado, la pompa
espectacular del «cuento maravilloso» (del féerique de la corte de Luis XIV a
las fantasmagorías orientales de Las mil y una noches descubiertas
y traducidas por Galland) y, por otro, el estilo lineal, directo y cortante del
«cuento filosófico» volteriano, donde nada es gratuito y todo tiende a un fin.
Si el «cuento filosófico» del siglo XVIII había sido la expresión
paradójica de la Razón iluminista, el «cuento fantástico» nace en Alemania como
sueño con los ojos abiertos del idealismo filosófico, con la declarada
intención de representar la realidad del mundo interior, subjetivo, de la
mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor que a la del mundo
de la objetividad y de los sentidos, Por tanto, ésta también se presenta como
cuento filosófico, y aquí un nombre se destaca por encima de todos: Hoffmann.
Toda antología debe trazarse unos límites e imponerse unas reglas; la
nuestra se ha impuesto la regla de ofrecer un solo texto de cada autor: regla
particularmente cruel cuando se trata de elegir un solo cuento que represente
todo Hoffmann. He elegido el más conocido (porque es un texto, podríamos decir,
«obligatorio», “El hombre de la arena” (Der Sandmann), en el que los personajes
y las imágenes de la tranquila vida burguesa se transfiguran en apariciones
grotescas, diabólicas, aterradoras, como en las pesadillas. Pero también habría
podido orientar mi elección hacia ciertas obras de Hoffmann en las que falta casi
por completo lo grotesco, como en “Las minas de Falun”, donde la poesía
romántica de la naturaleza alcanza lo sublime a través de la fascinación del
mundo mineral. Las minas en las que el joven Ellis se abisma hasta el punto de
preferirlas a la luz del sol y al abrazo de su esposa constituyen uno de los
grandes símbolos de la interioridad ideal. Y aquí aparece otro punto esencial
que todo discurso sobre lo fantástico debe tener presente: los intentos de
esclarecer el significado de un símbolo (la sombra perdida de Peter Schlemihl
en Chamisso, las minas en las que se pierde el Ellis de Hoffmann, el callejón
de los hebreos en Die Majoratsherren de Arnim) no hacen otra
cosa que empobrecer sus ricas sugerencias.
Dejando a un lado el caso de Hoffmann, las grandes obras del género
fantástico en el romanticismo alemán son demasiado largas para entrar en una
antología que quiere ofrecer el panorama más extenso posible. La medida de
menos de cincuenta páginas es otro límite que me he impuesto y que me ha
obligado a renunciar a algunos de mis textos favoritos, que tienen dimensiones
de cuento largo o de novela corta: Chamisso, de quien ya he hablado, y su Isabel
de Egipto, las demás obras hermosas de Arnim y Las memorias de un
holgazán de Eichendorff. Ofrecer algunas páginas elegidas habría supuesto
contravenir la tercera regla que me había fijado: ofrecer sólo cuentos
completos. (He hecho una sola excepción: Potocki. Su novela, El
manuscrito encontrado en Zaragoza, tiene cuentos que, pese a estar bastante
relacionados entre sí, gozan de una cierta autonomía).
Si consideramos la difusión de la influencia declarada de Hoffmann en
las distintas literaturas europeas, podemos asegurar que, al menos para la
primera mitad del siglo XIX, «cuento fantástico» es sinónimo de «cuento a lo
Hoffmann». En la literatura rusa el influjo de Hoffmann produce frutos
milagrosos, como los Cuentos de Petersburgo de Gogol; pero hay
que advertir que, antes incluso de cualquier inspiración europea, Gogol había
escrito extraordinarios relatos de brujería en sus dos libros de cuentos
ambientados en el campo ucraniano. Desde un primer momento la tradición crítica
ha considerado la literatura rusa del siglo XIX bajo la perspectiva del
realismo, pero, de igual modo, el desarrollo paralelo de la tendencia
fantástica de Pushkin a Dostoyevski se advierte con claridad. Precisamente en
esta línea, un autor de primera fila como Leskov adquiere su plena proporción.
En Francia, Hoffmann ejerce una gran influencia sobre Charles Nodier,
sobre Balzac (sobre el Balzac declaradamente fantástico y sobre el Balzac
realista con sus sugestiones grotescas y nocturnas) y sobre Théophile Gautier,
de quien podemos hacer partir una ramificación del tronco romántico que jugará
un papel importante en el desarrollo del cuento fantástico: la esteticista. En
cuanto al aspecto filosófico, en Francia lo fantástico se tiñe de esoterismo
iniciático de Nodier a Nerval, o de teosofía a lo Swedenborg, como en Balzac y
Gautier. Gérard de Nerval crea un nuevo género fantástico: el cuento sueño
(Sylvie, Aurélia), sostenido por la densidad lírica más que por la estructura
de la trama. En lo que respecta a Mérimée, con sus historias mediterráneas (y
también nórdicas: la sugerente Lituania de Lokis), con su arte para fijar la
luz y el alma de un país en una imagen que al punto se convierte en
emblemática, abre al género fantástico una nueva dimensión: el exotismo.
Inglaterra pone un especial placer intelectual en jugar con lo macabro y
lo terrible: el ejemplo más famoso es el Frankenstein de Mary Shelley. El
patetismo y el humor de la novela victoriana dejan cierto margen para que siga
actuando la imaginación «negra», «gótica», con renovado espíritu: nacen
los cuentos de fantasmas, cuyos autores acaso hacen gala de un
guiño irónico pero, mientras tanto, ponen sobre el tapete algo de sí mismos,
una verdad interior que no aparecerá en los manierismos del género. La
propensión de Dickens por lo grotesco y macabro no sólo tiene cabida en sus
grandes novelas, sino también en sus producciones menores, tales como las
fábulas navideñas y las historias de fantasmas. Digo producciones porque
Dickens (como Balzac) programaba su trabajo con la determinación de quien actúa
en un mundo industrial y comercial (y de ese modo nacen sus mejores obras) y
publicaba periódicos de narrativa escritos en su mayor parte por él mismo, pero
pensados para dar cabida también a las colaboraciones de sus amigos. Entre
estos escritores de su círculo (que incluye al primer autor de novelas
policíacas, Wilkie Collins), hay uno que tiene un puesto de relieve en la
historia del género: Le Fanu, irlandés de familia protestante, primer ejemplo
de «profesional» de los cuentos de fantasmas, ya que prácticamente
no escribió otra cosa que historias de fantasmas y de horror. Se afirma por
entonces una «especialización» en el cuento fantástico que se desarrollará
ampliamente en nuestro siglo (tanto a nivel de literatura popular como de
literatura de realidad, pero a menudo a caballo entre ambas). Esto no implica
que Le Fanu deba considerarse como un mero artesano (lo que más tarde será Bram
Stoker, el creador de Drácula), al contrario: el drama de las
controversias religiosas da vida a sus cuentos, así como la imaginación popular
irlandesa y una vena poética grotesca y nocturna (véase El juez Harbottle) en
la que reconocemos una vez más la influencia de Hoffmann.
Lo común de todos estos autores tan distintos que he nombrado hasta aquí
consiste en poner en primer plano una sugestión visual. Y no es casual. Como
decía al principio, el verdadero tema del cuento fantástico del siglo XIX es la
realidad de lo que se ve: creer o no creer en apariciones fantasmagóricas,
vislumbrar detrás de la apariencia cotidiana otro mundo encantado o infernal.
Es como si el cuento fantástico, más que cualquier otro género, estuviera
destinado a entrar por los ojos, a concretarse en una sucesión de imágenes, a
confiar su fuerza de comunicación al poder de crear «figuras». No es tanto la
maestría en el tratamiento de la palabra o en perseguir el fulgor del
pensamiento abstracto que se narra, como la evidencia de una escena compleja e
insólita. El elemento «espectáculo» es esencial en la narración fantástica: no
es de extrañar que el cine se haya alimentado tanto de ella.
Pero no podemos generalizar. Si en la mayor parte de los casos la
imaginación romántica crea en torno a sí un espacio poblado de apariciones
visionarias, existe también el cuento fantástico en el que lo sobrenatural es
invisible, más que verse se siente, entra a formar parte de una dimensión
interior, como estado de ánimo o como conjetura. Incluso Hoffmann, que tanto se
complace en evocar visiones angustiosas y demoníacas, tiene cuentos en los que
pone en juego una apretada economía de elementos espectaculares, con predominio
de las imágenes de la vida cotidiana. Por ejemplo, en “La casa deshabitada”
bastan las ventanas cerradas de una casucha ruinosa en medio de los ricos
palacios del Unter den Linden, un brazo de mujer y luego un rostro de muchacha
que asoman, para crear una expectación llena de misterio: tanto mayor por
cuanto estos movimientos no son observados directamente, sino que se reflejan
en un espejillo cualquiera que adquiere la función de espejo mágico.
La ejemplificación más clara de estas dos direcciones podemos
encontrarla en Poe. Sus cuentos más típicos son aquellos en los que una muerta
vestida de blanco y ensangrentada sale del féretro en una casa oscura cuyo
fastuoso mobiliario respira un aire de disolución. “La caída de la casa Usher”
constituye la más rica elaboración de este tipo. Pero tomemos “El corazón
revelador”: las sugestiones visuales, reducidas al mínimo, se han concentrado
en un ojo abierto de par en par en la oscuridad, y toda la tensión se centra en
el monólogo del asesino.
Para comparar los aspectos de lo fantástico «visionario» y los de lo
fantástico «mental», o «abstracto», o «psicológico», o «cotidiano», había
pensado en un primer momento elegir dos cuentos representativos de ambas
tendencias por cada autor. Pero rápidamente he advertido que a principios del
siglo XIX lo fantástico «visionario», predomina con claridad, así como a
finales de siglo predomina lo fantástico «cotidiano», para alcanzar la cima de
lo inmaterial e inaprehensible con Henry James. He entendido, en suma, que con
un mínimo de renuncias respecto al proyecto primitivo, podía unificar la
sucesión cronológica y la clasificación estilística, titulando “Lo fantástico
visionario» el primer volumen, que comprende textos de las tres primeras
décadas del siglo XIX, y «Lo fantástico cotidiano» el segundo, que llega hasta
el alba del siglo XX. Forzar un poco las cosas es inevitable en operaciones
como esta, que tienen su punto de partida en definiciones contrapuestas: en
todo caso, las etiquetas son intercambiables y cualquier cuento de una serie
también podrá ser asignado a la otra; pero lo importante es que quede claro que
la dirección general va hacia la paulatina interiorización de lo sobrenatural.
Poe ha sido, después de Hoffmann, el autor que más ha influido sobre el
género fantástico europeo. La traducción de Baudelaire debía funcionar como el
manifiesto de un nuevo planteamiento del gusto literario; y sucedió que los
efectos macabros y «malditos» fueron acogidos más fácilmente que la lucidez de
raciocinio que es el más importante rasgo distintivo de este autor. He hablado
en primer lugar de su fortuna europea porque en su patria la figura de Poe no
resultaba tan emblemática como para identificarla con un género literario
concreto. Junto a él, incluso un poco antes que él, hubo otro gran americano
que alcanzó en el cuento fantástico una intensidad extraordinaria: Nathaniel
Hawthorne.
Hawthorne, entre los autores representados en esta antología, es
ciertamente el que logra profundizar más en una concepción moral y religiosa,
tanto en el drama de la conciencia individual como en la representación sin
paliativos de un mundo forjado por una religiosidad exasperada, como el de la
sociedad puritana. Muchos de sus cuentos son obras maestras (tanto de lo
fantástico visionario, el aquelarre de El joven amo Brown, como de lo
fantástico introspectivo, Egotismo o la serpiente en el seno), pero no todos:
cuando se aleja de los escenarios americanos (como en la demasiado famosa “La
hija de Rapaccini”) su inventiva puede permitirse los efectos más previsibles.
Pero en las obras mejores sus alegorías morales, siempre basadas en la
presencia indeleble del pecado en el corazón humano, tienen una fuerza para
visualizar el drama interior que sólo será igualada en nuestro siglo por Franz
Kafka (sin duda existe un antecedente de El castillo kafkiano
en uno de los mejores y más angustiosos cuentos de Hawthorne: “Mi pariente el
comandante Molineaux”).
Habría que decir que antes de Hawthorne y Poe lo fantástico en la
literatura de los Estados Unidos tenía ya su tradición y su clásico: Washington
Irving. Y no debemos olvidar un cuento emblemático como “Peter Rugg, el hombre
ausente” de William Austin (1824). Una misteriosa condena divina obliga a un
hombre a correr en calesa junto a su hija, sin poder detenerse nunca perseguido
por el huracán a través de la inmensa geografía del continente; un cuento que
expresa con elemental evidencia los componentes del naciente mito americano:
poder de la naturaleza, predestinación individual, intensidad aventurera.
Es, en suma, una tradición de lo fantástico ya adulta la que Poe hereda
(a diferencia de los románticos de principios del siglo XIX) y transmite a sus
seguidores, que a menudo no son más que epígonos y manieristas (algunos de
ellos ricos en colores de la época, como Ambrose Bierce). Hasta que con Henry
James nos encontramos frente a una nueva directriz.
En Francia, el Poe que a través de Baudelaire se ha hecho francés no
tarda en hacer escuela. Y el más interesante de sus continuadores en el ámbito
específico del cuento es Villiers de l’Isle Adam, que en “Véra” nos ofrece una
eficaz puesta en escena del tema del amor que continúa más allá de la tumba, y
en “La tortura con la esperanza”, uno de los ejemplos más perfectos de lo
fantástico puramente mental (en sus antologías del género, Roger Callois elige
“Véra”; Borges, “La tortura con la esperanza”: óptimas elecciones una y, sobre
todo, la otra. Si yo propongo un tercer cuento es más que nada por no repetir
las elecciones de los otros).
A finales de siglo, sobre todo en Inglaterra, se abren los caminos que
serán recorridos por el género fantástico en el siglo XX. Es en Inglaterra
donde se perfila un tipo de escritor refinado al que le gusta disfrazarse de
escritor popular, y su disfraz tiene éxito porque no lo emplea con
condescendencia, sino con desenfado y empeño profesional, y esto es sólo
posible cuando se sabe que sin la técnica del oficio no hay sabiduría artística
que valga. R. L. Stevenson es el más feliz ejemplo de esta disposición de
ánimo; pero junto a él debemos considerar dos casos extraordinarios de
genialidad inventiva, así como de dominio del oficio: Kipling y Wells.
Lo fantástico de los cuentos hindúes de Kipling es exótico, pero no en
el sentido esteticista y decadente, sino en cuanto que nace del contraste entre
el mundo religioso, moral y social de la India y el mundo inglés. Lo
sobrenatural a menudo es una presencia invisible, aunque sea terrorífica, como
en “La marca de la bestia”; a veces el escenario del trabajo cotidiano, como el
de “Los constructores de puentes”, se desgarra y, en una aparición visionaria,
se revelan las antiguas divinidades de la mitología hindú. Kipling ha escrito
también muchos cuentos fantásticos de ambiente inglés donde lo sobrenatural es
casi siempre invisible (como en “They”) y domina la angustia de la muerte.
Con Wells se inaugura la ciencia ficción, un nuevo horizonte de la
imaginación que conocerá un gran desarrollo en la segunda mitad de nuestro
siglo. Pero el genio de Wells no reside sólo en formular hipótesis maravillosas
y terrores futuros desvelando visiones apocalípticas; sus cuentos
extraordinarios se basan siempre en un hallazgo de la inteligencia que puede
ser muy simple. “El caso del difunto señor Evelsham” trata de un joven que es
nombrado heredero universal por un viejo desconocido a condición de que acepte
tomar su nombre. He aquí que se despierta en casa del viejo; se mira las manos:
están arrugadas; se mira al espejo: él es el viejo; entonces se da cuenta de
que el viejo ha tomado su identidad y su persona y está viviendo su juventud.
Exteriormente todo es idéntico a la normal apariencia de antes; pero la
realidad es de un horror sin límites.
Quien con más facilidad conjuga el refinamiento del literato de calidad
y el brío del narrador popular (entre sus autores favoritos siempre citaba a
Dumas) es R. L. Stevenson. En su corta vida de enfermo llegó a hacer muchas
obras perfectas, de las novelas de aventuras al Dr. Jekyll, y numerosas
narraciones fantásticas muy breves: Olalla, historia de vampiresas en la España
napoleónica (el mismo ambiente de Potocki, a quien no sé si él llegó a leer);
Thrown Janet, historia escocesa de brujería; los Entretenimientos
isleños, donde con pluma ligera muestra lo mágico del exotismo (y también
exporta motivos escoceses adaptándolos a los ambientes de la Polinesia);
Markheim, que sigue el camino de lo fantástico interiorizado, como “El corazón
revelador” de Poe, con una presencia más marcada de la conciencia puritana.
Uno de los más firmes seguidores de Stevenson es precisamente un
escritor que no tiene nada de popular: Henry James. Con este escritor, que no
sabemos si llamar americano, inglés o europeo, el género fantástico del siglo
XIX tiene su última encarnación o, mejor dicho, desencarnación; ya que se hace
más invisible e impalpable que nunca: una emanación o vibración psicológica. Es
necesario considerar el ambiente intelectual del que nace la obra de Henry James,
y particularmente las teorías de su hermano, el filósofo William James, sobre
la realidad psíquica de la experiencia: podemos decir que a finales de siglo el
cuento fantástico vuelve a ser cuento filosófico como a principios de siglo.
Los fantasmas de los cuentos de fantasmas de Henry
James son muy evasivos: pueden ser encarnaciones del mal sin rostro o sin
forma, como los diabólicos servidores de La vuelta de tuerca, o
apariciones bien visibles que dan forma sensible a un pensamiento dominante,
como Edmund Orme, o mixtificaciones que desencadenan la verdadera presencia de
lo sobrenatural, como en El alquiler del fantasma. En uno de los
cuentos más sugestivos y emocionantes, “The Jolly Corner”, el fantasma apenas
entrevisto por el protagonista es el mismo que él habría sido si su vida
hubiese tomado otro camino; en “La vida privada” hay un hombre que sólo existe
cuando otros lo miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo,
existe dos veces, porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría
escribir.
Con James, autor que pertenece al siglo XIX por la cronología, pero a
nuestro siglo por el gusto literario, se cierra esta reseña: He dejado a un
lado a los autores italianos porque no me agradaba hacerlos figurar sólo por
obligación: lo fantástico representa en la literatura italiana del XIX algo
«menor». Antologías especiales (Poesie e racconti de Arrigo Boito,
y Racconti neri della scapigliatura), así como algunos textos de
escritores más conocidos por otros aspectos de su obra, de De Marchi a Capuana,
pueden ofrecer preciosos hallazgos y una interesante documentación sobre el
gusto de la época. Entre las demás literaturas que he omitido, la española
tiene un autor de cuentos fantásticos muy conocido, Gustavo Adolfo Bécquer.
Pero esta antología no pretende ser exhaustiva. Lo que he querido ofrecer es un
panorama centrado en algunos ejemplos y, sobre todo, un libro fácil de leer.
FIN
Nota: Introducción a la antología Cuentos fantásticos del XIX.
https://ciudadseva.com/texto/cuentos-fantasticos-del-xix-introduccion/
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