Margaret Atwood
(Ottawa, Ontario, Canada, 1939–)
Auténtica basura (1991)
(“True Trash”)
Originalmente publicado en la revista Saturday Night (Ontario, Canada), 106.6 (julio-agosto 1991), págs. 18-28;
Wilderness Tips
(Toronto: McClelland & Stewart, 1991, 247 págs.)
(Ottawa, Ontario, Canada, 1939–)
Auténtica basura (1991)
(“True Trash”)
Originalmente publicado en la revista Saturday Night (Ontario, Canada), 106.6 (julio-agosto 1991), págs. 18-28;
Wilderness Tips
(Toronto: McClelland & Stewart, 1991, 247 págs.)
Las camareras toman el sol como una manada de focas desolladas, con sus sonrosados y relucientes cuerpos cubiertos de aceite. Llevan puesto el bañador porque cae la tarde. A veces, a primera hora de la mañana y al anochecer, se bañan desnudas, lo que vuelve ese agazaparse inquieto entre los matorrales infestados de mosquitos al otro lado de su pequeña ensenada particular mucho más valioso.
Donny tiene los prismáticos, que no son suyos sino de Monty. El padre de Monty se los dio para que observara las aves, pero a Monty no le interesan. Ha sabido darles mejor uso: los alquila a los demás niños, cinco minutos como máximo, a cinco centavos por mirada o una tableta de chocolate del quiosco de chucherías, aunque él prefiere el dinero. No se come las tabletas de chocolate, las revende en el mercado negro por el doble de su precio original, pero como las provisiones totales de la isla están limitadas, puede hacerlo sin problema.
Donny ya ha visto todo lo que merece la pena ver, aun así retiene los prismáticos, a pesar de los roncos susurros y de los codazos de los que le siguen en la cola. Quiere sacar provecho de su dinero.
—Mirad eso —dice, en lo que espera y desea sea una voz tentadora—. Estoy que babeo. —Siente una rama presionándole el estómago, justo encima de una picadura de mosquito reciente, pero no puede apartarla sin retirar una mano de los prismáticos. Sabe bien cómo son los ataques por los flancos.
—Déjame ver —dice Ritchie, tirándole del codo.
—Que te den —replica Donny. Desplaza los prismáticos hasta enfocar con ellos una escurridiza cadera desnuda, un pecho salpicado de lunares rojos, una larga mecha de cabello rubio decolorado: Ronette, la más fresca; Ronette, la más prohibida. Cuando en invierno los profesores del Saint Jude les sermonean sobre los peligros de confraternizar con las chicas de la ciudad, son las chicas como Ronette lo que tienen en mente: las que hacen cola en el único cine del lugar mascando chicle y vistiendo las chaquetas de cuero de sus novios, con sus rumiantes bocas brillantes y pintadas de carmín como frambuesa machacada. Si les silbas o simplemente las miras, ellas te miran fijamente.
Ronette lo tiene todo salvo la mirada. A diferencia de las demás, de ella sí se sabe que sonríe. Todos los días, Donny y sus amigos hacen apuestas sobre si les tocará en su mesa. Cuando Ronette se inclina para recoger los platos, ellos intentan echarle una mirada a la V del escote del sobrio uniforme. Se inclinan hacia ella, aspirando su olor: huele a laca, a esmalte de uñas, a algo artificial y demasiado dulce. «Barato», diría la madre de Donny. Es un mundo tentador. La mayoría de las cosas de la vida de Donny son caras y no demasiado interesantes.
Ronette cambia de postura en el muelle. Ahora está tendida boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos y los pechos a merced de la gravedad. Luce un auténtico escote, no como otras. Pero Donny llega a verle la clavícula y algunas costillas del pecho que le asoman por encima del bañador. A pesar de sus pechos, está delgada, esquelética; tiene unos brazos cortos y flacos y un rostro magro y hundido. Le falta un incisivo; salta a la vista cuando sonríe, y a Donny eso le molesta. Sabe que Ronette debería despertar en él el deseo, pero no es eso lo que siente.
Las camareras se saben vigiladas: desde donde están pueden ver cómo se agitan los matorrales. Los niños tienen apenas doce o trece años, catorce como mucho, no son más que unos mocosos. Si fueran sus monitores, ellas se reirían más, se acicalarían más, arquearían la espalda. Al menos algunas lo harían. Pero siendo las cosas como son, disfrutan de su descanso vespertino como si no hubiera nadie allí. Se untan de aceite la espalda unas a otras, se broncean uniformemente, volviéndose perezosamente boca arriba y boca abajo, provocando que Ritchie, que es quien tiene los prismáticos, gima de un modo que debería enloquecer al resto de los niños, y los enloquece. Lanzan suaves puñetazos, acompañados de algún que otro «cabrón» y «gilipollas» mascullados entre dientes.
—Babead, babead —dice Ritchie, con una sonrisa de oreja a oreja.
Las camareras leen en voz alta. Por turnos: sus voces flotan en el agua, punteadas con bufidos y carcajadas ocasionales. A Donny le gustaría saber qué leen con tanta concentración y con tanto placer, pero admitirlo sería peligroso. Son sus cuerpos lo que importa. ¿Qué más da lo que lean?
—Se te ha acabado el tiempo, caraculo —murmura Donny a Ritchie.
—Caraculo tú —replica Ritchie. Los matorrales se agitan.
Lo que las camareras leen es un ejemplar de la revista True Romance. Tricia tiene un montón de ellos guardados debajo del colchón, y Sandy y Pat han contribuido con un par más. En la portada de cada número aparece una mujer cuyo vestido deja un hombro a la vista, o con un cigarrillo en la boca o cualquier otra prueba de una vida desordenada. A menudo esas mujeres lloran. Sus colores son peculiares: sórdidos, impregnados de suciedad, como aquellas fotos coloreadas a mano que venden en las tiendas de todo a diez centavos. Colores desteñidos. No tienen los alegres colores primarios ni las limpias sonrisas de dientes perfectos de las revistas de cine. No, no son historias de éxitos. «Auténtica basura», las llama Hilary. Joanne las llama «Dramas lacrimógenos».
Ahora es Joanne quien lee. Y lo hace con una voz seria e histriónica, como la de una locutora de radio. Ha actuado en la obra de teatro del instituto. Nuestra ciudad. Lleva las gafas en la punta de la nariz como una profesora. Para provocar mayor hilaridad ha adoptado un fingido acento británico.
La historia trata de una muchacha que vive con su madre divorciada en un apartamento destartalado y abarrotado, encima de una zapatería. Su nombre es Marleen. Al salir del instituto trabaja a tiempo parcial en la zapatería y también los sábados, y dos empleados la pretenden. Uno es dependiente y aburrido, y quiere que se case con él. El otro, llamado Dirk, tiene motocicleta y una sonrisa audaz y sobrada, y a Marleen le flaquean las rodillas. La madre se deja la piel en la máquina de coser por el bien del vestuario de Marleen —a duras penas se gana la vida cosiendo para señoras ricas que la desprecian para poder tener el armario de su hija en condiciones—, y da la lata a Marleen con que elija al hombre adecuado y no cometa un error terrible, como hizo ella. La chica tiene planeado entrar en la escuela técnica y estudiar gerencia hospitalaria, pero la falta de dinero se lo impide. Está en el último año de instituto y cada vez saca peores notas, está desanimada y además no termina de decidirse entre los dos dependientes de la zapatería. Además ahora su madre está siempre encima de ella por culpa de las notas, cada vez peores.
—Santo Dios —dice Hilary. Se está haciendo la manicura con una lima metálica, no de papel de lija. No le gustan las de papel de lija—. Por favor, que alguien le dé un whisky doble.
—Quizá debería asesinar a su madre, cobrar el seguro y largarse —dice Sandy.
—¿Has oído mencionar algún seguro? —pregunta Joanne, mirándola por encima de las gafas.
—Podrías incluirlo —interviene Pat.
—Quizá debería probar con los dos para ver cuál es el mejor —propone descaradamente Liz.
—Nosotras ya sabemos cuál es el mejor de los dos —dice Tricia—. ¡Vamos, hombre! ¡Con un nombre como Dirk! ¡No hay color!
—Son un par de moscones —dice Stephanie.
—Si Marleen hace eso, se convertirá en una Mujer Marcada, con doble M mayúscula —interviene Joanne—. Tendrá que Arrepentirse, con A mayúscula.
Las demás sueltan una risotada. ¡El Arrepentimiento! Las muchachas de los relatos siempre se ponen en evidencia. Son demasiado débiles. Se enamoran irremediablemente de los hombres equivocados, se rinden y ellos las dejan plantadas. Luego lloran.
—Un momento —dice Joanne—. Ahora llega la gran noche. —Y sigue leyendo con voz entrecortada—. «Mi madre había salido para llevar un vestido de cóctel a una clienta. Me quedé sola en nuestro destartalado apartamento».
—Jadea, jadea —dice Liz.
—No, eso viene después. «Me quedé sola en nuestro destartalado apartamento. La tarde era calurosa y sofocante. Sabía que tenía que estudiar, pero no podía concentrarme. Me di una ducha para refrescarme. Luego, impulsivamente, decidí probarme el vestido de graduación en el que mi madre tantas noches de trabajo había invertido».
—Eso, vamos, saca toda la culpa —dice Hilary con satisfacción—. Yo, en su lugar, me cargaba a la madre.
—«Era un sueño de color rosa…».
—¿Un sueño de color rosa qué? —la interrumpe Tricia.
—Un sueño de color rosa, punto, y cierra la boca. «Me miré en el espejo de cuerpo entero del diminuto cuarto de mi madre. El vestido me quedaba perfecto. Abrazaba a la perfección mi cuerpo maduro y esbelto. Me vi distinta con él: mayor, bella, como una chica acostumbrada a los lujos. Como una princesa. Sonreí a mi imagen. Estaba transformada.
»Justo cuando acababa de desabrocharme los cierres de la espalda y estaba a punto de quitarme el vestido para volver a colgarlo, oí pasos en la escalera. Me acordé demasiado tarde de que había olvidado cerrar la puerta por dentro cuando mi madre se marchó. Corrí hacia la puerta, tapándome con el vestido. ¡Podía ser un ladrón, o peor aún! Pero no, era Dirk».
—Dirk, el gilipollas —dice Alex debajo de su toalla.
—Vuelve a dormirte —replica Liz.
Joanne baja la voz y arrastra las palabras:
—«“Se me ha ocurrido que podría hacerte compañía —dijo él pícaramente—. He visto salir a tu madre”. ¡Sabía que estaba sola! Me había sonrojado y temblaba. Oí cómo me latía la sangre en las venas. No podía hablar. Todos mis instintos me alertaban contra él…, todos mis instintos salvo los de mi cuerpo, y mi corazón».
—Oh, vamos —dice Sandy—. Desde cuándo existe el instinto mental.
—¿Quieres leerlo tú? —replica Joanne—. Pues cállate. «Me cubrí con el vaporoso encaje rosa a modo de escudo. “Oye, estás fantástica con eso”, dijo Dirk. Su voz era ronca y tierna. “Aunque estarías incluso mejor sin él”. Me dio miedo. Le ardían los ojos, decididos. Parecía un animal acechando a su presa».
—Muy erótico —dice Hilary.
—¿Qué clase de animal? —pregunta Sandy.
—Una comadreja —responde Stephanie.
—Una mofeta —dice Tricia.
—Chist —ordena Liz.
—«Retrocedí, alejándome de él —lee Joanne—. Jamás le había visto así. Me vi pegada contra la pared mientras Dirk me aplastaba entre sus brazos. Sentí que el vestido se deslizaba sobre mi cuerpo y caía al suelo…».
—Tanto coser para nada —dice Pat.
—«… y su mano sobre mi pecho, mientras su boca dura buscaba la mía. Aunque sabía que era el hombre equivocado, no pude seguir resistiéndome. Todo mi cuerpo pedía a gritos el suyo».
—¿Qué os había dicho?
—Decía: «¡Oye, cuerpo, aquí!».
—Chist.
—«Sentí que me levantaba y me llevaba al sofá. Luego noté todo su cuerpo, duro y fibroso, sobre el mío. Intenté débilmente apartar sus manos, aunque en realidad no era eso lo que quería. Y entonces», puntos suspensivos, «fuimos Uno», con U mayúscula y signo de exclamación.
Sigue un instante de silencio. Luego las camareras se echan a reír. Es una risa indignada, incrédula. «Uno». Así de sencillo. No puede ser tan fácil.
—El vestido está destrozado —dice Joanne con su voz habitual—. Ahora es cuando la madre vuelve a casa.
—No, no vuelve hoy —la corrige enérgicamente Hilary—. Solo nos quedan diez minutos. Voy a darme un baño, a ver si consigo quitarme de encima un poco de este aceite. —Se levanta, se recoge el pelo rubio como la miel, despereza su bronceado cuerpo de atleta y se lanza de cabeza en un salto perfecto desde el extremo de la ensenada.
—¿Quién tiene el jabón? —pregunta Stephanie.
Ronette no ha dicho nada durante la lectura. Cuando las demás se han reído, ella solo ha sonreído. Ahora vuelve a sonreír. Es una sonrisa descolocada, confusa y ligeramente arrepentida.
—Ya, pero… —le dice a Joanne—. ¿Dónde está la gracia?
Las camareras están de pie, en el comedor, cada una en su puesto, con las manos entrelazadas y la cabeza gacha. Los uniformes de color azul marino las cubren casi hasta el borde de los calcetines blancos, que acompañan con blancos zapatones de cordones, con zapatillas de deporte planas y blancas de lengüeta negra o zapatillas también blancas. Encima del uniforme llevan un sencillo delantal blanco. Las rústicas cabañas de madera del campamento Adanaqui no tienen luz eléctrica, los retretes están fuera y los niños se lavan la ropa no en lavaderos, sino en el lago. Pero sí hay camareras, con sus uniformes y delantales. Las incomodidades forman el carácter de un niño, aunque solo cierta clase de incomodidades.
El señor B. bendice la mesa. Es el dueño del campamento y también profesor del Saint Jude durante el invierno. Tiene un rostro apuesto y curtido, y el cabello canoso y bien cortado de un abogado de Bay Street, y ojos de halcón: lo ve todo, aunque solo de vez en cuando se lance sobre su presa. Hoy lleva un suéter de tenis blanco con cuello de pico. Podría estar tomándose un gin-tonic, pero no lo hace.
Sobre su cabeza, en la pared situada detrás de él, cuelga un descolorido tablón con una sentencia pintada en letras negras y góticas: «Como se doblega la rama». Un fragmento de madera descolorida arrojada por el mar adorna ambos extremos del tablón, y debajo hay dos remos cruzados y la gigantesca cabeza en perfil de un lucio, con la boca abierta que deja a la vista los afilados dientes y en su único ojo de cristal la feroz mirada de un maníaco.
A la izquierda del señor B. está la ventana del fondo y, al otro lado, Georgian Bay, azul como la amnesia, extendiéndose hasta el infinito. Elevándose del azul como espaldas de ballenas, como redondas rodillas, como pantorrillas y muslos de enormes mujeres flotantes, hay varias islas de roca rosa, escarpadas, redondeadas y agrietadas por los glaciares, el agua que las lame y el implacable clima, unos cuantos pinos piñoneros se aferran a las más grandes enterrando en las grietas sus retorcidas raíces. Navegando entre estos archipiélagos llegaron las camareras hasta aquí, a veinte millas de la costa, a bordo del voluminoso bote motorizado de madera que trae a la isla el correo, los alimentos y todo lo demás. El bote trae y se lleva cosas. Pero las camareras no volverán al continente hasta el final del verano: está demasiado lejos para ir hasta allí el día libre, y en ningún caso se les permite pasar la noche. Así que aquí están, hasta que termine la temporada. Son las únicas mujeres de la isla, exceptuando a la señora B. y a la señorita Fisk, la dietista. Pero esas dos son viejas y no cuentan.
Hay nueve camareras. Siempre hay nueve. «Solo cambian las caras y los nombres», piensa Donny, que lleva yendo al campamento desde que tenía ocho años. A esa edad, no prestaba atención a las camareras salvo cuando echaba de menos su casa. Entonces se inventaba excusas para pasar por delante de la ventana de la cocina cuando ellas fregaban los platos. Y allí las encontraba, en la seguridad de sus delantales, y tras la seguridad del cristal: nueve madres. Ya no piensa en ellas como madres.
Esta noche es Ronette quien atiende a su mesa. Con los párpados entrecerrados, Donny estudia su cara delgada y perfilada. Solo ve un pendiente, un pequeño aro de oro. Su madre dice que solo las italianas y las chicas vulgares llevan las orejas perforadas. Debe de doler que te perforen la oreja. Hace falta valor. Donny se pregunta cómo será la habitación de Ronette y qué otras baratijas e intrigantes objetos guardará allí. Sobre Hilary sobran las especulaciones, porque ya conoce la respuesta: el limpio edredón, las filas de zapatos con sus hormas, el peine, el cepillo y el estuche de manicura encima del tocador como el instrumental de cirugía en una operación.
Tras la cabeza gacha de Ronette cuelga la piel de una serpiente de cascabel de gran tamaño, clavada a la pared. Con eso hay que tener cuidado aquí: con las serpientes de cascabel. También con la hiedra urticante, con las tormentas y con ahogarse. El año pasado, una de las canoas de guerra llena de niños se fue a pique, aunque eran de otro campamento. Se habla de que sea obligatorio llevar siempre los chalecos salvavidas de mariquitas; las madres lo quieren así. A Donny le gustaría tener una piel de serpiente de cascabel para colgarla encima de su cama, pero aunque lograra coger una, la estrangulara con sus propias manos y le arrancara la cabeza de un mordisco, no le permitirían quedarse con su piel.
El señor B. termina de bendecir la mesa y se sienta, y los campistas dan comienzo una vez más al ritual que repiten tres veces al día en el que los niños cogen el pan, se atiborran de comida, se pegan patadas por debajo de la mesa y maldicen entre dientes. Ronette sale de la cocina con una bandeja: macarrones con queso.
—Aquí tenéis, chicos —dice con su sonrisa bondadosa y torcida.
—Muchas gracias, señora —dice Darce, el monitor, con perverso encanto. Darce tiene fama de experto zalamero; Donny sabe que le gusta Ronette. Eso hace que se sienta triste. Triste y demasiado joven. Le gustaría abandonar su cuerpo durante un rato; le gustaría ser otra persona.
Las camareras friegan los platos. Dos de ellas raspan los desperdicios, otra enjabona, otra enjuaga en el agua hirviendo del fregadero y otras tres secan los platos. Las dos restantes barren el suelo y pasan la bayeta por las mesas. Más adelante, el número de chicas que secan los platos variará según se asignen los días libres —las chicas decidirán tomarse los días libres a pares para poder salir en parejas de a dos con los monitores—, pero hoy están todas aquí. La temporada no ha hecho más que empezar, las cosas aún mantienen su fluidez y los territorios no han sido todavía delimitados.
Las camareras cantan mientras trabajan. Echan de menos el océano de música en el que flotan durante el invierno. Pat y Liz han traído transistores, aunque aquí no se pueden sintonizar muchas emisoras, demasiado lejos del continente. Hay un tocadiscos en la sala común de los monitores, pero los discos están anticuados: Patti Page, The Singing Rage. How Much Is That Doggie in the Window. The Tennessee Waltz. ¿Quién baila todavía el vals?
—«Despierta, pequeña Susie» —trina Sandy. Los Everly Brothers están de moda este verano, o lo estaban en el continente cuando se marcharon.
—«Qué vamos a decirle a tu mamá, qué vamos a decirle a tu papá», corean las demás. Joanne improvisa la armonía de la contralto, lo que mitiga los chillidos del grupo.
Hilary, StephaniFire’s Burning y White Coral Bells. Aunque saben jugar al tenis y navegar, habilidades en las que superan a las demás.
Es curioso que Hilary y las otras dos estén aquí, trabajando de camareras en el campamento Adanaqui; no es que necesiten el dinero. («No como yo», piensa Joanne, que todas las tardes se pasa por el mostrador del correo para ver si le han concedido la beca). Pero esto es cosa de las madres. Según Alex, las tres madres hicieron piña y acorralaron a la señora B. en una función benéfica hasta que la pobre mujer no pudo negarse. Naturalmente, la señora B. asistía a las mismas funciones que las madres: la habían visto, gafas de sol en la frente y copa en mano, ejerciendo de anfitriona en la galería de la casa blanca que el señor B. tiene en lo alto de la colina, a no poca distancia del campamento de verano. Han visto a los invitados, con la ropa de navegar, impoluta y perfectamente planchada. Han oído la risa y las voces, roncas y despreocupadas. «Santo cielo, no me digas». Como Hilary.
—Nos secuestraron —dice Alex—. Decidieron que ya era hora de que conociéramos a algunos chicos.
Joanne lo entiende en el caso de Alex, que es rechoncha y torpe, y en el de Stephanie, que tiene la corpulencia de un muchacho y camina como si lo fuera. Pero ¿Hilary? Hilary es clásica. Hilary es como un anuncio de champú. Hilary es perfecta. Debería estar muy solicitada. Por extraño que parezca, aquí no lo está.
Ronette está rascando los restos de comida de los platos y se le cae uno.
—Mecachis —dice—. No sé dónde tengo la cabeza. —Nadie le grita, ni siquiera se burlan de ella como lo harían con cualquiera de las demás. Es una de las favoritas, aunque cuesta adivinar por qué. Y no es solo que sea simpática; Pat y Liz también lo son. Ronette disfruta de un estatus misterioso, superior. Por ejemplo, todas las demás tienen un diminutivo: Hilary es Hil; Stephanie es Steph, Alex es Al; Joanne es Jo; Tricia es Trish y Sandy es San. Pat y Liz, cuyos nombres no pueden acortarse más, se han convertido en Pet y en Lizard. Solo a Ronette se le ha respetado la dignidad de su nombre completo e inverosímil.
En algunos aspectos, Ronette es más adulta que las demás. Aunque no es porque sepa más cosas. De hecho, sabe menos: a menudo le cuesta descifrar el vocabulario de las otras, sobre todo la espontánea jerga del trío que estudia en el colegio privado. «No lo pillo», es lo que dice, y las demás disfrutan explicándose, como si Ronette fuera extranjera, una venerada visitante procedente de otro país. Aunque va al cine y ve la televisión como ellas, tiene pocas opiniones sobre lo que ha visto. Como mucho dice: «Basura», o: «Él no está mal». Aunque amistosa, es cautelosa a la hora de expresar con palabras su aprobación. «Pasable» es su mejor cumplido. Cuando las demás comentan lo que han leído o las asignaturas que elegirán el curso que viene en la universidad, ella guarda silencio.
Pero Ronette sabe otras cosas, cosas ocultas. Secretos. Y esas cosas son más antiguas, y en cierto modo más importantes. Más fundamentales. Más primigenias.
O al menos eso es lo que opina Joanne, que tiene la mala costumbre de novelarlo todo.
Al otro lado de la ventana pasan tranquilamente Darce y Perry, encabezando un grupo de campistas. Joanne reconoce a algunos: Donny y Monty. Cuesta acordarse de los nombres de los campistas. Son simplemente un montón de niños indistinguibles y a menudo desaseados a los que hay que alimentar tres veces al día y cuyas costras, migas y cáscaras hay que limpiar después. Los monitores les llaman Roñosos.
Sin embargo, algunos destacan sobre los demás. Donny es alto para su edad, un amasijo de codos y rodillas flacuchas con unos enormes ojos azul oscuro. Incluso cuando maldice —todos maldicen durante las comidas, furtivamente aunque alzando la voz lo suficiente para que las camareras puedan oírlos— es más como una meditación, o quizá como una pregunta, como si ensayara las palabras en voz alta, saboreándolas. Monty, por su parte, es como un hombre de cuarenta y cinco años en miniatura: ya tiene los hombros hundidos de los hombres de negocios y la tripa completamente formada. Camina con un pequeño y pomposo pavoneo. A Joanne le resulta hilarante.
En este preciso instante, Monty lleva una escoba con cinco rollos de papel higiénico ensartados en el mango. El resto de los niños también: les toca Servicio de Retretes, es decir, barrer los retretes y reponer el papel higiénico. A Joanne le gustaría saber qué hacen con las compresas desechadas de la bolsa de papel marrón que hay en el retrete privado de las camareras. Se imagina los comentarios.
—Compañía… ¡al-to! —grita Darce. El grupo se detiene desordenadamente delante de la ventana—. ¡Presenten… armas! —Se alzan las escobas y los extremos de los rollos de papel higiénico revolotean con la brisa como banderas. Las chicas se ríen y saludan con la mano.
El de Monty es un tibio saludo: esto sobrepasa los límites de su dignidad. Puede que alquile sus prismáticos —a estas alturas, todo el campamento lo sabe—, pero no tiene el menor interés en utilizarlos. Lo ha dejado claro. «Con estas chicas no», dice, dando a entender que tiene gustos más refinados.
El propio Darce hace un cómico saludo, después ordena a su pelotón que reanude el paso. En la cocina han dejado de cantar; ahora el tema de conversación entre las camareras son los monitores. Darce es el mejor, el más admirado, el más deseado. Sus dientes, los más blancos; su pelo, el más rubio; su sonrisa, la más sensual. En la sala común de los monitores, donde las chicas se reúnen cuando han terminado de fregar los platos y se han cambiado los uniformes azules por unos vaqueros y un jersey, con los niños metidos en sus camas para toda la noche, Darce ha flirteado con cada una de ellas por turno. Entonces, ¿a quién saludaba?
—A mí —dice Pat, bromeando—. Qué más quisiera yo.
—Ni en sueños —dice Liz.
—Era a Hil —comenta fielmente Stephanie. Pero Joanne sabe que no es así. Tampoco era a ella. Era a Ronette. Todas lo sospechan. Ninguna lo dice.
—A Perry le gusta Jo —dice Sandy.
—No es verdad —salta Joanne.
Ha confesado que ya tiene novio y por lo tanto está exenta de estas contiendas. En parte es cierto: tiene novio. Este verano, él trabaja de chef de ensaladas en la Canadian National, con la que recorre el continente de un extremo a otro. Joanne se lo imagina de pie en la parte trasera del tren, en el vagón de cola, fumando un cigarrillo entre turnos de preparación de las ensaladas mientras ve pasar el paisaje a su espalda. El chico le escribe cartas con un bolígrafo azul y papel de rayas. «Mi primera noche en las Praderas», escribe. «Toda esta tierra y este cielo…, es maravilloso. Las puestas de sol son increíbles». Luego una línea cruza la página, seguida de una nueva fecha, y el muchacho llega a las Rocosas. A Joanne le fastidia un poco que le cante loas y alabanzas de sitios en los que ella no ha estado. Le parece una suerte de fanfarroneo masculino: va demasiado a la suya. Él termina con un «Ojalá estuvieras aquí» y uno de esos «tuyo, siempre». A Joanne eso le resulta demasiado formal, como una carta a su madre. O como un beso en la mejilla.
Se guardó la primera carta debajo de la almohada, pero al despertar tenía la cara y la funda de la almohada teñidas de manchas azules. Ahora guarda las cartas en la maleta, debajo de la cama. Le cuesta acordarse de él. Pasa una imagen fugaz: su cara muy cerca, de noche, en el asiento delantero del coche de su padre. El frufrú de la ropa. El olor a humo.
La señorita Fisk entra torpemente en la cocina. Es una mujer baja, rechoncha y atolondrada. Lleva siempre una redecilla sobre el moño gris, zapatillas gastadas de lana —tiene algo en los dedos de los pies— y una desteñida sudadera de color azul que le cubre las rodillas, por mucho calor que haga. Se plantea este trabajo de verano como unas vacaciones. De vez en cuando se la ve flotando en el agua con un bañador que le hace bolsas en el pecho y un gorro de goma blanco con las orejeras levantadas. Nunca se moja la cabeza, así que nadie entiende a qué viene lo del gorro.
—Bien, chicas. ¿Habéis terminado ya? —Nunca llama por su nombre a las camareras. Delante de ellas, son «chicas»; a espaldas de las muchachas, son «mis chicas». Siempre las utiliza de excusa cuando algo sale mal: «Debe de haberlo hecho una de las chicas». Hace además las veces de una especie de carabina: su cabaña está justo en el camino que lleva a las de ellas, y tiene radares en los oídos como los murciélagos.
«Yo jamás llegaré a ser tan vieja como ella —piensa Joanne—. Moriré antes de cumplir los treinta». Lo sabe con absoluta certeza. Es un pensamiento trágico aunque satisfactorio. De ser necesario, si alguna enfermedad devastadora se niega a llevársela por delante, lo hará ella misma, con pastillas. No es que sea desgraciada pero tiene intención de serlo, más adelante. Parece necesario.
«No es país para viejos», recita para sus adentros. Es uno de los poemas que ha memorizado, aunque no entraba en el examen final. No hay más que aplicarlo a las mujeres.
Cuando todas están en pijama a punto de acostarse, Joanne propone leerles el resto de la historia de Auténtica basura. Pero están demasiado cansadas, de modo que lee para sí, con la linterna, cuando la única tenue bombilla se ha apagado. Joanne tiene la obligación de llegar siempre al final de las cosas. A veces, lee los libros empezando por el final.
Huelga decir que Marleen se queda embarazada y que Dirk se larga en su motocicleta cuando lo descubre. «No soy la clase de tipo que busca una relación, nena. Nos vemos». Brrrm. A la madre prácticamente le da un ataque de nervios porque ella cometió el mismo error cuando era joven dando con ello al traste con todas sus posibilidades, y no hay más que verla ahora. Marleen llora y se lamenta, y hasta reza, pero afortunadamente el otro dependiente de la zapatería, el aburrido, sigue queriendo casarse con ella. Así que eso es lo que ocurre. La madre la perdona y Marleen aprende el auténtico valor de la silente devoción. Quizá su vida no sea demasiado excitante, pero es una buena vida, los tres instalados en el camping de autocaravanas. El bebé es adorable. Se compran un perro. Es un setter irlandés que corre tras las ramas al anochecer y el bebé se ríe. Así, con el perro, es como termina la historia.
Joanne mete la revista entre su estrecha camita y la pared. Está casi llorando. Nunca tendrá un perro como ese, ni tampoco un bebé. No quiere y, de todas formas, ¿de dónde iba a sacar el tiempo, con todo lo que le queda por hacer? Tiene una agenda larga e imprecisa. En cualquier caso, está deprimida.
Entre dos colinas ovaladas de granito rosa hay una pequeña playa con forma de media luna. Los niños, con el bañador puesto (que no llevan cuando salen de excursión en canoa, solo en el campamento, donde saben que pueden ser vistos por las chicas), lavan la ropa con el agua hasta las rodillas, frotando las camisetas y los calzoncillos con las pastillas amarillas de jabón Sunlight. Esto solo ocurre cuando se quedan sin ropa limpia, o cuando el hedor de los calcetines sucios en la cabaña se vuelve demasiado insoportable. Darce, el monitor, los supervisa, tumbado sobre una roca, tomando el sol en su torso ya bronceado y fumándose un pitillo. Está prohibido fumar delante de los campistas, pero él sabe que estos chicos no le delatarán. Para curarse en salud, lo hace disimuladamente, manteniendo el cigarrillo pegado a la roca y dándole rápidas caladas.
Algo golpea a Donny en la sien. Son los calzoncillos mojados de Ritchie, arrebujados formando una bola. Donny se los lanza a su vez y pronto se organiza una batalla de calzoncillos. Monty se niega a unirse al grupo y se convierte en víctima propiciatoria.
—¡Dejadme en paz! —grita.
—Basta ya, idiotas —dice Darce. Aunque no les presta atención: está pendiente de otra cosa, de un destello de uniforme azul que asoma más arriba, entre los árboles. Las camareras no deben acercarse a este lado de la isla. Deben quedarse en su ensenada particular durante su receso vespertino.
Darce está ahora entre los árboles, uno de sus brazos alrededor de un árbol. Hay una conversación; se oyen murmullos. Donny sabe que es Ronette, lo adivina por la silueta, por el color del pelo. Y aquí está él, con los abdominales a la vista como una tabla de lavar, el pecho lampiño, lanzando calzoncillos como un chiquillo. Se avergüenza de sí mismo.
Monty, superado en número aunque negándose a aceptar la derrota, dice que necesita ir a aliviarse y desaparece por el sendero del retrete. Darce ha desaparecido. Donny recoge la colada de Monty, que ya está limpia y escurrida, y pulcramente extendida sobre la roca caliente para secarse. Empieza a lanzarla a lo alto de uno de los pinos, una prenda tras otra. Los demás le ayudan, encantados. Cuando Monty regresa, el árbol está engalanado con sus calzoncillos mientras los demás muchachos aclaran inocentemente su ropa.
Están los cuatro en una de las islas de granito rosa: Joanne, Ronette, Perry y Darce. Es una cita doble. Han empujado las dos canoas hasta dejar la mitad fuera del agua y las han amarrado a los consabidos pinos, el fuego ha ardido casi por completo y quedan solo las brasas. El cielo del oeste sigue luminoso y teñido de color melocotón; la luna suave, madura y jugosa, se eleva en el cielo, el aire de la tarde es caliente y dulce, las olas lamen con delicadeza las rocas. Es el número de verano, piensa Joanne. Indolente sopor. Consejos para el bronceado. Romance a bordo.
Joanne está tostando un malvavisco. Lo hace de un modo peculiar: lo sostiene junto a las brasas, aunque no lo suficientemente cerca del fuego para que se queme, solo lo justo para que se hinche como una almohada y se dore un poco. Luego le arranca la capa tostada y se la come, y tuesta del mismo modo la parte blanca de dentro, pelándola hasta llegar al corazón. Lame los restos del malvavisco de los dedos y se queda mirando con expresión cavilosa el cambiante resplandor rojo del lecho de brasas. Todo esto es una manera de ignorar o de fingir que ignora lo que realmente está ocurriendo.
Debería tener una lágrima, pintada y estática, en la mejilla. Debería haber un pie de foto: «Desengaño». Sobre la manta extendida justo tras ella, con la rodilla tocándole la espalda, está Perry, enfadado con ella porque Joanne no quiere besuquearse con él. Más arriba, detrás de las rocas, alejados del tenue círculo de luz de la hoguera, están Ronette y Darce. Es la tercera semana de julio y ahora son pareja, todo el mundo lo sabe. En la sala común, Ronette lleva la sudadera de él con el emblema del Saint Jude. Últimamente sonríe más, y hasta se ríe cuando las otras chicas le lanzan pullas sobre Darce. Hilary no se suma a ellas. La cara de Ronette parece más redonda, más saludable, como si una mano le hubiera suavizado los ángulos. Parece menos vigilante, menos cohibida. «También ella debería llevar un pie de foto», piensa Joanne: «¿He sido demasiado fácil?».
De la oscuridad llegan crujidos, pequeños murmullos, jadeos. Es como el cine un sábado por la noche. Una orgía. Los jóvenes, unos en brazos de otros. «Probablemente molesten a una serpiente de cascabel», piensa Joanne.
Perry le pone una mano en el hombro en un gesto titubeante.
—¿Quieres que te tueste un malvavisco? —le pregunta ella educadamente. El gélido aliento. Perry no es un premio de consolación. Solo la irrita, con esa piel quemada por el sol y esos implorantes ojos de spaniel. Su supuesto novio tampoco es de mucha ayuda, zumbando sobre raíles del tren de un lado a otro por las praderas escribiéndole esas entintadas cartas cada vez menos frecuentes, y la imagen de su rostro casi borrada, como si se hubiera empapado en agua.
Tampoco es que desee a Darce, no es eso. Lo que quiere es lo que tiene Ronette: el poder de entregarse sin reservas y sin comentarios. Es esa languidez, ese abandono. La voluptuosa inconsciencia. Todo lo que hace Joanne está siempre rodeado de comillas.
—Malvaviscos. Bah —suelta Perry con voz triste y engañosa. Tanto remar, ¿y para qué? ¿Por qué demonios ha accedido Joanne a ir allí si no es para enrollarse con él?
Joanne se siente culpable de una falta de modales. ¿Tanto le costaría besarle?
Sí. Mucho.
Donny y Monty están de excursión en canoa en algún punto de la enmarañada espesura del continente. El campamento Adanaqui es famoso por sus excursiones. Durante cinco días, ellos dos y los demás, doce en total, han estado cruzando a remo un lago tras otro, cargando el equipo sobre los cantos redondeados por las olas o entre los lametazos y el hedor de los alces de los prados en los accesos a las rutas de porteo, refunfuñando colina arriba con las mochilas y las canoas a cuestas, ahuyentándose los mosquitos de las piernas a manotazos. Monty tiene llagas en los pies y en las manos. Donny no lo compadece. Él mismo tiene clavada una astilla que le supura. Quizá le dé una septicemia, empiece a delirar, se desplome y muera en un porteo, entre las rocas y las agujas de pino. Eso aleccionará a algunos. Alguien debería pagar por el dolor que siente.
Los monitores son Darce y Perry. Durante el día sacan el látigo, de noche se relajan con la espalda apoyada contra una roca o un árbol y fuman y vigilan mientras los muchachos encienden el fuego, van a buscar agua y cocinan los platos preparados Kraft. Los dos tienen unos músculos suaves y prominentes que se contraen bajo la piel bronceada y ambos tienen ya una sombra de barba en el mentón. Cuando los demás van a bañarse, Donny les lanza miradas disimuladas y envidiosas a las entrepiernas. Hacen que se sienta flacucho e infantil en sus deseos.
Ahora es de noche. Perry y Darce siguen despiertos, hablando en voz baja, azuzando los rescoldos del fuego que ya agoniza. Los niños deben de estar durmiendo. Aunque hay tiendas de campaña por si llueve, nadie ha propuesto montarlas desde anteayer. El olor a mugre, a pies sudados y a humo de hoguera resulta demasiado intenso en espacios cerrados; los sacos de dormir apestan a queso. Es mejor dormir al raso, enrollados en el saco, con una loneta impermeable a mano por si diluvia y la cabeza bajo una canoa vuelta del revés.
Monty es el único que ha votado a favor de montar una tienda. Los insectos pueden con él; dice que es alérgico. Odia las excursiones en canoa y no se molesta en disimularlo. Dice que cuando sea mayor y pueda por fin echar mano a la herencia familiar, le comprará el campamento al señor B. y lo clausurará.
—Varias generaciones de niños todavía por nacer me lo agradecerán —dice—. Me pondrán una medalla.
A veces a Donny casi le cae bien. En absoluto esconde su deseo de ser asquerosamente rico. No hay en él hipocresía, a diferencia de otros vástagos de millonarios, que fingen querer ser científicos u otra cosa mal remunerada.
Ahora Monty se retuerce, rascándose las picaduras.
—Oye, Finley —susurra.
—Duérmete —dice Donny.
—Apuesto a que tienen una petaca.
—¿Qué?
—Seguro que están bebiendo. Ayer a Perry le olía el aliento.
—¿Y qué? —dice Donny.
—Pues que va contra las normas —responde Monty—. Igual podemos sacarles algo.
Donny tiene que reconocérselo: Monty se las sabe todas. Cuando menos, quizá puedan compartir el botín.
Salen de los sacos y rodean sigilosamente la hoguera. La práctica que han adquirido espiando a las camareras les resulta muy útil. Se agachan tras un frondoso falso abeto, esperando ver codos en alto o siluetas de botellas, con los oídos atentos.
Pero lo que oyen nada tiene que ver con la bebida, sino con Ronette. Darce habla de ella como si fuera un pedazo de carne. Por lo que da a entender, Ronette le deja hacer todo lo que quiere. «Salchicha de verano», así es como la llama. Una expresión que Donny no había oído hasta ahora, y en otras circunstancias le habría parecido divertida.
Monty maldice entre dientes y le da a Donny un codazo en las costillas. ¿Es que no sabe lo que duele eso? ¿Se lo está restregando por las narices? «Donny quiere a Ronette». Para los de sexto ese es el peor insulto posible: que te acusen de querer a alguien. Donny se siente como si fuera a él a quien han mancillado con palabras, como si le hubieran restregado la cara con ellas. Sabe que Monty relatará la conversación a los demás. Dirá que Darce está guarreando a Ronette. En este momento detesta esta expresión porque evoca a dos cerdos jadeantes, o a dos crudos cochinillos dominicales, muertos aunque animados, a pesar de que ayer mismo él la utilizó y le pareció muy divertida.
No puede abalanzarse sobre Darce desde los matorrales y propinarle un puñetazo en la nariz. No solo haría el ridículo, sino que además saldría mal parado.
Hace lo único que se le ocurre. A la mañana siguiente, cuando levantan el campamento, coge los prismáticos de Monty y los arroja en las aguas del lago.
Monty lo intuye y le acusa. Una suerte de orgullo le impide a Donny negarlo. Tampoco sabe decir por qué lo ha hecho. Cuando regresan a la isla tiene lugar una desagradable conversación con el señor B. en el comedor. O no es una conversación: el señor B. habla y Donny guarda silencio. No mira al señor B., sino a la cabeza del lucio que cuelga de la pared, con su desorbitado ojo de voyeur.
En la primera salida del barco de caoba de regreso a la ciudad, Donny va a bordo. Sus padres no están nada satisfechos.
El verano toca a su fin. Los niños ya se han marchado, aunque algunos monitores y todas las camareras siguen aquí. Mañana bajarán a la ensenada principal, subirán a bordo de la lenta lancha y se alejarán, sorteando las islas rosas hacia el invierno.
Hoy Joanne dispone de su medio día libre, de ahí que no esté en el comedor, lavando los platos con las demás. Está en la cabaña, haciendo el equipaje. Ya tiene la bolsa de viaje preparada, apoyada como una enorme salchicha de lona contra la cama. Ahora está haciendo la maleta pequeña. Ha guardado la paga en ella: doscientos dólares, mucho dinero.
Ronette entra en la cabaña, todavía con el uniforme puesto, y cierra en silencio la mosquitera tras de sí. Se sienta en la cama de Joanne y enciende un cigarrillo. Joanne está de pie con el pijama de franela doblado en las manos, alerta: algo ocurre. Últimamente Ronette ha vuelto a ser la muchacha taciturna de antes; rara vez sonríe. En la sala común de los monitores, Darce ha vuelto a las andadas. Ahora revolotea alrededor de Hilary, que finge —por pura consideración hacia Ronette— no darse cuenta. Quizá ahora Joanne se entere de qué es lo que ha causado la gran ruptura. Hasta ahora Ronette no ha dicho nada.
Ronette alza la mirada hacia Joanne entre su largo flequillo rubio. A pesar del pintalabios rojo, cuando alza así la mirada parece más joven.
—Estoy metida en un lío —dice.
—¿Qué clase de lío? —le pregunta Joanne. Ronette esboza una sonrisa triste y exhala el humo. Ahora parece mayor.
—Ya sabes. Un lío.
—Ah —dice Joanne. Se sienta al lado de Ronette, abrazada al pijama de franela. Tiene frío. Debe de ser Darce. «Prendido en esa música sensual». Ahora tendrá que casarse con ella. O algo—. ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —responde Ronette—. No digas nada, ¿de acuerdo? No se lo digas a las demás.
—¿No piensas decírselo? —pregunta Joanne. No es capaz de imaginarse haciendo eso. Es incapaz de imaginar nada de todo eso.
—¿Decírselo a quién? —dice Ronette.
—A Darce.
Ronette exhala más humo.
—A Darce —dice—. Al señor Caquita de Gallina. No es suyo.
Joanne está perpleja, y aliviada. Pero también irritada consigo misma. ¿Qué es lo que le ha pasado por alto? ¿Qué es lo que se ha perdido?
—¿Ah, no? Entonces, ¿de quién es?
Pero al parecer Ronette ha cambiado de parecer y ya no desea seguir haciendo confidencias.
—La primera de las dos que lo descubra, que avise —replica, con un tímido intento de reír.
—Bueno —dice Joanne. Tiene las manos húmedas, como si fuera ella la que está metida en un lío. Quiere ayudarla de algún modo, pero no sabe cómo—. Quizá podrías…, no sé. —No lo sabe. ¿Un aborto? Esa es una palabra oscura y misteriosa, relacionada con Estados Unidos. Hay que salir del país. Eso cuesta mucho dinero. ¿Un hogar para madres solteras, con la consiguiente adopción? La embarga la pérdida. Se imagina a Ronette, hinchada hasta quedar irreconocible, como si se hubiera ahogado…, un sacrificio, capturada por su propio cuerpo, sacrificada por él. Truncada en cierto modo, caída en desgracia. Desprovista de libertad. Su estado tiene algo de monjil. Está sobrecogida—. Supongo que podrías deshacerte de él, de un modo u otro —dice, aunque eso está muy lejos de lo que siente realmente. «Lo que se engendra, debe nacer y morir».
—¿Estás de guasa? —dice Ronette con una sombra de desprecio—. Santo cielo, yo jamás. —Arroja el cigarrillo al suelo y lo aplasta con el tacón—. Voy a tenerlo. No te preocupes, mi madre me ayudará.
—Sí —dice Joanne. Ahora contiene el aliento. Ha empezado a preguntarse por qué Ronette le ha soltado todo esto, sobre todo si no está dispuesta a contárselo todo. Está empezando a sentirse estafada, que ha abusado de su amabilidad. Entonces, ¿quién es el chico? ¿Cuál de ellos? Baraja mentalmente las caras de los monitores, intentando recordar alguna pista, trazos de culpa…, pero no encuentra nada.
—De todos modos, no tendré que volver a la facultad —dice Ronette—. Como dice el refrán: No hay mal que por bien no venga.
Joanne adivina bravuconería y desolación en las palabras de Ronette. Tiende la mano y le da un pequeño apretón en el brazo.
—Buena suerte —dice. Suena como lo que se dice antes de una carrera o de un examen, o incluso de una guerra. Suena estúpido.
Ronette sonríe de oreja a oreja, dejando a la vista el hueco que tiene entre los dientes, a un lado.
—Lo mismo te digo —dice.
Donny tiene los prismáticos, que no son suyos sino de Monty. El padre de Monty se los dio para que observara las aves, pero a Monty no le interesan. Ha sabido darles mejor uso: los alquila a los demás niños, cinco minutos como máximo, a cinco centavos por mirada o una tableta de chocolate del quiosco de chucherías, aunque él prefiere el dinero. No se come las tabletas de chocolate, las revende en el mercado negro por el doble de su precio original, pero como las provisiones totales de la isla están limitadas, puede hacerlo sin problema.
Donny ya ha visto todo lo que merece la pena ver, aun así retiene los prismáticos, a pesar de los roncos susurros y de los codazos de los que le siguen en la cola. Quiere sacar provecho de su dinero.
—Mirad eso —dice, en lo que espera y desea sea una voz tentadora—. Estoy que babeo. —Siente una rama presionándole el estómago, justo encima de una picadura de mosquito reciente, pero no puede apartarla sin retirar una mano de los prismáticos. Sabe bien cómo son los ataques por los flancos.
—Déjame ver —dice Ritchie, tirándole del codo.
—Que te den —replica Donny. Desplaza los prismáticos hasta enfocar con ellos una escurridiza cadera desnuda, un pecho salpicado de lunares rojos, una larga mecha de cabello rubio decolorado: Ronette, la más fresca; Ronette, la más prohibida. Cuando en invierno los profesores del Saint Jude les sermonean sobre los peligros de confraternizar con las chicas de la ciudad, son las chicas como Ronette lo que tienen en mente: las que hacen cola en el único cine del lugar mascando chicle y vistiendo las chaquetas de cuero de sus novios, con sus rumiantes bocas brillantes y pintadas de carmín como frambuesa machacada. Si les silbas o simplemente las miras, ellas te miran fijamente.
Ronette lo tiene todo salvo la mirada. A diferencia de las demás, de ella sí se sabe que sonríe. Todos los días, Donny y sus amigos hacen apuestas sobre si les tocará en su mesa. Cuando Ronette se inclina para recoger los platos, ellos intentan echarle una mirada a la V del escote del sobrio uniforme. Se inclinan hacia ella, aspirando su olor: huele a laca, a esmalte de uñas, a algo artificial y demasiado dulce. «Barato», diría la madre de Donny. Es un mundo tentador. La mayoría de las cosas de la vida de Donny son caras y no demasiado interesantes.
Ronette cambia de postura en el muelle. Ahora está tendida boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos y los pechos a merced de la gravedad. Luce un auténtico escote, no como otras. Pero Donny llega a verle la clavícula y algunas costillas del pecho que le asoman por encima del bañador. A pesar de sus pechos, está delgada, esquelética; tiene unos brazos cortos y flacos y un rostro magro y hundido. Le falta un incisivo; salta a la vista cuando sonríe, y a Donny eso le molesta. Sabe que Ronette debería despertar en él el deseo, pero no es eso lo que siente.
Las camareras se saben vigiladas: desde donde están pueden ver cómo se agitan los matorrales. Los niños tienen apenas doce o trece años, catorce como mucho, no son más que unos mocosos. Si fueran sus monitores, ellas se reirían más, se acicalarían más, arquearían la espalda. Al menos algunas lo harían. Pero siendo las cosas como son, disfrutan de su descanso vespertino como si no hubiera nadie allí. Se untan de aceite la espalda unas a otras, se broncean uniformemente, volviéndose perezosamente boca arriba y boca abajo, provocando que Ritchie, que es quien tiene los prismáticos, gima de un modo que debería enloquecer al resto de los niños, y los enloquece. Lanzan suaves puñetazos, acompañados de algún que otro «cabrón» y «gilipollas» mascullados entre dientes.
—Babead, babead —dice Ritchie, con una sonrisa de oreja a oreja.
Las camareras leen en voz alta. Por turnos: sus voces flotan en el agua, punteadas con bufidos y carcajadas ocasionales. A Donny le gustaría saber qué leen con tanta concentración y con tanto placer, pero admitirlo sería peligroso. Son sus cuerpos lo que importa. ¿Qué más da lo que lean?
—Se te ha acabado el tiempo, caraculo —murmura Donny a Ritchie.
—Caraculo tú —replica Ritchie. Los matorrales se agitan.
Lo que las camareras leen es un ejemplar de la revista True Romance. Tricia tiene un montón de ellos guardados debajo del colchón, y Sandy y Pat han contribuido con un par más. En la portada de cada número aparece una mujer cuyo vestido deja un hombro a la vista, o con un cigarrillo en la boca o cualquier otra prueba de una vida desordenada. A menudo esas mujeres lloran. Sus colores son peculiares: sórdidos, impregnados de suciedad, como aquellas fotos coloreadas a mano que venden en las tiendas de todo a diez centavos. Colores desteñidos. No tienen los alegres colores primarios ni las limpias sonrisas de dientes perfectos de las revistas de cine. No, no son historias de éxitos. «Auténtica basura», las llama Hilary. Joanne las llama «Dramas lacrimógenos».
Ahora es Joanne quien lee. Y lo hace con una voz seria e histriónica, como la de una locutora de radio. Ha actuado en la obra de teatro del instituto. Nuestra ciudad. Lleva las gafas en la punta de la nariz como una profesora. Para provocar mayor hilaridad ha adoptado un fingido acento británico.
La historia trata de una muchacha que vive con su madre divorciada en un apartamento destartalado y abarrotado, encima de una zapatería. Su nombre es Marleen. Al salir del instituto trabaja a tiempo parcial en la zapatería y también los sábados, y dos empleados la pretenden. Uno es dependiente y aburrido, y quiere que se case con él. El otro, llamado Dirk, tiene motocicleta y una sonrisa audaz y sobrada, y a Marleen le flaquean las rodillas. La madre se deja la piel en la máquina de coser por el bien del vestuario de Marleen —a duras penas se gana la vida cosiendo para señoras ricas que la desprecian para poder tener el armario de su hija en condiciones—, y da la lata a Marleen con que elija al hombre adecuado y no cometa un error terrible, como hizo ella. La chica tiene planeado entrar en la escuela técnica y estudiar gerencia hospitalaria, pero la falta de dinero se lo impide. Está en el último año de instituto y cada vez saca peores notas, está desanimada y además no termina de decidirse entre los dos dependientes de la zapatería. Además ahora su madre está siempre encima de ella por culpa de las notas, cada vez peores.
—Santo Dios —dice Hilary. Se está haciendo la manicura con una lima metálica, no de papel de lija. No le gustan las de papel de lija—. Por favor, que alguien le dé un whisky doble.
—Quizá debería asesinar a su madre, cobrar el seguro y largarse —dice Sandy.
—¿Has oído mencionar algún seguro? —pregunta Joanne, mirándola por encima de las gafas.
—Podrías incluirlo —interviene Pat.
—Quizá debería probar con los dos para ver cuál es el mejor —propone descaradamente Liz.
—Nosotras ya sabemos cuál es el mejor de los dos —dice Tricia—. ¡Vamos, hombre! ¡Con un nombre como Dirk! ¡No hay color!
—Son un par de moscones —dice Stephanie.
—Si Marleen hace eso, se convertirá en una Mujer Marcada, con doble M mayúscula —interviene Joanne—. Tendrá que Arrepentirse, con A mayúscula.
Las demás sueltan una risotada. ¡El Arrepentimiento! Las muchachas de los relatos siempre se ponen en evidencia. Son demasiado débiles. Se enamoran irremediablemente de los hombres equivocados, se rinden y ellos las dejan plantadas. Luego lloran.
—Un momento —dice Joanne—. Ahora llega la gran noche. —Y sigue leyendo con voz entrecortada—. «Mi madre había salido para llevar un vestido de cóctel a una clienta. Me quedé sola en nuestro destartalado apartamento».
—Jadea, jadea —dice Liz.
—No, eso viene después. «Me quedé sola en nuestro destartalado apartamento. La tarde era calurosa y sofocante. Sabía que tenía que estudiar, pero no podía concentrarme. Me di una ducha para refrescarme. Luego, impulsivamente, decidí probarme el vestido de graduación en el que mi madre tantas noches de trabajo había invertido».
—Eso, vamos, saca toda la culpa —dice Hilary con satisfacción—. Yo, en su lugar, me cargaba a la madre.
—«Era un sueño de color rosa…».
—¿Un sueño de color rosa qué? —la interrumpe Tricia.
—Un sueño de color rosa, punto, y cierra la boca. «Me miré en el espejo de cuerpo entero del diminuto cuarto de mi madre. El vestido me quedaba perfecto. Abrazaba a la perfección mi cuerpo maduro y esbelto. Me vi distinta con él: mayor, bella, como una chica acostumbrada a los lujos. Como una princesa. Sonreí a mi imagen. Estaba transformada.
»Justo cuando acababa de desabrocharme los cierres de la espalda y estaba a punto de quitarme el vestido para volver a colgarlo, oí pasos en la escalera. Me acordé demasiado tarde de que había olvidado cerrar la puerta por dentro cuando mi madre se marchó. Corrí hacia la puerta, tapándome con el vestido. ¡Podía ser un ladrón, o peor aún! Pero no, era Dirk».
—Dirk, el gilipollas —dice Alex debajo de su toalla.
—Vuelve a dormirte —replica Liz.
Joanne baja la voz y arrastra las palabras:
—«“Se me ha ocurrido que podría hacerte compañía —dijo él pícaramente—. He visto salir a tu madre”. ¡Sabía que estaba sola! Me había sonrojado y temblaba. Oí cómo me latía la sangre en las venas. No podía hablar. Todos mis instintos me alertaban contra él…, todos mis instintos salvo los de mi cuerpo, y mi corazón».
—Oh, vamos —dice Sandy—. Desde cuándo existe el instinto mental.
—¿Quieres leerlo tú? —replica Joanne—. Pues cállate. «Me cubrí con el vaporoso encaje rosa a modo de escudo. “Oye, estás fantástica con eso”, dijo Dirk. Su voz era ronca y tierna. “Aunque estarías incluso mejor sin él”. Me dio miedo. Le ardían los ojos, decididos. Parecía un animal acechando a su presa».
—Muy erótico —dice Hilary.
—¿Qué clase de animal? —pregunta Sandy.
—Una comadreja —responde Stephanie.
—Una mofeta —dice Tricia.
—Chist —ordena Liz.
—«Retrocedí, alejándome de él —lee Joanne—. Jamás le había visto así. Me vi pegada contra la pared mientras Dirk me aplastaba entre sus brazos. Sentí que el vestido se deslizaba sobre mi cuerpo y caía al suelo…».
—Tanto coser para nada —dice Pat.
—«… y su mano sobre mi pecho, mientras su boca dura buscaba la mía. Aunque sabía que era el hombre equivocado, no pude seguir resistiéndome. Todo mi cuerpo pedía a gritos el suyo».
—¿Qué os había dicho?
—Decía: «¡Oye, cuerpo, aquí!».
—Chist.
—«Sentí que me levantaba y me llevaba al sofá. Luego noté todo su cuerpo, duro y fibroso, sobre el mío. Intenté débilmente apartar sus manos, aunque en realidad no era eso lo que quería. Y entonces», puntos suspensivos, «fuimos Uno», con U mayúscula y signo de exclamación.
Sigue un instante de silencio. Luego las camareras se echan a reír. Es una risa indignada, incrédula. «Uno». Así de sencillo. No puede ser tan fácil.
—El vestido está destrozado —dice Joanne con su voz habitual—. Ahora es cuando la madre vuelve a casa.
—No, no vuelve hoy —la corrige enérgicamente Hilary—. Solo nos quedan diez minutos. Voy a darme un baño, a ver si consigo quitarme de encima un poco de este aceite. —Se levanta, se recoge el pelo rubio como la miel, despereza su bronceado cuerpo de atleta y se lanza de cabeza en un salto perfecto desde el extremo de la ensenada.
—¿Quién tiene el jabón? —pregunta Stephanie.
Ronette no ha dicho nada durante la lectura. Cuando las demás se han reído, ella solo ha sonreído. Ahora vuelve a sonreír. Es una sonrisa descolocada, confusa y ligeramente arrepentida.
—Ya, pero… —le dice a Joanne—. ¿Dónde está la gracia?
Las camareras están de pie, en el comedor, cada una en su puesto, con las manos entrelazadas y la cabeza gacha. Los uniformes de color azul marino las cubren casi hasta el borde de los calcetines blancos, que acompañan con blancos zapatones de cordones, con zapatillas de deporte planas y blancas de lengüeta negra o zapatillas también blancas. Encima del uniforme llevan un sencillo delantal blanco. Las rústicas cabañas de madera del campamento Adanaqui no tienen luz eléctrica, los retretes están fuera y los niños se lavan la ropa no en lavaderos, sino en el lago. Pero sí hay camareras, con sus uniformes y delantales. Las incomodidades forman el carácter de un niño, aunque solo cierta clase de incomodidades.
El señor B. bendice la mesa. Es el dueño del campamento y también profesor del Saint Jude durante el invierno. Tiene un rostro apuesto y curtido, y el cabello canoso y bien cortado de un abogado de Bay Street, y ojos de halcón: lo ve todo, aunque solo de vez en cuando se lance sobre su presa. Hoy lleva un suéter de tenis blanco con cuello de pico. Podría estar tomándose un gin-tonic, pero no lo hace.
Sobre su cabeza, en la pared situada detrás de él, cuelga un descolorido tablón con una sentencia pintada en letras negras y góticas: «Como se doblega la rama». Un fragmento de madera descolorida arrojada por el mar adorna ambos extremos del tablón, y debajo hay dos remos cruzados y la gigantesca cabeza en perfil de un lucio, con la boca abierta que deja a la vista los afilados dientes y en su único ojo de cristal la feroz mirada de un maníaco.
A la izquierda del señor B. está la ventana del fondo y, al otro lado, Georgian Bay, azul como la amnesia, extendiéndose hasta el infinito. Elevándose del azul como espaldas de ballenas, como redondas rodillas, como pantorrillas y muslos de enormes mujeres flotantes, hay varias islas de roca rosa, escarpadas, redondeadas y agrietadas por los glaciares, el agua que las lame y el implacable clima, unos cuantos pinos piñoneros se aferran a las más grandes enterrando en las grietas sus retorcidas raíces. Navegando entre estos archipiélagos llegaron las camareras hasta aquí, a veinte millas de la costa, a bordo del voluminoso bote motorizado de madera que trae a la isla el correo, los alimentos y todo lo demás. El bote trae y se lleva cosas. Pero las camareras no volverán al continente hasta el final del verano: está demasiado lejos para ir hasta allí el día libre, y en ningún caso se les permite pasar la noche. Así que aquí están, hasta que termine la temporada. Son las únicas mujeres de la isla, exceptuando a la señora B. y a la señorita Fisk, la dietista. Pero esas dos son viejas y no cuentan.
Hay nueve camareras. Siempre hay nueve. «Solo cambian las caras y los nombres», piensa Donny, que lleva yendo al campamento desde que tenía ocho años. A esa edad, no prestaba atención a las camareras salvo cuando echaba de menos su casa. Entonces se inventaba excusas para pasar por delante de la ventana de la cocina cuando ellas fregaban los platos. Y allí las encontraba, en la seguridad de sus delantales, y tras la seguridad del cristal: nueve madres. Ya no piensa en ellas como madres.
Esta noche es Ronette quien atiende a su mesa. Con los párpados entrecerrados, Donny estudia su cara delgada y perfilada. Solo ve un pendiente, un pequeño aro de oro. Su madre dice que solo las italianas y las chicas vulgares llevan las orejas perforadas. Debe de doler que te perforen la oreja. Hace falta valor. Donny se pregunta cómo será la habitación de Ronette y qué otras baratijas e intrigantes objetos guardará allí. Sobre Hilary sobran las especulaciones, porque ya conoce la respuesta: el limpio edredón, las filas de zapatos con sus hormas, el peine, el cepillo y el estuche de manicura encima del tocador como el instrumental de cirugía en una operación.
Tras la cabeza gacha de Ronette cuelga la piel de una serpiente de cascabel de gran tamaño, clavada a la pared. Con eso hay que tener cuidado aquí: con las serpientes de cascabel. También con la hiedra urticante, con las tormentas y con ahogarse. El año pasado, una de las canoas de guerra llena de niños se fue a pique, aunque eran de otro campamento. Se habla de que sea obligatorio llevar siempre los chalecos salvavidas de mariquitas; las madres lo quieren así. A Donny le gustaría tener una piel de serpiente de cascabel para colgarla encima de su cama, pero aunque lograra coger una, la estrangulara con sus propias manos y le arrancara la cabeza de un mordisco, no le permitirían quedarse con su piel.
El señor B. termina de bendecir la mesa y se sienta, y los campistas dan comienzo una vez más al ritual que repiten tres veces al día en el que los niños cogen el pan, se atiborran de comida, se pegan patadas por debajo de la mesa y maldicen entre dientes. Ronette sale de la cocina con una bandeja: macarrones con queso.
—Aquí tenéis, chicos —dice con su sonrisa bondadosa y torcida.
—Muchas gracias, señora —dice Darce, el monitor, con perverso encanto. Darce tiene fama de experto zalamero; Donny sabe que le gusta Ronette. Eso hace que se sienta triste. Triste y demasiado joven. Le gustaría abandonar su cuerpo durante un rato; le gustaría ser otra persona.
Las camareras friegan los platos. Dos de ellas raspan los desperdicios, otra enjabona, otra enjuaga en el agua hirviendo del fregadero y otras tres secan los platos. Las dos restantes barren el suelo y pasan la bayeta por las mesas. Más adelante, el número de chicas que secan los platos variará según se asignen los días libres —las chicas decidirán tomarse los días libres a pares para poder salir en parejas de a dos con los monitores—, pero hoy están todas aquí. La temporada no ha hecho más que empezar, las cosas aún mantienen su fluidez y los territorios no han sido todavía delimitados.
Las camareras cantan mientras trabajan. Echan de menos el océano de música en el que flotan durante el invierno. Pat y Liz han traído transistores, aunque aquí no se pueden sintonizar muchas emisoras, demasiado lejos del continente. Hay un tocadiscos en la sala común de los monitores, pero los discos están anticuados: Patti Page, The Singing Rage. How Much Is That Doggie in the Window. The Tennessee Waltz. ¿Quién baila todavía el vals?
—«Despierta, pequeña Susie» —trina Sandy. Los Everly Brothers están de moda este verano, o lo estaban en el continente cuando se marcharon.
—«Qué vamos a decirle a tu mamá, qué vamos a decirle a tu papá», corean las demás. Joanne improvisa la armonía de la contralto, lo que mitiga los chillidos del grupo.
Hilary, StephaniFire’s Burning y White Coral Bells. Aunque saben jugar al tenis y navegar, habilidades en las que superan a las demás.
Es curioso que Hilary y las otras dos estén aquí, trabajando de camareras en el campamento Adanaqui; no es que necesiten el dinero. («No como yo», piensa Joanne, que todas las tardes se pasa por el mostrador del correo para ver si le han concedido la beca). Pero esto es cosa de las madres. Según Alex, las tres madres hicieron piña y acorralaron a la señora B. en una función benéfica hasta que la pobre mujer no pudo negarse. Naturalmente, la señora B. asistía a las mismas funciones que las madres: la habían visto, gafas de sol en la frente y copa en mano, ejerciendo de anfitriona en la galería de la casa blanca que el señor B. tiene en lo alto de la colina, a no poca distancia del campamento de verano. Han visto a los invitados, con la ropa de navegar, impoluta y perfectamente planchada. Han oído la risa y las voces, roncas y despreocupadas. «Santo cielo, no me digas». Como Hilary.
—Nos secuestraron —dice Alex—. Decidieron que ya era hora de que conociéramos a algunos chicos.
Joanne lo entiende en el caso de Alex, que es rechoncha y torpe, y en el de Stephanie, que tiene la corpulencia de un muchacho y camina como si lo fuera. Pero ¿Hilary? Hilary es clásica. Hilary es como un anuncio de champú. Hilary es perfecta. Debería estar muy solicitada. Por extraño que parezca, aquí no lo está.
Ronette está rascando los restos de comida de los platos y se le cae uno.
—Mecachis —dice—. No sé dónde tengo la cabeza. —Nadie le grita, ni siquiera se burlan de ella como lo harían con cualquiera de las demás. Es una de las favoritas, aunque cuesta adivinar por qué. Y no es solo que sea simpática; Pat y Liz también lo son. Ronette disfruta de un estatus misterioso, superior. Por ejemplo, todas las demás tienen un diminutivo: Hilary es Hil; Stephanie es Steph, Alex es Al; Joanne es Jo; Tricia es Trish y Sandy es San. Pat y Liz, cuyos nombres no pueden acortarse más, se han convertido en Pet y en Lizard. Solo a Ronette se le ha respetado la dignidad de su nombre completo e inverosímil.
En algunos aspectos, Ronette es más adulta que las demás. Aunque no es porque sepa más cosas. De hecho, sabe menos: a menudo le cuesta descifrar el vocabulario de las otras, sobre todo la espontánea jerga del trío que estudia en el colegio privado. «No lo pillo», es lo que dice, y las demás disfrutan explicándose, como si Ronette fuera extranjera, una venerada visitante procedente de otro país. Aunque va al cine y ve la televisión como ellas, tiene pocas opiniones sobre lo que ha visto. Como mucho dice: «Basura», o: «Él no está mal». Aunque amistosa, es cautelosa a la hora de expresar con palabras su aprobación. «Pasable» es su mejor cumplido. Cuando las demás comentan lo que han leído o las asignaturas que elegirán el curso que viene en la universidad, ella guarda silencio.
Pero Ronette sabe otras cosas, cosas ocultas. Secretos. Y esas cosas son más antiguas, y en cierto modo más importantes. Más fundamentales. Más primigenias.
O al menos eso es lo que opina Joanne, que tiene la mala costumbre de novelarlo todo.
Al otro lado de la ventana pasan tranquilamente Darce y Perry, encabezando un grupo de campistas. Joanne reconoce a algunos: Donny y Monty. Cuesta acordarse de los nombres de los campistas. Son simplemente un montón de niños indistinguibles y a menudo desaseados a los que hay que alimentar tres veces al día y cuyas costras, migas y cáscaras hay que limpiar después. Los monitores les llaman Roñosos.
Sin embargo, algunos destacan sobre los demás. Donny es alto para su edad, un amasijo de codos y rodillas flacuchas con unos enormes ojos azul oscuro. Incluso cuando maldice —todos maldicen durante las comidas, furtivamente aunque alzando la voz lo suficiente para que las camareras puedan oírlos— es más como una meditación, o quizá como una pregunta, como si ensayara las palabras en voz alta, saboreándolas. Monty, por su parte, es como un hombre de cuarenta y cinco años en miniatura: ya tiene los hombros hundidos de los hombres de negocios y la tripa completamente formada. Camina con un pequeño y pomposo pavoneo. A Joanne le resulta hilarante.
En este preciso instante, Monty lleva una escoba con cinco rollos de papel higiénico ensartados en el mango. El resto de los niños también: les toca Servicio de Retretes, es decir, barrer los retretes y reponer el papel higiénico. A Joanne le gustaría saber qué hacen con las compresas desechadas de la bolsa de papel marrón que hay en el retrete privado de las camareras. Se imagina los comentarios.
—Compañía… ¡al-to! —grita Darce. El grupo se detiene desordenadamente delante de la ventana—. ¡Presenten… armas! —Se alzan las escobas y los extremos de los rollos de papel higiénico revolotean con la brisa como banderas. Las chicas se ríen y saludan con la mano.
El de Monty es un tibio saludo: esto sobrepasa los límites de su dignidad. Puede que alquile sus prismáticos —a estas alturas, todo el campamento lo sabe—, pero no tiene el menor interés en utilizarlos. Lo ha dejado claro. «Con estas chicas no», dice, dando a entender que tiene gustos más refinados.
El propio Darce hace un cómico saludo, después ordena a su pelotón que reanude el paso. En la cocina han dejado de cantar; ahora el tema de conversación entre las camareras son los monitores. Darce es el mejor, el más admirado, el más deseado. Sus dientes, los más blancos; su pelo, el más rubio; su sonrisa, la más sensual. En la sala común de los monitores, donde las chicas se reúnen cuando han terminado de fregar los platos y se han cambiado los uniformes azules por unos vaqueros y un jersey, con los niños metidos en sus camas para toda la noche, Darce ha flirteado con cada una de ellas por turno. Entonces, ¿a quién saludaba?
—A mí —dice Pat, bromeando—. Qué más quisiera yo.
—Ni en sueños —dice Liz.
—Era a Hil —comenta fielmente Stephanie. Pero Joanne sabe que no es así. Tampoco era a ella. Era a Ronette. Todas lo sospechan. Ninguna lo dice.
—A Perry le gusta Jo —dice Sandy.
—No es verdad —salta Joanne.
Ha confesado que ya tiene novio y por lo tanto está exenta de estas contiendas. En parte es cierto: tiene novio. Este verano, él trabaja de chef de ensaladas en la Canadian National, con la que recorre el continente de un extremo a otro. Joanne se lo imagina de pie en la parte trasera del tren, en el vagón de cola, fumando un cigarrillo entre turnos de preparación de las ensaladas mientras ve pasar el paisaje a su espalda. El chico le escribe cartas con un bolígrafo azul y papel de rayas. «Mi primera noche en las Praderas», escribe. «Toda esta tierra y este cielo…, es maravilloso. Las puestas de sol son increíbles». Luego una línea cruza la página, seguida de una nueva fecha, y el muchacho llega a las Rocosas. A Joanne le fastidia un poco que le cante loas y alabanzas de sitios en los que ella no ha estado. Le parece una suerte de fanfarroneo masculino: va demasiado a la suya. Él termina con un «Ojalá estuvieras aquí» y uno de esos «tuyo, siempre». A Joanne eso le resulta demasiado formal, como una carta a su madre. O como un beso en la mejilla.
Se guardó la primera carta debajo de la almohada, pero al despertar tenía la cara y la funda de la almohada teñidas de manchas azules. Ahora guarda las cartas en la maleta, debajo de la cama. Le cuesta acordarse de él. Pasa una imagen fugaz: su cara muy cerca, de noche, en el asiento delantero del coche de su padre. El frufrú de la ropa. El olor a humo.
La señorita Fisk entra torpemente en la cocina. Es una mujer baja, rechoncha y atolondrada. Lleva siempre una redecilla sobre el moño gris, zapatillas gastadas de lana —tiene algo en los dedos de los pies— y una desteñida sudadera de color azul que le cubre las rodillas, por mucho calor que haga. Se plantea este trabajo de verano como unas vacaciones. De vez en cuando se la ve flotando en el agua con un bañador que le hace bolsas en el pecho y un gorro de goma blanco con las orejeras levantadas. Nunca se moja la cabeza, así que nadie entiende a qué viene lo del gorro.
—Bien, chicas. ¿Habéis terminado ya? —Nunca llama por su nombre a las camareras. Delante de ellas, son «chicas»; a espaldas de las muchachas, son «mis chicas». Siempre las utiliza de excusa cuando algo sale mal: «Debe de haberlo hecho una de las chicas». Hace además las veces de una especie de carabina: su cabaña está justo en el camino que lleva a las de ellas, y tiene radares en los oídos como los murciélagos.
«Yo jamás llegaré a ser tan vieja como ella —piensa Joanne—. Moriré antes de cumplir los treinta». Lo sabe con absoluta certeza. Es un pensamiento trágico aunque satisfactorio. De ser necesario, si alguna enfermedad devastadora se niega a llevársela por delante, lo hará ella misma, con pastillas. No es que sea desgraciada pero tiene intención de serlo, más adelante. Parece necesario.
«No es país para viejos», recita para sus adentros. Es uno de los poemas que ha memorizado, aunque no entraba en el examen final. No hay más que aplicarlo a las mujeres.
Cuando todas están en pijama a punto de acostarse, Joanne propone leerles el resto de la historia de Auténtica basura. Pero están demasiado cansadas, de modo que lee para sí, con la linterna, cuando la única tenue bombilla se ha apagado. Joanne tiene la obligación de llegar siempre al final de las cosas. A veces, lee los libros empezando por el final.
Huelga decir que Marleen se queda embarazada y que Dirk se larga en su motocicleta cuando lo descubre. «No soy la clase de tipo que busca una relación, nena. Nos vemos». Brrrm. A la madre prácticamente le da un ataque de nervios porque ella cometió el mismo error cuando era joven dando con ello al traste con todas sus posibilidades, y no hay más que verla ahora. Marleen llora y se lamenta, y hasta reza, pero afortunadamente el otro dependiente de la zapatería, el aburrido, sigue queriendo casarse con ella. Así que eso es lo que ocurre. La madre la perdona y Marleen aprende el auténtico valor de la silente devoción. Quizá su vida no sea demasiado excitante, pero es una buena vida, los tres instalados en el camping de autocaravanas. El bebé es adorable. Se compran un perro. Es un setter irlandés que corre tras las ramas al anochecer y el bebé se ríe. Así, con el perro, es como termina la historia.
Joanne mete la revista entre su estrecha camita y la pared. Está casi llorando. Nunca tendrá un perro como ese, ni tampoco un bebé. No quiere y, de todas formas, ¿de dónde iba a sacar el tiempo, con todo lo que le queda por hacer? Tiene una agenda larga e imprecisa. En cualquier caso, está deprimida.
Entre dos colinas ovaladas de granito rosa hay una pequeña playa con forma de media luna. Los niños, con el bañador puesto (que no llevan cuando salen de excursión en canoa, solo en el campamento, donde saben que pueden ser vistos por las chicas), lavan la ropa con el agua hasta las rodillas, frotando las camisetas y los calzoncillos con las pastillas amarillas de jabón Sunlight. Esto solo ocurre cuando se quedan sin ropa limpia, o cuando el hedor de los calcetines sucios en la cabaña se vuelve demasiado insoportable. Darce, el monitor, los supervisa, tumbado sobre una roca, tomando el sol en su torso ya bronceado y fumándose un pitillo. Está prohibido fumar delante de los campistas, pero él sabe que estos chicos no le delatarán. Para curarse en salud, lo hace disimuladamente, manteniendo el cigarrillo pegado a la roca y dándole rápidas caladas.
Algo golpea a Donny en la sien. Son los calzoncillos mojados de Ritchie, arrebujados formando una bola. Donny se los lanza a su vez y pronto se organiza una batalla de calzoncillos. Monty se niega a unirse al grupo y se convierte en víctima propiciatoria.
—¡Dejadme en paz! —grita.
—Basta ya, idiotas —dice Darce. Aunque no les presta atención: está pendiente de otra cosa, de un destello de uniforme azul que asoma más arriba, entre los árboles. Las camareras no deben acercarse a este lado de la isla. Deben quedarse en su ensenada particular durante su receso vespertino.
Darce está ahora entre los árboles, uno de sus brazos alrededor de un árbol. Hay una conversación; se oyen murmullos. Donny sabe que es Ronette, lo adivina por la silueta, por el color del pelo. Y aquí está él, con los abdominales a la vista como una tabla de lavar, el pecho lampiño, lanzando calzoncillos como un chiquillo. Se avergüenza de sí mismo.
Monty, superado en número aunque negándose a aceptar la derrota, dice que necesita ir a aliviarse y desaparece por el sendero del retrete. Darce ha desaparecido. Donny recoge la colada de Monty, que ya está limpia y escurrida, y pulcramente extendida sobre la roca caliente para secarse. Empieza a lanzarla a lo alto de uno de los pinos, una prenda tras otra. Los demás le ayudan, encantados. Cuando Monty regresa, el árbol está engalanado con sus calzoncillos mientras los demás muchachos aclaran inocentemente su ropa.
Están los cuatro en una de las islas de granito rosa: Joanne, Ronette, Perry y Darce. Es una cita doble. Han empujado las dos canoas hasta dejar la mitad fuera del agua y las han amarrado a los consabidos pinos, el fuego ha ardido casi por completo y quedan solo las brasas. El cielo del oeste sigue luminoso y teñido de color melocotón; la luna suave, madura y jugosa, se eleva en el cielo, el aire de la tarde es caliente y dulce, las olas lamen con delicadeza las rocas. Es el número de verano, piensa Joanne. Indolente sopor. Consejos para el bronceado. Romance a bordo.
Joanne está tostando un malvavisco. Lo hace de un modo peculiar: lo sostiene junto a las brasas, aunque no lo suficientemente cerca del fuego para que se queme, solo lo justo para que se hinche como una almohada y se dore un poco. Luego le arranca la capa tostada y se la come, y tuesta del mismo modo la parte blanca de dentro, pelándola hasta llegar al corazón. Lame los restos del malvavisco de los dedos y se queda mirando con expresión cavilosa el cambiante resplandor rojo del lecho de brasas. Todo esto es una manera de ignorar o de fingir que ignora lo que realmente está ocurriendo.
Debería tener una lágrima, pintada y estática, en la mejilla. Debería haber un pie de foto: «Desengaño». Sobre la manta extendida justo tras ella, con la rodilla tocándole la espalda, está Perry, enfadado con ella porque Joanne no quiere besuquearse con él. Más arriba, detrás de las rocas, alejados del tenue círculo de luz de la hoguera, están Ronette y Darce. Es la tercera semana de julio y ahora son pareja, todo el mundo lo sabe. En la sala común, Ronette lleva la sudadera de él con el emblema del Saint Jude. Últimamente sonríe más, y hasta se ríe cuando las otras chicas le lanzan pullas sobre Darce. Hilary no se suma a ellas. La cara de Ronette parece más redonda, más saludable, como si una mano le hubiera suavizado los ángulos. Parece menos vigilante, menos cohibida. «También ella debería llevar un pie de foto», piensa Joanne: «¿He sido demasiado fácil?».
De la oscuridad llegan crujidos, pequeños murmullos, jadeos. Es como el cine un sábado por la noche. Una orgía. Los jóvenes, unos en brazos de otros. «Probablemente molesten a una serpiente de cascabel», piensa Joanne.
Perry le pone una mano en el hombro en un gesto titubeante.
—¿Quieres que te tueste un malvavisco? —le pregunta ella educadamente. El gélido aliento. Perry no es un premio de consolación. Solo la irrita, con esa piel quemada por el sol y esos implorantes ojos de spaniel. Su supuesto novio tampoco es de mucha ayuda, zumbando sobre raíles del tren de un lado a otro por las praderas escribiéndole esas entintadas cartas cada vez menos frecuentes, y la imagen de su rostro casi borrada, como si se hubiera empapado en agua.
Tampoco es que desee a Darce, no es eso. Lo que quiere es lo que tiene Ronette: el poder de entregarse sin reservas y sin comentarios. Es esa languidez, ese abandono. La voluptuosa inconsciencia. Todo lo que hace Joanne está siempre rodeado de comillas.
—Malvaviscos. Bah —suelta Perry con voz triste y engañosa. Tanto remar, ¿y para qué? ¿Por qué demonios ha accedido Joanne a ir allí si no es para enrollarse con él?
Joanne se siente culpable de una falta de modales. ¿Tanto le costaría besarle?
Sí. Mucho.
Donny y Monty están de excursión en canoa en algún punto de la enmarañada espesura del continente. El campamento Adanaqui es famoso por sus excursiones. Durante cinco días, ellos dos y los demás, doce en total, han estado cruzando a remo un lago tras otro, cargando el equipo sobre los cantos redondeados por las olas o entre los lametazos y el hedor de los alces de los prados en los accesos a las rutas de porteo, refunfuñando colina arriba con las mochilas y las canoas a cuestas, ahuyentándose los mosquitos de las piernas a manotazos. Monty tiene llagas en los pies y en las manos. Donny no lo compadece. Él mismo tiene clavada una astilla que le supura. Quizá le dé una septicemia, empiece a delirar, se desplome y muera en un porteo, entre las rocas y las agujas de pino. Eso aleccionará a algunos. Alguien debería pagar por el dolor que siente.
Los monitores son Darce y Perry. Durante el día sacan el látigo, de noche se relajan con la espalda apoyada contra una roca o un árbol y fuman y vigilan mientras los muchachos encienden el fuego, van a buscar agua y cocinan los platos preparados Kraft. Los dos tienen unos músculos suaves y prominentes que se contraen bajo la piel bronceada y ambos tienen ya una sombra de barba en el mentón. Cuando los demás van a bañarse, Donny les lanza miradas disimuladas y envidiosas a las entrepiernas. Hacen que se sienta flacucho e infantil en sus deseos.
Ahora es de noche. Perry y Darce siguen despiertos, hablando en voz baja, azuzando los rescoldos del fuego que ya agoniza. Los niños deben de estar durmiendo. Aunque hay tiendas de campaña por si llueve, nadie ha propuesto montarlas desde anteayer. El olor a mugre, a pies sudados y a humo de hoguera resulta demasiado intenso en espacios cerrados; los sacos de dormir apestan a queso. Es mejor dormir al raso, enrollados en el saco, con una loneta impermeable a mano por si diluvia y la cabeza bajo una canoa vuelta del revés.
Monty es el único que ha votado a favor de montar una tienda. Los insectos pueden con él; dice que es alérgico. Odia las excursiones en canoa y no se molesta en disimularlo. Dice que cuando sea mayor y pueda por fin echar mano a la herencia familiar, le comprará el campamento al señor B. y lo clausurará.
—Varias generaciones de niños todavía por nacer me lo agradecerán —dice—. Me pondrán una medalla.
A veces a Donny casi le cae bien. En absoluto esconde su deseo de ser asquerosamente rico. No hay en él hipocresía, a diferencia de otros vástagos de millonarios, que fingen querer ser científicos u otra cosa mal remunerada.
Ahora Monty se retuerce, rascándose las picaduras.
—Oye, Finley —susurra.
—Duérmete —dice Donny.
—Apuesto a que tienen una petaca.
—¿Qué?
—Seguro que están bebiendo. Ayer a Perry le olía el aliento.
—¿Y qué? —dice Donny.
—Pues que va contra las normas —responde Monty—. Igual podemos sacarles algo.
Donny tiene que reconocérselo: Monty se las sabe todas. Cuando menos, quizá puedan compartir el botín.
Salen de los sacos y rodean sigilosamente la hoguera. La práctica que han adquirido espiando a las camareras les resulta muy útil. Se agachan tras un frondoso falso abeto, esperando ver codos en alto o siluetas de botellas, con los oídos atentos.
Pero lo que oyen nada tiene que ver con la bebida, sino con Ronette. Darce habla de ella como si fuera un pedazo de carne. Por lo que da a entender, Ronette le deja hacer todo lo que quiere. «Salchicha de verano», así es como la llama. Una expresión que Donny no había oído hasta ahora, y en otras circunstancias le habría parecido divertida.
Monty maldice entre dientes y le da a Donny un codazo en las costillas. ¿Es que no sabe lo que duele eso? ¿Se lo está restregando por las narices? «Donny quiere a Ronette». Para los de sexto ese es el peor insulto posible: que te acusen de querer a alguien. Donny se siente como si fuera a él a quien han mancillado con palabras, como si le hubieran restregado la cara con ellas. Sabe que Monty relatará la conversación a los demás. Dirá que Darce está guarreando a Ronette. En este momento detesta esta expresión porque evoca a dos cerdos jadeantes, o a dos crudos cochinillos dominicales, muertos aunque animados, a pesar de que ayer mismo él la utilizó y le pareció muy divertida.
No puede abalanzarse sobre Darce desde los matorrales y propinarle un puñetazo en la nariz. No solo haría el ridículo, sino que además saldría mal parado.
Hace lo único que se le ocurre. A la mañana siguiente, cuando levantan el campamento, coge los prismáticos de Monty y los arroja en las aguas del lago.
Monty lo intuye y le acusa. Una suerte de orgullo le impide a Donny negarlo. Tampoco sabe decir por qué lo ha hecho. Cuando regresan a la isla tiene lugar una desagradable conversación con el señor B. en el comedor. O no es una conversación: el señor B. habla y Donny guarda silencio. No mira al señor B., sino a la cabeza del lucio que cuelga de la pared, con su desorbitado ojo de voyeur.
En la primera salida del barco de caoba de regreso a la ciudad, Donny va a bordo. Sus padres no están nada satisfechos.
El verano toca a su fin. Los niños ya se han marchado, aunque algunos monitores y todas las camareras siguen aquí. Mañana bajarán a la ensenada principal, subirán a bordo de la lenta lancha y se alejarán, sorteando las islas rosas hacia el invierno.
Hoy Joanne dispone de su medio día libre, de ahí que no esté en el comedor, lavando los platos con las demás. Está en la cabaña, haciendo el equipaje. Ya tiene la bolsa de viaje preparada, apoyada como una enorme salchicha de lona contra la cama. Ahora está haciendo la maleta pequeña. Ha guardado la paga en ella: doscientos dólares, mucho dinero.
Ronette entra en la cabaña, todavía con el uniforme puesto, y cierra en silencio la mosquitera tras de sí. Se sienta en la cama de Joanne y enciende un cigarrillo. Joanne está de pie con el pijama de franela doblado en las manos, alerta: algo ocurre. Últimamente Ronette ha vuelto a ser la muchacha taciturna de antes; rara vez sonríe. En la sala común de los monitores, Darce ha vuelto a las andadas. Ahora revolotea alrededor de Hilary, que finge —por pura consideración hacia Ronette— no darse cuenta. Quizá ahora Joanne se entere de qué es lo que ha causado la gran ruptura. Hasta ahora Ronette no ha dicho nada.
Ronette alza la mirada hacia Joanne entre su largo flequillo rubio. A pesar del pintalabios rojo, cuando alza así la mirada parece más joven.
—Estoy metida en un lío —dice.
—¿Qué clase de lío? —le pregunta Joanne. Ronette esboza una sonrisa triste y exhala el humo. Ahora parece mayor.
—Ya sabes. Un lío.
—Ah —dice Joanne. Se sienta al lado de Ronette, abrazada al pijama de franela. Tiene frío. Debe de ser Darce. «Prendido en esa música sensual». Ahora tendrá que casarse con ella. O algo—. ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —responde Ronette—. No digas nada, ¿de acuerdo? No se lo digas a las demás.
—¿No piensas decírselo? —pregunta Joanne. No es capaz de imaginarse haciendo eso. Es incapaz de imaginar nada de todo eso.
—¿Decírselo a quién? —dice Ronette.
—A Darce.
Ronette exhala más humo.
—A Darce —dice—. Al señor Caquita de Gallina. No es suyo.
Joanne está perpleja, y aliviada. Pero también irritada consigo misma. ¿Qué es lo que le ha pasado por alto? ¿Qué es lo que se ha perdido?
—¿Ah, no? Entonces, ¿de quién es?
Pero al parecer Ronette ha cambiado de parecer y ya no desea seguir haciendo confidencias.
—La primera de las dos que lo descubra, que avise —replica, con un tímido intento de reír.
—Bueno —dice Joanne. Tiene las manos húmedas, como si fuera ella la que está metida en un lío. Quiere ayudarla de algún modo, pero no sabe cómo—. Quizá podrías…, no sé. —No lo sabe. ¿Un aborto? Esa es una palabra oscura y misteriosa, relacionada con Estados Unidos. Hay que salir del país. Eso cuesta mucho dinero. ¿Un hogar para madres solteras, con la consiguiente adopción? La embarga la pérdida. Se imagina a Ronette, hinchada hasta quedar irreconocible, como si se hubiera ahogado…, un sacrificio, capturada por su propio cuerpo, sacrificada por él. Truncada en cierto modo, caída en desgracia. Desprovista de libertad. Su estado tiene algo de monjil. Está sobrecogida—. Supongo que podrías deshacerte de él, de un modo u otro —dice, aunque eso está muy lejos de lo que siente realmente. «Lo que se engendra, debe nacer y morir».
—¿Estás de guasa? —dice Ronette con una sombra de desprecio—. Santo cielo, yo jamás. —Arroja el cigarrillo al suelo y lo aplasta con el tacón—. Voy a tenerlo. No te preocupes, mi madre me ayudará.
—Sí —dice Joanne. Ahora contiene el aliento. Ha empezado a preguntarse por qué Ronette le ha soltado todo esto, sobre todo si no está dispuesta a contárselo todo. Está empezando a sentirse estafada, que ha abusado de su amabilidad. Entonces, ¿quién es el chico? ¿Cuál de ellos? Baraja mentalmente las caras de los monitores, intentando recordar alguna pista, trazos de culpa…, pero no encuentra nada.
—De todos modos, no tendré que volver a la facultad —dice Ronette—. Como dice el refrán: No hay mal que por bien no venga.
Joanne adivina bravuconería y desolación en las palabras de Ronette. Tiende la mano y le da un pequeño apretón en el brazo.
—Buena suerte —dice. Suena como lo que se dice antes de una carrera o de un examen, o incluso de una guerra. Suena estúpido.
Ronette sonríe de oreja a oreja, dejando a la vista el hueco que tiene entre los dientes, a un lado.
—Lo mismo te digo —dice.
* * *
Once años después, Donny camina por Yorkville Avenue de Toronto al calor del verano. Ya no es Donny. En algún momento que ni siquiera él mismo es capaz de recordar con exactitud se ha convertido en Don. Lleva sandalias y una camisa blanca de estilo indio sobre los vaqueros cortados. Tiene el pelo un poco largo y se ha dejado barba. La barba le ha salido rubia, aunque tiene el pelo castaño. Le gusta el efecto: un Jesucristo WASP, blanco, protestante y anglosajón, o un vikingo de Hollywood, dependiendo del humor que tenga. Lleva un collar de cuentas de madera alrededor del cuello.
Así es como se viste los sábados para ir a Yorkville; para ir allí y pasar el rato con la multitud de gente que hace lo mismo. A veces se coloca con la hierba que circula tan libremente como en su día circulaban los cigarrillos. Cree que debería disfrutar de esta experiencia más de lo que en realidad lo hace.
Durante el resto de la semana, tiene un trabajo en el bufete de su padre. Allí lo de la barba prácticamente no le supone ningún problema, siempre que la compense con un traje (aunque hasta los mayores del bufete están empezando a dejarse crecer las patillas y a llevar camisas de colores, además de utilizar palabras como «creativo» más que nunca). Don no habla de su trabajo con la gente que conoce en Yorkville, como tampoco habla en el bufete de sus amigos de los viajes con ácido. Lleva una doble vida. Se siente en precario, pero valiente.
De pronto ve a Joanne en la acera de enfrente. Hace mucho que no ha vuelto a pensar en ella, pero no hay duda de que lo es. No lleva las camisetas teñidas en casa ni los vestidos de tirantes, el uniforme de las chicas de Yorkville, sino una minifalda blanca, fresca y formal, con la americana a juego. Balancea un maletín en la mano y camina con paso firme como si tuviera un propósito. Eso hace que destaque entre las demás: el ritmo que aquí se acepta es el del paseo tranquilo.
Donny se pregunta si debería cruzar corriendo la calle, interceptarla y revelar lo que según cree es su auténtica aunque secreta identidad. Ahora lo único que ve de ella es su espalda. Dentro de un minuto, habrá desaparecido.
—Joanne —la llama. Ella no le oye. Don sortea los coches, la alcanza y le toca el hombro—. Don Finley —dice. Es consciente de que está ahí de pie, sonriendo como un idiota. Afortunada y un poco decepcionantemente, ella le reconoce enseguida.
—¡Donny! —exclama—. ¡Santo cielo, cómo has crecido!
—Soy más alto que tú —responde él como un chaval, como un idiota.
—Ya lo eras entonces —dice ella con una sonrisa—. Me refiero a que te has hecho mayor.
—Tú también —dice Donny, y de repente los dos se ríen, casi como si tuvieran la misma edad. Se llevan tres, quizá cuatro años. En aquel entonces era un abismo. Ahora no es nada.
«Así que Donny ya no es Donny», piensa Joanne. Eso quiere decir que Ritchie es ahora Richard. En cuanto a Monty, se ha convertido en un par de iniciales, y en millonario. Es cierto que ha heredado parte de su fortuna, pero también lo es que ha sabido sacarle partido. De vez en cuando Joanne sigue en los periódicos de economía el estado de sus proezas. Y se casó con Hilary hace tres años. Quién lo habría dicho. Joanne también lo vio en el periódico.
Van a tomar un café y se sientan a una de las mesas nuevas y exteriores, bajo un gran loro de madera de vivos colores. Hay entre los dos cierta intimidad, como si fueran viejos amigos. Donny le pregunta a Joanne a qué se dedica.
—Vivo de mi ingenio —dice—. Trabajo por cuenta propia.
En este momento se dedica a la publicidad escrita. Su cara es más delgada y ha perdido la redondez adolescente; el pelo, antaño insulso, está ahora moldeado bajo un elegante gorro. Las piernas son bonitas. Hay que tener bonitas piernas para ponerse una minifalda. Muchas mujeres parecen rechonchas con ellas: un par de jamones envueltos en tela, con los muslos asomándoles desde el trasero como un par de barras de pan blanco. Las piernas de Joanne están bajo la mesa, aunque Donny se sorprende fijándose en ellas como nunca lo hizo cuando, en la ensenada de las camareras, quedaban claramente a la vista. No había reparado entonces en esas piernas, ni se había fijado en Joanne. Era Ronette la que había llamado su atención. Ahora es más experto en esas cosas.
—Os espiábamos —dice—. Os mirábamos mientras os bañabais desnudas. —De hecho, nunca llegaron a ver mucho. Las chicas se cubrían el cuerpo con la toalla hasta el último minuto, y de todos modos era casi de noche. Se veía un borrón blanco acompañado de gritos y chapoteos. Lo fantástico habría sido poder ver vello púbico. Algunos de los chavales afirmaban haberlo visto, pero Donny intuía que mentían. ¿O quizá era solo envidia?
—¿Ah, sí? —pregunta Joanne con aire ausente. Y luego—: Ya lo sé. Veíamos cómo se agitaban los matorrales. Nos parecía muy gracioso.
Donny siente que se ha sonrojado. Se alegra de llevar barba. La barba oculta cosas.
—De gracioso nada —dice—. De hecho, éramos muy viciosos. —Se acuerda de pronto de la palabra «cerdo»—. ¿Sigues viendo a las demás?
—Ya no —responde Joanne—. Coincidí con algunas de ellas en la universidad. Con Hilary y con Alex. A veces también con Pat.
—¿Y con Ronette? —dice, pues es lo único que en realidad quiere preguntar.
—He visto algunas veces a Darce —dice Joanne, como si no le hubiera oído.
«He visto algunas veces» es una exageración. Le ha visto una sola vez.
Fue en invierno, un mes de febrero. Darce la llamó por teléfono a la redacción de The Varsity: así fue como supo dónde encontrarla, viendo su nombre en el periódico del campus universitario. Joanne apenas se acordaba de él. Habían pasado tres años, estaba a años luz. El novio chef de cocina del ferrocarril había desaparecido hacía mucho, y ninguno tan inocente como él había ocupado su lugar. Joanne ya no llevaba zapatos blancos de cordones, ni cantaba canciones. Vestía jerséis de cuello vuelto, tomaba cerveza y mucho café, y escribía cínicos artículos de denuncia sobre asuntos como el estado de las instalaciones de la cafetería del campus. Sin embargo, había renunciado a la idea de morir joven. A esas alturas, le parecía un exceso de romanticismo.
Lo que quería Darce era salir con ella. Para ser más exactos, quería llevarla a una fiesta de su asociación estudiantil. Joanne se quedó tan sorprendida que le dijo que sí, aunque las asociaciones estudiantiles provocaban el rechazo político de sus actuales compañeros de viaje. Era algo que tendría que hacer a escondidas, y así lo hizo. No obstante, tuvo que pedirle prestado un vestido a su compañera de habitación. Se trataba de una fiesta semiformal, y Joanne no se había dignado a asistir a ninguna fiesta de ese tipo desde el instituto.
La última vez que había visto a Darce, él tenía el pelo descolorido por el sol y un oscuro y lustroso bronceado. Ahora, con la piel invernal, parecía desnutrido y macilento. Y ya no flirteaba con todas. Ni siquiera con Joanne. Se limitó a presentarle a unas cuantas parejas más, a bailar mecánicamente alrededor de ella en la pista y a emborracharse con una mezcla de zumo de uva y de alcohol puro a la que los hermanos de la fraternidad habían bautizado como Jesús Violeta. Le contó a Joanne que había estado prometido con Hilary durante más de seis meses, pero que ella acababa de dejarle. Ni siquiera le había dicho por qué. Dijo que la había invitado a salir porque era la clase de chica con la que se podía hablar, que sabía que ella le entendería. Luego vomitó un montón de Jesús Violeta, primero sobre el vestido de ella, y después —cuando Joanne le acompañó fuera, a la galería— sobre un montón de nieve. La gama de colores era increíble.
Joanne le dio de beber café y él la llevó de vuelta a la residencia, donde tuvo que trepar por la gélida escalera de incendios y entrar por una ventana porque ya había pasado la hora de cierre.
Joanne estaba dolida. Para Darce ella no era más que una oreja enorme y aleteante. También estaba irritada. El vestido que había pedido prestado era de color celeste, y el Jesús Violeta no se iba solo con agua. Darce la llamó al día siguiente para disculparse —al menos en Saint Jude les enseñaban modales, de algún tipo— y Joanne le encasquetó la factura del tinte. A pesar de todo, la mancha no terminó de desaparecer del todo.
Mientras bailaban, antes de que Darce empezara a arrastrar las palabras y a soltarle el rollo, ella le preguntó:
—¿Has vuelto a saber de Ronette?
Joanne conservaba su costumbre narrativa, todavía quería conocer los finales de las historias. Pero él la miró, visiblemente confuso.
—¿De quién? —preguntó. No fue un desaire. En realidad no se acordaba. A Joanne ese vacío de memoria le pareció ofensivo. A ella también podía olvidársele un nombre, e incluso un rostro. ¿Pero un cuerpo? Un cuerpo que había estado tan cerca del tuyo, que había generado todos esos susurros, esos crujidos en la oscuridad, ese profundo dolor…, era una afrenta a los cuerpos, incluido el suyo.
Después de la entrevista con el señor B. y de la cabeza disecada del lucio, Donny baja a la pequeña playa donde los niños lavan su ropa. Sus compañeros de cabaña han salido a navegar, pero a él le han liberado de la rutina del campamento. Le han licenciado. Una deshonrosa licenciatura. Después de siete años cumpliendo órdenes aquí, por fin puede hacer lo que le venga en gana. No tiene la menor idea de lo que eso puede ser.
Se sienta sobre una prominente roca rosa, con los pies en la arena. Un lagarto cruza la roca junto a su mano, sin prisa. No le ha visto. Tiene el rabo azul y Donny sabe que si lo coge, se desprenderá. «Escíncidos», así es como se llaman. En otro momento de su vida le habría encantado tener esa información. Las olas lamen la orilla y se repliegan con un familiar latido. Cierra los ojos y oye solo una máquina. Tal vez esté muy enfadado, o triste. Apenas lo sabe.
Ronette aparece sin avisar. Debe de haber bajado por el sendero tras él, entre los árboles. Lleva todavía puesto el uniforme, aunque falta mucho para la cena. Apenas ha empezado a caer la tarde, la hora en que normalmente las camareras dejan la ensenada y suben a cambiarse.
Ronette se sienta a su lado y saca los cigarrillos de un bolsillo escondido debajo del delantal.
—¿Quieres un pitillo? —pregunta.
Donny coge uno y dice:
—Muchas gracias. —No «gracias», no con un silencio como los tipos de chaqueta de cuero de las películas, sino «muchas gracias», como un buen chico de Saint Jude, como un pelele. Deja que ella le dé fuego. ¿Qué otra cosa puede hacer? Ella tiene las cerillas. Aspira alegremente. No fuma mucho y le da miedo toser.
—Me he enterado de que te han echado —dice Ronette—. Qué duro.
—Da igual —dice Donny—. No me importa. —No puede decirle por qué, ni lo noble que ha sido. Espera no llorar.
—Me han dicho que has tirado los prismáticos de Monty —dice ella—. Al lago.
Donny tan solo puede asentir. La mira. Ella sonríe. Ve el descorazonador hueco que tiene a un lado de la boca: el diente que le falta. Ronette lo encuentra gracioso.
—Bueno, estoy de tu parte —dice—. Monty no es más que un niñato.
—No ha sido por él —salta Donny, abrumado por la necesidad de confesar o de que le tomen en serio—. Ha sido por Darce. —Se vuelve, y por primera vez la mira a los ojos. Los tiene muy verdes. Ahora le tiemblan las manos. Arroja el cigarrillo a la arena. Encontrarán la colilla mañana, cuando él ya no esté. Cuando ya no esté, y haya dejado tras de sí a Ronette, a merced de las palabras de los demás—. Ha sido por ti. Por lo que decían de ti. Por lo que dijo Darce.
Ronette ya no sonríe.
—¿Como qué? —pregunta.
—Da igual —dice Donny—. Mejor que no lo sepas.
—Lo sé de todas formas —dice Ronette—. Esa mierda. —Parece más resignada que enfadada. Se levanta y se lleva las manos a la espalda. Donny tarda un momento en darse cuenta de que se está desatando el delantal. Cuando se lo ha quitado, coge a Donny de la mano y tira de él con suavidad. Él se deja conducir por ella y rodean la colina de roca, fuera de la vista de todo salvo del agua. Ronette se sienta, se tumba y sonríe cogiendo y guiando sus manos. Su uniforme azul se desabrocha por delante. A Donny le cuesta creer que esto esté ocurriendo, que le ocurra a él, a plena luz del día. Es como si caminara en sueños, como correr demasiado rápido, como nada de lo que ha conocido hasta ahora.
—¿Te apetece otro café? —pregunta Joanne. Llama con un gesto de la cabeza a la camarera. Donny no la ha oído.
—Fue muy buena conmigo —dice—. Me refiero a Ronette. Cuando el señor B. me expulsó. En ese momento significó mucho para mí. —Se siente culpable, porque nunca le ha escrito. No sabía dónde vivía, aunque tampoco ha hecho nada por averiguarlo. Además, no podía dejar de pensar: «Tienen razón. Es una furcia». Una parte de él se había quedado profundamente conmocionada por lo que ella había hecho. No estaba preparado para eso.
Joanne le mira con la boca levemente abierta, como si Donny fuera un perro hablante, una piedra hablante. Él no deja de mesarse nerviosamente la barba, preguntándose si ha dicho alguna inconveniencia o si ha revelado algo que debería haber callado.
Joanne acaba simplemente de ver el final de la historia, o un final de una historia. O al menos una pieza que faltaba. Así que por eso Ronette no había dicho nada: era Donny. Lo protegió; o quizá se protegió. Un niño de catorce años. Absurdo disparate.
Absurdo entonces, posible ahora. Ahora puede hacerlo prácticamente todo, y nada provoca el escándalo. Solo un encogimiento de hombros. Todo es guay. Se ha trazado una línea y al otro lado está el pasado, más oscuro y más deslumbrantemente intenso que el presente.
Joanne mira al otro lado de la línea y ve a las nueve camareras con sus bañadores bajo la clara y abrasadora luz del sol, riéndose en la dársena, y a ella entre las demás; en los susurrantes y umbríos matorrales de la línea de la costa el sexo acecha peligrosamente. En aquel entonces era peligroso. Era pecado. Estaba prohibido. Era secreto, mancillador. «Enferma de deseo». Los puntos suspensivos lo habían expresado a la perfección, porque no había palabras de uso común que pudieran definirlo.
Por otro lado estaba el matrimonio, que se traducía en delantales a cuadros de esposa, parques infantiles y una almibarada seguridad.
Pero nada ha resultado ser así. El sexo ha quedado domesticado, desprovisto de su prometido misterio, agregado a la categoría de lo meramente esperado. Es simplemente lo que se hace, mundano como el hockey. Hoy en día es el celibato lo que arquearía cejas.
Y, a fin de cuentas, ¿qué ha sido de Ronette, olvidada en el pasado, salpicada por su claroscuro, manchada y aureolada por eso, confinada por los adjetivos de los demás? ¿Qué hace, ahora que nadie le sigue los pasos? Y, poniéndonos más prácticos: ¿tuvo a su bebé, o no? ¿Se lo quedó, o no? Donny, dulcemente sentado a la mesa delante de ella, es con toda probabilidad el padre de un niño de diez años y no tiene la menor sospecha.
¿Debería contárselo? El melodrama la tienta, la idea de una revelación, de una sensación, de un buen final.
Pero no sería un final, sería solo el principio de otra cosa. En cualquier caso, la propia historia parece haber quedado obsoleta. Es una historia arcaica, una fábula, un antiguo mosaico. Es una historia que ahora no ocurriría.
Así es como se viste los sábados para ir a Yorkville; para ir allí y pasar el rato con la multitud de gente que hace lo mismo. A veces se coloca con la hierba que circula tan libremente como en su día circulaban los cigarrillos. Cree que debería disfrutar de esta experiencia más de lo que en realidad lo hace.
Durante el resto de la semana, tiene un trabajo en el bufete de su padre. Allí lo de la barba prácticamente no le supone ningún problema, siempre que la compense con un traje (aunque hasta los mayores del bufete están empezando a dejarse crecer las patillas y a llevar camisas de colores, además de utilizar palabras como «creativo» más que nunca). Don no habla de su trabajo con la gente que conoce en Yorkville, como tampoco habla en el bufete de sus amigos de los viajes con ácido. Lleva una doble vida. Se siente en precario, pero valiente.
De pronto ve a Joanne en la acera de enfrente. Hace mucho que no ha vuelto a pensar en ella, pero no hay duda de que lo es. No lleva las camisetas teñidas en casa ni los vestidos de tirantes, el uniforme de las chicas de Yorkville, sino una minifalda blanca, fresca y formal, con la americana a juego. Balancea un maletín en la mano y camina con paso firme como si tuviera un propósito. Eso hace que destaque entre las demás: el ritmo que aquí se acepta es el del paseo tranquilo.
Donny se pregunta si debería cruzar corriendo la calle, interceptarla y revelar lo que según cree es su auténtica aunque secreta identidad. Ahora lo único que ve de ella es su espalda. Dentro de un minuto, habrá desaparecido.
—Joanne —la llama. Ella no le oye. Don sortea los coches, la alcanza y le toca el hombro—. Don Finley —dice. Es consciente de que está ahí de pie, sonriendo como un idiota. Afortunada y un poco decepcionantemente, ella le reconoce enseguida.
—¡Donny! —exclama—. ¡Santo cielo, cómo has crecido!
—Soy más alto que tú —responde él como un chaval, como un idiota.
—Ya lo eras entonces —dice ella con una sonrisa—. Me refiero a que te has hecho mayor.
—Tú también —dice Donny, y de repente los dos se ríen, casi como si tuvieran la misma edad. Se llevan tres, quizá cuatro años. En aquel entonces era un abismo. Ahora no es nada.
«Así que Donny ya no es Donny», piensa Joanne. Eso quiere decir que Ritchie es ahora Richard. En cuanto a Monty, se ha convertido en un par de iniciales, y en millonario. Es cierto que ha heredado parte de su fortuna, pero también lo es que ha sabido sacarle partido. De vez en cuando Joanne sigue en los periódicos de economía el estado de sus proezas. Y se casó con Hilary hace tres años. Quién lo habría dicho. Joanne también lo vio en el periódico.
Van a tomar un café y se sientan a una de las mesas nuevas y exteriores, bajo un gran loro de madera de vivos colores. Hay entre los dos cierta intimidad, como si fueran viejos amigos. Donny le pregunta a Joanne a qué se dedica.
—Vivo de mi ingenio —dice—. Trabajo por cuenta propia.
En este momento se dedica a la publicidad escrita. Su cara es más delgada y ha perdido la redondez adolescente; el pelo, antaño insulso, está ahora moldeado bajo un elegante gorro. Las piernas son bonitas. Hay que tener bonitas piernas para ponerse una minifalda. Muchas mujeres parecen rechonchas con ellas: un par de jamones envueltos en tela, con los muslos asomándoles desde el trasero como un par de barras de pan blanco. Las piernas de Joanne están bajo la mesa, aunque Donny se sorprende fijándose en ellas como nunca lo hizo cuando, en la ensenada de las camareras, quedaban claramente a la vista. No había reparado entonces en esas piernas, ni se había fijado en Joanne. Era Ronette la que había llamado su atención. Ahora es más experto en esas cosas.
—Os espiábamos —dice—. Os mirábamos mientras os bañabais desnudas. —De hecho, nunca llegaron a ver mucho. Las chicas se cubrían el cuerpo con la toalla hasta el último minuto, y de todos modos era casi de noche. Se veía un borrón blanco acompañado de gritos y chapoteos. Lo fantástico habría sido poder ver vello púbico. Algunos de los chavales afirmaban haberlo visto, pero Donny intuía que mentían. ¿O quizá era solo envidia?
—¿Ah, sí? —pregunta Joanne con aire ausente. Y luego—: Ya lo sé. Veíamos cómo se agitaban los matorrales. Nos parecía muy gracioso.
Donny siente que se ha sonrojado. Se alegra de llevar barba. La barba oculta cosas.
—De gracioso nada —dice—. De hecho, éramos muy viciosos. —Se acuerda de pronto de la palabra «cerdo»—. ¿Sigues viendo a las demás?
—Ya no —responde Joanne—. Coincidí con algunas de ellas en la universidad. Con Hilary y con Alex. A veces también con Pat.
—¿Y con Ronette? —dice, pues es lo único que en realidad quiere preguntar.
—He visto algunas veces a Darce —dice Joanne, como si no le hubiera oído.
«He visto algunas veces» es una exageración. Le ha visto una sola vez.
Fue en invierno, un mes de febrero. Darce la llamó por teléfono a la redacción de The Varsity: así fue como supo dónde encontrarla, viendo su nombre en el periódico del campus universitario. Joanne apenas se acordaba de él. Habían pasado tres años, estaba a años luz. El novio chef de cocina del ferrocarril había desaparecido hacía mucho, y ninguno tan inocente como él había ocupado su lugar. Joanne ya no llevaba zapatos blancos de cordones, ni cantaba canciones. Vestía jerséis de cuello vuelto, tomaba cerveza y mucho café, y escribía cínicos artículos de denuncia sobre asuntos como el estado de las instalaciones de la cafetería del campus. Sin embargo, había renunciado a la idea de morir joven. A esas alturas, le parecía un exceso de romanticismo.
Lo que quería Darce era salir con ella. Para ser más exactos, quería llevarla a una fiesta de su asociación estudiantil. Joanne se quedó tan sorprendida que le dijo que sí, aunque las asociaciones estudiantiles provocaban el rechazo político de sus actuales compañeros de viaje. Era algo que tendría que hacer a escondidas, y así lo hizo. No obstante, tuvo que pedirle prestado un vestido a su compañera de habitación. Se trataba de una fiesta semiformal, y Joanne no se había dignado a asistir a ninguna fiesta de ese tipo desde el instituto.
La última vez que había visto a Darce, él tenía el pelo descolorido por el sol y un oscuro y lustroso bronceado. Ahora, con la piel invernal, parecía desnutrido y macilento. Y ya no flirteaba con todas. Ni siquiera con Joanne. Se limitó a presentarle a unas cuantas parejas más, a bailar mecánicamente alrededor de ella en la pista y a emborracharse con una mezcla de zumo de uva y de alcohol puro a la que los hermanos de la fraternidad habían bautizado como Jesús Violeta. Le contó a Joanne que había estado prometido con Hilary durante más de seis meses, pero que ella acababa de dejarle. Ni siquiera le había dicho por qué. Dijo que la había invitado a salir porque era la clase de chica con la que se podía hablar, que sabía que ella le entendería. Luego vomitó un montón de Jesús Violeta, primero sobre el vestido de ella, y después —cuando Joanne le acompañó fuera, a la galería— sobre un montón de nieve. La gama de colores era increíble.
Joanne le dio de beber café y él la llevó de vuelta a la residencia, donde tuvo que trepar por la gélida escalera de incendios y entrar por una ventana porque ya había pasado la hora de cierre.
Joanne estaba dolida. Para Darce ella no era más que una oreja enorme y aleteante. También estaba irritada. El vestido que había pedido prestado era de color celeste, y el Jesús Violeta no se iba solo con agua. Darce la llamó al día siguiente para disculparse —al menos en Saint Jude les enseñaban modales, de algún tipo— y Joanne le encasquetó la factura del tinte. A pesar de todo, la mancha no terminó de desaparecer del todo.
Mientras bailaban, antes de que Darce empezara a arrastrar las palabras y a soltarle el rollo, ella le preguntó:
—¿Has vuelto a saber de Ronette?
Joanne conservaba su costumbre narrativa, todavía quería conocer los finales de las historias. Pero él la miró, visiblemente confuso.
—¿De quién? —preguntó. No fue un desaire. En realidad no se acordaba. A Joanne ese vacío de memoria le pareció ofensivo. A ella también podía olvidársele un nombre, e incluso un rostro. ¿Pero un cuerpo? Un cuerpo que había estado tan cerca del tuyo, que había generado todos esos susurros, esos crujidos en la oscuridad, ese profundo dolor…, era una afrenta a los cuerpos, incluido el suyo.
Después de la entrevista con el señor B. y de la cabeza disecada del lucio, Donny baja a la pequeña playa donde los niños lavan su ropa. Sus compañeros de cabaña han salido a navegar, pero a él le han liberado de la rutina del campamento. Le han licenciado. Una deshonrosa licenciatura. Después de siete años cumpliendo órdenes aquí, por fin puede hacer lo que le venga en gana. No tiene la menor idea de lo que eso puede ser.
Se sienta sobre una prominente roca rosa, con los pies en la arena. Un lagarto cruza la roca junto a su mano, sin prisa. No le ha visto. Tiene el rabo azul y Donny sabe que si lo coge, se desprenderá. «Escíncidos», así es como se llaman. En otro momento de su vida le habría encantado tener esa información. Las olas lamen la orilla y se repliegan con un familiar latido. Cierra los ojos y oye solo una máquina. Tal vez esté muy enfadado, o triste. Apenas lo sabe.
Ronette aparece sin avisar. Debe de haber bajado por el sendero tras él, entre los árboles. Lleva todavía puesto el uniforme, aunque falta mucho para la cena. Apenas ha empezado a caer la tarde, la hora en que normalmente las camareras dejan la ensenada y suben a cambiarse.
Ronette se sienta a su lado y saca los cigarrillos de un bolsillo escondido debajo del delantal.
—¿Quieres un pitillo? —pregunta.
Donny coge uno y dice:
—Muchas gracias. —No «gracias», no con un silencio como los tipos de chaqueta de cuero de las películas, sino «muchas gracias», como un buen chico de Saint Jude, como un pelele. Deja que ella le dé fuego. ¿Qué otra cosa puede hacer? Ella tiene las cerillas. Aspira alegremente. No fuma mucho y le da miedo toser.
—Me he enterado de que te han echado —dice Ronette—. Qué duro.
—Da igual —dice Donny—. No me importa. —No puede decirle por qué, ni lo noble que ha sido. Espera no llorar.
—Me han dicho que has tirado los prismáticos de Monty —dice ella—. Al lago.
Donny tan solo puede asentir. La mira. Ella sonríe. Ve el descorazonador hueco que tiene a un lado de la boca: el diente que le falta. Ronette lo encuentra gracioso.
—Bueno, estoy de tu parte —dice—. Monty no es más que un niñato.
—No ha sido por él —salta Donny, abrumado por la necesidad de confesar o de que le tomen en serio—. Ha sido por Darce. —Se vuelve, y por primera vez la mira a los ojos. Los tiene muy verdes. Ahora le tiemblan las manos. Arroja el cigarrillo a la arena. Encontrarán la colilla mañana, cuando él ya no esté. Cuando ya no esté, y haya dejado tras de sí a Ronette, a merced de las palabras de los demás—. Ha sido por ti. Por lo que decían de ti. Por lo que dijo Darce.
Ronette ya no sonríe.
—¿Como qué? —pregunta.
—Da igual —dice Donny—. Mejor que no lo sepas.
—Lo sé de todas formas —dice Ronette—. Esa mierda. —Parece más resignada que enfadada. Se levanta y se lleva las manos a la espalda. Donny tarda un momento en darse cuenta de que se está desatando el delantal. Cuando se lo ha quitado, coge a Donny de la mano y tira de él con suavidad. Él se deja conducir por ella y rodean la colina de roca, fuera de la vista de todo salvo del agua. Ronette se sienta, se tumba y sonríe cogiendo y guiando sus manos. Su uniforme azul se desabrocha por delante. A Donny le cuesta creer que esto esté ocurriendo, que le ocurra a él, a plena luz del día. Es como si caminara en sueños, como correr demasiado rápido, como nada de lo que ha conocido hasta ahora.
—¿Te apetece otro café? —pregunta Joanne. Llama con un gesto de la cabeza a la camarera. Donny no la ha oído.
—Fue muy buena conmigo —dice—. Me refiero a Ronette. Cuando el señor B. me expulsó. En ese momento significó mucho para mí. —Se siente culpable, porque nunca le ha escrito. No sabía dónde vivía, aunque tampoco ha hecho nada por averiguarlo. Además, no podía dejar de pensar: «Tienen razón. Es una furcia». Una parte de él se había quedado profundamente conmocionada por lo que ella había hecho. No estaba preparado para eso.
Joanne le mira con la boca levemente abierta, como si Donny fuera un perro hablante, una piedra hablante. Él no deja de mesarse nerviosamente la barba, preguntándose si ha dicho alguna inconveniencia o si ha revelado algo que debería haber callado.
Joanne acaba simplemente de ver el final de la historia, o un final de una historia. O al menos una pieza que faltaba. Así que por eso Ronette no había dicho nada: era Donny. Lo protegió; o quizá se protegió. Un niño de catorce años. Absurdo disparate.
Absurdo entonces, posible ahora. Ahora puede hacerlo prácticamente todo, y nada provoca el escándalo. Solo un encogimiento de hombros. Todo es guay. Se ha trazado una línea y al otro lado está el pasado, más oscuro y más deslumbrantemente intenso que el presente.
Joanne mira al otro lado de la línea y ve a las nueve camareras con sus bañadores bajo la clara y abrasadora luz del sol, riéndose en la dársena, y a ella entre las demás; en los susurrantes y umbríos matorrales de la línea de la costa el sexo acecha peligrosamente. En aquel entonces era peligroso. Era pecado. Estaba prohibido. Era secreto, mancillador. «Enferma de deseo». Los puntos suspensivos lo habían expresado a la perfección, porque no había palabras de uso común que pudieran definirlo.
Por otro lado estaba el matrimonio, que se traducía en delantales a cuadros de esposa, parques infantiles y una almibarada seguridad.
Pero nada ha resultado ser así. El sexo ha quedado domesticado, desprovisto de su prometido misterio, agregado a la categoría de lo meramente esperado. Es simplemente lo que se hace, mundano como el hockey. Hoy en día es el celibato lo que arquearía cejas.
Y, a fin de cuentas, ¿qué ha sido de Ronette, olvidada en el pasado, salpicada por su claroscuro, manchada y aureolada por eso, confinada por los adjetivos de los demás? ¿Qué hace, ahora que nadie le sigue los pasos? Y, poniéndonos más prácticos: ¿tuvo a su bebé, o no? ¿Se lo quedó, o no? Donny, dulcemente sentado a la mesa delante de ella, es con toda probabilidad el padre de un niño de diez años y no tiene la menor sospecha.
¿Debería contárselo? El melodrama la tienta, la idea de una revelación, de una sensación, de un buen final.
Pero no sería un final, sería solo el principio de otra cosa. En cualquier caso, la propia historia parece haber quedado obsoleta. Es una historia arcaica, una fábula, un antiguo mosaico. Es una historia que ahora no ocurriría.
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