Bartleby, el escribiente, no ha dejado de estar de moda desde 1853, lo cual es un logro para alguien tan poco activo. ¡Oh, la humanidad!
'Bartleby, el escribiente' es un misterio sin resolución posible y el relato más transparente jamás escrito. Es todo y es nada. Serializado en la revista Putnam's hacia finales de 1853, republicado tres años después (en una versión editada y corregida) como parte de la antología 'The Piazza Tales', el cuento es indisoluble del estado mental y profesional por el que atravesaba su autor, Herman Melville, tras el fracaso comercial de su colosal opus sobre una ballena blanca y las dificultades que se plantean a la hora de cazarla. Tampoco es que a su posterior novela, un perverso y medularmente gótico poema-en-prosa sobre el incesto como tragedia sublime, le fuera mucho mejor. Puede que todas esas blasfemias tuvieran algo que ver con sus espantosas ventas, sus atroces críticas y titulares como "HERMAN MELVILLE, LOCO". No hace falta haber sido el genio que escribió, pongamos por caso, 'Moby Dick' para pillarlo: el establishment literario de la época no tenía demasiado espacio para un escritor como él.
Ni siquiera en una esquina. Una en la que no molestase demasiado, como un humilde escribiente recién contratado en el bufete de un prestigioso abogado de Wall Street.
Sin dinero, sin demasiados aliados fieles en su cada vez más minúsculo círculo social, Melville se puso a escribir su cuento en dos partes, cuya interpretación más inmediata sería, comprensiblemente, la que lo compara con un escupitajo lanzado contra la sociedad norteamericana de mediados del siglo XIX. O, en palabras de Mordecai Marcus, contra "la esterilidad, la impersonalidad y los ajustes mecánicos del mundo" en los que sus dos protagonistas, un narrador sin nombre y el propio Bartleby, parecen coexistir. Otro distinguido especialista en Melvilliana, Christopher Sten, sugiere que su inspiración podría residir en los ensayos filosóficos de Ralph Waldo Emerson, concretamente en 'The Trascendalist'. La oposición entre el mundo material y el mundo de las ideas, de la que se decantaría una defensa de la soledad como estado superior de conciencia y llave para alcanzar una mayor comunión con la naturaleza, podría estar en la placenta de 'Bartleby, el escribiente'.
Por supuesto, también hay quien lo interpreta como una simple y ligera comedia de oficina, o quizá como el relato de fantasmas más esquinado jamás escrito —la influencia de Dickens, en especial de 'Casa Desolada', en Melville ha sido objeto de multitud de estudios académicos—. Es una ácida parodia de los avances en materia de política laboral que se sucedieron en Nueva York circa 1850, una reflexión sobre las consecuencias del aislamiento deshumanizador al que nos aboca el trabajo moderno, una inmersión directa en la enfermedad mental, un romance homosexual no sublimado, un código sólo descifrable por iniciados en masonería, un precursor del absurdismo kafkiano, el primer texto existencialista (el propio Albert Camus así lo consideraba) y un furioso Ya Basta contra el determinismo inherente a la modernidad. Cada lector puede escoger la lectura que más le interese, aunque entendemos que prefiera no hacerlo para, así, quedarse con todas. Y con ninguna, por supuesto: ¿qué gracia hay en pretender haber resuelto un enigma literario que lleva 165 años fascinando a la humanidad (¡oh, la humanidad!)?
El argumento, por si necesitas que te refresquemos la memoria, es muy sencillo: prestigioso y anciano abogado neoyorquino contrata a un nuevo empleado para su oficina. El tal Bartleby parece mucho más eficiente que los cuatro tipos (de quienes sólo se nos revelan sus apodos) a los que el narrador está acostumbrado, hasta que un día le pide asistencia en una tarea concreta y el nuevo responde tres palabras en castellano, cinco en inglés. "Preferiría no hacerlo". "I would prefer not to". Durante un tiempo, Bartleby sigue realizando el resto de sus funciones cotidianas con total precisión, pero muy pronto deja de hacer absolutamente nada. Sólo se queda quieto día y noche en su rincón de la oficina, que se niega a abandonar incluso cuando es despedido. El abogado decide trasladar todo su negocio a otro lugar, pero los nuevos inquilinos acuden a él para quejarse de Bartleby. Sólo se limita a estar ahí, prefiriendo no hacer nada. Cuando finalmente es detenido y encarcelado por la policía, el abogado decide ir a visitarlo. Incluso soborna a un guardia para asegurarse de que Bartleby es alimentado como es debido. Pero él prefiere no hacerlo. Así que acaba muriendo de inanición.
En el epílogo de su relato, Melville nos ofrece la única clave biográfica que jamás tendremos sobre este personaje : un tiempo después de su muerte, el narrador escucha el rumor de que, antes de mudarse a la Gran Manzana, Bartleby trabajaba en una oficina postal de Washington D.C., donde se encargaba de las cartas no reclamadas. Si esta anterior ocupación fue lo que motivó un descenso en la inacción durante su temporada en Wall Street es algo que tanto el abogado como nosotros tendremos que decidir por nuestra cuenta.
Una persona radicalmente literal podría enfrentarse a 'Bartleby, el escribiente' y extraer, sin más, un diáfano retrato de la depresión clínica. Desde luego, el personaje del título muestra todos los síntomas, desde la ausencia de motivación hasta, finalmente, la pérdida del deseo de vivir. Existen incluso paralelismos con la propia biografía del escritor, quien se pasó buena parte de la primavera de 1851 evitando trabajar en 'Moby Dick' (es decir, prefiriendo no hacerlo) debido a alguna clase de bloqueo creativo. Sin embargo, la riqueza analítica de Melville es tan inmensa, incluso en las distancias cortas, que no podemos quedarnos con la superficie. Decidir eso sería, también, renunciar a los explícitos paralelismos que se establecen entre empleador y empleado, casi como si ambos fueran reflejos especulares. O, quizá, dobles psicológicos.
En cierto sentido, Bartleby podría ser una manifestación extrema del desencanto que el propio narrador experimenta con respecto al mundo moderno, la materialización de sus deseos más secretos. El hecho de que lo relegue a una esquina del espacio de trabajo lo empareja con el inconsciente reprimido, lo que explicaría por qué prefiere mudar todo su negocio antes de provocar una confrontación con él, cuando es objetivamente el único elemento desestabilizador de la oficina. De hecho, el abogado sólo llega a algo parecido a una historia de orígenes para Bartleby una vez lo ha dejado morir, quizá como manera de explicarse a sí mismo este episodio de irracionalidad pasajera. Sólo al matarlo y ligarlo psicológicamente al correo no reclamado (o a las "cartas muertas", como también se lo conoce), el narrador puede ya dejar marchar esa parte oscura e inconfesable de su psique.
Sea real o imaginado, parece más o menos evidente que un Melville escribiendo desde el filo tendría que considerar, necesariamente, a Bartleby como el último hombre libre. El copista nunca hace explícitas las razones que lo llevan a optar por el inmovilismo, pero tenemos la sensación de que es su manera de esquivar un destino determinista, arbitrario y designado desde el exterior. Primero te piden que examines un documento en el despacho de tu jefe, pero... ¿qué viene después? ¿Qué será lo siguiente que La Estructura te pida que hagas? ¿Cuáles podrán ser las próximas tareas indignas y medularmente inhumanas, las próximas humillaciones que tengan preparadas para aplastar tu espíritu y aniquilar tus sueños? No. Nonononono. Hasta aquí. Esto acaba ahora. Expresa tu preferencia por la otra opción, la de cruzarte de brazos, mirar la pared y, simplemente, pasar de ser a estar, quizá la forma más pura de ejercitar tu derecho (porque es un jodido derecho) al libre albedrío.
La pasividad de Bartleby no tiene espacio en el sistema legal y económico de la Norteamérica de su época, mucho menos en Wall Street, del mismo modo que Melville no tenía espacio en la intelectualidad literaria o las listas de los más vendidos. Son una aberración, un glitch en el sistema. Lo que los convierte a ambos, naturalmente, en antisistema. Durante los tiempos de Occupy Wall Street, el filósofo esloveno Slavoj Žižek propuso "Preferiría no hacerlo" como lema oficial del movimiento : estos indignados, como Bartleby antes que ellos, habían optado por convertirse en palos en la rueda del capitalismo, por la protesta, por la inacción como motor revolucionario, sólo que también habían decidido llevarle a Emerson la contraria en lo fundamental: no estaban reclamando su derecho a la soledad, sino que estaban unidos en una misma comunidad. Un único Bartleby muere de inanición en cualquier celda del Lower Manhattan, pero un grupo altamente organizado de Bartlebies pensó, durante un breve instante, que podría asaltar los cielos.
Al final, supimos que Wall Street siempre acaba encontrando una manera de arrastrar hacia los márgenes a sus escribientes más díscolos, luego puede que Emerson y Melville tuvieran razón. La única posibilidad de victoria es personal, solitaria, privada y absolutamente incomprensible desde el exterior, hasta el punto de que se podría interpretar como una derrota. Sin embargo, el auténtico fracaso es el de todos aquellos que, pudiendo seguir las enseñanzas del último hombre libre, preferimos seguir corriendo en la rueda. Preferimos hacerlo.
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