lunes, 26 de mayo de 2014

60 años de "Los pasos perdidos"

"Ardiente paciencia" de Antonio Skarmeta

lunes, 19 de mayo de 2014

El sastrecillo valiente de Wilhelm y Jacob Grimm

El Sastrecillo Valiente

No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba:
—¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:
—¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:
—Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.
La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
—¡Vaya! —exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!
Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. «Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»
Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.
—¡Eh, quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
«¡De lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia. «La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
«¡Qué digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!»
Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.
Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.
El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:
—¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
El gigante lo miró con desprecio y dijo:
—¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!
—¿Ah, sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!
El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.
—¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!
—¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!
Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.
—¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.
—Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
—Un buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás —y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.
—¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
—Tirar, sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.
—Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .
En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.
El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
—¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
—¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:
—¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
—No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:
—Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller.»
El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.
El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
—¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.
Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
—Justamente he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.
Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.
—¿En qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.
—No estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.
El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución.
Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.
«¡No está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que contestó:
—Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
—Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
 Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:
—¿Por qué me pegas?
—Estás soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.
Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
—¿Qué significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras?
—Yo no te he tirado nada —gruñó el primero.
Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante.
—¡Esto ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito.
«Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos.»
Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:

—Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!
—¿Y no estás herido? —preguntaron los jinetes.
—No piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado.
Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.
El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
—Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.
—Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.
No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.
—Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito.
Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
«¡Ya cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.
—¡No faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños!
Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.
Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.
 El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al trono».
 Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.

sábado, 17 de mayo de 2014

"El largo viaje" de Leonardo Sciascia

El largo viaje

Parecía una noche hecha adrede. Bastaba moverse un poco para sentir la densa oscuridad casi cuajada. Inspiraba miedo el rumor del mar, la respiración de esa fiera que es el mundo, una respiración que se apagaba a sus pies.

Estaban con sus maletas de cartón y sus bultos en un trecho de playa pedregosa, entre Gela y Licata. Habían salido de sus pueblos al amanecer, pueblos de tierra adentro, agrumados en la región del feudo. Y llegaron al mar al oscurecer. Uno de ellos veía el mar por vez primera y lo aterrorizaba la idea de tener que cruzarlo desde esa desierta playa de Sicilia, de noche, hasta llegar a otra solitaria playa de América, también de noche. Porque así lo estipulaba el trato.

—Yo los embarco de noche –les había dicho aquel hombre, una especie de agente viajero muy labioso, pero de cara seria y honesta–, y de noche los desembarco en una playa de Nueva Jersey, a unos cuantos pasos de Nueva York… Y quien tenga parientes en los Estados Unidos, escríbales, para que lo esperen en la estación de Trenton, doce días después del embarco. Hagan sus cuentas… Y consideren que no puedo asegurarles el preciso día de la llegada… Pongamos que podemos encontrar marejadas, pongamos que estén vigilando la costa… Un día de más, un día de menos, no importa. Lo importante es desembarcar en los Estados Unidos.

Tenía razón; lo importante era desembarcar en Estados Unidos. El cómo y cuándo no tenían mucha importancia. Si las cartas les llegaban a sus parientes –con aquellos domicilios confusos y garabateados que apenas lograban escribir en los sobres–, también ellos podían llegar. “Quien boca tiene, a Roma va”, decía el proverbio. Atravesarían el mar, ese mar enorme y oscuro; llegarían a las stores y a las farmas de los Estados Unidos; serían recibidos con cariño por sus hermanos, tíos, sobrinos y primos; a las tibias, ricas y espaciosas casas; a los grandes automóviles, grandes como casas.

Por doscientas cincuenta mil liras: la mitad, al partir; la otra, al llegar. Ya tenían el dinero. Lo llevaban guardado entre la piel y la camisa, como un escapulario. Habían vendido todo lo que tenían, para reunirlo: el terrenito, la casa, la muía, el burro, las provisiones para todo el año, el bargueño, los cobertores. Los más listos recurrieron a los usureros, con la secreta intención de no pagarles al fin, al menos una vez, después de tantos años de sufrir sus vejaciones. Y estaban felices tan sólo de pensar la cara que pondrían al conocer la noticia. “¡Ven a buscarme a los Estados Unidos, sanguijuela! ¡Tal vez te devuelva el dinero, pero sin réditos, en caso de que me encuentres!” El sueño americano rebosaba de dólares. Ya no más dinero guardado en un viejo portamonedas, o escondido entre la piel y la camisa, sino echárselo con displicencia en los bolsillos de los pantalones; sacarlo en manojos, como los parientes, los mismos que se habían marchado muertos de hambre, flacos, quemados por el sol; los mismos que volvían después de veinte, treinta años, pero sólo de vacaciones, con la cara llena y sonrosada, que contrastaba con los cabellos blancos.

Ya eran las once. Uno de ellos encendió una linternita eléctrica: la señal de que podían ir a recogerlos, para embarcarlos.

Al apagarla, la oscuridad parecía más densa y amedrentadora. Pero minutos después, entre la respiración obsesiva del mar, se oyó una más humana, un doméstico sonido de agua, como si llenaran y vaciaran unos baldes, con ritmo. Luego oyeron un rumor, un cuchicheo. Antes de que el bote tocara tierra, se encontraron de pronto frente al señor Melfa, que era el nombre con que conocían al empresario de su aventura.

—¿Están todos? -preguntó el señor Melfa.
Encendió una linterna, los contó. Faltaban dos. Y agregó:
—Tal vez se arrepintieron... Tal vez no tarden... Peor para ellos, en todo caso. ¿Quieren que los esperemos, a pesar del riesgo?

Todos dijeron que no tenía caso esperarlos.

—Si alguno de ustedes no tiene listo el dinero en efectivo, será mejor que se meta el camino entre las piernas y se largue a su casa –advirtió el señor Melfa. Si alguno de ustedes piensa que puede sorprenderme estando a bordo, está sumamente equivocado, pues puedo regresarlos a tierra, a todos, como que Dios existe. Y no es justo que por uno paguen todos. A quien quiera hacerme una trastada puedo castigarlo con mi propia mano y con la de los compañeros; podemos darle una paliza que nunca olvide, si bien le va…

Todos juraron que tenían el dinero en efectivo, hasta el último centavo.

—¡Suban al bote! –ordenó el señor Melfa.

En un abrir y cerrar de ojos, cada uno de los viajeros se transformó en una masa informe, un racimo de equipaje.

—¡Pero por amor de Dios! Traen encima toda la casa –y empezó a insultarlos; terminó de hacerlo cuando todo estuvo a bordo del bote, hombres y equipaje amontonados, con riesgo de que un hombre o un bulto cayera por la borda.

Para el señor Melfa no había otra diferencia entre un hombre y un bulto que las doscientas cincuenta mil liras que cada hombre llevaba consigo entre la piel y la camisa. Él los conocía, él los conocía muy bien: estos peones ladinos, estos miserables.

El viaje duró un poco menos de lo previsto: once noches, incluyendo la de la partida. Y contaban las noches y no los días, pues las noches eran de una atroz promiscuidad, sofocantes. Sentían que se ahogaban con el olor de la nafta, del pescado y del vómito, como si estuvieran dentro de un negro y caliente alquitrán. Al amanecer subían a cubierta, chorreantes de sudor, extenuados, a nutrirse de luz y viento. Ellos creían que el mar era una llanura verdeante de mieses agitada por los vientos, pero ahora el verdadero mar los espantaba, les estrujaba las vísceras, y en sus ojos hormigueaba dolorosamente la luz tan pronto como se atrevían a mirarlo.

A la undécima noche el señor Melfa les ordenó que subieran a cubierta. Creyeron ver densas constelaciones que hubieran descendido al mar, como rebaños; pero eran los pueblos, los pueblos de la rica América que brillaban, como joyas en la noche. Y la noche era encantadora, serena y dulce; la luna en creciente pasaba detrás de una translúcida fauna de nubes, una brisa ligera aliviaba los pulmones.

—¡Ahí está América! -les dijo el señor Melfa.
—¿No hay peligro de que sea otro lugar? –preguntó uno de ellos, quien durante todo el viaje había estado pensando que en el mar no hay caminos ni atajos, y que sólo Dios podía encontrar en él la exacta ruta, sin errar, conduciendo un barco entre el agua y el cielo.

El señor Melfa lo vio compasivamente, luego les preguntó:

—¿Cuándo han visto en Sicilia un horizonte como ése? ¿No sienten que hasta el aire es distinto? ¿Ven cómo resplandecen esos pueblos?

Todos estuvieron de acuerdo con él. Miraron con pie­dad y resentimiento al compañero que hacía la pregunta tan estúpida…

—Ahora liquídenme el resto.

Hurgaron debajo de sus camisas y le dieron lo que faltaba.

—Preparen todas sus cosas –dijo el señor Melfa, después de guardar el dinero en una caja.

En ello emplearon pocos minutos, pues casi habían consumido todas las provisiones para el viaje –que ellos debieron llevar, según el trato–; no les quedaba sino un poco de blanquería y los regalos para los parientes que vivían en los Estados Unidos: algunos quesos de oveja, botellas de vino añejo, bordados para mesas de centro o respaldos de sofá. Bajaron al bote ligeros, riendo y tarareando; uno de ellos se puso a cantar a grito abierto tan pronto empezó a moverse el bote.

—¿Pero es que no entienden? –se enojó el señor Melfa. ¿O me quieren meter en problemas? Apenas los deje en tierra pueden ir al encuentro del primer policía con que se topen, para que los deporte inmediatamente; a mí no me importa, cada quien es libre de morir como se le antoje… Yo ya cumplí con mi parte, están en América, sólo me falta aventarlos a la playa… ¡Pero denme tiempo de regresar a bordo, por el amor de Dios…!

Le dieron más tiempo del necesario para regresar a bordo. Se quedaron sentados en la arena fresca, indecisos, sin saber qué hacer, bendiciendo e injuriando a la noche que los protegería mientras siguieran sentados en la arena de la playa, pero que podía tenderles una emboscada si intentaban alejarse.

“Sepárense”, les había recomendado el señor Melfa; pero nadie se atrevía a separarse de los compañeros. Y nadie sabía qué tan lejos estaba Trenton, nadie sabía en cuánto tiempo podrían llegar.

Oyeron un canto lejano, irreal. “Se parece al canto de nuestros carreteros”, pensaron, “el mundo es igual en todas partes; en todas partes el hombre expresa cantando la misma melancolía”. Pero estaban en América, y las ciudades que resplandecían detrás del horizonte eran las ciudades de América.

Dos de ellos se decidieron a explorar el terreno. Caminaron en dirección de la luz que el pueblo más cercano reflejaba en el cielo. Pronto encontraron una carretera: “asfaltada, bien cuidada; mejor que las nuestras”, pensaron. Pero la verdad es que la esperaban más ancha, más derecha. Se mantuvieron fuera de ella para evitarse problemas; caminaban a la vera, entre los árboles.

Pasó un automóvil. “Parece una seiscientos”, pensaron. Y luego otro. “Parece una milcién. Aquí usan coches italianos por puro capricho; se los dan a sus muchachos como nosotros les damos bicicletas.” Poco después pasaron dos motocicletas ensordecedoras, una detrás de la otra. Era la policía, sin lugar a dudas. Menos mal que caminaban fuera de la carretera.

Finalmente vieron dos flechas signaléticas. Miraron hacia atrás, hacia delante, cruzaron el camino, se acercaron a las flechas y leyeron: Santa Croce Camarina-Scoglitti.

—Santa Croce Camarina… Scoglitti… Me parecen nombres conocidos…

—Puede ser que por aquí haya vivido alguno de nuestros parientes, quizá mi tío, antes de irse a Filadelfia… Porque recuerdo que estuvo en otra ciudad antes de irse a Filadelfia…

—También mi hermano estuvo en otra ciudad antes de irse a vivir a Bruclin…  Pero no me acuerdo cómo se llama… Además, nosotros leemos Santa Croce Camarina, leemos Scoglitti, pero no sabemos cómo lo leen aquí; el americano no se pronuncia como se escribe.

—Es cierto. Lo bueno del italiano está en que siempre se pronuncia tal como se escribe… Pero no vamos a pasar aquí toda la noche; es necesario tener un poco de valor. Voy a detener al primer coche que pase y sólo les diré: “¿Trenton?” Aquí la gente es muy educada... Aunque no entendamos lo que nos digan, alguien hará un gesto, y así sabremos dónde queda la maldita Trenton.

De la curva cercana, a unos veinte metros, apareció una quinientos. El automovilista vio unos brazos levantados, pidiéndole que se detuviera. Enfrenó violentamente el vehículo, insultándolos. No pensó que se tratara de un asalto, ya que esa zona era muy pacífica; únicamente creyó que esos hombres le iban a pedir que les diera un “aventón”.

—¿Trenton? –preguntó uno de ellos.

—¿Qué? –preguntó, a su vez, el automovilista.

—¿Trenton?

—¿Qué? ¡Ustedes andan borrachos! –respondió airadamente el automovilista.

—¡Habla italiano! –dijeron ellos al unísono, consultándose con la mirada, pensando si sería conveniente revelarle a un compatriota la situación.

El automovilista cerró la portezuela y puso en marcha el motor. Y habiendo ya arrancado, aprovechando la distancia ganada, los insultó:

—¡Borrachos, borrachos y carnudos…! ¡Hijos de su…!

El resto de los insultos se perdió en la carretera. El silencio los rodeó.

Los dos se quedaron al borde de la carretera, como, estatuas.

Uno de ellos, al que no le parecía desconocido el nombre de Santa Croce Camarina, dijo después de unos momentos:

—Ahora recuerdo que mi padre vino una vez a Santa Croce Camarina, a trabajar en la siega… Una vez que en el pueblo nos fue mal con la cosecha…

Se dejaron caer a orillas de la cuneta, como cosas aplastadas, conscientes de que no había prisa alguna en decirle a los compañeros que los habían desembarcado en Sicilia.

http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php?option=com_content&task=blogsection&id=8&Itemid=41

miércoles, 14 de mayo de 2014

Historias de mi Comuna: Arroyo Maldonado

Historias de mi Comuna: Arroyo Maldonad
¿Sabías que el arroyo Maldonado tiene nombre de mujer?
Este arroyo de 21,30 Km. nace en la intersección de las calles Mármol y Coronel Lynch, al oeste de la ciudad de San Justo, en el partido de La Matanza, provincia de Buenos Aires. Corre intubado mayormente, bajo la Av. Juan B. Justo y atraviesa las comunas 6, 9, 10, 11, 14 y 15 ¡recorriendo un total de 10 barrios!
Era el límite entre la provincia y la capital. Arrabal de malevos y pobreza. Alguna vez fue un arroyito sin pretensiones, de aguas claras, hasta que el crecimiento demográfico lo fue enturbiando. Aguas pestilentes y ratas del tamaño de gatos. Guarida de malandras e inmorales. El arroyo en sus crecidas arrastraba consigo las miserables casillas de los ribereños y envenenaba el aire de la ciudad con los hedores del agua.
A lo largo de la historia de este tortuoso romance entre el arroyo y la ciudad, se propusieron diferentes soluciones para que el Maldonado no siga desbordando sobre la ciudad, cuando la verdad es que Buenos Aires estaba desbordando sobre el arroyo Maldonado…
Un canal navegable, un lago, entubarlo… Ganó la última opción y se le puso un techo de asfalto con nombre de presidente al arroyo. Una obra atrevida: querer dominar un curso de agua no es cosa fácil. Las obras se hicieron en tiempo record y el arroyo desapareció junto con los límites entre el partido de Belgrano y la ciudad.
En 2012 se inauguraron obras titánicas en el entubamiento del arroyo que multiplicaron la capacidad de drenado del agua de lluvia y del Maldonado.
De las noticias más antiguas que hay sobre este arroyo temperamental, surge la leyenda de La Maldonado…
Cuando en 1.536, don Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires, los españoles tuvieron que rodear la ciudad con un cerco para protegerla de los ataques de los indios. Con la amenaza de terribles castigos, las autoridades prohibieron a los habitantes salir del cerco. Como la primera expedición no tuvo la previsión de traer granos ni animales de crianza, cundió la hambruna. Una mujer española, llamada Maldonado, quiso escapar a la suerte de los que morían de hambre en el campamento y un día cruzó el cerco y escapó de la ciudad. Se refugió en una cueva junto a un arroyo. Y allí, cansada y hambrienta, se desmayó.
De la oscuridad surgió una feroz hembra de puma, que dejó caer junto a la mujer un pedazo de carne que le había sobrado. Cuando la Maldonado despertó, comió de esa carne. Al rato sintió un rugido desgarrador que la sobresaltó. Se asomó de la cueva y vio a la puma, que estaba echada a punto de dar a luz. Como el parto parecía difícil, la Maldonado ayudó a la dolorida madre. Los rugidos del animal se convirtieron en mansos rezongos, y terminó lamiendo cariñosamente a sus dos flamantes cachorros. La mujer permaneció quieta, mirando esa escena conmovedora. Poco después, los indios que merodeaban cerca del arroyo se sorprendieron al ver a la mujer, la puma y sus crías, paseando juntas y de inmediato sintieron un gran respeto por esa mujer que no le temía a las fieras.
Un día en que la Maldonado caminaba sola, fue capturada por varios soldados españoles que se aventuraron en busca de alimentos. En la ciudad la enjuiciaron por haber traspasado el cerco de protección, y la condena que le impusieron fue terrible: la ataron a un tronco al costado del arroyo para que se la comieran las fieras. Allí permaneció la Maldonado todo el día hasta la llegada de la noche. El rugido de un animal salvaje pareció anunciarle su terrible final. Luego vio la sombra de dos fieras trabándose en lucha, y poco después, una de ellas, la que había salido victoriosa, se le acercó con sus brillantes ojos de fuego. La mujer, que esperaba la muerte, sintió de pronto la caricia de una lengua áspera lamiéndole los pies.
Al cabo de tres días, los españoles volvieron al arroyo. Encontraron a la mujer custodiada por una puma, que los atacó en cuanto se acercaron. Tuvieron que hacer disparos al aire para ahuyentar al animal. La condena no se cumplió. Si las fieras no habían podido, ningún hombre lo intentaría. Desataron a la Maldonado y la perdonaron.
Al arroyo se lo conocía como “El Arroyo de la Maldonado” y luego, como lo conocemos hoy.
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miércoles, 7 de mayo de 2014

"Jamás podré alcanzarte" de Veronica Sukaczer

martes, 28 de julio de 2009


Jamas Podre Alcanzarte



''Osiris se desconectó del sistema''...


De pronto me encontré tecleando sola sobre una pantalla que no respondía a mis preguntas.¨Osiris se desconectó del sistema¨... no es una forma amable de despedirse. Más bien daban ganas de tirarle a Osiris la computadora por la cabeza.Aunque a lo mejor acababa de conocer otra de sus facetas. Después de todo, ¿se puede conocer a fondo a un chico que no tiene rostro, ni voz, ni mirada?.

Osiris es un alfabeto en mi pantalla. Sé de él que teclea bastante rápido, que no tiene faltas de ortografía y que cuando ríe hace jeje en vez de jaja.No sé siquiera su nombre verdadero y, la verdad, no me importa. No tenemos tiempo para perder hablando de este mundo real que no nos convence a ninguno de los dos.No fue muy difícil encontrarnos. Que en un mismo BBS hubiera una Osiris y una Isis, ya hablaba de predestinación. Y fue en una teleconferencia donde el me hechizó.¨Si me hubieras dicho en Egipto que íbamos a conversar por medio de estas máquinas malditas, ''Te hubiera encerrado para siempre en alguna pirámide¨-escribió. Entonces fui su reina.

Desde aquel día la cuenta de teléfono subió una barbaridad. Mamá y Papá intentaron convencerme de que está bien conectarse por módem a un BBS y hacer nuevos amigos, pero que la empresa telefónica todavía no tiene piedad por las nuevas tecnologías.Les pregunté que preferían: que desapareciera de casa todas las noches como tantos jóvenes que se juntan vaya a saber uno con quien para hacer cosas imposibles de contar, o que me quedara tranquila en casa tecleando en mi PC. Mis viejos, modernos después de todo, dejaron de molestrame y pagaron la cuenta de teléfono sin chistar.

Pasaron los meses. Osiris y yo juramos que nunca intentaríamos conocernos en la vida real.¨se perdería la magia. ¿Que pasa si soy un monstruo?¨ - escribía Osiris.
¨Se supone que fui tu esposa hace tiempo, ¿acaso hay algo de vos que no conozca?¨
¨Sí. Nunca te lo conté, pero me embalsamaron, me disfrazaron de momia y después me morfaron las polillas. No quiero que me veas en este estado¨-

Tenía razón. Si nos veíamos, ya nunca podríamos conversar de esa manera. Con esa magia...

El día después del ¨Osiris se desconectó del sistema¨ llamé al BBS a la hora de siempre, esperando encontrar una disculpa de Osiris por irse sin saludar. Pero nada.Me quedé dos horas mirando la pantalla vacía.Lo mismo sucedió los días siguientes.A la semana llamé al sysop (persona encargada del BBS) y le pregunté si sabía algo de mi amigo.- Osiris llama todos los días, pero bastante tarde, a eso de las 3 ó 4 de la mañana.- me explicó.-No entiendo entonces por qué no me deja una carta. ¿No habló con vos? ¿no sabes nada?- No...pero ahora que me lo decís, a mi también me resulta extraño su comportamiento. Entrar a la madrugada y se pasea a lo loco por todo el sistema, pero no se engancha en nada. No juega, no escribe, no conversa con nadie...Si querés te averiguo que le pasa.- No, no te preocupes, voy a entrar a esa hora y hablar con él.

Ese día di vueltas hasta las 2:30, y recién entonces conecté el telefono a la computadora. Si por alguna razón Osiris habia decidido ignorarme, se iva a llevar una sorpresa.A las 3 y cuarto, en el menú del sistema vi su nombre.Le envié un mensaje invitandolo a chatear, pero no me respondió. Era cierto lo que me había contado el sysop. Osiris se pasaba de los juegos al correo electrónico, y de ahí a los forosy luego a la teleconferencia como si estubiera borracho y caminara de un lado a otro sin saber a dónde ir. Lo llamé una y otra vez, pero no respondió.Le seguí el juego algunas noches.
Me di cuenta de que cuando yo entraba al sistema, se tranquilizaba un poco. Se quedaba en los juegos o en los foros, sin escribir nada, pero aunque sea no andaba saltando de un lado a otro.cada vez entendía menos que pasaba.
Osiris terminó por trastornar mi vida. Perdí la noción del tiempo. Dormía durante el día, noe studiaba, no conversaba con nadie, había perdido el interés por lo que no fuera Osiris.Mi vida comenzaba a las 3 de la mañana, cuando me conectaba cuando me conectaba al sistema y terminaba cuando cortaba. Osiris siempre estaba allí. Yo lo sentía aunque no pudiera verlo. Probé de todo para que me respondiera. Me enojé, le rogé... Pensé que quizás fuera un problema de la compurtadora de él, cada noche intentaba arreglarla sin lograrlo.
- Osiris si me leés apretá la a. - a .Mi corazón explotó, las manos me temblaban.

- ¿Tenés problemas con tu computadora?, respondeme sí o no. - No-

- Entonces, ¿qué pasa?, ¿te pasa algo a vos?, respondeme sí o no.- Sí-

- ¿Me querés contar que te pasa? quizás yo pueda ayudarte. -...Nada.


Otra vez enloqueció y empezó a saltar por el menú de BBS como si estubiera en una habitación y se lanzara a rebotar contra las paredes.No logre que volviera a responderme, pero aunque sea ya sabia que me leía y que podía leerlo.

Con el tiempo pudimos comunicarnos casi como antes. Hablábamos por horas. Ya no se perdía por el sistema, aunue seguía evadiendo mis preguntas sobre sus problemas. Así que yo tambien termine por olvidar que ya no era el mismo de antes y amé otra vez cada una de sus palabras, cada uno de sus silencios.El Osiris de ahora era más comprensivo pero más cerrado. Prefería que yo le contara sobre mí. Me escuchaba por horas y me respondia siempre con la palabra adecuada. De pronto se había convertido en un filósofo que parecia saber demasiado de la vida, como aquellos que han vivido demasiado.

Un día descubrí que lo unico que me importaba era lo quee staba más allá de la pantalla de la pantalla, en ese mundo que no existe en ningun lugar.

-Necesito conocerte. En la vida real. Si no, me voy a volver loca - le escribí.

- No puedo ...

- ¿No podés o no queres?

- ¿Cuál es la diferencia?

- Osiris ... sabías que esto iva a pasar. A mi ya no me alcanza. Te necesito. Necesito conocer tu cara, tu voz, ¿acaso tenés miedo? No hay persona en el mundo que me conozca más que vos, que me comprenda más que vos, ¿crees que em va a importar si sos lindo o feo, flaco o gordo?

- En serio, no puedo. Digamos que la vida real no esta hecha para mi.- ¿Qué hacemos entonces? ¿Seguimos por los siglos de los siglos comunicandonos así?

- Tal como lo hicimos siempre. si cruzamos tiempo y espacio para caer ene ste aparato diabólico, por qué no continuar en él, o acaso, mi reina, ¿quieres salvarte de la maldición que nos persigue?. Ésa que dice que jamás podré alcanzarte ... esa que dice que jamás me alcanzarás...

- ¡No estoy para juegos!¨Isis se desconectó del sistema.¨Esta vez fui yo quien cortó.

Pero él me buscó y no pude resistirme y todo volvió a comenzar.Por fin empecé a sospechar .... quizás era realmente un monstruo, un engendro de la naturaleza, y el mundo virtual era el unico que podia contenerlo.Quizás era un chico de 10 años que escribía muy bien. Quizás un anciano de 80 que extrañaba su juventud.Me desperté. Había estado mucho tiempo amando a un extraño...Necesitaba buscarlo... Verle la cara. Saber donde vivía...
Asi que llamé a Juan, un hacker del tercer mundo, que pasaba su tiempo libre tratando de descubrir las claves secretas de todos los usuarios del BBS, que servían para ingresar al sistema, y le propuse un desafío: hallar el acceso a la ficha personal de Osiris.
Diez días más tarde encontré en mi correo electrónico una carta de Juan.¨¡Eureka! Estuve a punto de ser descubierto pero lo logré.¨ y me pasaba los datos de Osiris, que en realidad se llamaba Tobías, su dirección y telefono. ¨Eso es todo, nena. Ahora voy a pensar como cobrarte.¨Al momento quise llamar a Osiris, pero sabia que no le iva a gustar mi medio. Así que decidí ir hasta la casa y esperar que saliera. Al día siguiente le pedí el auto prestado a papá y me acomodé frente a su domicilio. Era una casa, más fácil todavía. Me sentía como los policías de la speliculas yankees. Sólo me faltaba el termo con café y las rosquillas.Estuve desde las 7 de la tarde hasta las 3 de la mañana, y en todo ese tiempo sólo salio una señoram supuestamente su mamá. Fue a hacer las compras y regresó a las dos horas. A las 20 entró un señor, supuestamente su papá, y no hubo más movimiento durante el día.
No entendia ...Hice guardia en la puerta de su casa otros dos días. Nunca lo ví, salvo que quien me hablara fuera alguno de esos adultos, o que el verdadero Osiris no viviera ahí, o que fuera invisible.A esta altura ya no sabía nadaesos días igual entré al sistema a la madrugada, ys iempre encontraba a Osiris esperándome con alguna frase graciosa. Me enojé, como nunca me había enojado en mi vida. Me enojé conmigo misma por haberme dejado engañar. Me enojé por amarlo tanto ...Así que, sin pensarlo, volví a su casa y toque el tombre. Me atendió la señora de las compras.

- ¿si?- ¿Está Tobías, por favor?....Se hizo un silencio incómodo. La mujer me miró desconcertada y de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas.

- Perdón ... -agregué-, no quiero molestar, soy amiga de Tobías, del BBS ... y ...e

- Mi hijo falleció ... hace un par de meses ...

Me tambaleé, perdí la noción de todo de mí del tiempo de los ruidos de la calle. Guiada por la mujer, entré a la casa y me senté. Ella esperaba. Me ofreció un vaso de agua, que rechacé por que no podía tragar. Yo sabía que todo era un error. Había hablado con Osiris, con Tobías, con quien fuera la noche anterior. Me di cuenta. Me levanté y le dije a la mujer que lamentaba lo de su hijo, pero que me había confundido de persona.Pero, ahora, la mujer necesitaba hablar y yo había caido en su trampa.

- Mi Tobías... mi tesoro... él también hablaba ahí en donde vos decís, quizás lo conocías... - dijo sin esperar respuesta -; supongo que tendría que haber avisado a ese club, el de las computadoras, pero no se me pasó por la cabeza...

- Lo siento mucho... ¿Qué le pasó a su hijo?

- Tobías estaba en ese BBS... y... según los peritos, había un cable pelado de la computadora debajo de su escritorio. Tobi andaba descalzo, como siempre... parece que rozó el cable con el pie... se electrocutó...

- Es... terrible, no sé que decir...

- Está bien, no importa... yo entiendo a los chicos como vos... creen que son inmortales... ¿Querés que te muestre la habitación de Tobías? ..No, no quería. No quería seguir escuchando la historia, ni consolar a esa mujer desconocida.

- Si usted quiere... -me escuché decir. Fuimos al cuarto. Había olor a encierro.La mujer me mostró una foto de su hijo...Era hermoso.

- Su hijo... Digo... ¿Pasó en el mismo momento en que escribía?

- Si... fue un segundo. De prontose apagaron todas las luces de las casas. Mi marido y yo estabamos mirando TV, y nos levantamos a buscar velas, no sabíamos que había pasado. Cuando le llevamos una vela a Tobi... oh Dios... oh Dios mio...

La mujer no pudo seguir hablando, yo tampoco.Para no mirar sus lágrimas me puse a recorrer la habitación. Sobre el escritorio todavia estaba la computadora. Puse mis manos sobre el monitor e intenté imaginar cómo sería recibir una descarga de la computadora. No pude. De pronto una frase escrita con un lápiz en el borde de la pantalla me llamo la atención.

Y entonces me dí cuenta de todo y me fui sin siquiera despedirme por que no soportaba saber lo que ahora sabía.¨Osiris se desconectó del sistema.¨

La frase me martillaba en la cabeza. Me dolía.Esa noche no me animé aentrar al BBS. Tampoco pude dormir.

Volví a conectarme días más tarde por que no podía borrar de mi cabeza la frase que había leído en esa computadora:¨Te amo, Isis¨...

Osiris me esperaba.

- ¿¿¿Qué te pasó??? hace días que no te encuentro -me escribió.

- Estuve en tu casa.

-...

- ¿Quién sos de verdad?

- soy yo. Osiris. ¿Es qué no entendés? estoy encerrado...

y...

..te amo ..
..
..te amo..
..


Verónica Sukaczer


http://juegospurpuras.blogspot.com.ar/2009/07/jamas-podre-alcanzarte.html