lunes, 14 de noviembre de 2022

"La vida que salvéis puede ser la vuestra" de Flannery O´Connor

 

La vida que salvéis puede ser la vuestra

[Cuento - Texto completo.]

Flannery O’Connor

La vieja y su hija estaban sentadas en el porche cuando por primera vez apareció el señor Shiftlet por el camino. La anciana se deslizó hacia el borde de la silla e inclinó el cuerpo protegiéndose los ojos del sol hiriente con una mano. La hija no veía cuanto ocurría a lo lejos, de modo que continuaba jugando con los dedos. Aunque la anciana vivía sola en ese lugar desolado con su hija y jamás había visto al señor Shiftlet, supo, aun en la distancia que mediaba, que se trataba de un vagabundo, y que no representaba ningún peligro. El hombre llevaba recogida la manga izquierda del abrigo para mostrar que solo tenía medio brazo y su escuálida figura se inclinaba levemente hacia un lado como si la brisa lo empujara. Llevaba un traje negro y un sombrero de fieltro marrón levantado sobre la frente y caído en la nuca, y una caja de herramientas de hojalata que sostenía del asa. Caminaba a paso lento por el sendero, con el rostro vuelto hacia el sol, que parecía balancearse en la cima de una pequeña montaña.

La vieja no cambió de posición hasta que él estuvo casi dentro del patio; entonces se levantó y apoyó una mano cerrada en un puño en la cadera. La hija, una muchacha grandota con un vestido corto de organdí azul, lo vio de pronto y dio un respingo; comenzó a patear y a señalar y a emitir sonidos inarticulados y exaltados.

El señor Shiftlet se detuvo justo dentro del patio, dejó la caja en el suelo y se tocó el ala de sombrero para saludar a la joven como si esta se comportase normalmente; luego se volvió hacia la anciana y se lo quitó. Sus cabellos, morenos, largos y lacios, caían lisos a ambos lados desde una raya al medio hasta la punta de sus orejas. La frente le cubría más de la mitad del rostro que terminaba de pronto, con las facciones apenas proporcionadas, en unas mandíbulas prominentes como una trampa de acero. Parecía un hombre joven, pero tenía el aspecto de serena insatisfacción del que está de vuelta de todo.

—Buenas tardes —dijo la anciana. Tenía el tamaño de un poste de cedro de la cerca y llevaba un sombrero gris de hombre muy calado.

El vagabundo se quedó mirándola sin decir nada. Giró sobre sus talones y se volvió hacia la puesta de sol. Abrió lentamente ambos brazos, el que tenía entero y el corto, para abarcar entre ellos una extensión del cielo y su figura formó una cruz mutilada. La anciana lo observó con los brazos cruzados sobre el pecho como si ella fuera la dueña del sol. La hija contemplaba la escena, con la cabeza echada hacia delante, y sus manos pendían, gordas e inútiles, de las muñecas. Tenía el cabello largo y dorado, y los ojos tan azules como el cuello de un pavo real.

El señor Shiftlet permaneció casi cincuenta segundos en esa posición, luego recogió su caja, se acercó al porche y se dejó caer en el primer escalón.

—Señora —dijo con firme voz nasal—, daría una fortuna por vivir donde pudiera ver el sol hacer esto todas las tardes.

—Lo hace todas las tardes —repuso la vieja, y se volvió a sentar.

La hija también se sentó y observó al hombre con una mirada furtiva y precavida, como si fuese un pajarraco que se hubiese acercado demasiado. Él se ladeó, hurgó en el bolsillo de su pantalón y en un instante sacó un paquete de chiles y le tendió uno. Ella lo cogió, lo desenvolvió y comenzó a mascarlo sin quitarle los ojos de encima. El hombre ofreció otro a la anciana, pero ésta levantó su labio superior para indicar que no tenía dientes.

La pálida y aguda mirada del señor Shiftlet ya había revisado todo cuanto había en el patio —la bomba cerca de la esquina de la casa y la alta higuera donde tres gallinas se preparaban para dormir— y desplazó la mirada hacia el cobertizo, donde vio la parte trasera y aherrumbrada de un automóvil.

—¿Conducen ustedes? —preguntó.

—Ese coche no s’ha movío en los últimos quince años —respondió la vieja—. El día que murió mi marido, dejó de moverse.

—Ya na es como antes, señora. El mundo está casi podrío.

—Tiene razón —convino ella—. ¿Es usted de por aquí?

—Tom T. Shiftlet —murmuró mirando los neumáticos.

—Mucho gusto en conocerle —dijo la anciana—. Lucynell Crater, y la hija, Lucynell Crater. ¿Qué hace usté por aquí, señor Shiftlet?

Él juzgó que el coche debía de ser un Ford de 1928 o 1929

—Señora —dijo, y se volvió hacia ella para dedicarle toda su atención—, permítame decirle algo. Hay un doctor en Atlanta que cogió un cuchillo y sacó el corazón humano, el corazón humano —repitió, inclinándose hacia ella—, del pecho de un hombre y lo sostuvo en la mano —y extendió la mano, con la palma hacia arriba, como si aguantara el leve peso de un corazón humano— y lo estudió como si fuera un polluelo de un día, y, señora —dijo e hizo una larga pausa dramática durante la cual adelantó la cabeza y sus ojos de color de arcilla brillaron—, ese hombre no sabe más qu’ustedes o que yo acerca d’eso.

—Es verdá —dijo la anciana.

—Vaya, si cogiera ese cuchillo y cortara todas las puntas del corazón, todavía no sabría más qu’ustedes o que yo, se lo aseguro. ¿Qué s’apuestan?

—Na —respondió la anciana sabiamente—. ¿De dónde viene, señor Shiftlet?

Él no contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un saquito de tabaco y un estuche de papel de fumar; lió un cigarrillo con destreza, a pesar de hacerlo con una sola mano, y se lo puso bajo el labio superior. Luego sacó una caja de cerillas de madera y prendió una en la suela de su zapato. La mantuvo encendida como si estudiase el misterio de la llama mientras ésta descendía peligrosamente hacia su piel. La hija empezó a alborotar y a señalar la mano del hombre y a agitar un dedo ante él, pero justo cuando la llama estaba a punto de quemarle se inclinó con la mano ahuecada sobre el fósforo como si fuera a prender fuego a su nariz y encendió el cigarrillo.

Lanzó al aire la cerilla apagada y expulsó una bocanada gris en el atardecer. Su cara adoptó una expresión taimada.

—Señora —dijo—, hoy día la gente hace cualquier cosa. Puedo decirle que me llamo Tom T. Shiftlet y que vengo de Tarwater, Tennesse, pero usted nunca m’había visto antes, así que ¿cómo sabe que no estoy mintiendo? ¿Cómo sabe que no soy Aaron Sparks, de Singleberry, Georgia, o cómo sabe que no soy George Spèeds, de Lucy, Alabama, o cómo sabe que no soy Thomson Bright, de Toolafalls, Mississippi?

—No sé na d’usté —musitó la anciana, fastidiada.

—Señora, a la gente no l’importa cómo se le miente. Tal vez lo mejor que puedo decirle es que soy un hombre, pero, dígame, señora —añadió e hizo una pausa y su tono se tornó aún más lúgubre—, ¿qué es un hombre?

La anciana empezó a pelar una semilla.

—¿Qué lleva en esa caja d’hojalata, señor Shiftlet? —preguntó.

—Herramientas —respondió echándose hacia atrás—. Soy carpintero.

—Bueno, si viene aquí pa trabajar, podré darle comida y un lugar pa dormir, pero no puedo pagarle. Se lo advierto antes de que empiece.

No hubo una respuesta inmediata ni ninguna expresión especial en el rostro del hombre. Se apoyó contra el madero que sostenía el tejado del porche.

—Señora —dijo con lentitud—, p’algunos hombres ciertas cosas significan más qu’el dinero.

La anciana se meció en su silla sin hacer comentario alguno y la hija observó el gatillo que subía y bajaba en la garganta del señor Shiftlet. Este dijo a la anciana que el dinero era lo único que interesaba a la gente, pero que él no sabía para qué estaba hecho el hombre. Le preguntó si el hombre estaba hecho para el dinero o para qué. Le preguntó si sabía para qué estaba hecha ella, pero la anciana no contestó y siguió meciéndose y se preguntó si un hombre con un solo brazo podría colocar un tejado nuevo en la casita del jardín. Él hizo muchas preguntas que ella no contestó. Le explicó que tenía veintiocho años y que había hecho muchas cosas en la vida. Había sido cantor de gospel, capataz en el ferrocarril, ayudante en una casa de pompas fúnebres y había estado tres meses en la radio con Uncle Roy y los Red Creek Wranglers. Contó que había luchado y dado su sangre en las Fuerzas Armadas de su país y visitado todas las tierras extranjeras, y en todas partes había visto gente a quien no le importaba si hacían las cosas así o asá. Dijo que a él no le habían criado de esa manera.

Una luna gorda y amarilla apareció en las ramas de la higuera como si fuera a dormir allí con las gallinas. Dijo que un hombre debía ir al campo para ver el mundo entero y que ojalá viviera en un lugar tan desolado como ese, donde todas las tardes pudiera ver ponerse el sol como Dios lo había ordenado.

—¿Está casao o soltero? —preguntó la anciana.

Hubo un largo silencio.

—Señora —dijo él al final—, ¿dónde se puede encontrar una mujer inocente hoy día? Yo no andaría con la escoria que puedo recoger.

La hija estaba muy encorvada, con la cabeza casi inclinada sobre las rodillas, observándolo a través de una puerta triangular que había hecho con su cabello; de pronto cayó al suelo y comenzó a lloriquear. El señor Shiftlet la enderezó y la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.

—¿Es su hija? —preguntó.

—La única que tengo —respondió la anciana—, y es la criatura más dulce de la tierra. No la dejaría por na del mundo.Y además es lista. Barre, guisa, hace la colada, da de comer a las gallinas y trabaja con el azadón. No la dejaría ni por un cofre de joyas.

—No —dijo él con tono afable—, no deje que ningún hombre se la lleve.

—El hombre que venga por ella —afirmó la anciana— tendrá que quedarse por aquí.

En la oscuridad, los ojos del señor Shiftlet se habían quedado fijos en el parachoques del automóvil que destellaba en la distancia.

—Señora —dijo alzando el brazo corto como si pudiera señalar con él la casa, el patio y la bomba—, no hay na roto en esta plantación que no pueda arreglar, hasta con un brazo inútil. Soy un hombre —agregó con dignidad— aun cuando no esté entero. ¡Yo poseo —dijo tabaleando con los nudillos sobre el suelo para subrayar la inmensidad de lo que iba a decir— una inteligencia moral! —y su rostro atravesó la oscuridad hacia un rayo de luz que escapaba por la puerta y se quedó mirando a la anciana como si a él mismo le sorprendiera esa verdad imposible.

Ella no se dejó impresionar por la frase.

—Le he dicho que puede quedarse y trabajar a cambio de comida —dijo—, si no l’importa dormir en ese coche.

—Señora —dijo él con una sonrisa de satisfacción—, ¡los antiguos monjes dormían en sus ataúdes!

—No estaban tan avanzados como nosotros —repuso la anciana.

 

A la mañana siguiente empezó a trabajar en el tejado de la casita del jardín, mientras Lucynell, la hija, sentada sobre una piedra, lo observaba. Apenas había transcurrido una semana de su llegada al lugar cuando los cambios que había hecho ya podían apreciarse. Había arreglado las escaleras de la entrada y de la parte de atrás, construido un nuevo corral para los cerdos, reparado una cerca y enseñado a Lucynell, que era por completo sorda y nunca había pronunciado una palabra en su vida, a decir la palabra “pájaro”. La chica grandota de rostro sonrosado lo seguía a todas partes, diciendo “bbbbbbbiiiiirrrd” y dando palmas. La vieja los observaba a cierta distancia, secretamente contenta. Se moría de ganas de tener un yerno.

El señor Shiftlet dormía en el duro y angosto asiento trasero del automóvil, con los pies saliendo por la ventanilla. Tenía su navaja de afeitar y un bote con agua sobre una caja que le servía de mesita de noche, había colocado un pedazo de espejo sobre la luna trasera y colgaba cuidadosamente la chaqueta de una percha que había puesto en una de las ventanillas.

Al caer la tarde se sentaba en las escaleras y hablaba mientras la anciana y Lucynel se mecían vigorosamente en sus sillas, cada una a un lado. Las tres montañas de la anciana se alzaban negras contra el cielo azul oscuro y de vez en cuando recibían la visita de varios planetas y de la luna después de que esta abandonaba a las gallinas. El señor Shiftlet señaló que había mejorado la plantación porque se había interesado personalmente por ella. Dijo que hasta iba a hacer funcionar el automóvil.

Había levantado el capó y estudiado el mecanismo, y dijo que podía afirmar que el coche lo habían fabricado en esa época en que realmente sabían fabricarlos. “Ahora —dijo—, un hombre coloca un tornillo y otr’hombre coloca otro tornillo, y entonces tienes un hombre por cada tornillo. Por eso debes pagar tanto por un coche: estás pagando a todos esos hombres. En cambio, si tuvieras que pagar a un solo hombre, podrías conseguir un coche más barato y en el que s’ha puesto un interés personal, y sería un coche mejor”. La anciana estuvo de acuerdo con él en que así debería ser.

El señor Shiftler aseguró que el gran problema del mundo era que a nadie le importaba nada ni se paraba un momento a preocuparse por las cosas. Dijo que nunca hubiera podido enseñar una palabra a Lucynell si no se hubiera preocupado y dedicado el tiempo necesario.

—Enséñele a decir otra cosa —dijo la anciana.

—¿Qué quiere que diga? —preguntó el señor Shiftlet.

La sonrisa de la vieja era amplia, desdentada e insinuante.

—Enséñele a decir “querido” —respondió.

El señor Shiftlet ya sabía lo que ella tenía en la mente.

Al día siguiente empezó a trabajar en el automóvil y al atardecer le dijo que si ella compraba una correa de ventilador lo haría funcionar.

La anciana dijo que le daría el dinero.

—¿Ve a esa chica? —le preguntó señalando a Lucynell, que estaba sentada en el suelo a menos de un metro, mirándolo, los ojos azules aun en la oscuridad—. Si alguna vez un hombre se la quisiera llevar, yo le diría: “¡No hay hombre en la tierra que pueda arrancar de mi lado a esta dulce niña!”, pero si él me dijera: “Señora, no me la quiero llevar, la quiero aquí”, yo le diría: “Señor, no tengo na que reprocharle. Yo no dejaría pasar la oportunidad de tener un hogar y conseguir a la joven más dulce del mundo. No es usté tonto”. Eso le diría.

—¿Qué edad tiene? —preguntó el señor Shiftlet como de pasada.

—Quince o dieciséis —respondió la vieja. La muchacha rondaba los treinta años, pero debido a su inocencia era imposible adivinarlo.

—Sería una buena idea pintarlo también —observó el señor Shiftlet—. No querrá que se cubra de herrumbe.

—Ya veremos —repuso la anciana.

 

Al día siguiente se encaminó hacia el pueblo, donde adquirió las piezas que le hacían falta y un bidón de gasolina. Avanzada la tarde, unos ruidos ensordecedores escaparon del cobertizo y la anciana salió corriendo de la casa pensando que Lucynell tenía otro ataque. Lucynell estaba sentada sobre una jaula de pollos dando golpes con los pies y gritando: “bbbbbbiiiiiird, bbbbiiiiird”, pero el alboroto que armaba quedaba ahogado por el estruendo del automóvil. Tras una descarga de explosiones, emergió del cobertizo, majestuoso e imponente. El señor Shiftlet estaba sentado al volante, muy tieso. Tenía una expresión de seria modestia, como si hubiera resucitado a un muerto.

Esa noche, meciéndose en el porche, la anciana fue derecha al grano.

—Quiere usté una mujer inocente, ¿no es así? —preguntó, comprensiva—. No quiere saber na de la escoria.

—Así es, señora.

—Una que no hable —continuó ella—, que no le conteste ni diga palabrotas. Se merece usté esa clase de mujer. Allí está —y señaló a Lucynell, que estaba sentada con las piernas cruzadas en la silla y se cogía los pies con las manos.

—Así es —admitió él—. No me daría ningún problema.

—El sábado —dijo la anciana—, usté, ella y yo iremos en coche al pueblo y se casarán.

El señor Shiftlet cambió de posición en la escalera.

—No me puedo casar en este momento —repuso—. To lo que uno quiere hacer requiere dinero y yo estoy sin blanca.

—¿Pa qué necesita el dinero? —preguntó la vieja.

—Hace falta dinero —respondió él—. Hoy día hay gente que hace las cosas de cualquier manera, pero, según yo lo veo, nunca me casaría con una mujer a la que no pudiera llevar de viaje como si ella fuese alguien. Quiero decir, llevarla a un hotel y agasajarla. No me casaría con la duquesa de Windsor —añadió con firmeza— a menos que la pudiera llevar a un hotel y darle de comer algo bueno. M’educaron d’esa manera y no hay na que yo pueda hacer al respecto. Mi madre m’enseñó cómo debía comportarme.

—Lucynell ni siquiera sabe que’es un hotel —musitó la anciana—. Escuche, señor Shiftlet —dijo inclinándose hacia delante—, conseguirá usté un hogar y un pozo d’agua profundo y la muchacha más inocente de la tierra. No necesita dinero. Le voy a decir algo: no hay lugar en el mundo pa un hombre vagabundo, pobre, mutilado y sin amigos.

Las desagradables palabras se posaron en la cabeza del señor Shiftlet como una bandada de águilas en la copa de un árbol. No dijo nada de inmediato. Lió un cigarrillo, lo encendió y luego habló con voz serena.

—Señora, un hombre está dividido en dos partes, cuerpo y espíritu.

La vieja apretó las encías.

—Un cuerpo y un espíritu —repitió él—. El cuerpo, señora, es como una casa: no va a ningún lao; pero el espíritu, señora, es como un automóvil: siempre está en movimiento, siempre…

—Escuche, señor Shiftlet —repuso ella—, mi pozo nunca se seca y mi casa está siempre caldeada en invierno y no hay ninguna hipoteca en este lugar. Puede ir al juzgado y comprobarlo. Y allá, en el aquel cobertizo, hay un buen coche —preparó el cebo con cuidado—. P’al sábado lo puede tener usté pintao. Yo pagaré la pintura.

En la oscuridad, la sonrisa del señor Shiftlet se estiró como una serpiente cansada que se despierta al lado del fuego. Al cabo de un instante, se repuso y dijo:

—Tan solo digo qu’el espíritu d’un hombre es más importante pa él que cualquier otra cosa. Tendría que llevar de viaje a mi esposa un fin de semana sin reparar en gastos. Debo obedecer lo que me indica mi espíritu.

—Le daré quince dólares pa un viaje de fin de semana —dijo la vieja con tono desabrido—. Es lo único que puedo hacer.

—Eso apenas servirá pa pagar la gasolina y el hotel —repuso él—. No llegaría pa la comida délla.

—Diecisiete cincuenta —dijo la anciana—. Es to lo que tengo, así qu’es inútil que trate de exprimirme. Puede llevarse la comida d’aquí.

El señor Shiftlet se sintió profundamente herido por la palabra “exprimir”. No albergaba la más mínima duda de que ella tenía más dinero cosido al colchón pero ya le había dicho que no le interesaba su dinero.

—Procuraré que eso alcance —repuso, y se retiró zanjando así las negociaciones con la anciana.

El sábado, los tres fueron al pueblo en el automóvil, cuya pintura aún no se había secado, y el señor Shiftlet y Lucynel se casaron en el juzgado con la anciana como testigo. Cuando salieron, el señor Shiftlet comenzó a estirar el cuello. Parecía malhumorado y resentido, como si lo hubiesen insultado mientras alguien le sujetaba.

—Esto no m’ha gustado —dijo—. No es más que algo que una mujer hace en una oficina, solo papeleo y análisis de sangre. ¿Qué saben de mi sangre? Si me sacaran el corazón y lo cortaran en pedazos, no sabrían na de mí. No m’ha gustao na.

—S’ha cumplío la ley —dijo la anciana con aspereza.

—La ley —replicó el señor Shiftlet, y escupió—. Es la ley lo que no me gusta.

Había pintado el coche de verde oscuro con una franja amarilla bajo las ventanillas. Los tres se sentaron en el asiento delantero y la anciana comentó:

—¿No está guapa Lucynell? Parece una muñeca.

Lucynell llevaba un vestido blanco que su madre había desenterrado de un baúl y se tocaba con un sombrero panamá con una ramita de cerezas rojas en el ala. De vez en cuando su expresión plácida cambiaba a causa de algún pensamiento travieso como un brote de verde en el desierto.

—¡Se lleva usted una joya! —dijo la anciana.

El señor Shiftlet ni siquiera le dirigió la mirada.

Volvieron a la casa para dejar a la anciana y coger la comida de aquel día. Cuando estuvieron listos para partir, ella se quedó al lado de la ventanilla del coche con los dedos cerrados sobre el vidrio. Las lágrimas comenzaron a brotar de las comisuras de sus ojos y a rodar por las sucias arrugas de su rostro.

—Nunca m’he separao d’ella dos días —dijo.

El señor Shiftlet puso el motor en marcha.

—Y no se la daría a ningún hombre, a excepción d’usté, porque he visto que actúa como es debido. Adiós, querida —añadió aferrándose a la manga del vestido blanco. Lucynell la miró y no pareció verla. El señor Shiftlet hizo avanzar el coche y la vieja tuvo que sacar la mano.

Era un mediodía claro, cálido, rodeado de un cielo azul pálido. A pesar de que el automóvil no podía ir a más de cincuenta kilómetros por hora, el señor Shiftlet se imaginó fantásticas subidas y bajadas y curvas cerradas, que solo estaban en su cabeza, y se olvidó de la amargura de la mañana. Siempre había deseado un coche pero nunca había podido comprarlo. Conducía muy deprisa porque quería llegar a Mobile al anochecer.

De vez en cuando interrumpía sus pensamientos el tiempo suficiente para mirar a Lucynell sentada a su lado. Se había comido el almuerzo tan pronto como partieron y ahora arrancaba las cerezas del sombrero y las arrojaba una a una por la ventanilla. Él se sintió deprimido a pesar del coche. Había conducido unos ciento sesenta kilómetros cuando decidió que ella debía de tener hambre de nuevo y, al legar a un pueblecito, estacionó frente a un local pintado de color aluminio llamado The Hot Spot, la llevó dentro y pidió para ella un plato de jamón y sémola. El viaje la había adormecido y, tan pronto como se sentó en el taburete, descansó la cabeza sobre la barra y cerró los ojos. En The Hot Spot no había nadie más que el señor Shiftlet y el muchacho tras la barra, un joven pálido con un trapo grasiento al hombro. Antes de que le sirviera la comida ella ya estaba roncando suavemente.

—Dáselo en cuanto se despierte —dijo el señor Shiftlet—. Lo pagaré ahora.

El muchacho se inclinó hacia ella, miró el cabello largo de un dorado rojizo y los ojos dormidos entrecerrados. Luego levantó la vista y miró al señor Shiftlet.

—Parece un ángel de Dios —murmuró.

—Estaba haciendo autostop —explicó el señor Shiftlet—. No puedo esperar. Tengo que llegar a Tuscaloosa.

El muchacho se inclinó de nuevo y con sumo cuidado tocó con un dedo una hebra de pelo dorado. El señor Shiftlet partió.

Se sentía más deprimido que nunca mientras conducía solo. El atardecer se había vuelto caluroso y sofocante y el campo era ahora llano. En el cielo, a lo lejos, se preparaba una tormenta muy lentamente y sin truenos, como si se dispusiera a drenar todas las gotas de aire de la tierra antes de caer. Había momentos en los que el señor Shiftlet prefería no estar solo. Además, pensaba que un hombre con automóvil tenía responsabilidades para con los demás y se mantuvo alerta por si veía a alguien haciendo autoestop. De vez en cuando, veía letreros que rezaban: CONDUZCA CON CUIDADO. LA VIDA QUE SALVE PUEDE SER LA SUYA.

La angosta carretera descendía a ambos costados hacia campos secos, y aquí y allá surgían en un claro casuchas y alguna que otra gasolinera. El sol comenzó a ponerse justo delante del coche. Era una bola rojiza que, a través del parabrisas, parecía levemente chata en las partes superior e inferior. Vio a un chico vestido con un mono y un sombrero gris parado en el arcén, aminoró la marcha y se detuvo a su lado. El muchacho no tenía el pulgar levantado, tan solo estaba plantado allí, pero llevaba una maletita de cartón y el sombrero puesto de una manera que indicaba que se iba para siempre de algún lugar.

—Hijo —dijo el señor Shiftlet—, veo que quieres viajar.

El muchacho no dijo ni que sí ni que no, pero abrió la portezuela y se sentó, y el señor Shiftlet empezó a conducir. El chico tenía la maleta en el regazo y los brazos cruzados sobre ella. Volvió la cabeza hacia la ventanilla, sin mirar al señor Shiftlet. Este se sintió angustiado.

—Hijo —dijo al cabo de un minuto—, tengo la mejor madre del mundo, así que supongo que debes de tener la segunda mejor.

El muchacho le dirigió una rápida mirada oscura y acto seguido volvió de nuevo el rostro hacia la ventana.

—No hay na más dulce —continuó el señor Shiftlet— que la madre d’uno. M’enseñó las primeras oraciones sobre sus rodillas, me dio amor cuando nadie lo hacia, me dijo lo que estaba bien y lo que no, y veló para que yo hiciera las cosas bien. Hijo —añadió—, ningún día de mi vida he lamentao tanto como aquel en que abandoné a mi madre.

El muchacho se removió en el asiento pero no miró al señor Shiftlet. Descruzó los brazos y puso una mano sobre la manija de la puerta.

—Mi madre era un ángel de Dios —prosiguió el señor Shiftlet con voz crispada—. Él la trajo del cielo y me la dio y yo la abandoné —sus ojos se nublaron al instante con un velo de lágrimas. El automóvil apenas se movía.

El muchacho se volvió con rabia en el asiento.

—¡Vete a la mierda! —gritó—. ¡Mi vieja es una bolsa de piojos y la tuya es una zorra apestosa! —y tras esto abrió la portezuela y saltó con su maleta a la cuneta.

El señor Shiftlet quedó tan sorprendido que condujo lentamente unos cincuenta metros con la puerta todavía abierta. Una nube exactamente del mismo color que el sombrero del muchacho y en forma de nabo había descendido sobre el sol, y otra, de aspecto más feo, se agazapó detrás del coche. El señor Shiftlet sintió que toda la podredumbre del mundo iba a tragárselo. Levantó el brazo y lo dejó caer sobre el pecho.

—¡Oh, Señor! —rezó— ¡Aparece y limpia este mundo de las porquerías!

El nabo continuó descendiendo lentamente. Unos minutos más tarde, sonó de atrás, como una risotada, el estruendo de un trueno y unas gotas de lluvia fantásticas, como tapas de latas, se estrellaron contra la parte posterior del coche del señor Shiftlet. Se apresuró a pisar el acelerador y con el muñón fuera de la ventanilla corrió contra la lluvia galopante hasta Mobile.

*FIN*


“The Life You Save May Be Your Own”,
Kenyon Review, 1953
MÁS CUENTOS DE FLANNERY O’CONNOR

No hay comentarios: