sábado, 23 de agosto de 2025

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Bertolt Brecht: La anciana indigna

 

Bertolt Brecht: La anciana indigna

Bertolt Brecht - La anciana indigna

Sinopsis: «La anciana indigna» (Die unwürdige Greisin) es un cuento de Bertolt Brecht, escrito en 1939 y publicado por primera vez en la colección Kalendergeschichten (1949). Relata la vida de una mujer que, tras la muerte de su esposo, se enfrenta a la disyuntiva de depender de sus hijos o valerse por sí misma. Contra todo pronóstico, rechaza la tutela familiar y decide vivir sola, aceptando solo una modesta ayuda económica. A partir de entonces, comienza a trazar su propio camino con pequeños gestos de independencia que desconciertan a sus hijos y despiertan la curiosidad del pueblo.

Bertolt Brecht - La anciana indigna

La anciana indigna

Bertolt Brecht
(Cuento completo)

Mi abuela tenía setenta y dos años cuando falleció mi abuelo. Este poseía un pequeño taller de litografía en un pueblo de Baden, y en él trabajó con dos o tres ayudantes hasta su muerte. Mi abuela atendía el hogar sin criada, cuidaba del viejo y destartalado caserón y cocinaba para los hombres y sus hijos.

Era una mujer pequeña y delgada, con un par de ojos vivarachos, de lagartija, pero de hablar muy lento. Con escasísimos medios había criado a cinco de los siete hijos que tuvo en total. Debido a ello se había ido consumiendo con los años.

Sus dos hijas mujeres emigraron a América, y dos de los hijos varones también se marcharon fuera. Sólo el menor, que era muy delicado de salud, se quedó en el pueblo. Llegó a ser impresor y tuvo una familia demasiado numerosa para él.

De modo que al morir mi abuelo, ella se quedó sola en casa.

Los hijos empezaron a escribirse cartas para decidir qué hacían con ella. Uno se ofreció a llevársela consigo, mientras que el impresor quería instalarse con los suyos en casa de la anciana. Pero la abuela rechazó ambas propuestas y sólo quiso aceptar una pequeña ayuda monetaria de los hijos que estuvieran en condiciones de brindársela. La venta del taller de litografía, caído en desuso hacía tiempo, no aportó prácticamente nada, y encima había deudas.

Los hijos le escribieron diciéndole que tampoco podía vivir del todo sola, pero al ver que persistía en su actitud, cedieron y empezaron a enviarle mensualmente algo de dinero. Después de todo, pensaron, el impresor se había quedado en el pueblo.

Y fue éste quien se encargó de enviar de vez en cuando a sus hermanos noticias de su madre. Sus cartas a mi padre, así como lo que éste logró averiguar durante una visita y tras el entierro de mi abuela, que murió dos años más tarde, me permiten hacerme una idea de lo que ocurrió en esos dos años.

Parece ser que, desde un principio, el impresor quedó muy decepcionado de que mi abuela se negara a acogerlo en el caserón, bastante grande y a la sazón vacío. Él, con cuatro hijos a cuestas, vivía en una casa de tres habitaciones. Pero la anciana sólo mantenía con él una relación muy libre. Invitaba a los niños a merendar los domingos por la tarde; eso era todo.

Visitaba a su hijo una o dos veces por trimestre y ayudaba entonces a su nuera a preparar mermelada de arándanos. Por ciertas cosas que decía la joven dedujo que la vivienda del impresor le resultaba demasiado estrecha a su suegra. Y mi tío no pudo evitar poner un signo de admiración en su informe sobre el particular.

A una pregunta escrita de mi padre sobre lo que la anciana hacía en esos días, él respondió bastante escuetamente que iba al cine.

Hay que entender que eso no era nada normal, o, en cualquier caso, no lo era para sus hijos. Hace treinta años, el cine no era lo que es hoy. Iba asociado a locales miserables y mal ventilados, a menudo instalados en viejas boleras a cuya entrada había carteles chillones que anunciaban crímenes y tragedias pasionales. A decir verdad, al cine sólo iban adolescentes o, debido a la oscuridad, parejas de enamorados. Una anciana sola seguro que llamaba la atención.

Pero aún había algo más que considerar en el hecho de ir al cine. Las entradas eran, sin duda, baratas, pero como tal placer se situaba aproximadamente por debajo de las golosinas, equivalía a «dinero tirado». Y tirar el dinero no era algo respetable.

A ello se sumaba el que mi abuela no sólo no mantenía un contacto regular con el hijo que vivía en su pueblo, sino que tampoco visitaba ni invitaba a ninguno de sus conocidos. Jamás acudía a las tertulias locales. En cambio iba muy asiduamente al taller de un zapatero remendón en una callejuela pobre y hasta un tanto desacreditada, en la cual, sobre todo por la tarde, circulaban personajes no muy respetables que digamos: camareras sin trabajo y menestrales ambulantes. El remendón era un hombre de mediana edad que había rodado medio mundo sin abrirse jamás camino. También decían que era dado a la bebida. En cualquier caso, no era una compañía idónea para mi abuela.

El impresor insinuó en una de sus cartas que se lo había comentado a la anciana pero había recibido una respuesta francamente fría. «Es un hombre que ha visto mundo», fue la contestación que puso fin al diálogo. No era fácil discutir con mi abuela sobre temas que no le apetecía abordar.

Casi medio año después de la muerte del abuelo, el impresor escribió a mi padre que la abuela comía ahora un día sí y otro no en la fonda.

¡Vaya noticia! ¡La abuela, que durante toda su vida había cocinado para una docena de personas y había comido siempre las sobras, comía ahora en la fonda! ¿Qué mosca la había picado?

Poco después, mi padre hizo un viaje de negocios muy cerca del pueblo de mi abuela y fue a visitarla.

La encontró cuando se disponía a salir. Ella volvió a quitarse el sombrero y sirvió a su hijo un vaso de vino tinto y unas galletas. Parecía estar perfectamente ecuánime, ni demasiado alegre ni demasiado taciturna. Preguntó por nosotros, aunque sin insistir mucho; quiso saber sobre todo si también había cerezas para los niños. En eso seguía siendo la misma. Su habitación se veía impecable, por supuesto, y ella misma tenía aspecto saludable.

El único detalle que aludía a su nueva vida fue que se negara a ir con mi padre al cementerio a visitar la tumba de su esposo. «Puedes ir solo», le dijo lacónicamente, «es la tercera de la izquierda en la fila doce. Yo tengo que hacer».

El impresor comentó más tarde que quizá tenía que ir a casa de su remendón. Se quejó amargamente.

«Yo vivo aquí, en este cuchitril, con mi familia, trabajo sólo cinco horas al día, y encima mal pagadas, y, para colmo, el asma vuelve a darme guerra y el caserón de la Hauptstrasse está vacío».

Mi padre había alquilado una habitación en la hostería, esperando que, siquiera por simple cumplido, su madre lo invitaría a quedarse en la casa, pero ella ni mencionó el tema. ¡Y pensar que antes, aunque la casa estuviera llena de gente, la abuela siempre le había criticado que no viviera con ellos y encima gastara dinero en hoteles!

Pero ahora parecía haber roto definitivamente con su vida familiar para emprender nuevos rumbos, ahora que su existencia empezaba a declinar. Mi padre, que tenía una buena provisión de humor, la encontró «muy animada» y dijo a mi tío que dejara a la anciana hacer lo que le apeteciera.

Pero, ¿qué le apetecía?

La siguiente noticia que se tuvo de ella fue que había alquilado un break y se había ido de excursión un jueves cualquiera. Un break era un coche de caballos de grandes ruedas, con cabida para toda una familia. Muy ocasionalmente, cuando los nietos íbamos de visita, mi abuelo alquilaba un break. La abuela se quedaba siempre en casa. Rechazaba las invitaciones a pasear con un desdeñoso gesto de la mano.

Y tras lo del break vino el viaje a K., una ciudad más grande que, en ferrocarril, quedaba a unas dos horas del pueblo. Iban a celebrarse allí unas carreras de caballos, y a las carreras fue mi abuela.

El impresor estaba ya muy alarmado por entonces. Quería que la viese un médico. Mi padre meneó la cabeza al leer la carta, pero se opuso a la idea de llevarla a un médico.

La abuela no había viajado sola a K. Se había llevado consigo a una muchacha que, según escribió el impresor, era medio débil mental y trabajaba en la cocina de la fonda donde la anciana comía un día sí y otro no.

Aquella «subnormal» desempeñó a partir de entonces un papel en su vida.

La anciana parecía haberse encaprichado con ella. La llevaba al cine y a casa del remendón —que, por lo demás, resultó ser socialdemócrata—, y se rumoreaba que las dos mujeres se ponían a jugar a las cartas en la cocina, con un vaso de tinto por delante.

«Ahora le ha comprado a la subnormal un sombrero rematado por rosas», escribió un día el impresor, desesperado. «¡Y nuestra Anna no tiene vestidito de primera comunión!»

Las cartas de mi tío eran cada vez más histéricas; ya sólo hablaban del «indigno comportamiento de nuestra querida madre» y no decían nada más. El resto de la historia lo sé por mi padre.

El posadero le había susurrado con un guiño:

—A Frau B. le ha dado por divertirse, según dicen.

En realidad, mi abuela no vivió nada opulentamente esos últimos años. Cuando no iba a la fonda, su comida solía limitarse a un plato de huevos, un poco de café y, sobre todo, sus adoradas galletitas. Se agenciaba, en cambio, un vino tinto barato del que bebía un vasito con cada comida. Mantenía muy limpia toda la casa, y no sólo el dormitorio y la cocina, espacios que utilizaba normalmente. No obstante, sin que sus hijos se enterasen hipotecó el caserón. Nunca se supo qué hizo con el dinero. Parece que se lo dio al remendón, quien a la muerte de mi abuela se trasladó a otra ciudad y, según dicen, abrió un negocio más grande de calzado a medida.

Bien mirado, la anciana vivió dos vidas sucesivas. Una de ellas, la primera, como hija, esposa y madre, y la segunda simplemente como Frau B., una persona sola, sin obligaciones y de recursos modestos, pero suficientes. La primera vida duró aproximadamente seis decenios; la segunda, no más de dos años.

Mi padre se enteró de que, en sus últimos seis meses de vida, la abuela se permitió ciertas libertades que la gente normal desconoce totalmente. Así, por ejemplo, en verano solía levantarse a las tres de la madrugada y dar un paseo por las desiertas calles del pueblo, que de esa forma tenía para ella sola. Y, según afirmaban todos, al párroco que fue a visitarla con el propósito de acompañar a la anciana en su soledad ¡ella lo invitó al cine!

No estaba en absoluto sola. Por casa del remendón circulaba al parecer gente muy alegre, que contaba toda suerte de historias. Ella siempre tenía allí una botella de su propio vino tinto y se bebía un vasito mientras los demás contaban cosas y arremetían contra las dignas autoridades locales. Aquel tinto le estaba reservado, aunque a veces traía bebidas más fuertes para los contertulios.

Murió repentinamente, una tarde de otoño, en su dormitorio, pero no en la cama, sino en su silla de madera, junto a la ventana. Había invitado a la «subnormal» al cine aquella noche, de suerte que la muchacha estaba a su lado cuando murió. Tenía setenta y cuatro años.

He visto una fotografía que le hicieron para sus hijos y la muestra en su lecho mortuorio.

En ella se ve una carita menuda con muchas arrugas y una boca de labios finos, pero grande. Mucha pequeñez, mas ninguna mezquindad. Había saboreado plenamente los largos años de servidumbre y los breves años de libertad, consumiendo el pan de la vida hasta las últimas migajas.

FIN

(1939)

Bertolt Brecht - La anciana indigna
  • Autor: Bertolt Brecht
  • Título: La anciana indigna
  • Título Original: Die unwürdige Greisin
  • Publicado en: Kalendergeschichten (1949)
  • Traducción: Juan José del Solar Bardelli

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La literatura hipertextual: cuando al leer nos convertimos en cartógrafos

La literatura hipertextual: cuando al leer nos convertimos en cartógrafos

·         literatura hipertextualnarrarotras lecturas

·         agosto 1, 2025

·         DestacadaOpinión

·          



Por Mariela Ghenadenik

El acto de leer supone avanzar en línea recta: una página detrás de otra, dentro de una estructura de introducción, nudo y desenlace.

Las historias, además de entretener, nos ordenan el tiempo vital que progresa hacia el futuro y complementan la circularidad del día, la noche y las estaciones. Al narrar algo que sucedió, confirmo un punto presente y me proyecto hacia lo que sigue.

Este antes y después organiza un movimiento y una jerarquía: una lectura occidental, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo.

Y así se construyó el joystick que guía nuestra vida en sociedad.

Hasta que un día aparecieron las tecnologías digitales. Así como el fuego nos reunió por las noches para contar historias que rompían la circularidad del tiempo, la digitalidad abrió paso a una nueva temporalidad: fragmentada, autónoma, interconectada. Y caótica.

Nuestra forma de conocer y estar en el mundo dio un giro inesperado. Dentro del tiempo sucesivo, aparece otro más azaroso, guiado por el zapping, la multiplicidad de plataformas y la ansiedad de estar en todas partes al mismo tiempo.

Impulsados por un deseo cartográfico, los viajes narrativos ya no buscan un destino predefinido: atraviesan Finisterre para explorar —y crear— nuevos sentidos, saltando de una historia a otra entre planos reales y virtuales.

Una invitación a navegar otras lecturas  

A diferencia de la novela tradicional, que guía al lector por un camino fijo y cerrado, la literatura hipertextual propone una experiencia fragmentada, abierta y no lineal. Sus raíces pueden rastrearse hasta el experimentalismo de obras como Rayuela de Julio Cortázar, que – tal vez motivado por la fiebre de la juventud rebelde de los 60- desafiaba las estructuras narrativas establecidas, proponiendo dos formas de lectura y múltiples entradas al texto. Pero fue con el surgimiento de la escritura digital que este impulso encontró su medio natural: la pantalla, los enlaces, la interacción.

Un caso reciente dentro de esta corriente es el proyecto “Rodríguez” del escritor argentino Hernán D´Ambrosio, una novela web ambientada en su ciudad natal, General Rodríguez. Lejos de simplemente digitalizar un libro, D´Ambrosio construye una experiencia narrativa donde cada personaje, cada espacio urbano y cada situación están conectados por links. Así, el lector no solo avanza: explora, vuelve atrás, se pierde y se encuentra, eligiendo su propio camino dentro de una red de historias entrecruzadas.

Esta lógica de navegación entrecortada de tiempos alterados construye una historia similar a la que construimos artesanalmente y sin darnos cuenta cuando gestionamos nuestro entretenimiento guiados por el zapping frenético con nuestro pulgar más hábil.

En Rodríguez, por ejemplo, el lector puede comenzar por un incendio en una casa, seguir la historia de una mujer que huye, luego desviarse hacia la vida de un vecino que ni siquiera se enteró del hecho. Lo que parecía un evento central se disuelve en un mosaico de microhistorias, donde los márgenes también importan.

Lo que está en juego aquí no es solo una cuestión de forma, sino de lógica narrativa. La literatura hipertextual descentraliza la autoridad del autor y habilita al lector a ejercer una libertad que antes le era negada. Ya no se trata de interpretar un texto, sino de construirlo activamente, eligiendo qué leer, en qué orden, y cuándo detenerse. Esto plantea nuevas preguntas: ¿dónde empieza y termina una historia? ¿Es posible hablar de un “final” en un texto sin principio fijo?

Autores como Michael Joyce (Afternoon, a story) o Shelley Jackson (Patchwork Girl) fueron pioneros en explorar estas preguntas desde el campo digital. En el caso de D’Ambrosio, se suma lo local y afectivo y el hipertexto simula el murmullo urbano: eso que se escucha de boca en boca, que se tergiversa, que se cruza. La estructura narrativa se vuelve un poco flâneur o, mejor dicho, nómade, al deambular y detenerse donde la curiosidad decide plantar bandera.

Desde luego, la literatura hipertextual también impone nuevos desafíos: no todas las personas están acostumbradas ni desean perder el rumbo, pero este tipo de propuestas resuenan con nuestra forma contemporánea de leer, recordar y narrar.

La literatura hipertextual de algún modo siempre estuvo. La pregunta sería qué nuevas formas puede adoptar para seguir ampliando las posibilidades de un relato. 

Hoy, estas propuestas podrían verse como un espejo de nuestra subjetividad fragmentada, de nuestras ciudades líquidas y nuestras memorias hechas de enlaces sueltos.

https://azimut.fundacionlabalandra.org.ar/la-literatura-hipertextual-cuando-al-leer-nos-convertimos-en-cartografos/?mc_cid=1ca907439c&mc_eid=cff2c12368


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viernes, 1 de agosto de 2025

Columberos: Adaptación Literaria - Mi hermana Juana de George Sand

Adaptación Literaria - Mi hermana Juana


 GRANDES OBRAS DE LA LITERATURA

Entrega 189

Editorial Columba publicó en su momento adaptaciones de importantes novelas;
quizás, desconocidas por muchos. Es tiempo de descubrirlas y valorarlas.  


Publicado en revista Intervalo Álbum, Nº 84, editado en julio de 1964. De George Sand, con dibujos de Jorge Pérez del Castillo.

(1471)

Aurora Dupin, Baronesa de Dudevant, era ya "la buena señora de Nohat" cuando dio a la imprenta, en 1874, la novela que hoy adaptamos. Muchos de sus sencillos vecinos ignoraban que esa dama accesible y generosa había hecho ilustre el seudónimo de George Sand. Para ella habían pasado días de las borrascas sentimentales y políticas, pero continuaba produciendo los frutos quizás más bellos de su talento como si la ingente tarea creadora no debiera terminar sino con su vida.

*Escaneado por José Eduardo Rivero.



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