Ya no tenía puesto más que el traje de Gato con Botas –se había sacado la cabeza-, y extendió la mano.
“Gracias”, le dijo al chico que le explicaba que un señor le había dejado el papel que él le entregaba ahora.
“Es otra vez La Carta”, les aclaró Natalia a los actores que andaban por ahí. “La misma, sólo con una línea más, como todos los sábados”.
El autor de la carta se levantaba siempre un poco antes de que terminara la función infantil, muy concurrida por niños, padres y madres, y casi en la oscuridad le daba la carta a algún niñito, junto a dos caramelos.
“Es para el Gato”, le decía.
Lo que más le extrañaba a mi amiga era que el hombre, supuestamente al menos, no la había conocido más que caracterizada de Gato con Botas.
“Le excitará tu voz”, apuntaban los otros actores.
“¿Mi voz de ñañañá?”, replicaba Natalia, que no podía creerlo.
Todo había empezado en el segundo sábado de función, con una breve línea:
“La beso, si le gusta que la bese llame al 8501391493100097”.
Por supuesto que un número telefónico tan largo no existía, y tampoco existían celulares en esa época (Evolución de los teléfonos celulares y de su precio).
Y el otro sábado:
“La beso, si le gusta que la bese llame al 8501391493100097. La mimo, si le gusta que la mime vaya al café Las Flores”.
Había más de cien cafés Las Flores en Buenos Aires y, en ninguno, un hombre con cartel de mimador.
La carta había crecido mucho en cuatro meses y había llegado hasta lo extraordinario: acariciaba, retorcía, ardía, mordía, arañaba y daba números y direcciones falsos.
Natalia guardaba la última –que contenía a todas las demás- en el cajón del tocador, y solía leerla cuando cosía el traje de gato, que cada vez estaba más gastado.
“Menos mal que no es gato verdadero”, se decía, ya que este animal le producía una alergia física y psicológica de lo más exquisita.
Y respecto de las cartas sentía algo parecido, sumado a la curiosidad y a una cierta excitación.
Y la curiosidad y la excitación se iban acrecentando con cada nueva línea.
Una tarde, desde el escenario –y a pesar de la penumbra que ambientaba todas las escenas y que servía para hacer invisibles la peladura de ciertas zonas del felino y los harapos de su dueño, el marqués de Calatraba-, Natalia distinguió al hombre levantándose, entregando la consabida carta igual a todas pero con otra línea y huyendo raudamente.
No lo pensó dos veces. Ella saltó del escenario mientras un embobado silencio sin reacciones la rodeaba y comenzó a perseguir al hombre.
Las calles ya estaban oscuras y eran arboladas, de suburbio.
Natalia vio de lejos la figura que corría graciosamente, y veloz, y como era también muy ágil y había tirado la pesada cabeza cuando pasó por la boletería, pronto estuvo muy cerca.
Él aprovechaba las sombras y las ramas de los árboles, como en un juego de escondidas.
Ella se valía de su visión nocturna, perfeccionada enormemente en los últimos meses en el teatro.
Él la mareaba con sus idas y venidas por ramas y sombras, hasta que ella lo encontró.
Estaba cobijado en un gomero cuyas espesas hojas le tapaban la cara. Se había quedado quieto, confiando demasiado en su suerte.
Pero Natalia levantó las hojas.
Un poco antes de hacerlo había sentido que le picaban las orejas, que los cabellos se le ponían de punta y que iba a estornudar, y al ver la tenebrosa cara de gato del escritor de cartas misteriosas –y sus ojos rasgados, de pálido color- se desmayó entre sus brazos que eran como de felpa, aunque con pelos más largos y suaves.
Fue así que se curó del asma y conoció a Jorge, su marido, que en realidad no era un enorme gato de felpa ni tampoco tenía tan espeso el vello de los brazos, pero todo lo otro es verdadero. Mirado desde acá, parece un anticipo de la revelación que tuve ante el espejo, hace quince minutos…
Copiado de Monografía.com
http://www.monografias.com/blog/2008/09/17/el-gato-obsesivo/
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