miércoles, 15 de junio de 2011

SUEÑO DE DÉDALO, ARQUITECTO Y AVIADOR de Antonio Tabucchi


SUEÑO DE DÉDALO, ARQUITECTO Y (Antonio Tabucchi)

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SUEÑO DE DÉDALO, ARQUITECTO Y AVIADOR

Antonio Tabucchi nació en Pisa en 1943. Profesor de lengua y literatura portuguesas en la Universidad de Siena. Estudioso de Pessoa. Ha recibido un montón de premios por sus libros. Lo relacionan con las bamabalinas izquierdosas de Italia. Lo único claro es que se presenta como un escritor actual, llegado a su madurez creativa y del que se esperan más títulos de calidad. Es un escritor onírico. Confiesa que sufre de insomio, duerme poco, y la materia del escritor es el sueño. Verdad o mentira, ¿qué importa eso en el juego de la literatura? Lo que le importa es jugar. Cree en el juego serio, en el que se arriesga algo importante. Más bien escéptico (y en esto se equivoca) en cuanto a la filosofía como acceso a la verdad. Quizá no ha conocido "la buena", la seria, por rigurosa. Se fía más de la literatura, como arte que vela pero "quizá" también revela la verdad. La mayor parte de sus novelas y cuentos tienen como referente la idea de una personalidad disgregada que se busca a sí misma en la multiplicidad. En "El sueño de Dédalo", Tabucchi parece decirnos que sólo cabe salir de los laberintos que nos construimos los humanos -tantas veces sólo ensoñados- liberando a otros de los suyos. (A.O.D.)

Autor: Antonio Tabucchi
Título: Sueño de Dédalo, arquitecto y aviador
Publicado en: Sogni di sogni
Sellerio, Palermo, 1993.


Una noche de hace miles de años, no es posible calcular con exactitud el tiempo, Dédalo, arquitecto y aviador, tuvo un sueño. Soñó que se encontraba en las entrañas de un palacio inmenso, recorriendo un pasillo. El pasillo desembocaba en otro pasillo y Dédalo, fatigado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes. Cuando hubo recorrido el pasillo desembocó en una pequeña sala octagonal, de la que partían ocho corredores. Dédalo comenzó a sentir una gran ansiedad, un deseo de aire puro. Enfiló un corredor, pero éste terminaba contra una pared. Tomó otro, y también éste terminaba contra una pared. Por siete veces lo intentó Dédalo, hasta que, a la octava, enfiló un corredor larguísimo que después de una serie de curvas y de ángulos desembocó en otro corredor. Dédalo entonces se sentó sobre un escalón de mármol y se puso a reflexionar. Sobre las paredes del corredor había antorchas encendidas que iluminaban los frescos azules de aves y de flores.

Sólo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo. Se quitó las sandalias y comenzó a caminar descalzo sobre el piso de mármol verde. Para consolarse, se puso a cantar una antigua canción de cuna que había aprendido de una vieja criada que lo había arrullado en la infancia. Las arcadas del largo corredor le restituían su voz repetida diez veces.

Solo yo puedo saber cómo salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recuerdo.

En aquel momento desembocó en una amplia sala circular, pintada con paisajes absurdos. Recordaba aquella sala, pero no recordaba por qué la recordaba.

Había asientos forrados de paños lujosos y, en medio de la estancia, un amplio lecho. Sobre el borde del lecho estaba sentado un hombre esbelto, de ágiles y juveniles rasgos. Y aquel hombre tenía una cabeza de toro. Sostenía la cabeza entre las manos, sollozaba. Dédalo se le acercó y le puso una mano en el hombro. ¿Por qué lloras?, le preguntó. El hombre levantó la cabeza de entre las manos y le miró con sus ojos de bestia. Lloro porque estoy enamorado de la luna, dijo, la he visto una sola vez, cuando era niño y me asomaba por una ventana, pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero en este palacio. Me contentaría con tenderme sobre un prado, durante la noche, y dejar que sus rayos me besaran. Pero soy prisionero en este palacio, desde mi infancia lo soy. Y volvió a llorar.

Entonces Dédalo sintió una gran zozobra, el corazón le batía en el pecho fuertemente. Yo te ayudaré a salir de aquí, dijo. El minotauro levantó la cabeza y lo miró fijamente con sus ojos bovinos. En esta estancia hay dos puertas, dijo, y como custodia en cada puerta hay dos guardianes. Una puerta conduce a la libertad y la otra conduce a la muerte. Uno de los guardianes dice sólo la verdad, y el otro dice sólo la mentira. Pero yo no sé cuál es el guardián que dice lo verdadero y cuál es el guardián que miente, ni cuál es la puerta de la libertad y cuál la puerta de la muerte.

Sígueme, dijo Dédalo, ven conmigo. Se acercó a uno de los guardianes y le preguntó: ¿cuál es la puerta que según tu colega conduce a la libertad? Y luego cambió de puerta. En efecto, si hubiese interrogado al guardían mentiroso, este hombre, cambiando la indicación verdadera del colega, le habría indicado la puerta del patíbulo; si, en cambio, hubiese interrogado al guardián verdadero, este hombre, dándole sin modificarla la indicación falsa del colega, le habría indicado la puerta de la muerte.

Atravesaron la puerta de la libertad y recorrieron de nuevo un largo corredor. El corredor ascendía y desembocaba en un jardín colgante, desde el cual se dominaban las luces de una ciudad ignota. Ahora Dédalo recordaba, y era feliz al recordar. Bajo los zarzales había escondidas plumas y cera. Lo había hecho para sí, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y aquella cera construyó hábilmente un par de alas y las sujetó a las espaldas del minotauro. Después lo condujo al borde del jardín colgante y le habló.

-La noche es larga, dijo, la luna muestra su cara y te espera, puedes volar hasta ella.

El minotauro se volteó y lo miró con sus apacibles ojos de bestia.

-Gracias, dijo.

-Ve, dijo Dédalo, y le empujó.

Durante un buen rato quedó contemplando al minotauro alejándose con amplias brazadas en la noche, volando hacia la luna. Volaba, volaba.



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