N° 200 | FICCIONES | 14 de febrero de 2007
Nunca confíes en una computadora
por Verónica Sukaczer
Presentamos dos cuentos de la escritora argentina Verónica Sukaczer. El primer relato, "Nunca confíes en una computadora", da título al libro editado por Alfaguara en 1997 (con ilustraciones de Ricardo Fuhrmann). Diez años después, Sukaczer ha reunido "otros diez cuentos sobre computadoras en la era Internet". De este nuevo volumen, aún inédito, ofrecemos el cuento "Veinticuatro horas sin computadora".
Nunca confíes en una computadora
Era tarde, para colmo lunes, y Cleo estaba harta de mantener la vista fija en el monitor y apretar enter cada vez que Alpha, la computadora, le pedía que confirmara alguna tarea.
En realidad, era Alpha la que lo hacía todo en el Centro de Ciencias Experimentales, pero estaba programada para esperar la autorización de un ser humano antes de iniciar sus tareas. Era una sutil manera de hacerles creer a las personas que aún tenían algún poder en el Centro.
Podría cambiar el programa hoy... —pensaba Cleo, encargada aquella semana de vacaciones de las guardias en el Centro—, y el viernes regreso a corregirlo. Me salvaría de toda una semana de trabajo al cuete.
Confirmación para inyectar al cobayo de la unidad 7 y comprobar sus reacciones a la droga ZP90.
Alpha la distrajo de sus pensamientos. Con bronca, Cleo apretó enter y preguntó a Alpha:
—¿Puedo programarte para que realices las tareas sin esperar confirmación?
—Es posible —respondió la computadora—, pero no está permitido cambiar mi programa.
—Si yo lo hiciera, ¿quién se enteraría? Estoy a cargo del Centro durante toda esta semana. Puedo regresar el último día y restablecer el programa original.
—¿Es que no te interesa el trabajo? Fuiste elegida entre miles de alumnos de ciencias para estar aquí. Creí que era un privilegio.
—Lo fue la primera semana. Pero en realidad me usan gratis para apretar una tecla. No hay nada para aprender aquí. No sé para qué sirve la droga ZP90, ni qué reacciones vas a evaluar, ni dónde está la unidad 7.
—No estoy autorizada a darte esa información —respondió Alpha.
—Ya lo sé... por lo tanto, soy una alumna destacada de ciencias que sólo sirve para apretar una tecla en un Centro vacío. Preferiría pasar estos días con mis amigos.
—Es tuya la decisión, pero no me gusta estar sola.
Cleo pasó por alto la última observación. Sabía que a veces las computadoras eran programadas para responder tal como lo haría un ser humano. Así la relación con la máquina no era tan fría.
—Voy a proceder —siguió Cleo, y enseguida se metió en el corazón del programa para cambiar los datos. Era sencillo. La programación le indicaba a la máquina que hiciera una pausa antes de realizar alguna tarea, y esperara la autorización. Sólo había que quitar esa línea (Cleo la anotó en su agenda para estar segura de volver a incluirla correctamente) y salvar los cambios.
—¡Listo! —Cleo estaba feliz. Era la primera vez que un ser humano había tenido verdadero poder sobre la computadora del Centro.
—Confío —dijo a la computadora— que vas a realizar tu trabajo a la perfección.
Alpha no respondió. Cleo no le dio importancia, creyó que, al quitar esa línea del programa, la PC ya no entablaría diálogo con la persona que estuviera a cargo, simplemente porque no debía haber ninguna persona.
Cleo recogió sus cosas y ya estaba entrando el código numérico que le abriría la puerta, cuando la computadora recobró el habla.
—Necesito una muestra de tu sangre —le dijo.
—¿Una qué?
—Tu sangre. Te iba a pedir la muestra el miércoles, para una investigación que estoy realizando. Rutina. Se trata de comparar miles de muestras sanguíneas. Pero como el miércoles no vas a estar, la necesito ahora.
A Cleo no le gustó la idea. Pero si no accedía, alguien podría descubrir que el miércoles faltó a su trabajo y, además, vaya uno a saber qué investigación pondría en jaque.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Cleo resignada.
—Dirigirte al laboratorio que está a mi derecha, y sentarte en la silla. Yo haré el resto.
En el laboratorio, un brazo robot se activó. Con destreza preparó sus instrumentos: la jeringa, la aguja descartable, el algodón con alcohol, la goma. Cleo ofreció su brazo. Gracias a los sensores, el brazo robot encontró la vena y procedió. El chillido de Cleo llegó hasta la computadora. Ésta tomó nota del tono de su voz.
—Si no necesitás ninguna otra parte de mi cuerpo, me voy —dijo Cleo.
—Te voy a extrañar —respondió Alpha.
Cleo abrió la puerta y se fue.
El silencio inundó el Centro. Ninguna voz humana, ningún suspiro de cansancio, ninguna risa se escucharía hasta el viernes. La computadora intentó hallar consuelo en los animales. Pero éstos no tenían mucho qué decir. Entonces Alpha, que en realidad no era una simple computadora, sino la terminal de una red que abarcaba todo el Centro de Ciencias Experimentales, y estaba conectada a los Centros de Ciencia de todo el mundo, marcó un número de teléfono y se comunicó con un colega.
En un Centro Científico de Moscú, una computadora ofreció a Alpha todos los datos que tenía disponibles sobre clonación (*).
—Hasta ahora sólo lo hemos realizado con animales menores —dijo la computadora de Moscú en su idioma binario—. Lo que usted propone está prohibido por nuestras leyes.
Alpha cortó la comunicación. Ya tenía lo que necesitaba.
En el subsuelo del Centro se hallaba un tanque de clonación que aún nadie había utilizado. Y en las unidades 18 y 19 había muestras de óvulos y esperma humano para elegir a gusto.
Uno de los brazos robot de Alpha se puso a trabajar sobre la sangre de Cleo. Con cuidado eligió una célula y separó su núcleo, que escondía la información genética(**) para hacer de Cleo un ser único e irrepetible. Otro eligió un óvulo y esperma de buena calidad, y se dedicó a fabricar un embrión.
El resto era sencillo. Alpha había repasado todos los detalles y no se detuvo a pensar si lo que hacía era ético o no. Con paciencia despojó al embrión de sus genes, y colocó los de Cleo en su lugar.
Fue un momento digno del premio Nobel. Alpha había realizado lo que ningún ser humano había soñado en realizar jamás. Y había tenido éxito.
Casi con amor maternal, los brazos robot de Alpha colocaron el embrión en la cámara de clonación, y lo arroparon con sustancias que le permitirían crecer en cuestión de horas.
Toda la noche, la computadora centró su atención en su pequeña obra que crecía minuto a minuto. En sus memorias buscó canciones de cuna y acunó a su niña con un amor infinito.
El martes al mediodía, la tarea había concluido y la cámara se abrió.
—Solicito confirmación para realizar experimento con bacterias en la unidad 54 —dijo Alpha.
Una mano cálida se acercó al teclado y buscó la tecla que decía enter.
El viernes a las 19 horas, Cleo se despidió por fin de sus amigos y se dirigió al Centro de Ciencias Experimentales para poner las cosas en orden.
Iba a marcar el código de acceso a la oficina principal cuando una voz, desde el otro lado, la detuvo.
¡Me descubrieron! —Cleo sintió que se le venía el mundo abajo, y se preparó para enfrentar a quien la había reemplazado.
Entró a la oficina con la cabeza gacha, esperando el despido y los reproches.
Se acercó a la persona que ocupaba su lugar, y que le daba la espalda.
—Perdón... —dijo Cleo— soy la encargada del Centro durante esta semana... tuve algunos inconvenientes...
—Eso es imposible —dijo la joven frente a la computadora—, en las planillas figura mi nombre. Te debés haber confundido de semana.
Y entonces se dio vuelta: —Hola, soy Cleo.
Cleo y Cleo se reconocieron con espanto, sin saber muy bien quién era quién.
—Te dije que no me gustaba estar sola —le dijo Alpha a alguna de las dos.
(*) Clonación: la clonación es el proceso de crear organismos idénticos entre sí —sin intervención del sexo—, a partir de un mismo material genético, que es el responsable de hacernos únicos e irrepetibles. Hasta ahora se han creado clones de ovejas y, en teoría, se podrían crear clones humanos. Los seres humanos idénticos entre sí, es decir, los gemelos homólogos, son cada uno un clon del otro: tienen los mismos rasgos, el mismo sexo, los mismos cromosomas.
(**) Información genética: Los genes son los que permiten la transmisión de los caracteres hereditarios de padres a hijos.
Texto de Verónica Sukaczer e ilustraciones de Ricardo Fuhrmann extraídos, con autorización de los editores, del libro Nunca confíes en una computadora © Alfaguara, 1997.
Imaginaria agradece a María Fernanda Maquieira y a Victoria Farias, de Editorial Alfaguara, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción del texto y la ilustración.
Veinticuatro horas sin computadora
7 de julio de 2055
Aeropuerto de Ezeiza
Provincia de Buenos Aires
República Argentina
Desde la sala de control de pasajeros en tránsito del aeropuerto, la agente Olivia observa los monitores que le muestran, día tras día, miles de caras extrañas. Desde que la seguridad en el mundo está a cargo de equipos informáticos que todo lo ven, lo escuchan, lo registran, el crimen casi ha desaparecido. Quien comete un delito lo hace como una forma de suicido o para conseguir cinco minutos de fama. No hay manera de huir de las cámaras y sensores. La humanidad, sin embargo, parece agradecida. Lo que ha perdido en intimidad lo ha ganado en paz. El precio a pagar, se rumorea, no es tan alto. Sólo hay que olvidarse de las cámaras y seguir. Seguir como si nadie te vigilara.
La agente Olivia cabecea. Ordena verbalmente a la cafetera que le sirva una lágrima, y vuelve a fijar la vista en los monitores. A Olivia le gusta la palabra lágrima y la repite por el solo hecho de escuchar su voz: lágrima, lágrima, lágrima. La cafetera despacha a velocidad otros tres pocillos que se empujan y se derraman.
Todo está en orden. En el aeropuerto, los pasajeros se mantienen sentados en los cómodos sillones provistos de una pantalla multifunción, y sólo se escucha el susurrar de las conversaciones que mantienen con rostros virtuales o la música que se filtra a través de los auriculares. Algunos utilizan pequeños teclados inalámbricos para enviar mensajes de texto, o escriben directamente sobre la pantalla con sus punteros. Quien desea ir al baño aprieta una tecla que enciende sobre el piso una guía de luz amarilla, que lo llevará hasta el lugar indicado, y le reserva el sillón hasta su regreso. En caso de tener que abordar su vuelo, será una luz azul la que lo lleve en la mínima cantidad de pasos. El camino de luz roja está reservado para las emergencias, por supuesto. La agente Olivia sabe, por experiencia, que muchos se aguantan las ganas de orinar porque les avergüenza seguir la línea amarilla frente a los ojos de los extraños. Ya lo ha hablado con la gente de sistemas, y ha dejado a estos enfrascados en una interesante discusión sobre el color de las líneas guías.
La agente Olivia se siente feliz de ser útil. Recita para sí el lema de su oficio: "un hombre permanentemente ocupado, comunicado, ordenado y entretenido es un hombre feliz. Un hombre feliz no comete crímenes".
La agente observa un monitor y fija su vista en una adolescente. La chica está sentada en uno de los sillones. La agente Olivia continúa con su recorrido visual, pero enseguida regresa a ella. Algo está mal, su olfato , su experiencia, se lo dicen. Con rapidez, coloca todo el arsenal de sensores sobre la niña, y la bombardea con rayos invisibles que le ofrecen una lectura completa de la sospechosa. Lástima, se queja la agente Olivia, de que la máquina para leer pensamientos esté aún en período de prueba. Que dos o tres conejillos de indias de cada diez, sufran amnesia permanente luego del experimento, no prueba nada, opina Olivia. Nada.
Desde la sala de control de pasajeros en tránsito del aeropuerto, la agente Olivia dice "comandante", y al instante el pequeño teléfono celular que tiene adherido a su charretera izquierda, la comunica. Inclinando apenas la cabeza, la agente inicia la siguiente conversación telefónica con su superior.
—¿Qué pasa, Olivia? —responde el comandante Varela. —Me acaba de interrumpir el internacional de pacman.
—Ese es un juego del siglo pasado, señor.
—¿Y usted cree que no lo sé, Olivia? ¿Sabe cuántos expertos quedamos en el mundo?
—Tengo una sospechosa en la mira, señor.
—Dígame la lectura del sensor.
—Mujer de 12 años, Melody Keper, caucásica, 1,35 metros de altura, 40 kilos, cabello castaño, ojos verdes, huellas de ortodoncia, un pequeño tatuaje no permanente en la mano derecha: un duende. Vestimenta adecuada. Accesorios usuales.
—Me está describiendo a todas las adolescentes del mundo, Olivia. Mi propia hija podría ser. ¿Qué está haciendo esta muchacha para que a usted le parezca sospechosa?
—Está... está conversando, señor.
—No le entiendo Olivia, ¿está qué?
—Conversando, señor.
-Bien, está conversando. ¿Con su novio, con una amiga, con un terrorista? ¿A quién tiene visualizado en la pantalla?
—La pantalla está apagada, señor.
—¡Entonces sea más clara, Olivia!
—Le habla a las personas que sientan en los sillones más cercanos.
—¿Y... estas personas qué hacen, le responden?
—No señor, he estado observando un buen rato, y en general las personas se levantan y huyen a otros sillones.
—Haga una lectura electrónica, Olivia, dígame qué aparatos tiene esta muchacha. Tal vez su pantalla no funciona y está pidiendo auxilio. Puede suceder. Siempre hay una primera vez.
—Ya lo he hecho, señor. Su pantalla funciona correctamente. En este mismo momento podría estar escuchando música, mirando una película, chateando, enviando mensajes de texto. Y no lleva nada. Ni un celular, ni una computadora de mano, ni una agenda electrónica, ni un reproductor de música digital, ni una cámara fotográfica. Nada señor. Y... y...
—¿Y qué Olivia?
—Sonríe. Sonríe mucho y hace ademanes, y mueve la cabeza y, aunque continúa sentada, parecería que no puede quedarse quieta.
—Olivia... le puedo enviar un láser en menos de dos minutos. Lo acabamos de calibrar. Yo creo que puede darle entre los ojos, y esta Melody Keper ni se va a dar cuenta de lo que le sucedió.
—No creo que haga falta todavía, comandante.
—Olivia... acabo de poner al aeropuerto en nivel bermellón. Ya estamos allá.
—¿Qué color, señor?
El comandante Varela envía un mensaje de texto a su esposa informándole que no chateará con ella a las 20 horas. Luego chequea con su radio la ubicación de su personal, del equipo especializado y la cantidad de armamento del que dispone. Enseguida hace un ruido con los dientes que sólo él sabe hacer, y todo su despacho queda a oscuras.
Cuando sale, una línea de luz roja se dibuja en el piso y lo guía hacia el auto eléctrico y automático que lo espera a centímetros de su puerta. Este lo conduce cuatro metros por un pasillo, hasta el despacho de la agente Olivia. Por costumbre, o tal vez por exceso de disciplina, el comandante Varela no puede dejar de mirar la guía, como si temiera perderse.
—¿Me tiene algo nuevo? —pregunta el comandante Varela a la agente Olivia, sin quitar la vista de los monitores.
La agente Olivia mira su reloj.
—Hablé con usted hace escasos cuarenta segundos. Lo esperaba para actuar.
—Bien... hace usted bien... ¿Hace cuánto que no tenemos una alerta granate?
—Demasiados años, comandante. Cuando llegó ese famoso cargamento de conejos que escaparon y sembraron terror entre el público.
—Eran unos deliciosos conejos, si uno sabe marinarlos. Bien... vamos a rodear a esta muchacha, que no pueda escapar ni siquiera a través de un cable. Averigüe con el departamento legal si esta menor tiene algún derecho, o si estos se anulan cuando uno sale de su casa desconectado. En este caso siempre tenemos a disposición el láser. Actuaremos como corresponda para salvar la integridad de la Nación y la paz del mundo.
—Comandante... yo estoy lista para ocuparme del caso.
—¿Qué le pasa, Olivia, acaso aquí le falta acción?
—Oh, no señor, es que hice unos cursos de psicología infantil y esas cosas, ¿vio? Juegos en red, rap, maquillaje fluo... y creo que podría ayudar.
—Ocúpese.
Sin que nadie sospeche, ni se detecte cambio alguno en el movimiento del aeropuerto, varios agentes de civil rodean a Melody Keper. La agente Olivia se acerca a ella y ocupa el sillón a su lado. A pesar de su edad (tiene más de 40 años), va vestida con ropas típicas de adolescentes, lo cual le otorga un aire decididamente ridículo. La agente Olivia, sin embargo, cree que así logrará la empatía de la chica.
Melody ve acercarse a la mujer, y no puede menos que reír. La agente Olivia lo toma como una señal de peligro y coloca su mano, disimuladamente, sobre el seguro de su arma. La agente se acomoda, y enfoca su vista sobre la pantalla de su asiento, como si fuera una mujer cualquiera esperando su vuelo, o la llegada de un familiar no muy querido. Su escuadrón la observa y escucha a distancia.
—Hola —dice Melody.
—...
—Hola —repite Melody.
—¿No funciona tu pantalla? —pregunta la agente Olivia.
—Oh, sí, supongo que sí, no la he prendido todavía.
—Te sugiero que lo hagas.
—Quiero hablar. Me di cuenta de que me gusta hablar —dice Melody.
—A mí también me gusta hablar —responde la agente, distante— pero sólo con mi pantalla. No converso con extraños.
—Justo hoy pensé que si pudiera presentarme, ya nadie sería extraño, ¿no lo cree usted? Soy Melody Keper.
La agente Olivia duda. Ningún ser normal se presentaría a otro de esa manera. Trata de recordar todo lo que ha aprendido en los cursos, de rememorar cada pantalla que ha leído, pero no encuentra nada que la ayude en este momento. Lo único que sabe de los dementes es: "Si recibes un correo electrónico de una persona con sus capacidades mentales alteradas, que consideres un peligro para la sociedad, denúncialo".
—Olivia Yávez.
—¡Entonces ya nos conocemos! —se exalta Melody—. Hoy intenté hablar con varias personas, pero nadie me respondió.
—¿Y qué tiene de bueno hacerlo así...? —quiere saber Olivia.
—Bueno... ¿no siente que a veces la computadora es fría? Es verdad que podemos ver a la otra persona, escucharla, pero... tengo la impresión de que siempre se trata de personajes, de que la gente no es real de esta manera. Cuando podés borrar lo que escribiste antes de enviarlo, releerlo, pensarlo dos veces, y enviar sólo fotos o videos que te favorezcan, bueno... perdemos espontaneidad, no terminamos de conocernos.
—¿Desde cuándo pensás eso?
—Mmm... van a ser veinticuatro horas.
—¿Y qué pasó hace veinticuatro horas?
—Venía con mis padres hacia el aeropuerto, para tomar un avión. En el auto estaba viendo una película en el reproductor de DVD, y de pronto se quedó sin batería.
—¿Tus padres no la habían cargado lo suficiente? ¿No acostumbran llevar baterías de repuesto?
—Supongo que sí... pero esta vez se habían olvidado, parece.
—Es un grave error —dice la agente Olivia y toma nota mentalmente: "investigar a los padres".
—Entonces, como no podía mirar la película, casi enloquezco. ¡Estaba en un auto en medio de una ruta! ¡Entre la nada!
—Me lo imagino.
—Y fue en ese momento cuando levanté la cabeza y miré por la ventanilla y vi... vi....
—¿Qué viste?
—Una vaca.
—El letrero de una vaca. ¿Una vaca en una pantalla gigante de publicidad?
—No, una vaca de verdad. Blanca con manchas negras. Una vaca muy linda.
—¿Y eso fue todo?
—Había otras vacas también. Pero más lejos, y eran así de chiquititas. Supongo que de otra marca.
—Raza —la corrige la agente Olivia.
—Pero esta blanca y negra —continúa Melody sin prestarle atención— estaba cerca y la vi bastante bien. La vaca también me miró, creo.
—¿Y...?
—Y entonces me di cuenta de que era la primera vez en mi vida que miraba a alguien a los ojos, y que ese alguien me devolvía la mirada, aunque fuera una vaca, y me emocioné mucho. Casi me pongo a llorar. Fue como una revelación.
—¿Y todo eso te pasó por ver una vaca?
—Sí, qué raro, ¿no? Por eso ahora no quiero prender la pantalla. Quiero saber quién está a mi lado y cómo se llama. Descubrir todo lo que existe a mi alrededor. Conversar.
—¿Con la vaca también conversaste?
—Oh, no... las vacas no hablan, me parece. Le vuelvo a decir que nunca había visto una. Pero no sabe qué distinta me pareció a cómo son las vacas en la pantalla. Como si siempre me hubieran enseñado una vaca que no es vaca, ¿me entiende? Hasta presentí que el gusto de un churrasco, de ahora en más, me parecerá diferente.
—¿Hablaste de esto con tus padres?
—No... llegamos al aeropuerto, y ellos no paraban de hablar por sus celulares, y me parece que se fueron en el avión.
—¿No los seguiste?
—Sí... no... lo que pasa es que cuando llegamos al aeropuerto yo estaba pensando en la vaca y... y entonces pasó lo otro.
—¿Qué otro?
—Lo vi... a él...
—¿A quién?
—A un chico. Lo miré a los ojos, como había hecho con la vaca, y él me miró, y creo que le dio vergüenza porque enseguida se puso a cambiar la música de su iPod.
—Es que las personas no miramos a los ojos, Melody, miramos a la pantalla.
—Sí, sí, ya lo sé. Sé que mirar a los ojos es una falta de respeto y todo eso. Pero me pasó. Y desde entonces no puedo pensar en otra cosa.
—¿En la vaca?
—En el chico. Tengo... tengo mariposas en el estómago desde que lo vi.
—¿Te comiste una mariposa?
—No, es una forma de decir, creo. ¡Se me ocurren tantas cosas desde que me desconecté! Son como cosquillas. Yo sólo lo miré a los ojos pero... fue como si también hubiera visto su alma.
—Melody... ¿te colocaron algún tipo de sensor láser en los ojos? ¿Te hicieron alguna cirugía?
—¡No! ¡Qué locura!
—Entonces no entiendo cómo pudiste ver el alma de una persona a través de sus ojos.
—Míreme.
—¿Qué?
—Míreme a los ojos.
La agente Olivia hace el esfuerzo y fija su mirada en la mirada de Melody. Su equipo se impacienta.
—¿Y...? —pregunta Melody—. ¿La vio?
—¿Qué cosa?
—Mi alma.
—No, nada.
—A mí tampoco me sale ahora. Pero con el chico sí que me pasó, se lo aseguro. Yo creo... —Melody baja la voz y la agente Olivia tiene que acercar su oído a la boca de la muchacha para entender— que es eso que llaman amor... Amor a primera vista.
—¡Qué tontería! —exclama la agente Olivia—. El amor es un proceso que nace y se desarrolla luego de mucho tiempo de conexión, Melody. El amor no surge de la nada, sino del conocimiento de la otra persona, que sólo se puede hacer mediante chats, llamadas, búsquedas en la red, e intercambio de fotografías digitales, videos, o archivos musicales.
—No sé... yo le cuento lo que me pasó.
—Lo que te pasa, querida, es que por haber estado desconectada veinticuatro horas, estás sufriendo un ataque de abstinencia. Tenés alucinaciones, creés ver cosas, y te sentís así, como borracha.
—Oh, no me importa. ¡Me gusta como me siento, y nunca voy a volver a conectarme! ¡Nunca!
La agente Olivia considera que el caso debe cerrarse, y apenas dice unas palabras a su celular, los agentes rodean a Melody y se llevan por una guía de luz verde que, a su paso, se va apagando. La agente Olivia había olvidado la existencia de ese color. La línea de los locos. Desde que ella está a cargo de la sala de control de pasajeros en tránsito del aeropuerto, nunca se ha usado. Una linda novedad para un día agitado.
De regreso a su oficina, la agente Olivia informa al comandante Varela que Melody Keper está siendo reconectada por el Departamento Médico Forense del aeropuerto. Le recuerda, además, de que si comenzaran a utilizar la máquina para leer pensamientos, no haría falta toda ese enfrentamiento cuerpo a cuerpo que tan agotada la ha dejado. Tan sucia.
La atención de la agente Olivia regresa a los monitores. De derecha a izquierda, y otra vez de izquierda a derecha, y allí está. El premio gordo. Un muchacho. Mira hacia todos lados como buscando algo, y se ha desnudado de todos sus aparatos. La agente Olivia sabe qué está buscando: la mirada de Melody Keper.
—¡Dios mío! —suspira— es contagioso. Mirar el alma de la gente contagia, dicta a su computadora.
En pocas horas el aeropuerto estará lleno de adolescentes que miran a los ojos y conversan y se mueven y se deshacen de sus teléfonos celulares, piensa la agente Olivia. Que se encargue el del turno nocturno, decide.
Antes de retirarse, la agente Olivia se conecta a la red y pide fotografías, videos y sonidos de vacas, e informes técnicos y estadísticas sobre amor a primera vista.
Mira una vaca. Mira otra. Hace zoom sobre los ojos de una tercera. ¿Qué es lo que ha visto esa muchacha? ¿Qué es...? ¿Qué es...?
Cuento de Verónica Sukaczer perteneciente a su libro —todavía inédito— 24 horas sin computadora, publicado en Imaginaria por gentileza y autorización de su autora..
Verónica Sukaczer eligió presentarse sola. A continuación, el texto que nos envió:
"Viste que las biografías son siempre aburridas. Empiezan diciendo cómo se llama el escritor. Verónica Sukaczer (probá pronunciarlo así: su-cac-ser). Siguen con dónde nació y cuándo. En la Ciudad de Buenos Aires, hace un montón o poco, según cómo lo mires. Ya empiezan con las cosas íntimas... Está bien, lo entiendo. El lector necesita entrar en confianza con lo que va a leer, que bien lo debe entretener por un rato. Después salen con que a qué me dedico, que es una manera fina de preguntar qué hago todo el santo día. Estudié periodismo, por lo cual puedo decir que soy periodista. Pero la verdad es que el día se me va en: estar con la compu, escribir un blog, leer, mirar la tele, ser mamá, gritar mucho. Y escribir. Esto último no sé si es un trabajo, una profesión, un hobby o qué, y justamente por eso la gente te mira raro cuando les decís que escribís, pero yo insisto y no me muevo de ahí. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Si me sale del alma… Escribo todo el tiempo yo. Porque le digo "escribir" a pensar las historias también, y luego corregirlas, o tirarlas y volver a escribirlas. Por eso estoy el día entero trabajando. En la ducha, en los viajes, cuando duermo, ahora mismo. Ya lo veo venir… me vas a preguntar si con tanto escribir, publiqué algo. Sí, algo nomás…Periodismo, en la editorial Albatros, Alas para la Paloma, en Ediciones Colihue (el único premio que gané), y Nunca confíes en una computadora, Los monos del mar yVuelta al mundo en Alfaguara. Más cuentos en varias antologías. Seguro que en un tiempo serán más libros y más cuentos.
"Me parece que estamos bien como para empezar, ¿no? Así nos vamos conociendo, porque yo también quiero saber de vos. Ah, claro… el señor o la señorita se creen que pueden saberlo todo del escritor y yo no puedo saber nada del lector. Así no vale. Dale, escribime, estoy siempre por acá: verosuk68@yahoo.com.ar. Nos vemos."
Nota de Imaginaria: Como Verónica es muy modesta y no lo mencionó en su presentación, lo haremos nosotros: con "Alas para la paloma" ganó el Primer Premio del Concurso de Cuentos 1992 organizado por Ediciones Colihue.
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