—¿Qué hora es, señor Brunier?
Los ojos castaños de Lucía recobraron en ese instante el asombro perdido de la infancia.
El señor Brunier esperaba la pregunta. Miró su reloj pulsera y dijo marcando las sílabas para que Lucía entendiera bien la respuesta:
—Las nueve y cuarenta y cuatro.
—Faltan todavía tres minutos… ¡qué día tan largo! Ha durado toda la vida. ¿Dios me regalará estos tres minutos?
Brunier la miró unos segundos: recostada, con los ojos muy abiertos y mirando hacia ese largo día que había sido su vida.
—Dios te regalará muchos años —dijo el señor Brunier, inclinándose sobre ella y mirándole los ojos castaños: hojas marchitas que un viento frío barría en aquel momento lejos, muy lejos de ese cuarto estrecho.
—Alguien está entrando en este cuarto… el amor es para este mundo y para el otro. ¿Qué hora es, señor Brunier?
Brunier volvió a inclinarse para ver aquellos ojos color té, que empezaban a irse, girando por los aires como hojas.
—Las nueve cuarenta y siete, señora Lucía —dijo con tono respetuoso mirando a los ojos, que ahora parecían estar tirados en cualquier acera—. Las nueve y cuarenta y siete —repitió supersticioso y deseando que ella lo oyera. Pero ella estaba quieta, liberada de la hora, tendida en la cama de un cuarto barato de un hotel de lujo.
Brunier le tomó una mano, tratando de hallarle un pulso que él sabía inexistente. Con mano firme le bajó los párpados. El cuarto se llenó de un silencio grave, que iba del techo al suelo y de muro a muro. Sobre una maleta marchita estaba la chalina de gasa color durazno. La cogió y la extendió sobre el cadáver. Apenas hacía bulto en la cama. El pelo sepia formaba una mancha desordenada debajo de la gasa.
Brunier se dejó caer en un sillón y se quedó mirando los cristales brillantes de las ventanas. Afuera los automóviles de colores claros se llenaban y se vaciaban de jóvenes ruidosos. ¿Cuántos años hacía que, metido en aquel uniforme verde y dorado, cuidaba la puerta del hotel? Veintitrés años. Así se le había ido toda la vida. Le pareció que solo había abierto la puerta a malhechores. La banda era interminable y los “Buenos días”, “Buenas tardes” y “Buenas noches”, también interminables. Solo la señora Mitre le había dicho al entrar “¿Qué hora son?” La recordó perfectamente: venía seguida de dos mozos que le llevaban las maletas. No era demasiado joven, tal vez ya llegaba a los treinta años. Sin embargo, al pasar junto a él le sonrió con una sonrisa descarada. “Las señoras no sonreían así, solo los muchachos”, se dijo Brunier. Y para colmo, aquella señora le guiñó el ojo. Se sintió desconcertado. La viajera llevaba al cuello una amplia chalina de gasa color durazno cuyas puntas flotaban a sus espaldas como alas. Uno de los extremos de la chalina se quedó prisionera en una de las puertas y la sonriente extranjera dio un paso hacia atrás al sentirse estrangulada por la gasa. Brunier se precipitó a liberar la prenda y luego se inclinó respetuosamente ante la viajera.
—¡Gracias, gracias! —repitió la señora con un fuerte acento extranjero.
Brunier hizo una nueva reverencia dispuesto a retirarse. La extranjera lo detuvo sonriente.
—¿Cómo se llama?
—Brunier —contestó avergonzado por la falta de discreción de la señora.
—¿Qué hora es, señor Brunier?
Brunier vio su reloj pulsera.
—Las seis y diez, señora.
—El avión de Londres llega a las nueve y cuarenta y siete, ¿verdad?
—Creo que sí… —contestó el portero.
—Faltan tres horas y treinta y siete minutos —dijo la desconocida con voz trágica.
La extranjera cruzó el vestíbulo del hotel a grandes pasos. Su abrigo corto dejaba ver dos piernas delgadas y largas, que caminaban, no como si estuvieran acostumbradas a cruzar salones, sino a correr de prisa por las llanuras. Se inscribió en el hotel como Lucía Mitre, recibió su llave y anunció con desenvoltura:
—Reserven el cuarto 410 para el señor Gabriel Cortina que llega hoy en el avión de Londres a las nueve y cuarenta y siete minutos.
El cuarto 410 estaba al lado del cuarto 412, el número que le había tocado a ella. Durante varios días la señora Mitre comió y cenó en su habitación. Nadie la vio salir. El cuarto 410 permaneció vacío. En la vida del hotel llena de grupos de gentes que entran y salen, estos hechos insignificantes pasaron inadvertidos. Solo Brunier espiaba con atención las entradas y salidas de los clientes, esperando ver reaparecer a la señora de la chalina color durazno, que le había guiñado el ojo y preguntado la hora. Con discreción indagó entre las doncellas y los camareros.
—¿Qué? ¿La sudamericana? Está tocada. Se arregla, se siente en un sillón y pregunta: “¿Qué hora es?”
Marie Claire, después de imitar la voz y los ademanes de la extranjera, se echó a reír.
—¡Qué manía! A mí también no hace sino preguntarme la hora —dijo Albert, el camarero que le llevaba los desayunos.
—Algo le pasa —comentó Brunier pensativo.
—Está esperando a su amante… —exclamó Marie Claire soltando una carcajada rencorosa.
Brunier escuchó las confidencias y siguió cuidando la gran puerta de la entrada. Pasaron dos meses. De la gerencia del hotel le preguntaron a la señora Mitre si pensaba seguir guardando la habitación 410.
—¡Claro! El señor Gabriel Cortina llega hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete —contestó ella con aplomo.
—¡Es una extravagante! —dijeron en la administración.
—Los ricos pueden serlo. ¿Qué le importan esos francos si en su país tiene cien mil caballos y trescientas mil vacas? —replicó mademoiselle Ivonne con voz amarga y dejando por unos momentos las cuentas para entrar en la conversación.
—Todos los sudamericanos tienen muy buenas vacas y muy malas maneras. Como carecen de ideas están llenos de manías —dijo el señor Gilbert, asomándose por encima de su cuello duro.
La señora Mitre no tenía tantas vacas y al terminar el tercer mes no tuvo con qué pagar la última cuenta del hotel. El señor Gilbert subió a su habitación. La señora Mitre le abrió la puerta sonriente, lo hizo pasar y le ofreció asiento.
—Señora, lo siento, estoy totalmente desconcertado, pero… debe usted mudarse de hotel.
—¿Mudarme? —preguntó la señora asombrada.
El señor Gilbert estaba apenadísimo. La cuenta del hotel no había sido cubierta.
—Según tengo entendido, la señora no tiene dinero para cubrir la cuenta.
—¿Dinero? No, no tengo nada —dijo la señora echando la cabeza para atrás y riendo de buena gana.
—¿Nada? —preguntó el señor Gilbert aterrado.
—¡Nada! Lo que se dice nada —aseguró ella sin dejar de reír.
El señor Gilbert la miró sin entender lo que ella le decía. Realmente era aterradora la confesión de la señora que tenía delante.
—¿Por qué duda usted de su palabra si me dijo que llegaba hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete…?
—No, no lo dudo… —dijo Gilbert desconcertado.
La señora Mitre lo miró un rato con sus ojos color té. Luego pareció nerviosa, se torció las manos y acercó mucho su rostro al del señor Gilbert.
—¿Qué hora es…? —preguntó inquieta.
—Las cuatro y cinco —contestó el hombre casi a pesar suyo.
Las tardes eran ahora muy cortas y por las ventanas entraba el oscurecer gris y frío. El señor Gilbert encendió una lámpara que estaba sobre una consola y su luz rosada iluminó la cara pálida de la señora Mitre. Era duro decirle a aquella mujer sonriente y delicada que debía desalojar el cuarto ahora mismo. La miró con valor.
—¡Señora…!
Ella se volvió hacia él, sonriendo con aquella sonrisa de muchacho de campo y le guiñó el ojo.
—Sí, señor…
—Si pudiera usted, al menos, dejar algo…
—¿Algo? —preguntó ella asombrada y descruzando las piernas.
—Sí, algo de valor —dijo el señor Gilbert impaciente. ¿Por qué le tocaría a él precisamente venir a decirle a la señora Mitre esta estupidez?
Lucía Mitre apoyó los codos sobre las rodillas, sostuvo la cara entre sus manos y lo miró con fijeza como si no entendiera lo que le pedía. Gilbert guardó silencio. No se le ocurría agregar ninguna palabra.
—¡Ah! ¿De valor? —repitió Lucía, como para sí misma. Entrecerró los ojos y volvió a cruzar las piernas. De pronto se llevó las manos a la nuca y con decisión se quitó el collar de perlas de varios hilos que llevaba puesto.
—¿Esto? —dijo extendiendo las manos que sostenían las perlas. El señor Gilbert apreció desde lejos sus reflejos tornasoles y pareció tranquilizarse.
—Son muy caras… Cuánto rogué para que me las regalaran ¿Ya ve? Nadie sabe para quién ruega. Si Ignacio supiera… —agregó para sí misma.
El señor Gilbert no supo qué contestar. Lucía le tendió el collar con un gesto amplio.
—Ignacio es mi marido —dijo a modo explicativo.
—¿Su marido? —pregunto Gilbert al mismo tiempo que recogía la alhaja.
—Sí, mi marido…
Madame Mitre se quedó mirando al vacío, como si la palabra marido la hubiera transportado a un mundo hueco.
—Es una historia muy complicada. ¿Verdad, que las complicaciones son odiosas, señor…?
—Gilbert —contestó su interlocutor casi mecánicamente.
—Gilbert —completó ella su frase trunca.
Las palabras de Lucía sonaban irreales en la habitación de luz rosada. Su voz salía con lentitud y parecía que no iba dirigida a nadie. Las frases apenas dichas rodaban frágiles por el aire y caían sin ruido sobre la alfombra. Lucía miró a Gilbert, para que este no olvidara lo que iba a decirle.
—Ahora comprende usted por qué Gabriel Cortina llega esta noche en el avión de las nueve y cuarenta y siete, ¿verdad?
Gilbert guardó silencio y guardó el collar para examinarlo más tarde con calma.
La voz corrió entre los empleados del hotel: “La señora Mitre entregó un fabuloso collar de perlas, para seguir esperando la llegada de su amante.” El rumor llegó a los oídos de Brunier. Habían pasado ya cinco meses desde la tarde en que la señora Lucía le había guiñado el ojo, y Brunier, a pesar de no haberla visto más, no la había olvidado. Esperaba siempre que apareciera la larga chalina flotante y la sonrisa hospitalaria. El cuarto 410 había sido ocupado por un sin fin de viajeros, que se dirigían a las montañas de Austria o a los soles de España y Portugal, y la señora Mitre permanecía invisible en el cuarto 412 del hotel. Brunier estaba intranquilo. Sabía que más tarde o más temprano, la señora se acabaría las perlas, una por una, y entonces tendía que irse a la calle. Esta idea lo mortificaba.
—Señorita Ivonne, ¿cuántas perlas le quedan todavía a la señora Mitre? —preguntó Brunier, temeroso de la respuesta.
—Veintidós —contestó Ivonne.
—¿Y después?
—Después, ¡up! —contestó Ivonne haciendo sonar los dedos.
—Hay que hablar con ella —dijo Brunier pensativo.
—No lo va a escuchar. Está esperando a su amante, que no va a llegar —dio Ivonne convencida.
—Lo que hace es una niñería —insistió el señor Brunier.
El domingo por la tarde, el señor Brunier subió al cuarto 412. Se alisó los cabellos antes de llamar. Sentía que iba a cumplir con una misión importante y que no debía fallar en sus gestiones. Lucía Mitre le abrió la puerta. Lo miró sonriente, lo invitó a pasar y le ofreció asiento con su mismo gesto amplio y alegre.
—Realmente, tiene buenas maneras. Solo que no me escuchó. Lo único que logré fue convencerla de que se mudara al cuarto 101, pues así tendrá dos días por cada perla. Mañana temprano le bajo las maletas —comentó Brunier más tarde.
—Esta historia empieza a ponerme nervioso —dijo Albert.
—¿Y el tal Gabriel, en dónde está? —preguntó exasperada Marie Claire.
—A lo mejor no existe. A lo mejor ella lo inventó —dijo Mauricio, uno de los elevadoristas.
—Es muy posible. Si no, ya hubiera dado señales de vida —asintió Marie Claire. Más tarde Ivonne atrapó al señor Brunier en los vestidores. Hasta ella había llegado la hipótesis de Mauricio y quería consultarlo con el viejo portero, que parecía tener tanto interés en la extranjera.
—¿Sabes, Brunier, que nunca ha recibido carta de ningún lado del mundo?
—¿Y ella no pregunta si ha tenido correspondencia? —preguntó Brunier pensativo.
—No, no dice nada. Solo pregunta la hora. Dice que su reloj va muy despacio —explicó Ivonne con avidez.
—Pero tiene que haber vivido antes en algún lugar. No me diga que apareció ¡así!, de pronto, en la mitad de París.
Durante muchos días Lucía Mitre vivió en el cuarto 101. Solo los criados la veían. Comía y cenaba en su habitación y no hablaba con nadie. De pronto el señor Gilbert volvió a visitarla. Otra vez debía pedirle que abandonara el hotel. Pero Lucía buscó sonriente en su alhajero unos aretes de diamantes y se los entregó al visitante.
Brunier subió al cuarto 101. Quería convencer a la señora Mitre de algo muy penoso: que se mudara a un hotel más barato. De esa manera sus diamantes se convertirían en muchos días.
—¿Muchos días…? Pero si Gabriel llega hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete minutos. ¿Por qué tienen ustedes tanta prisa…? ¿Nunca han visto a nadie que espera a su amante todo el día?
—Sí… un día —dijo Brunier.
—¿Entonces…? ¿Qué hora es? —dijo ella.
—Las doce y media de la mañana —contestó Brunier mirándola con desesperación.
—Bueno, pues dentro de nueve horas y diecisiete minutos llega Gabriel…
Lucía agachó la cabeza, parecía cansada. Se miró las puntas de los pies y se arregló los pliegues de su falda de seda color durazno. Después sonrió levemente al portero; este se sintió avergonzado. Nada de lo que él pudiera decirle resultaba válido, porque Lucía Mitre giraba como una mariposa alrededor de un fuego que él no percibía, pero que estaba allí, en la misma habitación, cegándola.
—Claro, señor Brunier, que el tiempo se ha vuelto de piedra… cada minuto que pasa es tan enorme como una enorme roca. Se construyeron ciudades nuevas que florecen, decaen y desaparecen, y van pasando las ciudades y los minutos; y el minuto de las nueve y cuarenta y siete llegará cuando hayan pasado estos minutos de piedra con sus enormes ciudades, que están antes del minuto que yo espero. Cuando suene ese instante la ciudad de los pájaros surgirá de este amontonamiento de minutos y rocas…
—Sí, señora —dijo Brunier con respeto.
—Estoy muy cansada… muy cansada… son las piedras —agregó Lucía mirando con sus ojos fatigados al portero. Después, como si hiciera un esfuerzo, le hizo un guiño y sonrió con su sonrisa abierta de muchacho. Brunier quiso devolverle la sonrisa, pero lo invadió una tristeza inexplicable, que lo dejó paralizado.
—De niña, señor Brunier, el tiempo corría como la música en las flautas. Entonces no hacía sino jugar, no esperaba. Si los grandes jugáramos, acabaríamos con las piedras adentro del reloj. En ese tiempo el amor estaba fuera de las tapias de mi casa, esperándome como una gran hoguera, todo de oro, y cuando mi padre abrió el portón y me dijo: “¡Sal, Lucía!”, corrí hacia las llamas: mi vocación era ser salamandra.
Brunier supo que la señora Lucía estaba hechizada. ¿Pero, por quién o por qué?
—¿Y usted, señor Brunier, cuántas salamandras tuvo? —preguntó Lucía con interés, como si de pronto recordara que debía hablar más de su interlocutor y menos de ella misma.
—Dos, pero ellas son verdaderas salamandras, no se quemaron en el fuego —contestó Brunier.
Después de la visita del portero, la señora se quedó aún más quieta. Nunca tocaba el timbre ni pedía nada. Acabaron por mandarle las bandejas casi vacías. El señor Gilbert la visitaba de cuando en cuando y se llevaba una por una sus alhajas. Le preocupaba aquella presencia contante en el cuarto más barato del hotel. La primavera pasó con sus racimos de nieve y cubriendo a los castaños; se deshojó el verano en un otoño amarillo, volvió el invierno con sus teteras humeantes, y Lucía Mitre siguió preguntando la hora, encerrada en su cuarto. El señor Gilbert la tenía muy presente.
—Señora, ¿no sería conveniente que le escribiera usted a su marido?
—¿A mi marido?… ¿Para qué?
—Para que haga algo por la señora… para que la recoja. Un señor mexicano es, donde quiera, siempre un caballero.
—¡Ah! Sí, él es el mejor de los hombres. Siempre le viviré agradecida, señor Gilbert. Si usted supiera… vivimos casados ocho años… Nunca olvidaré las noches que pasé en la habitación inmensa de su casa. Mi suegra me oía llorar y venía envuelta en un kimono japonés…
La señora Mitre guardó silencio, como si oyera venir los pasos de aquella mujer a la que por primera vez nombraba. El señor Gilbert miró hacia la puerta, tuvo la impresión de que alguien envuelto en un traje oriental entraba sin ruido en la habitación. La señora Mitre se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Gilbert se puso de pie.
—¡Señora! Por favor…
—El cuarto era enorme, estaba lleno de espejos y yo me sentía muy sola. Eso enojaba a mi suegra… ¿Le parece muy mal, señor Gilbert?
—No, no, me parece natural —contestó Gilbert ruborizándose.
—A Ignacio le veía en el comedor. El día que me escribió la carta me extrañó mucho, porque podía habérmelo dicho en la comida. Luego vi que esa era la mejor manera de decirme algo tan delicado. ¿Quiere usted leerla?
Gilbert no supo qué decir. La señora Mitre se levantó con presteza y buscó adentro de su maleta un pequeño cofre de madera muy olorosa. Al abrirla respiró con deleite el perfume y exclamó:
—¡Es de Olinalá!
Luego encontró una carta escrita tiempo antes y leída muchas veces, y la entregó a Gilbert con aquel gesto suyo, amplio y sonriente, que tomaba siempre que tenía que dar algo, ya fueran sus perlas, sus brillantes, o su carta.
—¡Léala, por favor!
El señor Gilbert recorrió la carta con los ojos sin entender nada. La carta estaba escrita en español, solo alcanzó a descifrar la firma: “Ignacio.” Movió la cabeza, como si entendiera el contenido de aquella carta, la dobló con cuidado y quiso guardarla como las perlas, para que alguien se la tradujera más tarde. Pero Lucía Mitre tendió la mano y a él no le quedó más remedio que entregarla.
—¿Ve usted? —dijo ella con simplicidad. Luego se puso de pie, alcanzó una cerilla y le prendió fuego al papel. Gilbert no pudo impedir su gesto y la carta se retorció en las llamas, hasta convertirse en una telita negra que cayó hecha añicos.
—¿Ahora ya no sirve, verdad? —preguntó asombrada.
—No, ya no sirve —comentó Gilbert descorazonado. Estaba seguro de que esa carta contenía el secreto de Lucía Mitre.
—¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo falta para las nueve y cuarenta y siete?
—Cuatro horas y veintitrés minutos —dijo el señor Gilbert con voz melancólica.
—¡Cuatro horas…!
—Mientras dan las nueve, ¿por qué no sale usted a dar un paseo por París? Si viera qué hermosas están los muelles, llenos de libros, de paseantes…
—¿Una vuelta?… No, no puedo. Me voy a arreglar un poco… estoy tan nerviosa —dijo tocándose la cara con angustia.
El señor Gilbert vio sus mejillas hundidas y sus manos delgadas y temblorosas.
—Es usted muy bella, señora Mitre —dijo convencido de que la tragedia embellece a sus personajes. La luz que rodeaba a la mujer que tenía sentada frente a él, era una luz que se alimentaba de ella misma. Toda ella ardía adentro de unas llamas invisibles y luminosas. Tuvo la impresión de que pronto no la vería más. Admiró sus huesos calcinados de sus pómulos y de sus dedos traslúcidos. ¿Cuándo, y cómo, y por qué, habían entrado en aquella hermosa dimensión suicida? Se sintió grosero junto a la dama vestida de color durazno que se transmutaba cada día más en una materia incandescente que a él le estaba vedada.
—Después de esa carta ya no podía quedarme en la casa de Ignacio… Recuerdo que la noche de la cena, la seda de las paredes del comedor ardía en llamas pequeñísimas, y que las flores de la mesa olían con la frescura que solo se encuentra en los jardines. Cuando vi las manos de Ignacio y de Emilia acariciándose sobre el mantel, me parecieron las manos desconocidas de personajes desconocidos. En ese momento me fui a vivir a otro palacio, aunque aparentemente seguí durmiendo en el cuarto de la casa de Ignacio. Por las noches después de la visita de mi suegra entraba Gabriel… ¿Usted conoce México? Pues Gabriel es como México, lleno de montañas y de valles inmensos… Siempre hay sol y los árboles no cambian de hojas sino de verdes…
La señora Mitre se quedó buscando aquellos soles brillando sobre las copas de los árboles de su país. Gilbert la dejó acompañada de sus fantasmas. “Su marido y su amante la engañaron”, se dijo, mientras llegaba a su despacho y se sintió responsable de la suerte de aquella mujer. Durante los dos meses que todavía vivió en el hotel, el señor Gilbert se negaba a comentarla.
—¡Por favor! No me hablen de la señora Mitre… Me da escalofríos.
Ahora Lucía Mitre estaba cubierta con su chalina de gasa color durazno. Una ira antigua y caballeresca se apoderó de Brunier; “pobre pequeña”, se dijo pensando en Gabriel. “¡Pobre pequeña!” se repitió recordando a Ignacio. Debía advertir a Gilbert de lo que acaba de ocurrir en el cuarto 101.
Los divanes y las sillas de época cubiertas de sedas de color pastel, los espejos, los ramos de flores silvestres y las alfombras color miel, le dieron la sensación de entrar al centro tibio del oro. Contempló a las parejas reflejadas en las luces de los espejos, deslizándose frágiles por caminos invisibles y perfumados, en busca de amores que quizás apenas durarían unas horas. Parecían hermosos tigres olfateando intrincados vericuetos y tuvo la impresión de que algunos de aquellos personajes fugaces se quedarían tal como Lucía, prendidos a un minuto irrecuperable.
Brunier se acercó a Gilbert, que de pie, muy sonrosado y vestido con su impecable jacquet, sonreía a una de aquellas parejas elegidas. Esperó unos minutos.
—La señora Lucía acaba de morir —anunció sin dejar traslucir su emoción.
—¿Qué dice? —preguntó Gilbert adoptando el rostro más inexpresivo que encontró.
—Que la señora Lucía Mitre acaba de morir —repitió Brunier sin cambiar de actitud.
—¡Qué desdicha! —exclamó el señor Gilbert en voz baja. Luego atendió sonriente al cliente que le preguntaba por el bar.
—Voy a llamar a la policía. Hay que evitar que los clientes se den cuenta de lo sucedido.
—Murió exactamente a las nueve y cuarenta y siete minutos —explicó Brunier con una voz que quiso ser natural.
Gilbert iba a decir algo, pero la llegada de un cliente lo distrajo. El cliente era joven, llevaba una raqueta en la mano y su rostro era asoleado y sonriente. Con voz juguetona, explicó que desde hacía once meses, una amiga suya le había reservado el cuarto 410. No sabía si su reservación se había hecho a nombre de su amiga: Lucía Mitre, o al suyo: Gabriel Cortina.
—Pero es lo mismo —explicó sonriente.
Gilbert, asombrado, no supo qué decir, buscó en los ficheros y vio que el cuarto 410 estaba vacío. Cogió la llave y se la tendió al joven que distraído daba golpecitos en el escritorio, con el filo de la raqueta.
Gilbert y Brunier, mudos por la sorpresa, vieron cómo se alejaba Gabriel Cortina, rumbo a los elevadores. Iba jugando con la llave, ajeno a su desdicha. Sus pantalones de franela y su saco sport le daban una elegancia infantil y americana. Los dos hombres se miraron consternados. Deliberaron unos momentos y decidieron que cuando llegara la policía explicarían lo sucedido al recién llegado.
—¡Es una catástrofe!
—¡Una verdadera catástrofe!
A las diez y media de la noche tres hombres correctamente vestidos cruzaron el vestíbulo del hotel acompañados de Brunier y de Gilbert. Los cinco hombres subieron primero al cuarto 410, para decirle a Gabriel Cortina lo sucedido. Llamaron a la puerta con suavidad. Al ver que nadie contestaba a sus repetidas llamadas decidieron abrir con la llave maestra. Encontraron el cuarto vació e intacto. Brunier y Gilbert se miraron atónitos, pero recordaron que el cliente no llevaba más equipaje que su raqueta. Buscaron la raqueta sin hallarla. Entonces llamaron a los criados, pero ninguno de ellos había visto al joven que buscaban. Los tres policías revisaron el baño y los armarios. Todo estaba en orden: nadie había entrado en aquella habitación. Perplejos, los cinco hombres bajaron a la administración; tampoco allí, ninguno de los empleados, ni siquiera Ivonne, recordaba la llegada de aquel huésped. La llave del cuarto 410 estaba colgada en el fichero, intocada. Gilbert y Brunier discutieron acalorados con el personal de la administración la presencia de Gabriel Cortina en el hotel. Los policías ordenaron pesquisas que resultaron inútiles, pues el joven risueño, propietario de la raqueta, no apareció en ninguna parte del hotel. Había desaparecido sin dejar huella. Después de muchas discusiones adoptaron la hipótesis de que habían sido víctimas de una alucinación.
—Fue el deseo de que llegara —aceptó vencido y melancólico el señor Gilbert.
—Sí, eso debe haber sucedido, los dos la amábamos —confesó Brunier.
Los tres policías se enternecieron con lo sucedido. Uno de ellos era de la Bretaña y contó que en su país sucedían cosas semejantes.
Sombríos, los cinco hombres se dirigieron al cuarto de Lucía Mitre para terminar con su triste diligencia. Al entrar en la habitación los policías se quitaron los sombreros y se inclinaron respetuosos ante el cuerpo de la señora.
Brunier, solemne, señaló a los pies de la cama.
—¡Ahí está! — dijo casi sin voz.
Sus cuatro acompañantes vieron la raqueta blanca deportiva con descuido a los pies de la cama de Lucía Mitre. Se lanzaron nuevamente a la búsqueda del joven propietario de la raqueta, pero su búsqueda fue infructuosa, pues el cliente risueño, tostado por el sol de América, no volvió a aparecer nunca más en el Hotel del Príncipe.
Gilbert se inclinó por última vez sobre el rostro de Lucía Mitre, también ella se había ido para siempre del hotel, pues en su rostro no quedaba de ella nada.
FIN
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