Los Ríos Color Púrpura de Jean Christophe Grangé by Mónica on Scribd
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Los Ríos De Color Púrpura
Título de la
edición original: Les Riviéres pourpres
Traducción del
francés: Pilar Giralt Gorina
A Virginia
Pierre Niémans, con
los dedos crispados en el aparato de radio, miraba más abajo hacia la multitud
que descendía por las rampas de cemento del Parque de los Príncipes. Millares
de cráneos enrojecidos, sombreros blancos y bufandas chillonas formaban una
cinta abigarrada y delirante. Una explosión de confeti. O una legión de
demonios alucinados. Y siempre las tres notas, lentas y obsesivas:
– ¡Ga-na-mos!
El policía, de pie
sobre el tejado de la escuela primaria que se hallaba frente al estadio, ordenó
maniobrar a las brigadas tercera y cuarta de las compañías de seguridad
republicanas. Los hombres de azul oscuro corrían bajo sus cascos negros,
protegidos por sus escudos de policarbonato. El método clásico. Doscientos
hombres en cada zona de puertas, y comandos «pantalla» encargados de evitar que
los partidarios de los dos equipos se cruzaran, se acercaran, se apercibieran
siquiera…
Esta tarde, para el
encuentro Zaragoza-Arsenal, final de la Recopa 96, único
partido del año en que se enfrentaban en París dos equipos no franceses, habían
sido movilizados más de mil cuatrocientos policías y gendarmes. Controles de
identidad, cacheos y vigilancia de los cuarenta mil seguidores venidos de los
dos países. El comisario principal Pierre Niémans era uno de los responsables
de estas maniobras. Este tipo de operaciones no se correspondía con sus
funciones habituales, pero el policía de cabellos al cepillo apreciaba estos
ejercicios. Eran vigilancia y enfrentamiento puros. Sin investigación ni
instrucción. En cierto modo, semejante gratuidad le descansaba. Y le encantaba
el aspecto militar de ese ejército en marcha.
Los seguidores ya
llegaban al primer nivel, se les podía distinguir entre la estructura de
cemento, encima de las puertas H y G. Niémans miró su reloj de pulsera. Dentro
de cuatro minutos estarían fuera y se desparramarían por las calles. Entonces
empezarían los riesgos de enfrentamientos, destrozos, disturbios. El policía
respiró hondo. Aquella noche de octubre [2] estaba
cargada de tensión.
Dos minutos. Por
reflejo, Niémans se volvió y vislumbró a lo lejos la plaza de la
Porte-de-Saint-Cloud. Perfectamente desierta. Las tres fuentes se erguían en la
noche como tótems de inquietud. A lo largo de la avenida se sucedían en fila
india los coches de los CRS. Delante, los hombres enderezaban los hombros, con
los cascos sujetos a la cintura y las porras golpeándoles las piernas. Las
brigadas de reserva.
El alboroto se
incrementó. La multitud se desplegaba entre las verjas erizadas de púas.
Niémans no pudo reprimir una sonrisa. Esto era lo que había venido a buscar.
Hubo una oleada. Unas trompetas rasgaron el estrépito. Un estruendo hizo vibrar
hasta el menor intersticio del cemento. «¡Ga-na-mos! ¡Ga-na-mos!» Niémans
apretó el botón de la radio y habló a Joachim, el jefe de la compañía este.
– Aquí
Niémans. Ya salen. Encáuzalos hacia los autocares del bulevar Murat, los
aparcamientos, las bocas del metro.
(Continúa)
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