lunes, 20 de julio de 2020

La esposa de Anton Chejov

jueves, 3 de enero de 2008



-Yo le rogué a usted no recoger mi mesa, -decía Nikolai Evgráfich. –Después de sus recogidas, nunca encuentras nada. ¿Dónde está el telegrama? ¿A dónde lo tiró? Dígnese a buscarlo. Es de Kazán, lleva la fecha de ayer.
La doncella, pálida, muy delgada, con un rostro indiferente, encontró en el cesto, debajo de la mesa, varios telegramas y, callada, se los dio al doctor; pero esos eran todos telegramas citadinos, de los pacientes. Después buscaron en la sala y en la habitación de Olga Dmítrievna.
Era ya la una de la madrugada. Nikolai Evgráfich sabía que su mujer volvería a casa no pronto, por lo menos a eso de las cinco. Él no le creía y, cuando ella no regresaba en largo tiempo, no dormía, se fatigaba, y al mismo tiempo despreciaba a su mujer, su cama, el espejo, su bombonera, y esos lirios y jacintos que alguien le enviaba todos los días, y que expandían por toda la casa el olor empalagoso de una tienda de flores. En tales noches se tornaba mezquino, caprichoso, reparador, y ahora le parecía que le hacía mucha falta el telegrama de su hermano, recibido ayer, aunque ese telegrama no contenía nada, excepto una felicitación por la fiesta.
En la habitación de su mujer, sobre la mesa, bajo la caja del papel de correo, encontró cierto telegrama y le echó un vistazo de pasada. Estaba dirigido a nombre de su suegra, para entrega a Olga Dmítrievna, de Montecarlo, con la firma: Michel... Del texto el doctor no entendió ni una palabra, ya que era algo extranjero, por lo visto, lengua inglesa.
-¿Quién es este Michel? ¿Por qué de Montecarlo? ¿Por qué a nombre de la suegra?
Tras siete años de vida matrimonial, estaba habituado a sospechar, adivinar, descifrar las pruebas, y más de una vez le había venido a la cabeza que, gracias a esa práctica hogareña, de él podría salir ahora un detective excelente. Al llegar a su gabinete y empezar a cavilar, recordó al instante cómo, año y medio antes, estaba con su mujer en Petersburgo, y desayunaba en Cube con un compañero de escuela suyo, ingeniero en vías de comunicación, y cómo ese ingeniero les presentó a él y a su mujer un joven de unos 22-23 años, que llamaban Mijaíl Ivánich; el apellido era corto, un poco extraño: Ris. Pasados dos meses, el doctor vio en el álbum de su mujer una fotografía de ese joven, con una leyenda en francés: «en recuerdo del presente y con la esperanza del futuro»; después lo encontró unas dos veces donde su suegra… Y precisamente, fue en ese tiempo, cuando su mujer empezó a ausentarse a menudo, y regresaba a la casa a las cuatro y las cinco de la mañana, y siempre le pedía el pasaporte extranjero, y él se lo negaba, y en la casa, por días enteros, se producía una guerra, que les daba vergüenza con la servidumbre.
Medio año antes, sus colegas doctores resolvieron que le empezaba una tuberculosis, y le aconsejaron dejarlo todo e irse a Crimea. Al enterarse de eso, Olga Dmítrievna hizo ver que eso la asustaba mucho; empezó a hacerle caricias a su marido, y le aseguraba todo el tiempo que en Crimea hacía frío y era aburrido, y que sería mejor ir a Niza, y que ella iría junto con él, y que allí iba a atenderlo, cuidarlo, sedarlo...
Y ahora entendía por qué su mujer quería ir tanto, precisamente, a Niza: su Michel vivía en Montecarlo.
Tomó un diccionario inglés-ruso y, traduciendo las palabras y adivinando su significado, poco a poco, compuso tal frase: «Bebo a la salud de mi querida amada, beso mil veces su piecito pequeño. Impaciente espero su llegada». Se imaginó qué papel ridículo, lastimero jugaría él, si conviniera en ir con su mujer a Niza, casi rompió a llorar por la sensación de ofensa y, con una fuerte inquietud, empezó a caminar por todas las habitaciones. En él se turbaba su orgullo, su aprensión plebeya. Apretando los puños y arrugando el rostro por la repulsión, se preguntaba cómo él, hijo de un pope rural, seminarista por educación, un hombre directo, grosero, cirujano de profesión, cómo pudo él entregarse a la esclavitud, someterse de un modo tan deshonroso a esta criatura débil, ínfima, vendida, baja.
-¡Piecito pequeño! –farfullaba, estrujando el telegrama. -¡Piecito pequeño!
De ese tiempo, cuando él se enamoró e hizo la propuesta, y después vivió siete años, le quedaba sólo el recuerdo de los largos cabellos olorosos, la masa de encajes suaves y el piecito pequeño, en efecto, muy pequeño y bonito; y ahora aún, al parecer, de los viejos abrazos, conservaba en el rostro y las manos la sensación de la seda y los encajes, y nada más. Nada más, si no contar la histeria, los aullidos, los reproches, las amenazas y la mentira, la mentira descarada, pérfida… Recordaba cómo, en la casa de su padre, en el campo, pasaba que un pájaro entraba volando del patio a la casa, sin intención, y empezaba a golpearse contra el cristal de modo frenético, y a derribar las cosas, y así esta mujer, de un medio totalmente extraño a él, había entrado volando en su vida, y producido en ésta una verdadera devastación. Los mejores años de su vida habían pasado como en un infierno, sus esperanzas de felicidad estaban frustradas y burladas, no tenía salud, en sus habitaciones había un trivial ambiente de cocotte, y de los diez mil que ganaba anualmente, no se disponía de ningún modo a mandarle a su madre-popesa, ni siquiera, diez rublos, y ya debía unos quince mil en endosos. Al parecer, si en su apartamento viviera una banda de bandidos, pues entonces su vida no estaría tan sin esperanza, tan irremediablemente destruida, como con esta mujer.
Empezó a toser y a sofocarse. Habría que acostarse en la cama y calentarse, pero no podía, y andaba por las habitaciones o se sentaba a la mesa, y movía el lápiz por el papel de modo nervioso, y escribía maquinalmente:
«Prueba de pluma... Piecito pequeño»…
Hacia las cinco se debilitó, y ya se culpaba de todo a sí mismo, le parecía ahora que si Olga Dmítrievna se casara con otro, que pudiera tener una buena influencia en ella, pues, ¿quién sabe?, al final de todo, acaso, ella se volvería una mujer buena, honrada; y él era un mal psicólogo, y no conocía el alma femenina, y además, era un hombre no interesante, grosero...
«Me queda ya poco por vivir, -pensaba, -soy un cadáver, y no debo molestar a los vivos. Ahora, en esencia, sería extraño y estúpido defender algunos derechos míos. Me explicaré con ella; que se vaya con el hombre amado... Le daré el divorcio, me echaré la culpa...».
Olga Dmítrievna llegó finalmente y, como estaba, con la pelerina blanca, el gorro y los chanclos, entró en el gabinete y se dejó caer en el sillón.
-Chiquillo repulsivo, gordo, -dijo, respirando con dificultad, y sollozó. -Esto es hasta deshonesto, esto es asqueroso. –Pateó el suelo. -¡Yo no puedo, no puedo, no puedo!
-¿Qué pasa? -preguntó Nikolai Evgráfich, acercándose a ella.
-Me acompañó ahora el estudiante Azarbiékov, y perdió mi cartera, y en la cartera habían quince rublos. Yo se los pedí a mamá.
Lloraba del modo más serio, como una muchacha, y no sólo el pañuelo, sino hasta sus guantes estaban mojados de lágrimas.
-¡Qué hacer pues! -suspiró el doctor. -Lo perdió, y lo perdió, que vaya con Dios. Cálmate, me hace falta hablar contigo.
-Yo no soy una millonaria, para despreciar el dinero así. Él dice que me lo dará, pero yo no lo creo, es pobre...
El marido le rogó que se calmara y lo escuchara, y ella hablaba aún del estudiante y de sus quince rublos perdidos.
-¡Ah, yo te doy mañana veinticinco, pero cállate, por favor! -dijo él con irritación.
-¡Me hace falta cambiarme! –rompió a llorar ella. -¡No puedo yo pues hablar en serio, si estoy con la pelliza! ¡Qué extraño!
Él le quitó la pelliza y los chanclos, y en ese momento percibió el olor a vino blanco, ese mismo que a ella le gustaba beber con las ostras (a pesar de su levedad, comía mucho y bebía mucho). Ella fue a su lugar y, al poco rato, volvió cambiada, empolvada, con los ojos llorosos, se sentó y se fue toda a su ligera bata de encajes, y en esa masa de ondas rosadas, el marido distinguía, solamente, sus cabellos desatados y su pequeño piecito en la pantufla.
-¿Tú, de qué quieres hablar? -preguntó ella, meciéndose en el sillón.
-Yo, sin querer, vi esto pues… -dijo el doctor, y le dio el telegrama.
Ella lo leyó y se encogió de hombros.
-¿Qué pues? –dijo, meciéndose más fuerte. -Es una felicitación ordinaria por el año nuevo, y nada más. Ahí no hay secretos.
-Tú cuentas con que yo no sé lengua inglesa. Sí, yo no sé, pero tengo un diccionario. Esto es un telegrama de Ris, él bebe a la salud de su amada y te besa mil veces. Pero dejemos, dejemos esto… -continuó el doctor de modo apresurado. –Yo no quiero reprocharte en absoluto, o hacer una escena. Bastantes escenas y reproches hubo ya, es hora de terminar… Esto es lo que te quiero decir: tú eres libre y puedes vivir como quieras.
Callaron. Ella se puso a llorar quedamente.
-Yo te libero de la necesidad de fingir y mentir, -continuó Nikolai Evgráfich. -Si amas a ese joven, pues ámalo; si quieres ir a verlo al extranjero, ve. Tú estás joven, saludable, y yo ya soy un inválido, me queda no mucho por vivir. En una palabra… tú me entiendes.
Estaba emocionado y no pudo continuar. Olga Dmítrievna, llorando y con la voz con que hablan cuando se apiadan de sí mismos, reconoció que amaba a Ris, y había ido con él a esquiar fuera de la ciudad, había visitado su número, y en efecto, quería mucho ahora ir al extranjero.
-Ves, yo no oculto nada, -dijo ella con un suspiro. –Toda mi alma al descubierto. Y te suplico de nuevo, ¡sé generoso, dame el pasaporte!
-Repito: tú eres libre.
Ella se sentó en otro lugar, más cerca de él, para echarle una mirada a la expresión de su rostro. No le creía, y quería ahora entender sus ideas secretas. Ella nunca le creía a nadie, y por muy generosas que fueran las intenciones, siempre sospechaba en éstas motivos mezquinos o bajos, y objetivos egoístas. Y cuando ella lo miraba a la cara de modo penetrante, escrutador, a él le pareció que en sus ojos, como en los de una gata, brillaba una lucecita verde.
-¿Cuándo pues recibiré el pasaporte? -preguntó quedamente.
Él, de pronto, quiso decir «nunca», pero se contuvo y dijo:
-Cuando quieras.
-Yo iré sólo por un mes.
-Tú te irás con Ris para siempre. Yo te daré el divorcio, me echaré la culpa, y Ris podrá casarse contigo.
-¡Pero yo no quiero el divorcio en absoluto! –dijo Olga Dmítrievna vivamente, poniendo una cara asombrada. -¡Yo no te pido el divorcio! Dame el pasaporte, eso es todo.
-¿Pero por qué pues no quieres el divorcio? -preguntó el doctor, empezando a irritarse. –Tú eres una mujer extraña. ¡Qué extraña eres! Si tú te aficionaste en serio, y él también te quiere, pues en la situación de ustedes, ambos no pensarán nada mejor que el matrimonio. ¿Es posible que tú aún, te pongas a elegir entre el matrimonio y el adulterio?
-Yo lo entiendo a usted, -dijo ella, apartándose de él, y su rostro adquirió una expresión maligna, vengativa. –Lo entiendo perfectamente. Yo lo cansé, y usted, simplemente, quiere librarse de mí, imponerme ese divorcio. Le agradezco, no soy tan imbécil como piensa. El divorcio no lo aceptaré, y no me iré, ¡no me iré, no me iré! En primer lugar, yo no quiero perder mi posición social, -continuó con rapidez, como temiendo que le impidieran hablar, -en segundo, yo tengo ya 27 años, y Ris tiene 23; dentro de un año lo cansaré, y él me dejará. Y en tercero, yo no garantizo, que esta afición mía pueda durar mucho tiempo... ¡Ahí tiene! No me iré de usted.
-¡Entonces, te echaré de la casa! -gritó Nikolai Evgráfich, y pateó el suelo.-¡Te echaré afuera, mujer baja, ruin!
-¡Lo veremos! –dijo ella y salió.
Ya hacía tiempo que clareaba en el patio, y el doctor aún estaba sentado a la mesa, movía el lápiz por el papel y escribía maquinalmente:
«Muy señor mío... Piecito pequeño...»
O andaba y se paraba en la sala ante una fotografía, tomada siete años antes, poco después de la boda, y la miraba largo tiempo. Era un grupo familiar: el suegro, la suegra, su mujer Olga Dmítrievna cuando tenía veinte años, y él mismo en calidad de marido joven, dichoso. El suegro afeitado, rollizo, un consejero secreto hidrópico, pícaro y avaricioso con el dinero; la suegra, una dama robusta, de rasgos mezquinos y rapaces, como los de un hurón, que amaba a su hija con locura y la ayudaba en todo; si la hija ahogara a una persona, pues la madre no le diría ni una palabra, y sólo la ocultaría bajo su falda. Olga Dmítrievna tenía también los rasgos del rostro mezquinos y rapaces, pero más expresivos y valientes que los de su madre; ¡esto ya no era un hurón, sino una fiera más robusta! Y el mismo Nikolai Evgráfich lucía en esta fotografía tal simplón, un buen chico, un hombre-bonachón; una bondadosa sonrisa de seminario se extendía por su rostro, y él creía con ingenuidad que esta partida de rapaces, a la que el destino lo había empujado por casualidad, le daría poesía, dicha y todo lo que había soñado cuando, estudiante aún, cantaba la canción: No amar es, entonces, matar la vida joven
Y de nuevo, con perplejidad, se preguntaba cómo él, hijo de un pope rural, seminarista por educación, un hombre sencillo, grosero y directo pudo, de un modo tan indefenso, caer en manos de esta criatura ínfima, falsa, trivial, mezquina, totalmente extraña a él por su natura.
Cuando a las once se ponía la levita para ir al hospital, entró la doncella en el gabinete.
-¿Qué quiere? –le preguntó.
-La señora se levantó, y le ruega los veinticinco rublos, que usted le prometió ayer.

Título original: Supruga, publicado por primera vez en Sociedad de amantes de la literatura rusa de 1895, M., 1895, con la firma: "Antón Chejov".
Imagen: John Singer, Lady Agnew, XIX.

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