sábado, 25 de julio de 2020

La Venus de Ille de Próspero Mérimée


Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.
-¿Sabe usted -le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera-, sabe usted, indudablemente, dónde vive el señor De Peyrehorade?
-¡Si lo sabré! -exclamó-. Conozco su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más rico aún que él.
-¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? -le pregunté.
-¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda. ¡Tal vez se celebre esta noche, mañana, pasado mañana, qué sé yo! Es en Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido, sí!
Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P… Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera, estropeaba todos mis planes.
«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P…, era necesario que me presentase.
– Apostemos, señor -me dijo el guía-, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.
-Pero -contesté entregándole un cigarro- eso no es muy difícil de adivinar. Dada la hora que es, y después de haber hecho seis leguas en el Canigó, lo más importante es cenar.
-Sí, pero ¿mañana?… Escúcheme, jugaría a que viene usted a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné cuando lo vi copiar el retrato de los santos de Serrabona.
-¡El ídolo! ¿Qué ídolo?
Esa palabra había despertado mi curiosidad.
-¡Cómo! ¿No le han contado a usted, en Perpiñán, la forma en que el señor De Peyrehorade encontró un ídolo en la tierra?
-¿Quiere decir usted una estatua de tierra cocida, de arcilla?
-Nada de eso. Es de bronce, y con ella hay para hacer gran cantidad de gruesos sueldos. Pesa tanto como una campana de iglesia. La encontramos enterrada al pie de un olivo.
-Entonces ¿estaba usted presente en el momento del hallazgo?
-Sí, caballero. El señor De Peyrehorade nos dijo, hace quince días, a Juan Coll y a mí, que arrancásemos de raíz un viejo olivo que se heló el año pasado, año que, como usted sabe, fue muy malo; estábamos trabajando en eso, pues, cuando Juan Coll, que lo hacía de firme, da un azadonazo y se oyó un sonoro «bimmm»…, como si hubiese golpeado en una campana. «¿Qué es esto?» me pregunté. Seguimos cavando, y he aquí que descubrimos una mano negra, que parecía la mano de un muerto saliendo de la tierra. El miedo se apoderó de mí. Corrí a ver al señor y le dije: «¡Hay muertos, amo, al pie del olivo! Hay que llamar al cura». «¿De qué muertos hablas?» me dijo; vino conmigo hasta el árbol, y no había concluido de examinar la mano, cuando gritó: «¡Una antigüedad! ¡Una antigüedad!» Uno habría creído que acababa de encontrar un tesoro. Y en seguida se puso a cavar con la azada, con las manos mismas a veces, y tan entusiasmado estaba que casi hacía él solo tanto trabajo como Juan y yo.
-¿Qué encontraron por fin?
-Una mujer negra, de gran tamaño, vaciada en bronce, y algo más que vestida a medias, hablando con respeto, caballero. El señor De Peyrehorade nos ha dicho que se trataba de un ídolo del tiempo de los paganos… ¡Qué! Del tiempo de Carlomagno.
-Comprendo… debe ser alguna buena Virgen, un bronce de un templo destruido.
-¡Una buena Virgen! ¡Pues vaya! … Si fuera una buena Virgen yo lo hubiese adivinado en seguida. Le digo a usted que es un ídolo. Bien se ve por su aspecto. Clava en uno de tal modo sus grandes ojos blancos… Se diría que lo mira de hito en hito. Hay que bajar los ojos, sí, al mirarla.
-¿Los ojos son blancos? Sin duda están incrustados en el bronce. Quizás se trate de alguna estatua romana.
-¡Eso es, romana! El señor De Peyrehorade dijo que es romana. ¡Ah! Ya veo que es usted un sabio como él.
-¿Está intacta la estatua, bien conservada?
-¡Oh, señor, no le falta nada! Y es más hermosa y de mejor factura que el busto de Luis Felipe, de yeso pintado, que se encuentra en la alcaldía. Ella trasunta maldad… y es realmente maligna.
-¡Mala! ¿Qué mal le ha hecho?
-No a mí precisamente, pero ya verá usted. Nos habíamos tomado a pechos el poner la estatua de pie, y hasta el señor De Peyrehorade nos ayudaba a tirar de la cuerda con que pretendíamos levantarla, a pesar de que esa digna persona no tiene más fuerza que un mosquito. Con muchísimo trabajo, por fin, lo conseguimos y mientras yo la calzaba con un poco de tierra ¡zas! el ídolo se desplomó de golpe y aunque atiné a gritar «¡cuidado!» el aviso no fue lo bastante rápido, pues Juan Coll no tuvo tiempo de apartar una pierna…
-¿Y lo lastimó?
-¡Su pobre pierna quedó rota como una estaca! ¡Diantre! Al ver aquello me enfurecí. Quise destrozar el ídolo con mi azada, pero el señor De Peyrehorade se opuso. Después entregó a Juan Coll algún dinero, y éste ya hace quince días que guarda cama, que no más han pasado desde que aquello sucedió. El médico dice que jamás marchará con esa pierna tan bien como con la sana. Es una lástima, ya que era nuestro mejor corredor y, después del hijo de mi amo, el más diestro jugador de pelota. El señor Alfonso de Peyrehorade está apesadumbrado, pues Coll era su compañero de juego. ¡Ah! qué hermoso espectáculo ver cómo ambos se devolvían las pelotas. ¡Paf! ¡Paf! Nunca las hacían tocar el suelo.
Platicando de tal suerte con el guía, entramos en Ille, y pronto me hallé en presencia del señor De Peyrehorade. Era éste un viejo pequeño, vigoroso aún y afable, de nariz colorada y espíritu jovial y chocarrero. Antes de haber abierto la carta del señor De P … , me hizo sentar ante una mesa bien servida, y me presentó a su esposa y a su hijo, a éste como un arqueólogo ilustre que debía sacar al Rosellón del olvido en que lo dejaban la indiferencia de los sabios.
Mientras comía con buen apetito, ya que nada dispone mejor a ello que el tonificante aire de las montañas, examiné a mis huéspedes. Ya he dicho algunas palabras sobre el señor De Peyrehorade; debo añadir ahora que era la actividad en persona. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca, traía libros, me mostraba estampas, me servía de beber, y nunca estaba más de dos minutos en reposo. Su mujer, un poco gruesa, más bien corno la mayoría de las catalanas que han pasado los cuarenta años, me pareció una provinciana sencilla, que vivía entregada a los quehaceres de su casa. Aunque la cena era suficiente para seis personas por lo menos, la buena mujer corrió a la cocina, ordenó matar varios pollos, hacer unas fritadas y abrir no sé cuántos frascos de dulces. En un instante, la mesa estuvo sembrada de platos y de botellas, y seguramente hubiera muerto de indigestión con sólo haber probado de todo lo que se me ofrecía. No obstante, a cada plato que rehusaba, debía escuchar nuevas disculpas. Se temía que no me encontrase del todo bien en Ille, pues ¡hay tan pocos recursos en provincias y son tan exigentes los parisienses!
En medio de las idas y venidas de sus padres, el señor Alfonso de Peyrehorade no movió un solo dedo. Era un joven alto, de veintiséis años, de fisonomía guapa y regular, pero carente de expresión. Su altura y sus formas atléticas justificaban mucho la reputación de infatigable jugador de pelota de que gozaba en la comarca. Esa noche estaba vestido con elegancia, exactamente corno los figurines del último número del Journal des Modes. Pero me pareció que se encontraba incómodo dentro de sus ropas; estaba tieso como un palo con su cuello de terciopelo, y para mirar a un costado volvía todo el cuerpo. Sus manos, grandes y tostadas por el sol, lo mismo que sus uñas cortas, ofrecían un raro contraste con su ropa. Eran las manos de un trabajador que salían de las mangas de un elegante traje. Por otra parte, aunque me estudiaba de pies a cabeza con suma curiosidad, quizás por mi condición de parisiense, no me dirigió la palabra más que una sola vez en toda la velada, y fue para preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.
-Ahora, mi querido huésped -me dijo el señor De Peyrehorade a punto de terminar la comida- me pertenece usted, ya que se encuentra en mi casa. No lo dejaré en libertad hasta que haya visto todo lo que tenernos de curioso en nuestras montañas. Es necesario que aprenda a conocer el Rosellón y que le haga justicia. No dude en absoluto de todo lo que vamos a mostrarle. Monumentos fenicios, celtas, romanos, árabes, bizantinos; lo verá usted todo, de cabo a rabo. Lo llevaré a usted por todas partes y no le haré merced ni de un ladrillo.
Un acceso de tos lo obligó a callar. Aproveché entonces para decirle que lamentaba muchísimo molestarlo en una circunstancia tan trascendental para su familia, y que, si quería anticiparme sus excelentes consejos sobre las excursiones que proyectaba, yo las realizaría sin que él se tomase el trabajo de acompañarme…
-¡Ah! Usted quiere referirse al casamiento de este muchacho -exclamó interrumpiéndome-. ¡Vaya! Eso será pasado mañana. Asistirá usted a la boda con nosotros, en familia, pues la futura está de luto por una tía, de la cual hereda. De manera que nada de fiestas, nada de bailes… Y es una lástima… Hubiera visto usted danzar a nuestras catalanas… Son bonitas y tal vez la envidia le hubiese hecho imitar a mi Alfonso. Un casamiento, se dice, conduce a otros… El sábado, casados los jóvenes, quedo libre y nos pondremos en camino. Le pido perdón por fastidiarlo con el espectáculo de una boda provinciana. ¡Para un parisiense hastiado de fiestas… una boda sin baile siquiera! Sin embargo, verá usted a una casada… una casada… ya me dará su opinión… Pero usted es un hombre serio y no se fija en las mujeres. ¡Le haré ver otra cosa!… Le reservo una gran sorpresa para mañana.
-Por Dios -dije-, que es difícil guardar un tesoro en una casa sin que la gente se entere. Creo adivinar la sorpresa que me prepara usted. Pero si se trata de su estatua, le anticipo que la descripción que me hizo de ella el guía ha servido para excitar mi curiosidad y disponerme a la admiración.
-¡Ah! Le ha hablado del ídolo, pues es así como llaman a mi bella Venus Tur…; pero hoy no quiero decirle más. Mañana será el gran día. La verá usted y me dirá si tengo razón al considerarla una obra maestra. ¡Pardiez! ¡No pudo llegar usted más a propósito! Hay en ella inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a mi manera… pero ¡un sabio de París!… Quizás se burle usted de mi interpretación… pues he redactado una memoria… yo, el que le está hablando… viejo anticuario de provincia, me he lanzado… Quiero hacer temblar la prensa… Si usted quisiera molestarse en leerla y corregirla, yo podría esperar… Por ejemplo, estoy interesado por saber cómo traduciría usted esta inscripción del pedestal: CAVE… ¡Pero no quiero preguntarle nada todavía! ¡Mañana, mañana! ¡Ni una palabra sobre la Venus hoy!
-Haces bien, Peyrehorade -dijo su mujer- en dejar aparte a tu ídolo. Deberías darte cuenta de que no dejas comer al señor. De todos modos, él ha visto en París estatuas más hermosas que la tuya. En las Tullerías las hay por docenas y también de bronce.
-¡He aquí la ignorancia, la santa ignorancia de provincia! -dijo interrumpiéndola el señor De Peyrehorade-. ¡Comparar una admirable antigüedad con las chabacanas figuras de Coustou!
¡Cómo con irreverencia
Habla de los dioses mi ama de casa!
«Sepa usted que mi esposa quería que fundiese mi estatua para hacer una campana destinada a nuestra iglesia, de la que ella, naturalmente, hubiese sido la madrina. ¡Una obra maestra de Myron, caballero!
-¡Obra maestra! ¡Obra maestra! ¡Hermosa obra maestra que ha roto la pierna de un hombre!
-¿Ves, mujer? -dijo el señor De Peyrehorade con tono resuelto y extendiendo hacia ella su pierna derecha, envuelta en media de seda adamascada-. Si mi Venus me hubiera roto esta pierna, yo no lo sentiría.
-¡Dios mío! ¡Cómo puedes decir eso, Peyrehorade! Afortunadamente, el hombre va mejor… Pero yo todavía no he podido decidirme a contemplar una estatua que causa desgracias como ésa. ¡Pobre Juan Coll!
-Herido por Venus, caballero -me dijo el señor De Peyrehorade, con una risotada-. Herido por Venus, y el tunante se quejaba:
Veneris nec praemia noris.¿Quién no ha sido herido por Venus?
El señor Alfonso, que comprendía mejor el francés que el latín, me guiñó un ojo con aire de inteligencia, y me miró después como preguntándome: «¿Y usted, parisiense, lo comprende también?»
La cena concluyó. Hacía una hora, mejor dicho, que yo había terminado de comer. Me encontraba fatigado y me era imposible reprimir los frecuentes bostezos que se me escapaban. La señora De Peyrehorade fue la primera en notarlos y observó que ya era hora de irse a dormir. Comenzaron entonces a darme mis huéspedes nuevas disculpas por la mala noche que iba a pasar. Que no estaría como en París. ¡Se está tan mal en provincias! Debía ser indulgente con los roselloneses… Juzgué oportuno dejar oír mis protestas, asegurando que después de un viaje por las montañas, un montón de paja hubiera sido para mí un delicioso lecho. No obstante, insistieron en que debía perdonarlos, como pobres campesinos que eran, si no me trataban todo lo bien que querían. Por fin pude dirigirme a la habitación que me había sido destinada, acompañado por el señor De Peyrehorade. Juntos subimos una escalera, y observé que los peldaños superiores de la misma eran de madera, y que desembocaba en medio de un corredor, al cual daban varias habitaciones.
-A la derecha -dijo mi huésped- está el departamento que destino a la futura señora de Alfonso. La habitación de usted se encuentra en el extremo opuesto del corredor. Comprende usted -agregó, haciendo un ademán que quería demostrar finura- que es necesario aislar a los recién casados. Usted se alojará en un extremo de la casa y ellos en el otro.
Entramos en una habitación bien amueblada, donde lo primero que atrajo mi mirada fue un gran lecho, de siete pies de largo, por seis de ancho, y tan alto que era necesario un banco para subir a él. Habiéndome indicado mi huésped la posición de la campanilla, y tras de comprobar por sí mismo que la dulcera estaba llena, los frascos de agua de Colonia debidamente colocados sobre el tocador, después de preguntar aun reiteradas veces si necesitaba algo, me deseó que pasara una buena noche y me dejó solo.
Las ventanas estaban cerradas. Antes de acostarme, abrí una para respirar el aire fresco de la noche, por cierto delicioso después de una copiosa cena. Enfrente se veía el Canigó, de admirable aspecto en todo momento, pero que aquella noche me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminada como lo estaba por una esplendorosa luna. Permanecí algunos minutos contemplando su imponente aspecto, y ya iba a cerrar mi ventana, cuando, bajando los ojos, vi la estatua sobre un pedestal, a unas veinte toesas de la casa. Estaba colocada en el ángulo formado por un seto vivo, el cual separaba un pequeño jardín de un vasto cuadrado liso; éste, como lo supe más tarde, era el juego de pelota de la ciudad. Aquel terreno, propiedad del señor De Peyrehorade, lo había cedido a la comuna, ante el pedido insistente de su hijo.
A la distancia en que me encontraba, no me era fácil distinguir la actitud de la estatua, por lo que no pude apreciar más que su altura, que me pareció de unos seis pies. En ese momento, dos pillastres de la ciudad cruzaron por el juego de pelota, bastante cerca del seto, silbando la bonita melodía del Rosellón: Montañas regaladas. Se detuvieron para mirar la estatua y uno de ellos llegó a apostrofarla en voz alta. Habló en catalán, pero como yo hacía bastante tiempo que estaba en el Rosellón pude comprender casi todo lo que dijo.
-¡Ahí estás, pues, bribona! (La palabra catalana era más enérgica). ¡Ahí estás! -dijo-. ¡De modo que has sido tú quien le ha roto la pierna a Juan Coll! Si fueras mía, ya te habría retorcido el pescuezo.
-¡Bah! ¿Con qué lo harías? -dijo el otro-. Es de cobre, y tan dura que Esteban ha roto en ella su lima al tratar de estropearla. Está hecha con el bronce de la época de los paganos; es más duro que no sé qué.
-Si tuviera mi cortafrío (debía ser aprendiz de cerrajero el que hablaba), muy pronto le haría saltar sus grandes ojos blancos, de igual manera que sacaría una almendra de su cáscara. Hay en ellos más de cien sueldos de plata.
Se alejaron algunos pasos.
-Es necesario que le dé las buenas noches al ídolo -dijo el más alto de los aprendices, deteniéndose de pronto.
Se agachó y probablemente tomó una piedra. Lo vi estirar el brazo, arrojar algo, y en seguida un golpe sonoro resonó en el bronce. En ese mismo instante, el aprendiz se llevó la mano a la cabeza, dando un grito de dolor.
-¡Me la ha devuelto! -exclamó.
Y mis dos pillastres emprendieron la fuga a todo correr. Era evidente que la piedra había dado en el metal, y al rebotar había castigado al pícaro por el ultraje hecho a la diosa.
Cerré la ventana, riéndome con ganas.
«Un vándalo más castigado por Venus -me dije-. ¡Ojalá que todos los destructores de nuestros antiguos monumentos fueran golpeados de la misma manera.»
Con este caritativo deseo me acosté y pronto me quedé dormido.
Ya era día claro cuando me desperté. Junto a mi lecho estaban, a un lado, el señor De Peyrehorade, de bata; al otro, un criado enviado por su esposa, con una taza de chocolate en la mano.
-¡Vamos, arriba, parisiense! ¡Aquí están mis perezosos de la capital! -dijo mi huésped, mientras yo me vestía a la disparada-. ¡Son las ocho y todavía en la cama! Yo estoy levantado desde las seis. Ya he subido aquí tres veces; me he acercado a su puerta en puntas de pie y nada, no oí la menor señal de vida. Le hará mal dormir tanto tiempo a su edad. Y a mi Venus todavía no la ha visto… Vamos, tómese de una vez esa taza de chocolate de Barcelona… producto legítimo, de contrabando… que no lo hay mejor ni en París. Fortalézcase, pues cuando esté delante de mi Venus, nadie podrá arrancarlo de su lado.
En cinco minutos estuve listo, es decir, afeitado a medias, mal arreglado el traje, y quemado por el chocolate que apuré hirviendo. Bajé entonces al jardín y me detuve ante una estatua admirable.
Era realmente una Venus de maravillosa belleza. Tenía desnudo la mitad superior del cuerpo, tal como los antiguos representaban generalmente a sus grandes divinidades; la mano derecha, levantada a la altura del pecho, estaba vuelta, con la palma para adentro, el pulgar y los dos primeros dedos extendidos, y los otros dos levemente doblados. La otra mano, cerca de la cadera, sostenía el manto que envolvía la parte inferior del cuerpo. La actitud de la estatua recordaba la del jugador de morra que se designa, no sé muy bien por qué, con el nombre de germánico. Quizás se hubiera querido representar a la diosa jugando a la morra.
Sea lo que fuere, era imposible imaginar algo más perfecto que el cuerpo de aquella Venus; nada más suave y voluptuoso que sus contornos; nada más elegante y noble que su manto. Esperaba encontrarme con alguna obra del Bajo Imperio y veía, en cambio, una obra maestra de los mejores tiempos de la estatuaria. Lo que me impresionó sobremanera fue el exquisito realismo de sus formas, que se las hubiera podido creer moldeadas por la naturaleza, si la naturaleza produjera formas tan perfectas.
Los cabellos, levantados sobre la frente, parecían haber sido dorados en otro tiempo. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, nunca podré llegar a definir su extraña expresión; su tipo no se parecía al de ninguna de las estatuas antiguas que yo recordaba. No tenía esa belleza serena y severa que creaban los escultores griegos, los cuales, por sistema, daban a todos los rasgos del semblante una majestuosa inmovilidad. En éste, por el contrario, observé con sorpresa la manifiesta intención del artista de mostrar la malicia llegando casi a la maldad. Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los ojos eran algo oblicuos, la boca parecía un tanto levantada en los extremos y las narices un poco henchidas. Desdén, ironía, crueldad, todo esto sugería aquella cara, que, no obstante, era de increíble belleza. La verdad es que, cuanto más se contemplaba aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba el penoso sentimiento de que una hermosura tan maravillosa pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad.
-¡Si la modelo existió alguna vez -dije al señor De Peyrehorade-, y dudo que el cielo haya producido alguna vez mujer parecida, compadezco a sus amantes! Ha debido complacerse en hacerlos morir de desesperación. Aunque su expresión es algo feroz, no he visto nada tan bello.
-¡Es Venus por entero a su presa aferrada! -exclamó el señor De Peyrehorade, satisfecho de mi entusiasmo.
Aquella expresión de infernal ironía se aumentaba quizás por el contraste de los ojos de la estatua, incrustados de plata y muy brillantes, con la pátina de verde negruzco que el tiempo había dado al bronce. Ese brillo daba a los ojos cierta ilusión de realidad, de vida. Me acordé entonces de las palabras de mi guía, cuando sostuvo que la estatua hacía bajar los ojos a todos los que la miraban. Esto casi era verdad, y no pude reprimir un movimiento de cólera contra mí mismo al sentirme algo inquieto delante de aquella figura de bronce.
-Puesto que ya ha admirado usted todos los detalles, querido colega en arqueología -dijo mi huésped-, demos por abierta, si no tiene inconveniente, una conferencia científica. ¿Qué me dice usted de esta inscripción, en la que no se ha fijado todavía? -agregó, señalándome el pedestal de la estatua, donde leí estas palabras:
CAVE AMANTEM
Quid dicis, doctissime? -me preguntó el anticuario frotándose las manos-. ¡Veamos si estamos de acuerdo en cuanto al sentido de cave amantem!
-Por lo pronto -le contesté-, tiene dos sentidos. Se puede traducir: «Ten cuidado con quien te ama, desconfía de tus amantes»; pero en este sentido, no sé si cave amantem sería una buena expresión latina. Viendo el aspecto diabólico de la dama, creería más bien que el artista ha querido poner en guardia al espectador contra esta terrible belleza. Yo la traduciría así, pues: «Ten cuidado si ella te ama».
-¡Hum! -dijo el señor De Peyrehorade-. Sí, ése sentido es admisible; pero, no se moleste usted si prefiero la primera traducción, que es la que desarrollaré. ¿Sabe quién fue el amante de Venus?
-Tuvo varios.
-Sí, pero el primero fue Vulcano. ¿No se habrá querido decir: «A pesar de toda tu belleza, y de tu aire desdeñoso, tendrás por amante a un herrero, villano y cojo»? ¡Lección profunda, caballero, para las coquetas!
No pude menos de sonreír ante aquella explicación que me pareció tan traída por los cabellos.
-Es un idioma terrible el latín por su concisión -repuse con el fin de evitar contradecir seriamente a mi arqueólogo, y retrocedí algunos pasos para contemplar mejor la estatua.
-¡Un momento, colega! -dijo el señor De Peyrehorade, tomándome del brazo-. No ha terminado usted de verlo todo. Hay otra inscripción más. Suba al pedestal y mire en el brazo derecho.
Y hablando de tal suerte, me ayudó a subir.
Ya en el pedestal, aseguré una mano sin cumplimientos en el cuello de la Venus, con la cual comenzaba a familiarizarme. Hasta la miré un instante en sus mismas barbas, y la encontré aún más malévola y también más hermosa. Después examiné el brazo y vi grabados en él algunos caracteres de escritura cursiva antigua, según me pareció. Con el auxilio de unas gafas pude deletrear lo que sigue, mientras el señor De Peyrehorade repetía cada una de mis palabras, a medida que yo la pronunciaba, aprobando con el gesto y con la voz. Leí pues:
VENERI TVRBVL…
EVTYCHES MYRO
IMPERIO FECIT.
Después de esa palabra Tvrbvl de la primera línea, me pareció que había algunas letras borradas; pero Tvrbvl era perfectamente legible.
-¿Eso quiere decir?… -me preguntó mi huésped radiante y sonriendo con malicia, pues pensaba que yo no sacaría fácilmente mucho de aquel Tvrbvl.
-Hay una palabra que todavía no me la explico -le dije-. Todo lo demás es fácil. Eutiquio Myron ha hecho esta ofrenda a Venus por orden de ella.
– Perfectamente. ¿Pero qué me dice usted de Tvrbvl? ¿Qué significa Tvrbvl?
-Tvrbvl me preocupa bastante. En vano trato de buscar algún epíteto de Venus que pueda ayudarme. Veamos. ¿Qué diría usted de Tvrbvlenta? Venus que inquieta, que agita… Verá usted que sigo preocupado por su maligna expresión. Tvrbulenta no es de ninguna manera un epíteto demasiado malo para Venus -añadí con tono modesto, pues yo mismo no estaba muy convencido de mi explicación.
-¡Venus turbulenta! ¡Venus la pendenciera! ¡Ah! ¿Cree usted, entonces, que mi Venus es una Venus de taberna? Nada de eso, caballero; es una Venus de buenas compañías. Pero voy a explicarle este Tvrbvl… Por lo menos, me prometerá usted no divulgar mi descubrimiento antes de la impresión de mi memoria. Es que, ya lo ve usted, me vanaglorio de este hallazgo… Es conveniente que ustedes también dejen espigar algo a nosotros, los pobres diablos de provincias. ¡Son tan ricos los señores sabios de París!
Desde lo alto del pedestal, donde estaba colgado, le prometí solemnemente que yo no cometería nunca la indignidad de robarle su descubrimiento.
-Tvrbvl… caballero -dijo acercándose a mí y bajando el tono de su voz como si temiese que otro pudiera escucharle-, es tvrbvlnerae.
-No comprendo mucho más.
-Escuche bien. A una legua de aquí, al pie de la montaña, hay una aldea que se llama Boulternère. Es una corrupción de la palabra latina tvrbvlnera. No hay nada más común que estas inversiones. Boulternère, caballero, ha sido una ciudad romana. Siempre lo había dudado, pero nunca tuve una prueba cierta de ello; ahora tengo esa prueba. Esta Venus era la divinidad típica de Boulternère, y esta palabra Boulternère, de la que acabo de demostrar su origen antiguo, prueba una cosa mucho más curiosa, y es que Boulternère, antes de ser ciudad romana, ¡fue una ciudad fenicia!
Se detuvo un momento para tomar aliento y disfrutar de mi sorpresa. Yo me esforcé por reprimir un fuerte impulso de echarme a reír.
-En efecto -prosiguió-, tvrbvlnera es fenicio puro. Tvr, pronúnciase tur… Tour y Sour, valen lo mismo ¿no es verdad? Sour es el nombre fenicio de Tyr, y no tengo necesidad de recordarle el sentido. Bvl es Baal, Bal, Bel, Bul, ligeras diferencias de pronunciación. Nera, en cambio, me da un poco de trabajo. Me inclino a creer, por no encontrar una palabra fenicia análoga, que viene del griego nerós, que significa húmedo, pantanoso. Sería, pues, un término híbrido. Para justificar lo de nerós, le enseñaré en Boulternère varios arroyos que nacen en las montañas y forman pantanos infectos. Por otra parte, la terminación Nera pudo haber sido agregada mucho más tarde, en honor de Nera Pivesuvia, mujer de Tétrico, quizás por haber hecho algo en favor de Turbul. Pero, a causa de los pantanos, prefiero la etimología de nerós.
Dicho esto, tomó un poco de tabaco con aire satisfecho, y prosiguió su disertación.
-Pero dejemos a los fenicios, y volvamos a la inscripción. Traduzco en consecuencia: «A Venus de Boulternère, Myron dedica por su orden esta estatua, obra suya».
Me guardé muy bien de criticar su etimología, pero quise a mi vez dar pruebas de penetración, y le dije:
-Alto ahí, caballero. Myron ha consagrado alguna cosa, pero no veo en ninguna forma que sea esta estatua.
-¡Cómo! -exclamó-. ¿No era Myron un famoso escultor griego? El talento se habría perpetuado en su familia. Es uno de sus descendientes quien habrá hecho esta estatua. No hay nada más seguro.
-Pero -repliqué- veo en ese brazo un pequeño agujero. Creo que ha servido para fijar en él alguna cosa, un brazalete, por ejemplo, que este Myron habrá dado a Venus como ofrenda expiatorio. Myron fue un amante infortunado. Venus estaba irritada contra él, y él la apaciguó consagrándole un brazalete de oro. Observe que fecit se toma con mucha frecuencia por consecravit. Estos términos son sinónimos. Le daría a usted más de un ejemplo si tuviera a mano a Gruter o a Orellio. Es natural que un enamorado vea en sueños a Venus y se imagine que le imponga la obligación de dar un brazalete de oro a su estatua. Myron le consagró un brazalete… Después los bárbaros o algún ladrón sacrílego…
-¡Ah! ¡Cómo se conoce que usted ha escrito novelas! -exclamó mi huésped dándome la mano para ayudarme a descender-. No, caballero, esta obra es de la escuela de Myron. Observe sólo el trabajo y se convencerá.
Habiéndome impuesto la norma de no contradecir de ningún modo a los arqueólogos obstinados, bajé la cabeza con aire convencido y me limité a decir:
-Es una pieza admirable.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó el señor De Peyrehorade-. ¡Otra muestra de vandalismo! ¡Han arrojado una piedra a mi estatua!
Acababa de observar el anticuario una marca blanca, poco más abajo del pecho de la Venus. Yo noté un trazo parecido sobre los dedos de la mano derecha; supuse entonces que habían sido rozados por la piedra, o que un fragmento desprendido de ella al rebotar en el metal había dado en la mano. Conté a mi huésped la ofensa de que había sido testigo y el pronto castigo que le siguió. Se rió bastante, y, comparando al aprendiz con Diomedes, le deseó que viera, como el héroe griego, convertidos a sus compañeros en pájaros blancos.
La campana del almuerzo interrumpió esta plática clásica, y, lo mismo que la víspera, fui obligado a comer por cuatro. Después vinieron varios colonos del señor De Peyrehorade, y, mientras éste los atendía, su hijo me llevó a ver una calesa que había comprado en Tolosa para su prometida, y que yo admiré, no es necesario repetirlo. Luego entré con él en la caballeriza, donde me tuvo una media hora elogiándome sus caballos, haciéndome conocer sus genealogías, y enumerándome los premios que habían ganado en las carreras del departamento. Por último, acabó hablándome de su futura, con motivo de haberme enseñado una yegua gris que le tenía destinada.
-La veremos hoy -dijo-. No sé si la encontrará bonita. No es fácil contentar a ustedes, los de París; pero todo el mundo, aquí y en Perpiñán, la encuentra encantadora. Lo mejor de todo es que es muy rica. Su tía de Prades le ha dejado todos sus bienes. ¡Oh, voy a ser muy feliz!
Me contrarió profundamente ver a un joven más impresionado por la dote que por los ojos hermosos de su futura.
-Usted que entiende de alhajas -prosiguió el señor Alfonso-, ¿qué le parece ésta? Es el anillo que le entregaré mañana.
Mientras hablaba de esta suerte, sacó de la primera falange de su dedo meñique una gruesa sortija enriquecida con diamantes, y formada por dos manos entrelazadas; la alusión me pareció infinitamente poética. El trabajo era antiguo, pero juzgué que había sido retocada para engarzar los diamantes. En el interior de la sortija se leían estas palabras, en letras góticas: Sempr’ ab ti, es decir, siempre contigo.
-Es una sortija bonita -dije-. Pero el agregado de estos diamantes le ha hecho perder un poco de su valor intrínseco.
-¡Oh! Así queda mucho más hermosa -contestó sonriendo-. Hay en ella mil doscientos francos en diamantes. Mi madre me la dio; es una sortija de familia muy antigua…, de los tiempos de la caballería andante. La había usado mi abuela, quien la recibió de la suya. Dios sabe cuándo habrá sido hecha.
-Es costumbre en París -le dije- dar en estos casos un anillo muy sencillo, compuesto generalmente por dos metales, como el oro y el platino. Mire, esa otra sortija que usted lleva en ese dedo, sería más apropiada. Esta, con los diamantes y las manos en relieve, es tan gruesa que no se podría llevar usando guantes.
-¡Oh! Mi esposa se las arreglará como quiera. Creo que siempre se sentirá satisfecha de tenerla. Es muy agradable llevar en el dedo mil doscientos francos en diamantes. Esta pequeña sortija -agregó contemplando con aire satisfecho el otro anillo liso que llevaba en la mano- es de una mujer de París, que me la dio un día de carnaval. ¡Ah, cómo lo pasé en París, hace dos años! ¡Allí sí se divierte uno!… -Y suspiró de pena.
Teníamos que cenar aquel día en Puygarrig, en casa de los padres de la futura. Llegada la hora, nos ubicamos en la calesa y partimos para su castillo, distante de Ille no más de una legua y media. Fui presentado y acogido en él como amigo de la familia. No hablaré de la cena ni de la conversación que siguió a ella, y en la que tomé poca parte. El señor Alfonso, sentado junto a su novia, le deslizaba una palabra al oído cada cuarto de hora. Ella, por su parte, apenas si levantaba los ojos, y, cada vez que su pretendiente le hablaba, se ruborizaba con modestia, pero respondía sin turbarse.
La señorita de Puygarrig tenía dieciocho años, y su talle flexible y delicado contrastaba con las formas huesosas de su robusto prometido. Era no sólo bella, sino también seductora. Admiré la perfecta naturalidad de sus respuestas; y su expresión bondadosa, no exenta empero de un ligero tono de malicia, me recordó, a pesar mío, a la Venus de mi huésped. En esta comparación que hice mentalmente, me pregunté si la superioridad de belleza que había que concederle a la estatua no se debía, en gran parte, a su expresión de tigre; pues la energía, aun en las malas pasiones, despierta siempre en nosotros cierta sorpresa y una especie de involuntario admiración.
«¡Qué lástima -me dije al abandonar a Puygarrig- que una persona tan amable sea rica, y que su dote la exponga a ser galanteada por un hombre indigno de ella!»
Mientras regresábamos a Ille, no sabiendo muy bien de qué hablar a la señora De Peyrehorade, a quien creía conveniente dirigirle algunas veces la palabra, le dije:
-¡Son muy incrédulos en el Rosellón! ¡Cómo, señora, arreglan ustedes un casamiento para un día viernes! En París veríamos esto con cierta superstición. Nadie se atrevería a tomar esposa en tal día.
-¡Dios mío! No me hable de eso -respondió-. De haber dependido de mí hubiera elegido, naturalmente, otro día. Pero Peyrehorade lo ha querido así y hubo que ceder. Sin embargo, esto me apena. ¿Si sucediera alguna desgracia? Es de suponer que haya en ello alguna razón, pues, en fin, ¿por qué todo el mundo teme al día viernes?
-¡Viernes! -exclamó su marido-. ¡Es el día de Venus! ¡Excelente día para un casamiento! Ya lo ve usted, mi querido colega, no pienso más que en Venus. ¡Por mi honor! Por ella he elegido el viernes. Mañana, si usted quiere, antes de la boda, haremos un pequeño sacrificio, mataremos dos palomas, y, si supiese dónde conseguir incienso…
-¡Concluye de una vez, Peyrehorade! -le interrumpió su esposa, escandalizada al extremo-. ¡Inciensar a un ídolo! ¿Qué dirían de nosotros en la comarca?
-Por lo menos -dijo el señor De Peyrehorade- me permitirás colocarle en la cabeza una corona de rosas y de lirios:
Manibus date lilia plenis.
Ya lo ve usted, caballero, la constitución es una palabra inútil. ¡No tenemos libertad de cultos!
Los arreglos del día siguiente fueron ordenados de esta manera. Todo el mundo tenía que estar listo, correctamente vestido, a las diez en punto. Tomado el chocolate, se iría en carruaje a Puygarrig. El casamiento civil debía celebrarse en la alcaldía de la aldea, y la ceremonia religiosa en la capilla del castillo. A continuación se serviría el almuerzo, y después de almorzar se pasaría el tiempo como mejor se pudiera, hasta las siete de la tarde. A esta hora, se regresaría a Ille, a casa del señor De Peyrehorade, en donde cenarían las dos familias. El resto se supone, naturalmente. No habiendo baile, se había querido que todos comiesen a más y mejor.
Desde las ocho de la mañana estuve sentado ante la Venus, lápiz en mano, y por vigésima vez debí recomenzar un apunte de la cabeza de la estatua, sin que consiguiese interpretar la expresión de su rostro. El señor De Peyrehorade iba y venía en torno de mí, me daba consejos y me repetía sus etimologías fenicias; después colocó unas rosas de Bengala en el pedestal de la estatua, y con tono tragicómico hizo votos por la pareja que iba a vivir bajo su techo. A eso de las nueve entró en la casa para ocuparse de su tocado personal. A la sazón apareció el señor Alfonso, con una levita bien ceñida, guantes blancos, zapatos charolados, botones cincelados y una rosa en el ojal.
-¿Me hará usted el retrato de mi mujer? -dijo inclinándose sobre mi dibujo-. También ella es bonita.
En ese momento empezó en la cancha de pelota que he mencionado ya, un partido que al instante llamó la atención del señor Alfonso. Y yo fatigado, y perdiendo las esperanzas de conseguir reproducir aquella diabólica figura, abandoné muy pronto mi dibujo para mirar a los jugadores. Había entre ellos algunos muleteros españoles llegados el día anterior. Eran aragoneses y navarros, casi todos de una destreza maravillosa en el juego. En consecuencia, los illenses, aunque alentados por la presencia y los consejos del señor Alfonso, fueron derrotados bastante pronto por esos nuevos campeones. Los espectadores locales estaban consternados. El señor Alfonso miró su reloj. No eran todavía las nueve y media. Su madre no estaba peinada. Y no vaciló más: se sacó la levita, pidió una chaqueta, y desafió a los españoles. Yo lo miraba hacer, sonriendo y un poco sorprendido.
-Es preciso sostener el honor de la región -me dijo.
Entonces lo encontré verdaderamente gallardo. La pasión del juego lo poseyó a tal punto, que su tocado, que tanto le había preocupado hacía un instante, ya no significaba nada para él. Unos minutos antes hubiese temido volver la cabeza para no desarreglarse la corbata. Ahora no pensaba en sus cabellos rizados ni en su pechera tan bien plegada. ¿Y su prometida?… A fe mía, creo que, de haber sido necesario, habría postergado el casamiento. Lo vi calzarse con prisa un par de sandalias, subirse las mangas, y, muy seguro de sí mismo, ponerse a la cabeza del conjunto vencido, dando órdenes como César a sus soldados en Dirraquium. Salté el seto, y me coloqué cómodamente a la sombra de un almez, de manera que pudiera ver bien los dos campos.
Contra lo esperado por todos, el señor Alfonso falló en la primera pelota, que, a la verdad, no era fácil, pues vino rozando el suelo, enviada con sorprendente fuerza por un aragonés que parecía ser el jefe de los españoles.
Era éste un hombre de unos cuarenta años, seco y nervioso, de seis pies de altura, y su piel olivácea tenía un tinte casi tan oscuro como el del bronce de la Venus.
El señor Alfonso tiró con furor su paleta en el suelo.
-¡Esta maldita sortija -dijo- me aprieta el dedo y me ha hecho perder una pelota segura!
Y se sacó, no sin trabajo, la sortija de diamantes. Me acerqué para guardársela; pero me hizo a un lado, corrió hacia la Venus, le puso la sortija en el dedo anular y retornó a su puesto, a la cabeza de los illenses.
Lo vi pálido, pero tranquilo y decidido. Desde ese momento, no cometió una sola falta, y los españoles fueron derrotados completamente. Un hermoso espectáculo brindó el entusiasmo de los espectadores: unos lanzaban gritos de alegría, tirando al aire sus gorros; otros estrechaban las manos al señor Alfonso, llamándolo la gloria del país. Si hubiera rechazado una invasión, dudo que hubiese recibido felicitaciones más vivaces y sinceras. La amargura de los vencidos se añadía a la gloria de su victoria.
-Haremos otros partidos, amigo -dijo el señor Alfonso al aragonés con tono de superioridad-, pero tendré que darle ventaja.
Yo hubiera deseado que el señor Alfonso fuese más modesto, y casi me apené por la humillación de su rival.
El gigante español sintió en lo hondo esa ofensa; palideció su tostado rostro; miró con tristeza su paleta, apretando los dientes, y le oí murmurar con voz sofocada:
-Me lo pagarás.
La voz del señor De Peyrehorade turbó el triunfo de su hijo. Mi huésped se sorprendió al no encontrarlo dirigiendo el arreglo de la calesa nueva, y mucho más todavía al verlo bañado en sudor, con la paleta en la mano. El señor Alfonso corrió a la casa, se lavó la cara y las manos, volvió a ponerse la levita nueva y los zapatos charolados, y cinco minutos después todos nos dirigíamos rápidamente hacia Puygarrig. Los jugadores de pelota y gran número de espectadores nos siguieron dando gritos de alegría, y, durante un buen trecho, apenas si los vigorosos caballos que tiraban de nuestro coche podían mantener su ventaja sobre la marcha de estos intrépidos catalanes.
Por fin llegamos a Puygarrig. Cuando el cortejo iba a ponerse en marcha para ir a la alcaldía, el señor Alfonso, dándose una palmada en la frente, me dijo en voz baja:
-¡Qué torpeza! ¡Me he olvidado la sortija! ¡La dejé en el dedo de la Venus, que el diablo podría llevarse! No se lo diga a nadie, y menos aún a mi madre. Tal vez ella no se dé cuenta.
-Podría enviar usted a alguien a buscarla -dije.
-¡Bah! Mi criado se ha quedado en Ille, y de los que hay aquí no me fío mucho. ¡Mil doscientos francos en diamantes! Eso podría tentar a más de uno. Por otra parte, ¿qué pensarían de mi distracción? Se burlarían de mí, y me llamarían el marido de la estatua… ¡Con tal que no me roben el anillo! Por suerte, el ídolo les mete miedo a los pillastres y no se atreven a aproximarse mucho a ella. ¡Bah! No es nada, tengo otra sortija.
Las dos ceremonias, la civil y la religiosa, se realizaron con la pompa adecuada; y la señorita de Puygarrig recibió el anillo de una modista de París, sin sospechar que su prometido le hacía el sacrificio de una prenda de amor. Después hubo que sentarse a la mesa, en donde se bebió, se comió y hasta se cantó, todo lo cual se hizo con cierto exceso. La recién casada me inspiró bastante pena, a causa de la tosca alegría que se exteriorizaba en torno de ella; sin embargo, se comportó mejor de lo que yo hubiera esperado, y la turbación que mostraba en ese momento no provenía de torpeza ni de afectación. Y es que el valor, quizás se hace presente en las situaciones difíciles.
El almuerzo concluyó cuando Dios quiso. Eran ya las cuatro, y los hombres salieron a pasear un poco, unos por el parque, que era magnífico, y otros a contemplar cómo bailaban en el prado del castillo las campesinas de Puygarrig, que lucían sus vestidos de fiesta. En esta forma pasamos algunas horas. Mientras tanto, las mujeres del castillo rodeaban a la recién casada, que hacía admirar a unas y otras su canastilla de boda. Cuando volví a verla, noté que había cambiado de vestido, y que cubría sus hermosos cabellos con una redecilla y un sombrero de plumas, pues las jóvenes tienen prisa por ponerse, en cuanto pueden, los adornos que el uso les impide llevar cuando aun son doncellas.
Eran cerca de las ocho cuando se dispuso el regreso a Ille. En ese instante se produjo una escena patética. La tía de la señorita De Puygarrig, que hacía las veces de madre, mujer de mucha edad y muy devota, no debía ir con nosotros a la ciudad, y, llegada la hora de la salida, dio a su sobrina un sermón concerniente a sus deberes de esposa, del cual sermón resultó un torrente de lágrimas y de abrazos interminables. El señor De Peyrehorade comparó esta separación con el rapto de las sabinas. Partimos, no obstante, y, durante el viaje, todos se esforzaron por distraer a la recién casada y hacerla reír, pero fue en vano.
En Ille, nos esperaba la cena… y ¡qué cena! Si la tosca alegría del almuerzo me había chocado, más me chocaron aún los equívocos y las bromas de que fueron objeto el marido y sobre todo su esposa. El recién casado, que había salido un instante antes de sentarse a la mesa, estaba pálido y su seriedad era glacial. Bebía mucho, y del viejo vino de Collioure, que es casi tan fuerte como el aguardiente. Yo estaba sentado a su lado y me creí obligado a advertirle:
-¡Tenga cuidado! Se dice que el vino…
No sé qué tontería dije para ponerme a la altura de los convidados.
Me tocó con la rodilla, y me dijo en voz baja:
-Cuando se levanten de la mesa… trate de que pueda decirle dos palabras.
Me sorprendió su tono solemne. Lo miré con más atención, y entonces noté una extraña alteración en su semblante.
-¿Se encuentra usted indispuesto? -pregunté.
-No.
Y siguió bebiendo.
Mientras tanto, en medio de los gritos y de las palmadas, un niño de once años que se había deslizado bajo la mesa, mostraba a los asistentes una bonita cinta blanca y rosa que acababa de desprender del tobillo de la desposada. Se llamó a aquello su liga. En seguida fue cortada en pedazos y distribuida entre los jóvenes, que adornaron con ellos su ojal, siguiendo una antigua costumbre que se conserva todavía en algunas familias patriarcales. Para la recién casada aquélla fue una ocasión indicada para ruborizarse hasta la raíz de los cabellos… Pero su turbación llegó al máximo cuando el señor De Peyrehorade, después de haber reclamado silencio, declamó algunos versos catalanes, improvisados, según dijo. He aquí el sentido de los mismos, si es que los interpreté bien:
«¿Qué es esto, amigos míos? ¿Acaso el vino que he bebido me hace ver doble? Hay aquí dos Venus…»
El recién casado levantó bruscamente la cabeza con tal expresión de susto que hizo reír a todos.
«Sí» -prosiguió el señor De Peyrehorade- «hay dos Venus bajo mi techo. Una, la he encontrado en la tierra, como una trufa; la otra, ha bajado de los cielos y acaba de repartirnos su cinturón».
Quería decir su liga.
«Hijo mío, elige la Venus romana o la catalana, la que prefieras. El pillastre toma a la catalana, y su elección es la mejor. La romana es negra, la catalana es blanca. La romana es fría, la catalana inflama todo lo que se le acerca».
Este final arrancó tal alarido, aplausos tan ruidosos y risas tan sonoras, que creí que el techo iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. Alrededor de la mesa no había más que tres caras serias; las de los recién casados y la mía. Yo tenía un fuerte dolor de cabeza, y, además, no sé por qué, un casamiento siempre me entristece. Por otra parte, aquél me disgustaba un poco.
Las últimas coplas fueron cantadas por el teniente alcalde, y eran bastante liberales, debo decirlo. Después pasamos a la sala para presenciar la partida de la desposada, que debía ser conducida muy pronto a su habitación, pues ya era cerca de medianoche.
El señor Alfonso me arrastró junto al alféizar de una ventana, y sin atreverse a mirarme, me dijo:
-Usted se burlará de mí… Pero no sé que tengo… ¡Estoy hechizado! ¡El diablo me lleva!
El primer pensamiento que se me ocurrió fue el de que se creía amenazado de algún mal de aquellos de que hablan Montaigne y Madame de Sevigné: «Todo el imperio amoroso está lleno de historias trágicas, etc.»
«Creo que tal género de accidentes no suceden más que a personas inteligentes» -me dije.
Pero volviendo al recién casado, le contesté:
-Ha bebido usted demasiado vino de Collioure, mi querido señor Alfonso. Ya se lo había advertido.
-Sí, quizás. Pero se trata de algo más terrible.
Hablaba con voz entrecortada. Lo creí completamente ebrio.
-¿Se acuerda usted de mi anillo? -prosiguió después de un silencio.
-Sí. ¿Se lo han llevado?
-No.
-¿Lo tiene usted, entonces?
-No…, yo… yo no puedo sacarlo del dedo de esa maldita Venus.
-¡Bah! No habrá tirado de él lo bastante fuerte.
-Lo hice… pero la Venus… ha cerrado el dedo. Y me miró fijamente, con extraña expresión, apoyándose en la falleba de la ventana para no caerse.
-¡Qué cuento es éste! -dije-. Sin duda, usted ha metido muy adentro el anillo. Mañana lo sacará con las tenazas; pero tenga cuidado entonces de no estropear la estatua.
-Le digo a usted que no he hecho eso. El dedo de la Venus está encogido, replegado; la Venus ha cerrado la mano. ¿Me entiende ahora?… Es mi esposa, en apariencia, puesto que le he entregado mi anillo… y no quiere devolvérmelo.
Sentí correr de pronto por mi cuerpo un raro estremecimiento, y esta sensación me duró un instante. El joven lanzó un profundo suspiro, y al percibir su aliento vinoso, toda emoción desapareció en mí.
«Este miserable -pensé- está completamente borracho».
-Usted es anticuario, caballero -agregó con voz triste- y conoce esas estatuas… Tal vez haya en ella algún resorte, algún mecanismo oculto, que yo no conozco… Si usted fuera a ver…
-Con mucho gusto -dije-. Venga conmigo.
-No, prefiero que vaya usted solo.
Salí de la sala. El tiempo había cambiado durante el transcurso de la cena, y la lluvia comenzaba a caer con fuerza. Iba a pedir un paraguas, cuando una reflexión me detuvo.
«¡Sería un loco de remate -me dije- si fuera a cerciorarme de lo que me ha dicho un hombre ebrio! Quizás, por otra parte, me ha querido hacer objeto de alguna broma desagradable para hacer reír a estos buenos provincianos; y lo menos que puede ocurrirme es que me cale hasta los huesos y atrape un buen catarro.»
Desde la puerta eché una ojeada a la estatua por la que chorreaba el agua, y subí después a mi habitación, y no volví a entrar en la sala. Me acosté, pero el sueño tardó en llegar. Todas las escenas de la jornada se hacían presente en mi espíritu. Y pensé en aquella joven tan bella y tan pura abandonada a un borracho brutal.
«¡Qué odioso asunto -me dije- es un matrimonio de conveniencia! ¡Un alcalde revestido con su faja tricolor, un cura con la estola, y no hace falta más para que una hija honesta sea entregada al Minotauro! Dos seres que no se aman ¿qué pueden decirse en esos instantes que dos enamorados comprarían al precio de su existencia? ¿Podrá amar siempre una mujer a un joven que ha sido un bruto con ella en determinada ocasión? Las primeras impresiones no se borran jamás, y estoy seguro de que el señor Alfonso merece ser odiado…»
Durante mi monólogo interior, que por cierto he abreviado, llegaba hasta mí el rumor de las idas y venidas de la gente por la casa, el ruido de abrir y cerrar de puertas, y el de los carruajes que partían. Además, también me pareció haber oído en la escalera los pasos ligeros de muchas mujeres que se dirigían por el corredor hacia el extremo opuesto al de mi habitación. Se trataba, probablemente, del cortejo de la desposada, que la conducía al lecho. Poco después, volvieron a bajar la escalera. La puerta de la señora De Peyrehorade se cerró.
«¡Qué incómoda y preocupada -me dije- debe estar esa pobre muchacha!»
Me di vuelta en mi cama con malhumor. Un soltero desempeña un papel tonto en una casa donde se celebra un matrimonio de esta suerte.
El silencio reinó durante un buen rato; súbitamente oí unos pasos pesados en la escalera; alguien subía. Los peldaños de madera crujieron con fuerza.
«¡Qué zopenco! -exclamé para mis adentros-. Apuesto a que va a caerse por la escalera.»
Pero todo volvió a quedar tranquilo. Tomé un libro y me dispuse a leer para cambiar el curso de mis ideas. Era una estadística del departamento, enriquecida con una memoria del señor De Peyrehorade sobre los monumentos druidas del distrito de Prades. Me adormecí en la tercera página.
Dormí mal y me desperté varias veces. A eso de las cinco de la mañana, cuando ya hacía unos veinte minutos que estaba despierto, oí cantar un gallo. Comenzaba a clarear el día. Escuché entonces, con toda claridad, los mismos pasos pesados y el mismo crujido de la escalera que había escuchado antes de dormirme. Aquello me pareció raro. Entre bostezo y bostezo traté de adivinar el motivo por el cual el señor Alfonso se levantaba tan temprano. No podía imaginarme la causa. Iba a volver a cerrar los ojos, cuando atrajo mi atención unos pataleos extraños, a los que se mezclaron en seguida el sonido de varias campanillas y un ruido como de puertas que se abrían con violencia; por último oí confusos gritos.
«¡Mi borracho habrá prendido fuego en alguna parte!» pensé, saltando de la cama.
Me vestí rápidamente y salí al pasillo. Del extremo opuesto llegaban gritos y lamentos; alguien, con voz que dominaba a todas las otras, clamaba con acento desgarrador:
-¡Hijo mío? ¡Hijo mío!
Era evidente que le había sucedido una desgracia al señor Alfonso. Corrí a la cámara nupcial: estaba llena de gente. Lo primero que llamó mi atención fue el espectáculo del joven a medio vestir, echado de través en el lecho, cuya armadura estaba rota. Estaba lívido e inmóvil. Su madre lloraba y gritaba a su lado. El señor De Peyrehorade, muy agitado, frotaba las sienes del joven con agua de Colonia, y a veces arrimaba el frasco de sales a su nariz. ¡Pobre! Hacía tiempo que su hijo se hallaba sin vida. Sobre un sofá, en el otro rincón del dormitorio, se encontraba la desposada, que, a su vez, era víctima de horribles convulsiones. Lanzaba gritos inarticulados y dos robustas criadas la contenían a duras penas.
-¡Dios mío! -dije-. ¿Qué ha sucedido?
Me acerqué a la cama y traté de levantar el cuerpo del infortunado joven: estaba rígido y frío. Sus dientes apretados y su rostro morado expresaban las más horrorosas angustias. Echábase de ver que su muerte había sido violenta y terrible su agonía. Sin embargo, no había en sus ropas ningún rastro de sangre. Aparté la camisa y vi sobre su pecho una marca lívida que se extendía por los costados hasta la espalda. Se hubiera dicho que había sido apretado en un círculo de hierro. Mi pie tocó de pronto un objeto duro que se encontraba sobre la alfombra, me agaché para reconocerlo y vi la sortija de diamantes.
Conduje entonces al señor De Peyrehorade y a su esposa hasta su habitación, y después hice que llevasen junto a ellos a la desposada.
-Les queda todavía una hija -dije a mis huéspedes- y ustedes deben cuidarla.
Y los dejé solos.
No me parecía dudoso que el señor Alfonso hubiese sido víctima de un asesinato cuyos autores habían encontrado la forma de introducirse durante la noche en la habitación de la desposada. Aquellas contusiones en el pecho y la dirección circular que seguían me intrigaban bastante, pues un bastón o una barra de hierro no podría haberlas causado. De pronto me acordé haber oído decir en Valencia que algunos facinerosos utilizan largos talegos de cuero rellenos de arena para moler a golpes a las personas por cuya muerte se les paga. En seguida recordé al muletero aragonés y su amenaza. No obstante, apenas me atrevía a pensar que éste hubiese realizado tan terrible venganza a causa de una ligera broma.
Recorrí toda la casa buscando rastros de violencia, pero no los encontré en ninguna parte. Bajé al jardín para ver si los asesinos podrían haber entrado por allí; pero no descubrí ningún indicio seguro. La lluvia de la víspera había ablandado tanto el suelo, que no era posible encontrar ninguna huella clara. Sin embargo, noté al fin algunas pisadas profundas en la tierra; estaban impresas en dos direcciones contrarias, pero en una misma línea, pues partían del ángulo del seto contiguo al juego de pelota y terminaban en la puerta de la casa . Serían quizás las de los pasos dados por el señor Alfonso cuando fue a retirar su anillo del dedo de la estatua. Por otra parte, el seto, en ese rincón, era menos tupido, y probablemente por ese punto lo habían saltado los asesinos. Pasando y repasando por delante de la estatua, me detuve un instante para mirarla. Confieso que en esa ocasión no sin estremecerme contemplé su expresión de irónica maldad; y, con la mente excitada por las horribles escenas de que acababa de ser testigo me pareció ver en ella una divinidad infernal aplaudiendo la desgracia que había caído sobre aquella casa.
Volví a mi habitación y permanecí en ella hasta mediodía. Salí entonces y pedí noticias a mis huéspedes, que se encontraban un poco más tranquilos. La señorita de Puygarrig, debería decir la viuda del señor Alfonso, había recobrado el conocimiento y pudo hablar con el procurador del rey, delegado en Perpiñán, que se encontraba por aquel entonces en jira por Ille; el magistrado recibió su declaración y después me pidió la mía. Le dije lo que sabía, y no le oculté mis sospechas con respecto al muletero aragonés. Ordenó en seguida que fuera detenido.
-¿Ha sabido usted algo importante por medio de la señora de Alfonso? -pregunté al procurador del rey, después de escrita y firmada mi declaración.
-Esa desgraciada joven se ha vuelto loca -dijo con triste sonrisa-. ¡Loca! Completamente loca! He aquí lo que cuenta: estaba acostada, según dice, hacía unos minutos, cuando se abrió la puerta de su habitación y alguien entró. En aquel momento, la señora de Alfonso se encontraba casi en el borde del lecho, que tenía las cortinas corridas, vuelta la cara hacia la pared. No hizo el menor movimiento, persuadida de que era su marido. Al cabo de un momento, el lecho crujió como si se hubiera desplomado sobre él un peso enorme. Sintió mucho miedo, pero no se atrevió a volver la cabeza. Cinco minutos, diez minutos quizás…, no pudo darse cuenta del tiempo que transcurrió, pasaron de tal manera. Hizo entonces un movimiento involuntario, o bien lo hizo la otra persona que estaba en el lecho, y sintió el contacto de alguna cosa fría como el hielo, según sus propias expresiones. Volvió a colocarse junto a la pared, temblando de pies a cabeza. Poco después, la puerta se abrió por segunda vez y alguien que entró, dijo: «Buenas noches, mujercita mía». Entonces se sucedieron con rapidez las cosas. La joven oyó un grito ahogado. La persona que estaba en la cama, a su lado, se enderezó y pareció extender sus brazos hacia delante. Ella entonces dio vuelta la cabeza… y vio, según dice, a su marido arrodillado junto al lecho, con la cabeza a la altura de la almohada, entre los brazos de una especie de gigante verdoso que lo estrechaba con fuerza. Me dijo, y lo repitió veinte veces… ¡pobre mujer! … me dijo que reconoció… ¿lo adivinaría usted?, a la Venus de bronce, a la estatua del señor De Peyrehorade. Desde que está en la comarca, todo el mundo sueña con ella. Pero vuelvo al relato de la infortunada loca. Ante tal espectáculo perdió el conocimiento, y, probablemente, poco después, también la razón. No puede establecer de ninguna manera cuánto tiempo estuvo desvanecida. Vuelta en sí, vio otra vez al fantasma, o a la estatua, según ella lo dice continuamente, inmóvil, con la parte inferior del cuerpo dentro de la cama, el busto inclinado hacia delante, y estrechando entre sus brazos a su marido, que no hacía el menor movimiento. Cantó un gallo. Entonces la estatua abandonó el lecho, dejó caer el cadáver y salió. La señora de Alfonso se prendió del cordón de la campanilla, y usted ya sabe lo que sucedió después.
Se trajo al español. Se mostró tranquilo durante el interrogatorio y se defendió con mucha sangre fría y presencia de ánimo. Por lo demás, no negó el propósito que yo le oí expresar, pero lo explicó, insistiendo en que sólo quiso decir que al día siguiente, más descansado, le hubiera ganado un partido de pelota a su vencedor. Recuerdo que agregó:
-Un aragonés, cuando es ofendido, no espera el día siguiente para vengarse. De haber creído que el señor Alfonso se propuso insultarme, en el acto le hubiese hundido mi cuchillo en el vientre.
Se compararon sus zapatos con las huellas del jardín, pero resultaron mucho más grandes que éstas.
A su vez, el hotelero en cuya casa se había alojado, aseguró que aquel hombre había pasado la noche dando frotaciones y curando a uno de sus mulos que estaba enfermo.
Por otra parte, el aragonés era un hombre de buena fama, muy conocido en la comarca, a la que venía todos los años en razón de su comercio. Fue puesto en seguida en libertad y se le dieron las debidas excusas.
Me olvidaba consignar la declaración hecha por un criado, que fue el último en ver con vida al señor Alfonso. En el momento en que su amo iba a subir en busca de su mujer, éste lo llamó y le preguntó con cierta inquietud si sabía dónde me encontraba yo. El criado le contestó que no me había visto. El señor Alfonso lanzó un suspiro, permaneció en silencio más de un minuto, y dijo después: «¡Vamos! ¡También se lo habrá llevado el diablo!»
Pregunté a aquel hombre si el señor Alfonso llevaba la sortija de diamantes cuando le habló. El criado vaciló al contestar; pero dijo, por último, que no lo creía, aunque no había prestado en verdad mayor atención a ese detalle.
-Si hubiese tenido en el dedo esa sortija -agregó con más seguridad-, sin duda yo lo habría notado, pues creí que mi amo ya se la había entregado a su señora.
Mientras lo interrogaba, sentí que también prendía en mí algo del terror supersticioso que la declaración de la señora de Alfonso había difundido por toda la casa. El procurador del rey me miró sonriendo, y me guardé muy bien de insistir.
Varias horas después de los funerales del señor Alfonso, me dispuse a dejar a Ille, y se alistó el carruaje del señor De Peyrehorade para llevarme a Perpiñán. A pesar de su estado de debilidad, el pobre anciano quiso acompañarme hasta la puerta del jardín. Lo atravesamos en silencio y lentamente, pues él caminaba con dificultad, apoyado en mi brazo. En el momento de separarnos, miré por última vez a la Venus. Preveía yo que mi huésped, aunque no compartiera los terrores y los odios que inspiraba la estatua a una parte de su familia, querría deshacerse de un objeto que le recordaría siempre una horrible desgracia. Mi intención era rogarle, por tanto, que la enviara a un museo, y vacilaba sobre la manera de encarar el asunto, cuando el señor De Peyrehorade volvió maquinalmente la cabeza hacia el lado en que fijaba yo mi mirada. Vio la estatua y se echó a llorar. Lo abracé, y, sin atreverme a decirle una sola palabra, subí al carruaje.
Desde mi partida de Ille, no he tenido noticias de que algún hecho nuevo hubiera contribuido a aclarar aquella misteriosa catástrofe.
El señor De Peyrehorade falleció pocos meses después que su hijo. Por su testamento me ha legado sus manuscritos, que tal vez publicaré algún día. No pude encontrar la memoria relacionada con las inscripciones de la Venus.
P.D. -Mi amigo el señor De P…, acaba de escribirme desde Perpiñán comunicándome que la estatua ya no existe. Después de la muerte de su marido, el primer cuidado de la señora de Peyrehorade fue fundirla, para hacer una campana, y en esta nueva forma ha resultado útil el bronce para la iglesia de Ille. Pero, agrega el señor De P…, parece que la mala suerte persigue a quienes poseen dicho bronce. Desde que esa campana resuena en Ille, las viñas se han helado ya dos veces.
FIN

Traducción del francés por Eduardo Torrendel

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